Capítulo III

Al mes exacto de la proclamación de la República, en mayo de 1931, estando Matías Alvear de servicio en la oficina, el aparato telegráfico a su cargo comunicó que en Madrid ardían iglesias y conventos, entre ellos el de los Padres jesuitas en la calle de la Flor. Inmediatamente pensó que su hermano Santiago habría figurado entre los asaltantes. Y en efecto, no erró.

A los pocos días el propio Santiago se jactaba de ello en una carta, en la que decía que ya era hora de acabar con tanto cuento. Luego añadía que su hijo José —que por entonces debía de rozar los veinte años— se había portado como un hombre.

La preocupación de Matías Alvear fue escamotear periódicos y cartas para que Carmen Elgazu no se enterara de aquello, y lo consiguió. En cambio, en el Seminario se filtró la noticia. Faltaba un mes para terminar el curso. Ignacio, pasado el primer estupor, reaccionó como su padre: «Unos cuantos exaltados, unos cuantos exaltados…»

César se enteró porque en los Hermanos de la Doctrina Cristiana no se hablaba de otra cosa. ¡Iglesias quemadas! El chico quedó hipnotizado. También pensó: «Quién sabe si mi primo de Madrid… Y mi tío…» Pero tampoco había visto la carta. Le pareció un deber desagraviar de algún modo a Dios. Al salir del Colegio tomó automáticamente la dirección de la Catedral. Y allá permaneció, solo y diminuto bajo la bóveda inmensa, hasta que el sacristán salió de un muro haciendo tintinear sus gruesas llaves.

El aspecto de la ciudad había cambiado. Carmen Elgazu regresó de la compra diciendo: «No sé qué les pasa. No pueden soportar que no hable en catalán». En todas partes se formaban corros, sobre todo en las esquinas y los puentes.

Matías Alvear había notado el cambio en la barbería donde acostumbraba a servirse. «¡Vamos a dar pal pelo a más de cuatro!», decían sin precisar. En el Neutral la radio tocaba todo el santo día La Marsellesa y el Himno de Riego. En los balcones de los partidos políticos que durante la Monarquía llevaban vida lánguida, el rótulo había sido barnizado de nuevo, y siempre se veían, bajo el asta de la bandera, dos o tres hombres fumando.

Aquel mes pasó de prisa e Ignacio se presentó a los exámenes finales. Su decisión estaba tomada, por lo que contestó a los profesores sin nerviosismo alguno. Ello le valió las mejores notas, que nunca había tenido. «¡Con lo contenta que estaría mi madre si esto fuera de veras!», pensaba. No había comunicado a nadie, ni siquiera al padre Anselmo, su proyecto. Siguió las costumbres del Seminario como si tal cosa. Escuchó los consejos para las vacaciones, subió a los dormitorios, preparó la maleta, se despidió afectuosamente de sus condiscípulos. Luego se fue a los lavabos y robó, como recuerdo, una bombilla.

Cruzó el umbral. ¡Gerona! Respiró. Bajó las escalinatas de Santo Domingo. Vio en los balcones las banderas y los hombres fumando. Subió al piso de su casa. Su madre había salido a la función de las Cuarenta Horas y el muchacho se alegró de ello. Prefería hablar primero con su padre a solas. Cuanto antes mejor. Ardía en deseos de hacer los proyectos de su nueva vida, orientarla en algún sentido concreto; pero temía la reacción de su madre. El disgusto que se llevaría sería tan grande, que la idea le anonadaba. Su padre era la única persona en el mundo que podía mitigar las cosas.

Había imaginado mil preámbulos. En el momento de la verdad dijo, simplemente:

—Padre, no quiero volver al Seminario.

Todo fue más fácil de lo que cabía esperar. Matías, que estaba pescando en el balcón, izó lentamente la caña. Luego dio media vuelta y miró a su hijo.

—No te preocupes. Ya lo esperaba.

Ignacio sintió un gran consuelo en su corazón. Quería dar un beso a su padre. Éste entró con lentitud en el comedor y dejó la caña en su rincón de siempre.

—Tu madre se llevará un gran disgusto.

—Ya lo sé.

Matías entró en la cocina a lavarse las manos.

—Vamos a ver si la consolamos.

La cosa se reveló difícil. Carmen Elgazu reaccionó más dramáticamente aún de lo que se había supuesto. Se lo comunicaron después de cenar, cuando Pilar ya se había acostado. Levantó los brazos y estalló en un extraño sollozo. Miró fijamente a Ignacio y estrujó el delantal. «Pero… ¿Por qué, por qué?» Ignacio optó por retirarse a su cuarto y Matías no sabía qué hacer. Fue preciso pasar la noche prácticamente en vela y al día siguiente llamar a mosén Alberto para que tratara de hacerla comprender. A Carmen Elgazu le parecía que, de pronto, se había convertido en una mujer estéril.

Ignacio pasó unos días en un estado de angustia increíble.

—Madre, ¿qué puedo hacer? No iba a seguir sin vocación, ¿verdad?

—Ya lo sé, hijo, ya lo sé. Pero me había hecho tantas ilusiones…

Pilar miraba a su hermano con el rabillo del ojo. Ella casi se alegraba. Nunca había imaginado a Ignacio sacerdote y cuando llevaba medias se mofaba de él. Ahora les había dicho a sus amigas del Colegio.

—¿Sabéis? ¡Mi hermano no será cura!

Matías Alvear pasaba unos días que no se los deseaba a nadie, ni siquiera a don Agustín Santillana, contertulio antiliberal. Resoplaba buscando soluciones. ¡Era preciso consolar a su mujer! Su esperanza era César, pero éste no se decidía a hablar.

¡Diablo de chico! Todo el día dirigía miradas furtivas, cuando no se encerraba en su habitación como si escondiese un gran secreto.

Una noche Matías, harto de esperar, le llamó y le tiró de la oreja.

—Vamos a ver, pequeño —le dijo—. O yo no soy tu padre, o estás queriendo y no queriendo. ¿Verdad o no?

César se pasó la mano por el mechón de la frente. Miró a su padre con cara entre miedosa y esperanzada.

—¿Qué quieres decir…?

—Pues… muy sencillo. ¿Quieres cantar misa tú, o no…?

César esbozó una sonrisa, que al pronto su padre no comprendió. Las facciones todavía indefinidas del chico le traicionaban. Finalmente, éste contestó:

—Habla con mosén Alberto.

¡Acabáramos! Matías Alvear se fue al Museo Diocesano, cuyo conservador era mosén Alberto. El sacerdote, impecablemente afeitado, le dijo que aquella visita le alegraba. En efecto, llevaba muchos días estudiando a César…

—Es un chico extraño. Es un alma sensible. El problema es delicado… Tanto más cuanto que creo que no está muy bien de salud.

Matías Alvear se impacientó.

—No es fuerte como Ignacio, desde luego. Pero… ¿tiene vocación o no la tiene?

Mosén Alberto tomó arranque para contestar:

—Señor Alvear, yo creo que su hijo tiene vocación de santo.

Matías soltó una imprecación. Que César era un santo, ¿quién mejor que su padre para saberlo? También era una santa Carmen Elgazu, y otro santo Ignacio, y todos. Todos eran santos.

—De acuerdo, de acuerdo. Pero yo lo que querría saber es eso: si tiene vocación para cura o no.

El reverendo, por fin, sentenció:

—Si en septiembre no le lleva usted al Seminario, el chico se muere.

¡Por los clavos de Cristo! Matías se desabrochó el botón del cuello. Tomó asiento. Habló largamente con el sacerdote, aun cuando consideraba a este hombre algo tortuoso. Y se enteró de muchas cosas. Supo que, en realidad, mosén Alberto no había tenido nunca confianza en Ignacio. El sacerdote hablaba del muchacho en tono reticente, como si le inspirara graves temores.

—¿Quiere que le diga una cosa? —cortó Matías.

—Diga.

—Si fuera usted hombre casado, ya querría tener un hijo como Ignacio.

La conversación se dio por terminada. Y el resto, fue coser y cantar. Matías regresó a casa alegre como unas pascuas. Llamó a Ignacio y le comunicó:

—Me parece que tu madre va a llevarse una sorpresa.

Esperó unos días aún. Esperó a que César en persona le dijera: «Padre, de lo que me preguntó, sí», para llamar a su mujer, liar lentamente un cigarrillo y comunicarle la noticia.

—Ahí tienes. Ahí tienes el sustituto. —Y hallándose con las manos ocupadas, con el mentón señaló a César.

Carmen Elgazu comprendió en seguida, pues llevaba días notando algo raro; miradas como diciendo: «Sí, sí, sufre. Para lo que te va a durar».

Miró a César y el muchacho asintió con la cabeza.

—Madre, quiero ser el sustituto de Ignacio.

¡Hijo! Ya no cabía duda. Carmen Elgazu recibió la noticia en pleno pecho. De pie bajo el calendario de corcho, exclamó: «Me vais a matar a emociones». No sabía qué hacer. Le parecía que sus entrañas volvían a ser fecundas. De repente le asaltó una duda.

—¿Lo has consultado ya con mosén Alberto?

César se disponía a contestar, pero Matías se le anticipó:

—¡Sí, mujer, sí! Él mismo va a elegir el otro perchero.

* * *

Era preciso esperar hasta septiembre. César preparándose para el Seminario. Ignacio para emprender su nueva vida. Ignacio miraba a su hermano con agradecimiento, pues su madre volvía a ser dichosa.

En cuanto a él, era libre. ¡Libre! Lástima no poder disponer de la habitación entera. Tendría que continuar compartiéndola con César hasta septiembre.

Pero su vida cobraba ahora tal novedad que los pequeños obstáculos no contaban. El instante más solemne de su victoria lo vivió en la barbería, cuando al tomar asiento ante el espejo pidió una revista y ordenó, en tono grave: «Sólo patillas y cuello».

Matías Alvear entendía que personalmente había ganado con el cambio. Esperaba mucho de Ignacio, seglar. Tampoco creyó que la Iglesia española hubiera perdido nada: César valdría por dos. De Vasconia se recibió una carta quilométrica, llena de advertencias para el desertor y de parabienes para César. En Madrid, en cambio, parecieron tomarse todos aquellos manejos un poco a chacota.

Muy pronto, Ignacio empezó a experimentar una curiosa sensación. De repente, sus cuatro cursos del seminario le parecían una pesadilla vivida por otro ser; otras veces se presentaban a su memoria con relieve angustioso. En realidad era demasiado sensible para enterrar con tanta facilidad un mundo que fue el suyo. Otros muchos ex seminaristas lo hacían y pregonaban su prisa por vengarse de Dios. Ignacio, en realidad, no sabía. Por el momento sentía una infinita curiosidad.

Porque le ocurría que en los cuatro años había crecido: ya un ligero bozo apuntaba, negro, y se daba cuenta de que su formación intelectual, con ser incompleta, pues en el Seminario había muchas asignaturas importantes que no figuraban en el programa, era muy superior a sus conocimientos «de la vida». En realidad, Ignacio había estudiado unas materias básicas, que le daban cierto sedimento clásico. Se daba cuenta de ello al escuchar a Pilar y enterarse de las tonterías que explicaban las monjas. Y se daba cuenta incluso escuchando a su padre y a sus contertulios del Neutral. De modo que por este lado no había mucho que lamentar. Ahora bien, «de la vida…», nada. Enfrentado con la calle, con la sociedad, sabiendo que podía mirar a la gente cara a cara, leer los periódicos, fisgar las fachadas sin sensación de culpabilidad, se daba cuenta de que no entendía una palabra. De ahí sus ganas de saber. ¿Cómo era el mundo? ¿Por qué unos hombres tenían coche y otros no? ¿Por qué las parejas? ¿Era bueno o malo que el presidente de la República fuera un hombre como los demás?

Se daba cuenta de que no conocía ni su propia habitación. Hasta entonces siempre la había ocupado como algo provisional; ahora sabía que podía arreglarla a su modo, por lo menos la parte de ella que le correspondía, y dos estanterías de armario que Carmen Elgazu le destinó. ¡Pronto pondría allí libros suyos!

Luego, tampoco conocía absolutamente nada de la ciudad. A veces creía que conocía mejor Málaga, como si los ojos de un niño captaran mejor que los ojos de un seminarista. La ciudad… Aquello le atraía de manera irresistible. Conocer Gerona. A veces pensaba: «Debería buscarme un amigo». Pero no. Mejor solo. Salir de madrugada, o hacia el atardecer, y recorrer calles y mirar. Placer de mirar. Analizándolo bien, casi no conocía sino la parte antigua, la del Seminario y edificios nobles, pero de todo el barrio moderno, el ensanche, y los campos que venían luego, nada. Y tampoco de la parte del Oñar, remontándolo hacia el cementerio, y menos aún del barrio de los pobres, del misterioso barrio que empezaba a los pies del campanario de San Félix y se extendía luego, en casas que parecían de barro.

Allí le llevaba su corazón, hacia la calle de la Barca, Pedret. Aquella aglomeración de edificios húmedos, de balcones con ropa blanca y negra puesta a secar, con gitanos, seres amontonados, mujeres de mala nota.

Empezó por el barrio moderno. No le satisfizo en absoluto. Le decía a su padre: «Pero esto ¿qué es?» Matías le contestaba: «Cubista. ¿Té parece poco?» A Ignacio se le antojaba que la alegría era allí artificial, aunque las tiendas estaban llenas de cosas dignas de ser compradas, no se podía negar.

Luego remontó el río y llegó hasta un pequeño montículo que llamaban Montilivi —monte del Olivo—. Desde la cima descubrió un panorama menos grandioso que el que se divisaba desde Montjuich o el Calvario, pero entrañable. Un pequeño valle, la Crehueta, verde, cuadriculado, por cuyo centro pasaba el tren chillando y despertando la vida. Luego empezaba el bosque, los árboles trepando hasta la ermita de los Ángeles, lugar de peregrinación.

¡Cuántas cosas se veían, cuántos árboles, trenes, personas! ¡Qué dilatado horizonte! Siguiendo la carretera, llegaría al mar. Todo era un poco suyo. Grabó su nombre en una piedra.

Se tendía boca arriba para mirar. Pero luego volvía a mirar el valle porque le parecía más a su medida. «¿Por qué la gente de Gerona no subía a Montilivi a respirar?»

Sin darse cuenta retardaba el momento de irse al barrio pobre. Le atraía, pero le inspiraba temor. Le parecía que descubriría allí algo importantísimo, que tal vez fuera definitivo para él. Cuando su padre decía: «Chico, no sé cómo vamos a hacer para llegar a fin de mes», su expresión era sombría, y, sin embargo, en su casa había un mínimo asegurado; en cambio, bajo el puente del ferrocarril…

Un día tomó la decisión. Y entró en la calle de la Barca. Y la impresión que recibió fue profunda. No le impresionaron ni la basura ni el color de las fachadas ni los perros famélicos: le impresionaron los ojos. Éste fue su gran descubrimiento: que en el fondo de una mirada humana pudiera concentrarse todo el rencor, toda la tristeza y todos los colores sombríos de su mundo circundante.

Aquello no era cubista ni el horizonte era dilatado. Era una calle estrecha y otra y otra de empedrado desigual. Con tabernas llenas de peones ferroviarios, de traperos, de vagabundos. Con escaleras oscuras, con mujeres sentadas en la acera comiendo tomates y sandías y bebiendo en porrón.

Ignacio se exaltó lo indecible. Atardecía. «¡Eh, cuidado, chaval!» Y echaban un cubo de agua.

Se paraba en las esquinas. Afectando indiferencia, estudiaba los rostros. Hombres de boina torcida, hembras de moño loco. Los viejos tenían cierto aire de paralíticos, y eran como espejos del futuro. Los niños jugaban… ¡con pelotas de trapo!

Los nombres de los bares y tabernas eran significativos. Bar «El Cocodrilo», taberna del Gordo, del Tinto. Ningún parangón con los nombres de la parte céntrica: café Neutral, La Alianza, La Concordia. Para no hablar del Casino de los señores…

Vio que se armaba un altercado. Hizo como si se abrochara los zapatos para oír el diálogo.

—Tú lo que eres, un hijo de p…

—Y tú, ídem.

—Me dan ganas de preguntarte si eres hombre.

—Pregúntaselo al obispo.

—Eso tú, que te tuteas con él.

—Anda y que te emplumen.

Ignacio se irguió y echó a andar. Aquel léxico le reveló la ira de los corazones. Corazones como los de la gente que mondaba naranjas en el tren. Ignacio sabía que muchos de aquellos hombres habían llegado de provincias misérrimas, casi todas del Sur, y de Albacete, de Murcia, en busca del pan cotidiano. Ahora vivían allí, poniendo a secar ropa blanca y negra y comiendo sardinas en la acera. Ignacio fue a la calle de la Barca y pasó bajo el puente del ferrocarril muchas tardes. Y poco a poco le parecía que iba conociendo nuevos detalles de aquella humanidad. Le pareció que muchos de ellos, a pesar de su miseria y de la exaltación que les producían los periódicos, no podían sustraerse a una innata y racial alegría. Con frecuencia bastaba que apareciera un organillo para que se formara un corro y sonasen las palmas. Nunca faltaba el profesional de la ira, el más letrado, más hablador o más chulo, que permanecía recostado en un farol, con bufanda de seda, fulminando con la mirada a los que se reían.

Las mujeres eran más vulgares que los hombres, porque utilizaban menos que éstos los ojos para increparse, armar jolgorios u odiar. En seguida chillaban. Gritos, gritos y arañazos y moño loco. Tal vez porque las faenas más tristes y puercas les tocaban más de cerca. Los hombres tenían, algunos de ellos, una misteriosa serenidad. Como si meditaran algo muy hondo, muy hondo. Entre eructos y blasfemias intercalaban refranes muy ajustados e imágenes sorprendentemente poéticas. Las mujeres de mala nota utilizaban los ojos para atraer clientes.

Ignacio regresaba a su casa con vértigo, víctima de sentimientos opuestos. Con frecuencia quería engañarse a sí mismo y adoptaba aires de venir de quién sabe de dónde y de estar estudiando los más delicados problemas sociales. En estos casos se sentaba a la mesa con cara reflexiva, silencioso, o mirando afuera distraídamente. Matías Alvear, que conocía sus correrías, le espiaba divertido y Pilar le señalaba a la atención de César por medio de codazos.

Las reacciones de César eran muy distintas. Desde que su ingreso en el Seminario había quedado decidido, había renunciado voluntariamente a la libertad de mirar y recorrer calles. César tenía trece años y en los Hermanos de la Doctrina Cristiana había recibido una excelente educación. Nunca le interesaron ni las matemáticas, ni jugar al fútbol, ni estudiar francés. A pesar de sus esfuerzos, estaba lejos de ser el primero de la clase. Sin embargo, el Hermano Director había dicho a Matías: «Es el chico más educado del colegio».

Matías suponía que a los eclesiásticos les bastaba que alguien fuera piadoso para considerarle educado. No obstante, tal vez en el caso de César fuera cierto. Ahora, desde que su lucha interior, iniciada el mismo día en que Ignacio había entrado en el Seminario, había cedido, no hacía otra cosa que medir sus gestos, que pensar en su vocación. Comprendía que sus antiguos deseos de entrar en un templo y permanecer en él, que su alegría inexpresable al ver que el campanero de la Catedral era izado triunfalmente por las cuerdas al tocar a gloria, no fueron sino un preludio. Así, pues, el milagro era ya suyo y se detendría en él toda la vida. Por de pronto, no iba más que al Museo Diocesano o a la iglesia, y regresaba a leer o a hablar con su madre. De vez en cuando hacía una visita al Hermano Director, a sus profesores o al Hermano Alfredo, sacristán, que siempre le daba regaliz, que él traspasaba luego a Pilar.

Sólo se olvidaba de sí mismo y de su vocación para pensar en los demás, especialmente en Ignacio. Porque le parecía que éste, con quererle mucho, sentía cierto resquemor hacia él. No siempre, claro está. Lo que ocurría era que el humor de Ignacio era muy variable. Debía de sentirse aún un poco desplazado.

También le parecía que su padre tenía a Ignacio en mayor estima. Entonces pensó: «Yo debo de ser terriblemente antipático». Se preguntaba si sería por las orejas. Sus enormes orejas y sus grandes pies, que le daban al andar un aire un tanto desmazalado. Ello le planteó varios problemas. Su deseo hubiera sido pelarse al rape en seguida, pues le hubiera parecido que, en cierto modo, «recibía las primeras órdenes». Pero comprendía que, con la cabeza al rape, sus orejas aumentarían aún de tamaño. El segundo problema era que su padre le intimidaba. ¿Cómo hablar con él de lo que sentía, de las cosas que le ocurrían?

Por ejemplo, no sabía si confesarle o no que todos los días hacía una visita al cementerio. Temía que su padre considerara aquello enfermizo, pero tampoco quería engañarle. Así que se lo dijo. Matías Alvear se quitó los auriculares de la radio y miró a su hijo como se mira a un loco. «Pero…», y no acertó a continuar. Luego se pasó la mano por la cabeza y gritó: «¡Carmen!» Carmen Elgazu acudió y sonriendo se puso de parte de César. Entonces el padre perdió los estribos y, dirigiéndose al rincón del comedor, cogió la caña de pescar.

El cementerio, que había descubierto Ignacio a los pies de Montilivi, en un recodo de la carretera que venía de la costa, ocupaba la vertiente sur de la montaña de las Pedreras, prolongación de la de Montjuich. A César le gustaba porque en aquella montaña estaban las canteras de piedra con la que se habían construido la Catedral, los puentes y todos los monumentos de la población, así como las tumbas y los panteones del cementerio.

Lo cierto es que César entraba en el recinto de los muertos pisando levemente. Su padre hubiera errado creyéndole morboso; era la suya una actitud familiar hacia la muerte; simplemente se sentía rodeado de hermanos. Contemplaba las cruces del suelo sin que le parecieran puñales. De las fotografías de los nichos le impresionaban especialmente los hombres que aparecían con uniforme de la guerra de África, y un niño que había en un rincón con marinera blanca, sosteniendo un pato de celuloide. César iba allá para rezar, y así lo hacía. Al entrar, el cementerio parecía enorme. Visto desde las Pedreras era un rectángulo diminuto, que daba ideas de la raquitiquez de los esqueletos por más que intenten agruparse.

Aquél era el problema. Matías Alvear juzgaba que Ignacio picaba más alto; a su entender, César se entretenía en minucias. Carmen Elgazu lo veía de otro modo: «Déjale, déjale, él obedece a mosén Alberto y bien está que lo haga».

Un detalle había que resolver: lo del Seminario. Cuando Ignacio comprendió que la intención de sus padres era llevar a César a la Sagrada Familia, ocupando su puesto, reaccionó en forma que los dejó perplejos a todos.

—¿César allí? Se moriría.

Carmen Elgazu le interrogó con abrumadora severidad. Entonces Ignacio, que siempre les había ocultado lo que ocurría en el interior del edificio, les explicó. Habló del régimen alimenticio, de la humedad, del frío. «Yo he aprendido a declinar tiritando».

—¿Tan mal estabas?

—La verdad… César no lo soportaría.

Matías se mordió los labios. Algo había barruntado la primera vez que visitó a Ignacio. Ahora comprendía que éste tenía razón. César no era fuerte. Nada concreto, pero no era fuerte. Varias veces le habían sorprendido apoyándose con la mano en la pared. El médico les había dicho: «Sobre todo, cuidado con la humedad». Por eso en el piso le habían destinado la habitación que daba a la Rambla, no la que daba al río.

César había escuchado a Ignacio estupefacto. «¡Hambre, frío!» ¿Era posible sentir hambre y frío en el Seminario?

Carmen Elgazu dijo:

—Todo esto es una locura. Hay que consultar con mosén Alberto.

Mosén Alberto, por una vez, dio la razón a Ignacio.

—Sí, la Sagrada Familia es algo duro.

Carmen Elgazu exclamó:

—¿Qué hacer, pues?

Mosén Alberto reflexionó un instante.

—Podría ir al Collell.

¡El Collell! Ignacio puso una objeción.

—En el Collell hay que pagar.

Mosén Alberto dijo:

—Sí, pero está entre montañas, se puede decir que son los Pirineos.

Matías dijo que pagar una pensión crecida le era imposible. Ignacio añadió:

—¡Pues no es poco! Es un internado de ricos. Casi todos estudian comercio.

Mosén Alberto le dejó hablar. Luego intervino:

—Si he hablado de Collell, por algo será —dijo—. El Collell es un internado de ricos, de acuerdo. Pero… hay quince plazas gratis destinadas a seminaristas. Claro, que los seminaristas son los que se encargan de los trabajos cotidianos: de barrer, cortar el pan, hacer las camas, etcétera…

Matías Alvear cortó:

—Para hablar en plata, los criados.

Mosén Alberto levantó los hombros.

—¡Bueno! Es un poco teórico. Yo no los iba a engañar. El trabajo es escaso —hay muchas monjas— y están bien tratados. Los profesores son muy competentes; nutrición, la que quieran. ¡Y el aire! En fin, les aconsejo que vayan a ver.

A Carmen Elgazu la palabra criado la había levantado en vilo. Pero tenía confianza ciega en mosén Alberto.

—Matías, no perdemos nada. Vamos a ver.

* * *

El viaje de Matías, Carmen Elgazu y César a Nuestra Señora del Collell fue un acontecimiento. Tomaron el autobús de línea, destartalado. La comarca era espléndida y pronto todo aquello adquirió un tono de inefable intimidad. A cada curva de la carretera esperaban mujeres con cestos, un hombre con el correo, o simplemente la novia de un soldado con un paquete.

El conductor frenaba el carromato, se apeaba y no sólo los atendía a todos, sino que se sentaba un rato en la cuneta a platicar con uno y otro, liando un cigarrillo.

Matías, que se había tomado todo el día de vacaciones, no tenía prisa. Por ello gozaba de lo lindo, especialmente al oír en el techo del vehículo el bailoteo de los que se habían instalado arriba y que armaban un jaleo de mil demonios. Cualquier incidente bastaba para que todos los viajeros estallaran en una risotada. Un neumático que hubiera reventado, y la gente habría alcanzado el límite de la felicidad. A Matías todo aquello le recordó ciertos aspectos del espíritu madrileño.

En Bañolas hubo trasbordo. Otro autobús, éste de color azul. A la salida del pueblo apareció el lago, de indescriptible serenidad matinal. A César se le antojaba que entraban en un paraíso.

Luego empezaba la cuesta. El paisaje iba adquiriendo gravedad, entre colinas de un verde profundo y bosquecillos de salvaje aspecto. El Collell surgió inesperadamente, sobre un promontorio, con esa fuerza telúrica de los monasterios erigidos lejos de la civilización.

El Colegio estaba casi deshabitado; el curso tardaría todavía tres semanas en empezar. Todo les gustó. La naturaleza circundante, la dignidad del edificio, la campechanía del Director, el aspecto diligente de las monjas de la enfermería. El trato quedó cerrado, y fueron advertidos de que a los seminaristas allí se los llamaba «fámulos».

César hubiera querido quedarse. Le encantó su celda, en el último piso, con un reclinatorio que parecía hecho a su medida. El Director pareció acogerle con simpatía. Le dio un golpecito en la espalda y dijo:

—Aquí no es como en la Sagrada Familia, muchacho. ¿Ves allá abajo? —señaló un terreno llano, a unos quinientos metros—. Ahora construiremos otra pista de tenis.

Regresaron a Gerona, contentos. Sobre todo, César y Carmen Elgazu. Ésta, mecida por el traqueteo del autobús, por un momento imaginó a su hijo con sotana y una raqueta en la mano, luego rechazó el pensamiento por frívolo y se entretuvo recordando lo amable que había estado el Director con ellos. También pensaba: «A lo mejor Ignacio perdió la vocación por eso, porque no se nos ocurrió traerlo aquí».

Sólo una sombra se cernía sobre los resultados del viaje. Matías no quería hablar de ello con su mujer, porque veía que ésta no mencionaba nunca el tema: el Gobierno de la República había anunciado una serie de proyectos que implicaban el laicismo en la enseñanza, la secularización de los cementerios y la separación de la Iglesia y el Estado. Azaña había dicho: «España ha dejado de ser católica». Matías se preciaba de conocer a sus compatriotas y suponía que el porvenir de los seminaristas, aunque los llamaran «fámulos», no se presentaba demasiado brillante.

* * *

Los gobernantes de la República parecían decididos a complicarle la vida a César, pero a mejorarla, en cambio, a millones de españoles.

Por de pronto, orden draconiana para el cultivo de tierras improductivas: ello proporcionaría trabajo a setenta mil obreros en paro, especialmente en Andalucía. Luego reglamentación del Trabajo, que buena falta hacía. Seguro de vejez, reducción del cuadro de oficiales del ejército, que descendería de veinticinco mil a nueve mil, y la creación de siete mil escuelas en el territorio nacional.

—Blanca doble.

—¡Paso!

Un camarero se acercó a la mesa:

—¿No podrían ustedes hablar en catalán?

Matías se quedó perplejo. Aquel asunto se estaba convirtiendo en un verdadero problema, que a él y a muchos como él les impedía saborear a gusto las órdenes draconianas. Con la proclamación de la República catalana los ánimos se habían exaltado hasta tal punto que ser manchego, andaluz o castellano iba suponiendo en Gerona, incluso para jugar al dominó en el Neutral, un auténtico problema.

El hombre no comprendía aquella situación. Le parecía grotesco que la gente se arrodillara al oír tocar la Santa Espina. ¡Y lo más grave era que su propia mujer acababa de recibir de Bilbao una boina de tamaño cinco veces superior al diámetro de su cráneo! ¡Ella, que nunca había leído el periódico, ahora esperaba los del Norte con impaciencia y nunca llegaba al final de la página sin soltar un «¡ené!», que le ponía a uno carne de gallina!

Y el problema no era sólo catalán y vasco. Navarra elaboraba también su estatuto. Galicia seguía el ejemplo, Aragón, Valencia, Extremadura, Baleares y Canarias. ¡Incluso Cádiz se disponía a pedir estatuó de ciudad libre!

—Dentro de un mes —dijo Matías—, un telegrama dirigido desde el centro de Madrid a la Moncloa o Chamberí pagará tarifa del «Extranjero».

Toda la peña se echó a reír. Julio García, el policía, también madrileño, se pasó la boquilla de un extremo a otro de los labios. El empleado de Hacienda, don Agustín Santillana, se quitó las gafas, las limpió y volvió a ponérselas. El tercer jugador era un desconocido, que hablaba con acento aragonés.

Julio García era amigo de la infancia de Matías Alvear, aunque un poco más joven. Era hombre con cara de pequeño crimen pasional, pero que con aquel gesto de la boquilla inspiraba súbitamente cierto respeto. Moreno, frente ligeramente abombada, daba la impresión de tener gran confianza en sí mismo. Había entrado en la policía al regresar del servicio militar y se decía que en la Dirección General de Seguridad había obtenido éxitos espectaculares. Habitualmente hablaba en tono un tanto irónico, y, en ocasiones, de repente se callaba, evidentemente dispuesto a no añadir una palabra más.

Carmen Elgazu le tenía por hipócrita, pero Matías se ponía siempre de su parte, alegando que la vida a veces obliga a defenderse.

A César nunca le hizo el menor caso; en cambio demostraba un gran interés por Ignacio. Se alegró enormemente de que el muchacho dejara la carrera sacerdotal. Julio había recibido una educación religiosa parecida a la de Matías Alvear, con la diferencia de que se casó con una mujer muy distinta de Carmen Elgazu. Vivían en un piso espléndido, cerca de la Plaza del Ayuntamiento. Don Agustín Santillana no comprendía cómo podía sostener aquel tren y Carmen Elgazu veía en ello algo misterioso; Matías estaba convencido de que Julio había heredado algún dinero, y que no tener hijos permite muchas cosas.

Lo cierto era que el policía resolvía siempre las situaciones con sutil precisión psicológica. El problema de la hostilidad catalana no le afectaba, por madrileño que fuera. Su actitud había sido radical: dárselas de más catalanista que los propios catalanes. En la Rambla bailaba sardanas hasta quedar exhausto y pronunciaba el nombre de Maciá en tono de visible emoción.

Fue con Julio García con quien consultó Matías Alvear el último problema que quedaba pendiente: el porvenir de Ignacio.

—Hay dos cosas —dijo Matías—. El muchacho quiere estudiar una carrera; por lo tanto, tiene que empezar el Bachillerato. Ahora bien —añadió—, yo necesito que trabaje. Hay que buscarle un empleo y que estudie en una academia nocturna.

Julio contestó:

—Casi toda la gente que ha llegado a ser algo lo ha hecho así.

Matías continuó:

—Yo conozco aquí poca gente. Tendrás que echarme una mano. Me refiero a lo del empleo.

Julio se ladeó el sombrero y se echó para atrás en la silla.

—Nada fácil.

—¿Por qué?

—Nada fácil no siendo catalán.

Matías replicó:

—Ignacio lo habla perfectamente.

Julio dijo:

—Lo habla, pero no perfectamente. Y, además, no lo escribe.

Matías hizo un signo meditativo con la cabeza.

—¿Por lo tanto…?

—Por lo tanto… no habrá otro remedio que emplearle en un Banco.

Matías le tendió el librillo de papel de fumar.

—¿Te parece… que hay probabilidad?

—Lo intentaré.

Un Banco. Un Banco no estaba mal. Matías entendía que era un centro de experiencia.

—Tiene un inconveniente —explicó Julio—. Se cobra poco. Sobre todo, al empezar. Pero… ya sabes que se cobra poco en todas partes.

Matías respondió:

—La cuestión es que nos ayude en algo.

Permanecieron un rato callados, fumando.

—Y… ¿por qué crees que hay una probabilidad?

—Pues… porque conozco a varios directores.

Julio añadió:

—Especialmente uno, el del Banco Arús.

—¿Banco Arús, Banco Arús…?

—Sí. Esa Banca de la calle Ciudadanos. Poco espectacular… pero sólida.

Matías asintió con la cabeza.

—Bien, bien. Lo dejo en tus manos.

Luego el policía le preguntó por el bachillerato.

—¿No crees que los cuatro cursos del Seminario podrían valerle?

Matías contestó:

—Pues claro. Mosén Alberto ha ido al Instituto. Le examinarán el día quince, de tres cursos a la vez.

Julio preguntó:

—¿Quién es mosén Alberto?

—El conservador del Museo. Del Museo Diocesano, se entiende. Un cura importante.

Julio sonrió.

La entrevista había sido positiva. Matías sólo tenía una duda: no sabía cómo sería acogido en casa lo del Banco. Carmen Elgazu más bien había pensado en un empleo particular, en el despacho de un notario, de un corredor de fincas…

Tuvo suerte. La noticia fue bien recibida. Su mujer exclamó: «¡Un Banco! Buena cosa. Segura, por lo menos». Luego añadió, sonriendo, y recordando varias quiebras célebres en Bilbao: «Si los directores no son unos granujas, naturalmente». Por su parte, Pilar palmoteo. «¡Ole, ole, un Banco!» Le pareció que Ignacio iba a ser rico, que pronto iban a ser ricos todos.

Matías decía:

—No os hagáis ilusiones. Julio ha dicho que lo intentará.

Ignacio lo daba por hecho, y también se alegraba de ello. Lo daba por hecho porque tenía en Julio tanta confianza como Carmen Algazu en mosén Alberto; y se alegraba porque… podría ayudar a sus padres. ¡Pues no era poco regresar a fin de mes con un sobre y decir: «Tomad. Esto lo gané yo»! O simplemente: «Tomad». Por lo menos podría pagarse los estudios, los libros y la academia nocturna. Por lo demás, un Banco le parecía una especie de laboratorio secreto de la Economía, donde se provocaba por medios científicos la felicidad o la bancarrota de muchas familias.

La confianza que Ignacio le tenía a Julio provenía de un hecho simple: del respeto que le inspiraba la profesión de policía. Suponía que los policías con sus ficheros y olfato debían de estar enterados de terribles secretos individuales; para no hablar de los misterios de la ciudad y aun de la nación. Estaba seguro de que el director del Banco Arús no podría negarle nada a Julio, so pena de verse apabullado por un sinnúmero de acusaciones oficiales, que le llevarían a la cárcel.

Por otra parte, Julio, personalmente, le causaba enorme impresión. Ignacio correspondía al afecto que el policía le profesaba. Especial mente desde que colgó los hábitos charlaba mucho con él, cuando Julio subía al piso a hacerles una visita y le decía a Carmen Algazu: «Doña Carmen, ¿un cafetito de aquellos que usted sabe…?» Incluso un par de veces fue el chico a casa de Julio invitado, a oír discos y a ver la biblioteca. Julio le ofreció, recorriendo los lomos como si fueran las teclas de un piano: «Lo que te interese de aquí, ya lo sabes».

Ignacio veía en el policía alguien muy a propósito para satisfacer su curiosidad. Julio era muy culto, mucho más desde luego que su padre. Con una experiencia de la vida más… compleja y mundana. Siempre empleaba la palabra «Europa» y hablaba sobre muchas cosas con la misma autoridad con que en el Seminario el catedrático de Historia hablaba de los cartagineses. Muchas veces le decía: «Eso de que la parte moderna de Gerona no te gusta… cuidado, ¿sabes? Naturalmente hay arquitectos malos, y por otra parte aquí copiamos de Alemania y demás. Pero no olvides esto: “arquitectura funcional”. Es curioso que un hombre que haya aprendido a declinar, tiritando, en un edificio “de los antiguos” se horrorice porque vea grandes ventanales, aceras limpias y calefacción. Al fin y al cabo, te marchaste del Seminario asqueado, ¿no es eso? —Le ponía un disco de flamenco—. Ya verás, ya verás que la República te irá enseñando muchas cosas».

Eso era lo que Ignacio había pensado: «que la República traería calefacción». Claro que él no lo había enlazado con el resto. Lo evidente era eso: que Julio sabía muchas cosas. Por ejemplo, de política sabía más que su padre, a pesar de que Matías Alvear se leyera de cabo a rabo La Vanguardia, artículos de fondo y sesiones del Parlamento, sonriera como un bendito al leer: «Risas en la sala» y se moviera inquieto en la silla al leer: «Tumulto en los escaños». Julio sabía no sólo lo que ocurría sino por qué. Por algo era policía, y además hombre culto. El día que Ignacio quisiera saber con exactitud qué diferencias existían entre radicales, socialistas, radicales socialistas, etc., no tendría más que acudir a Julio. Claro que de eso su padre también debía de saber lo suyo.

En todo caso, no le sorprendió en absoluto que, apenas transcurridas cuarenta y ocho horas de la conversación en el Neutral, Julio subiera y, después de pedir el cafetito a Carmen Elgazu, les comunicara que el director del Banco Anís estaría encantado de conocer al muchacho.

—¿De veras? —preguntó Matías.

—En realidad, podrá empezar el primero de octubre. Cualquier día le hacéis la visita de cortesía. En fin, que vea la cara que tiene.

Fue desde luego una gran alegría para todos y Carmen Elgazu se preguntó una vez más: «¿Cómo se las arregla ese hombre para tener tanta influencia?» A decir verdad, Julio le daba un poco de miedo. No comprendía por qué se le había despertado aquel interés por Ignacio, dada la diferencia de edad. «En cuanto Ignacio se traiga algún libro suyo —se dijo—, llamo a mosén Alberto. Estoy segura de que será materia prohibida».

Ignacio, por el contrario, se entregó sin reservas. La seguridad del empleo, la seguridad de poderse pagar las matrículas del bachillerato, la bruma en que iba quedando envuelto el Seminario y la paz de su familia hicieron de él un hombre virtualmente feliz. ¡Los tres cursos de bachillerato los aprobaría en mayo, sin dificultad! Tenía todo el invierno por delante.

Los días que faltaban para llegar al primero de octubre los empleó en eso, en ser feliz. En ser feliz, en hacer rabiar a Pilar porque mojaba las plumillas con la lengua antes de estrenarlas, en ir a la calle de la Barca y en leer. Todavía no había osado pedirle libros a Julio, pero la Biblioteca Municipal, situada en la misma Rambla, estaba abierta y llena de estudiantes con un sentido del humor que, pensando en los ayos del Seminario, le oxigenaban el pecho. También seguía allí con el dedo los títulos de los libros imitando el ademán del policía. Era incapaz de leer nada completo. Husmeaba aquí y allá. Los rusos, el Quijote, Dante. También consultaba en el Diccionario Espasa palabras que le inquietaban; aunque muchas veces los tomos necesarios habían sido requisados antes de su llegada y veía cuatro cabezas de estudiantes concentradas sobre una página.

De repente, en medio de un párrafo cualquiera, encontraba una frase que le penetraba como una bala. Así le ocurrió con un libro de Unamuno. Refiriéndose a las personas sin ímpetu ni curiosidad leyó: «caracoles humanos». ¡Caracoles humanos! Era cierto. El Seminario estaba lleno de caracoles humanos. Debía de estar lleno de ellos el mundo. Los Julio García y los Matías Alvear no abundaban como sería menester. ¿Cuántos caracoles humanos habría en Gerona? ¿Cuántos en el Banco Arús…?

En la cima de Montilivi, sintiendo el azote del viento, se decía luego que por el hecho de ser caracoles los hombres no eran despreciables ni mucho menos. Tal vez tuvieran que ser doblemente amados por eso. Recordaba unas palabras de Carmen Elgazu: «No digas tonterías, hijo. Todos somos hijos de Dios».

De todos modos, su felicidad era tan grande que no podía compartirla con nadie, excepción hecha de su padre. Cuando se cansaba de estar solo, le buscaba donde fuera: en el balcón, en el Neutral y aun en Telégrafos. Varias veces se había presentado en Telégrafos, con cualquier pretexto, y al ver a Matías Alvear con bata gris, el paquete de la merienda sobre la mesa, captando misteriosos mensajes, sentado ante una máquina incomprensible, experimentaba una auténtica emoción. Porque pensaba que con aquel aparato su padre ganaba el sustento de todos, los había educado a él, a César y a Pilar. «Ta-ta-ta», «ta-ta-ta». Había algo muy noble en el acto de intercambiar esfuerzo y sustento. Por lo demás, Matías Alvear no perdía su ironía mientras vigilaba el aparato, por lo menos estando él allá, y se veía que los demás funcionarios le querían mucho. «Ya lo ves, hijo. Comunicando horarios de llegada, y si la cigüeña ha traído chico o chica». Ignacio le preguntaba: «¿No podrías comunicar con el tío de Burgos y decirle que estoy aquí?» Matías se reía. «Hay que pasar por Barcelona, ¿comprendes? Y además… hoy no es Navidad». Con gusto hubiera leído Ignacio todo el montón de telegramas de la mesa. «Léelos, léelos. De vez en cuando se aprende algo». Ignacio los leía. «Es verdad —decía—. ¡Cuántas cosas pasan, cuántos problemas hay!»

* * *

Quedaba demostrado que el director de Nuestra Señora del Collell era un hombre irónico. Cuando, en presencia de Matías Alvear y Carmen Elgazu, le dijo a César que aquel año se iba a construir una pista de tenis, no se refirió a que César podría jugar al tenis, sino a que en aquel curso los «fámulos», además de sus trabajos habituales, tendrían éste suplementario: construir dicha pista.

La verdad era que mosén Alberto había pecado de optimista, o tal vez las cosas hubieran cambiado desde que él estuvo allá. Los «fámulos» trabajaban de lo lindo. El director estaba convencido de que la cifra de trece bastaba para servir holgadamente a ciento veinte estudiantes de pago. Este cálculo era erróneo si se tenía en cuenta que las monjas sólo cuidaban de la enfermería, la cocina y el lavado de ropa. Todo lo demás cortar leña y cortar pan, poner la mesa y servirla, barrer el monstruoso edificio, reparar grifos, matar ratas y hasta quitar el polvo al esqueleto de la clase de Historia Natural, todo iba a cargo de esos trece, el más pequeño y enclenque de los cuales aquel año resultaba ser César Alvear.

El aire era realmente sano, y la comida abundante; pero apenas si les quedaba tiempo para estudiar. En cuanto a los catedráticos, siempre mostraban con los «fámulos» una prisa exagerada.

De los trece había diez que eran de la comarca, surgidos de los bosquecillos salvajes por los que el coche de línea cruzó. Ésos lo resistían todo con facilidad pasmosa y hubieran allanado no una pista de tenis, sino un campo de fútbol; para César y otros dos chiquillos de la ciudad, la cosa resultaba más seria.

Estos dos chiquillos fueron retirados por sus padres a primeros de noviembre, con gran escándalo por parte de las monjas. César, en cambio, se sentía dichoso y así se lo escribía a los suyos y a mosén Alberto.

En realidad, la jornada empezaba para él muy temprano: diana a las cinco y media, capilla a las seis. Desayuno y ayudar a misa hasta las nueve, mientras otros despachaban el comedor y encendían las estufas. A las nueve, primer piso. Cuarenta celdas a su cargo. Cuarenta camas que hacer, cuarenta veces la escoba. Y puesto que los estudiantes durante la noche quedaban incomunicados sin poder siquiera ir a los waters, César a la mañana siguiente tenía que llevar consigo, además de la escoba, un cubo de asa muy alta. Cubo que a lo largo del pasillo iba pesando cada vez más.

Lo cierto es que César llegó a conocer las cuarenta celdas mucho mejor que la suya propia. Y a través de ellas, a los «cuarenta internos». Cada una llevaba un sello personal, sin razón aparente, pues estaba prohibido pegar nada en las paredes. Especialmente las camas revelaban mil tendencias. De algunos internos se hubiera dicho que no la rozaban; de otros que se peleaban con ella. Muchos vaciaban con cómica exactitud su silueta en el centro del colchón, a un lado, en diagonal. Uno muy joven, pelirrojo, retorcía siempre la almohada como un pingajo. Había noches extrañas, en que los sueños dejaban por doquier humanos documentos.

A las once, clase hasta mediodía. A las doce, almuerzo; a las doce y media, lectura en el gran comedor. Le habían elegido… porque su voz era dulce. Después de comer le situaban ante una enorme cuchilla con la que debía cortar doscientas cuarenta raciones de pan —merienda y cena—. Luego, clase, luego ayudar a las monjas, luego ponerse a las órdenes del director, o barrer la capilla, o reparar fusibles. Y así hasta las nueve de la noche.

Uno de los catedráticos dijo de César que era un pájaro; si la metáfora fue angélica, acertó; si se refería a facilidad para volar… Porque lo cierto era que a César le costaba horrores seguir aquel ritmo, a causa del corazón. Debía de tener un corazón muy grande, pues con frecuencia lo sentía latir aterradoramente.

Pero el chico estaba contento. No consideraba que servir fuera ninguna humillación. Llevaba consigo una estampa de San Francisco de Asís, que le proporcionaba gran consuelo, excepto cuando le obligaban a matar ratas. En estas ocasiones sufría horrores. Sus compañeros campesinos mostraban estar en su elemento, y las perseguían por entre las cajas y montones de leña pegándoles punterazos triunfales. César las buscaba y las evitaba a un tiempo, y no concebía que sus alpargatas se tiñeran de sangre. Los campesinos conocían su flaqueza, y le situaban cubriendo la puerta del almacén, y ellos desde el otro lado lanzaban contra él verdaderos ejércitos de animales despavoridos; entonces César mataba, por obediencia.

De San Francisco de Asís, inconscientemente, imitaba muchas cosas, pero sobre todo la cortesía. Era cortés con todo el mundo, empezando por los objetos. Ni que decir tiene que lo era especialmente con el latín. El latín, idioma de los papas. Estuvo mucho tiempo creyendo que Jesucristo hablaba en latín, y por ello daba a las declinaciones un sentido de acercamiento a la divinidad.

A veces se asustaba. Le parecía ser muy poca cosa y que nunca llegaría a un buen sacerdote. Tenía una idea muy vaga de lo que, desde el punto de vista humano, ser sacerdote pudiera significar. En realidad, no pensaba sino en que podría levantar la Sagrada Forma y perdonar muchos pecados. Perdonarlos y convertir. Su idea fija era convertir a mucha gente, empezando por su primo José, el de Madrid, y su tío Santiago.

Un hecho le estaba resultando incomprensible: que Ignacio, teniendo todo aquello a su alcance, hubiese preferido dejarse crecer el pelo y trabajar en un Banco. Banco significaba dinero y él no entendía qué cosas podían comprarse. Y se azoraba lo indecible cuando de tarde en tarde subían camiones con víveres, y oía a los chóferes hablar de que pronto se iba a utilizar aquel Colegio para la formación de una nueva generación de maestros.

César rezaba mucho, sobre todo muchas jaculatorias. No sabía por qué, pero se acordaba especialmente de su hermana Pilar. Había algo en Pilar que le daba miedo. Sobre todo desde un día en que la halló en el balcón riéndose como una boba porque abajo, en la acera, tres chiquillos habían encendido un pitillo con derecho a dos chupadas por barba.

Otra cosa le azoraba: quitar el polvo de las imágenes de la capilla. El problema era insoluble. Comprendía que la cabeza de San José merecía estar limpia y que dejar crecer telarañas entre las siete espadas de la Dolorosa era sacrílego; pero, por otra parte, no hallaba el medio a propósito para impedirlo. Sus compañeros utilizaban simplemente el plumero; a él le parecía un instrumento demasiado frívolo. Tampoco un trapo le satisfacía, pues a fuerza de frotar saltaba la purpurina, especialmente la de las coronas y túnicas. Pasó muchas semanas intranquilo, y generalmente se decidía por soplar. Prefería soplar, con cuidado, aun a riesgo de que el polvo regresara como un alud a sus ojos.

Con el esqueleto de la clase de Historia Natural le sucedió algo extraño. Fiel a su propósito de contrariar continuamente sus pequeños impulsos y deseos, había resistido siempre a la tentación de tirar del cordel que salía, por un agujero redondo, de la vitrina. Una mañana tuvo un momento de flaqueza y tiró de él: y entonces el esqueleto se puso a bailar. Su impresión fue tan grande que retrocedió. Porque aquello modificaba por completo su concepción de la muerte, asimilada en el cementerio, que se basaba en la inmovilidad, y aun la del cielo, que se basaba en la contemplación extática. Cuando se confesó de su falta al profesor de latín, éste le preguntó:

—¿Te asustaste mucho?

—Sí, padre.

—Pues en penitencia tirarás del cordel una vez por día, durante una semana.

César obedeció. César obedecía siempre, con lo cual su paisaje interior se iba enriqueciendo. Hablaba poco, pero de repente, como les ocurría a los hambres de la calle de la Barca, acertaba con imágenes extrañamente poéticas, que nadie recogía. Hacía pequeños sacrificios, como dar el mejor pan al interno que le tratara peor. Algunos de estos internos le tomaban por loco y le jugaban bromas pesadas. Siempre salía quien le defendía, y varios habían intentado ofrecerle un par de pesetas de propina, que él había rechazado con gesto entre enérgico y asombrado.

Un día rogó a sus superiores que los domingos por la tarde le permitieran recorrer, solo, durante un par de horas, los alrededores del Collell. Nadie halló inconveniente en satisfacer su deseo; César, entonces, en estas excursiones, alcanzó una compenetración muy directa con la naturaleza.

Porque el mundo en los alrededores del Collell era impresionante. Mucha tierra y muchos árboles y muchos pequeños abismos. Árboles duros, de figura gigantesca, presididos por robles y alcornoques. César palpaba los troncos y, al sentirse totalmente incapaz de trepar por ellos, se reía. Con los pies ponía buen cuidado en no hacer crujir con excesivo dolor la hojarasca. La hojarasca era un gran elemento otoñal y día por día iba tomando el color rojizo y arrugado de la tierra. Tierra apretada, residente allí desde miles de años. De trecho en trecho, un barranco, corte hecho por alguna cuchilla mucho mayor que la que él utilizaba para las raciones de pan. Arroyos venidos de Dios sabe dónde se compadecían de vez en cuando de los barrancos, y bajaban dulces o tumultuosos a arrancar de ellos profundas sonoridades, César se sentaba y oía, y algunas veces se quedaba dormido.

En el fondo, todo aquello era una revelación. El saber que era seminarista había revelado en él mil disposiciones latentes, igual que le ocurrió a Ignacio al saber que no lo era. Desde el punto de vista de cualquier estudiante comodón y bromista procedente de Barcelona, el chico cometía muchas excentricidades; pero este punto de vista era discutido por el profesor de latín, quien decía que ponerse cabeza abajo para ver el cielo puede ser un acto muy meritorio.

El pelado al rape le había dejado al descubierto una cabeza minúscula que, de serle permitido, a gusto hubiera cubierto con una boina, pues sentía frío. Para las faenas duras se ponía una bata amarilla que había encontrado en el almacén, y que por milagro llevaba siempre impecable, mientras los demás «fámulos» andaban siempre con manchas de cloro. Crecía mucho. Él no se daba cuenta, pero se estiraba. Por ello estaba delgado y sus ojos, heredados de Carmen Elgazu, le ocupaban la mitad de la cara, rodeados de un cutis muy fino. Ahora andaba de prisa, como dando grandes saltos. Varias de las monjas sentían adoración por él.

En Gerona sólo se enteraban del aspecto positivo de su vida en el Collell. Acaso Matías Alvear hubiera olido entre líneas que el trabajo no era tan escaso como se les dijera. Pero Carmen Elgazu asistía alborozada a aquel despliegue de entusiasmo. Mosén Alberto decía: «César llegará al altar».

Le emocionaban mucho las cartas de la familia, en las que casi siempre firmaban todos. Y le parecía hermoso que su madre rayara previamente a lápiz el pedazo de papel que le correspondía, así como que su letra se pareciera grandemente a la de la abuela. Se preguntaba si podía guardar las cartas. Todo el mundo le decía que podía hacerlo; pero él acababa por quemarlas y esparcir las cenizas al viento.

* * *

La marcha de César y la llegada del invierno habían alterado el ritmo de la casa. Le echaban mucho de menos. El chico era un gran elemento de serenidad. Las semanas en que Matías Alvear hacía turno de noche en Telégrafos, había cierto desconcierto en la familia, pues tenía que dormir durante el día. De todos modos, el hombre no faltaba nunca a la mesa, presidiéndola.

Por su parte, Ignacio había empezado a trabajar. Había empezado el primero de octubre, tal como estaba previsto.

El Banco Anís era lo que dijo Julio: poco espectacular, pero sólido.

Un oscuro vestíbulo para el público, frente a una hilera de ventanillas bajas. Al otro lado de las ventanillas, doce mesas de escritorio y doce sillones que crujían; ocupando estos sillones, doce «caracoles humanos».

Ignacio fue recibido con perfecta indiferencia, que le humilló. En realidad, pronto advirtió que le habían empleado en calidad de botones. El director le dio órdenes como si fuese una simple prolongación del botones anterior, que partió alegando que quería aprender un oficio. Los empleados le mandaban a buscar periódicos, sellos y bocadillos.

Cínicamente el cajero, ya entrado en años, demostró acogerle con franca simpatía. Por lo menos le llamó y de un tirón y sonriendo abrió ante sus ojos la gran caja de caudales. Ante aquellas montañas de billetes en cierto modo muertos, Ignacio experimentó vértigo y oscuras tentaciones cruzaron su mente.

Había un empleado que, por lo altísimo y tartamudo, sugería la idea de la Torre de Babel. Había otro tan bajito que nunca se sabía si estaba sentado o de pie. La mayoría llevaban gafas, tenían la tez amarillenta y sumaban a velocidades increíbles. Continuamente se metían clips en la boca. Cambiaban muy a menudo de plumilla y también muy a menudo se levantaban para estirarse o ir al lavabo. Cuando el director se encerraba en su despacho, inmediatamente iniciaban una gran conversación en voz alta. Los temas preferidos parecían ser las nuevas bases de trabajo que estaba redactando el Sindicato —U.G.T.— y el gol que Alcántara metió en Burdeos.

El encargado de los cupones parecía el más rico de la comunidad. Parecía incluso más rico que el cajero. Con sus tijeras en la mano hacía pequeños montoncitos de cupones trimestrales, que luego ataba con una gomilla y que contemplaba con una seguridad de rentista que anonadaba. Parecía decir: «Éstos son mis poderes».

El encargado de la correspondencia trabajaba aparte, en un cuarto-miniatura. Eran él, su lámpara y su máquina de escribir. A Ignacio le mandaron allá a pegar sellos y sobres, siguiendo un sistema en cadena muy ingenioso.

Todos estos empleados sentían por el director una viva repugnancia. No sólo porque representaba al Amo, sino porque, al parecer, adulaba a los clientes, mientras que con los inferiores era un déspota. El encargado de los cupones había advertido que la pipa que le pendía siempre de los labios humeaba en presencia de los empleados en tanto que se le apagaba automáticamente en cuanto se enfrentaba con un cuentacorrentista.

El subdirector era muy católico, muy sensato y muy calvo.

Ignacio hizo cuanto pudo para ganarse las simpatías de aquella sociedad, pero fue inútil Se le imputaba un grave cargo: tener aire de señorito de Madrid. «¿Cómo cambiar mi aire? —pensaba Ignacio—. Imposible: el aire es uno mismo».

Por añadidura, salía del Seminario. Era una rata de sacristía, un beato. Un día le preguntaron si era virgen: él contestó que sí. Su virginidad corrió de escritorio en escritorio. Todos los sillones crujieron, excepto el del subdirector. El encargado de la correspondencia, muerto de risa, pulsó sin darse cuenta el botón de las mayúsculas.

Él se indignó, y sin pensarlo mucho lanzó un discurso que le salió magistral, diciéndoles que era la primera vez que veía a unos seres humanos reírse de un hombre que lucha y vence. El argumento rebotó en la risa de los empleados; sin embargo, el de los cupones confesó que la postura de Ignacio tenía cierta dignidad.

Ignacio se dio cuenta en seguida de que era muy inexperto. Aquella gente proyectaba sobre muchas cosas un foco de luz muy violenta, que sacaba a flote su ángulo ridículo. En sus diálogos usaban mucho la frase: «¿Os acordáis de…?» Evidentemente, eran personas mayores que él, que tenían un pasado.

Los más parecían ateos. Hablaban de Dios con ironía de caracol resentido. Empleaban los más extraños argumentos: «¡Que venga y compruebe estas sumas con los ojos vendados!», decía uno cuando las cuentas no le salían. «¡Que convierta este tintero en un jamón!», provocaba el empleado bajito, que siempre tenía hambre.

El más consciente de los ateos tal vez fuera el de la correspondencia. Se llamaba Vila, aunque todo el mundo le llamaba por su nombre y apellido, Cosme Vila, no se sabía por qué. Era un hombre de unos treinta y cinco años, cuya cabeza, a la luz de la lámpara de mesa, cobraba un volumen extraordinario. Siempre miraba las paredes del Banco como si todo aquello fuera provisional para él. Cada frase suya tenía tres o cuatro sentidos. Con frecuencia se inhibía por completo de las preocupaciones de los demás y se ponía a leer folletos, que escondía bajo la máquina de escribir.

Hablando de religión, era de una dureza inconcebible, que a Ignacio le sentó mal desde el primer momento.

—A ver, a ver, cuéntame cosas del Seminario. ¿Qué os decían, por ejemplo, de la Virgen? Ya os dirían que tuvo varios hijos, ¿no?

Ignacio en varias ocasiones, le suplicó que le dejara tranquilo. Por último, al ver que el empleado insistía metiéndose incluso en detalles íntimos de su conciencia, le dijo:

—¿Verdad que yo no te pregunto si crees en el diablo o no? Como vuelvas a molestarme en mis cosas te partiré la máquina de escribir en la cabeza.

Éste era el doble juego del muchacho. Su brusca entrada en el mundo de los seres libres le había producido tal conmoción, que se abrían brechas a su felicidad. La sensibilidad le jugaba malas pasadas. De ahí que mientras en el Banco se dedicaba a defender con valentía y aun fanatismo sus convicciones, precisamente a causa de la hostilidad que encontraba, en su casa procedía a la inversa, sin darse a sí mismo explicación aceptable. En su casa no quería confesar que su contacto con aquella gente constituía de momento una especie de fracaso. Por el contrario quería dar a entender que estaba aprendiendo muchas cosas. Y cuando su madre le advertía que a todo cuanto oyera opusiera su fe, él contestaba que sí, que desde luego, pero que ahora veía claro que muchas cosas en el Seminario se las habían explicado de una manera somera, elemental.

Carmen Elgazu empezó a sospechar que los empleados del Banco Arús se echaban como cuervos sobre su hijo.

—A ver. ¿Quiénes son los que se entenderían conmigo de todos tus compañeros de trabajo?

Ignacio reflexionó un momento.

—¿Contigo…? Me parece que hay uno solo: el subdirector.

Matías les daba poca importancia a las opiniones religiosas flotantes en el Banco. Su teoría era muy simple: «Mucho chillar, pero acabarán como yo mismo: comulgando por Pascua Florida». Se interesaba preferentemente por la filiación política de los empleados. E Ignacio le informó de que todos, excepto el subdirector, pertenecían a partidos izquierdistas.

Matías lo estimó muy lógico, vistos los sueldos miserables que percibían y las condiciones en que trabajaban. No obstante, Ignacio señaló que lo que no comprendía era la gran diversidad de sus tendencias y además que todos criticaran tan ferozmente a los jefes de su Sindicato, jefes que ellos mismos habían elegido. Como fuere, él era también víctima de aquel atraso social: el primer año cobraría sesenta pesetas mensuales.

Los empleados le gastaban bromas respecto a las ideas políticas que debía de profesar la familia Alvear. A veces simulaban hablar entre sí, concluyendo que, habida cuenta de la inclinación sacerdotal de los hijos, la ficha de los padres era fácil de establecer: el padre, monárquico recalcitrante; la madre, presidenta del Ropero Parroquial y probablemente admiradora de Mussolini. Un día, Ignacio les contestó:

—¡Bah! Son mejores republicanos que vosotros. —Y el cajero, rodeado de pedestales de duros sevillanos, le hizo signo de asentimiento.

Al cajero le complacía que Ignacio demostrara carácter. Sin embargo, era difícil luchar contra quince. Julio García le dijo: «Sólo los vencerás actuando. No tengas prisa. Tendrás ocasión de demostrarles quién eres».

Pero al muchacho le roía un gran malestar. Esperaba la ocasión con delirio. No se atrevía a soltar ningún exabrupto por miedo a perder el empleo; al fin y al cabo, era el último de la fila y no le quedaba más remedio que aguantar, no tratándose de asuntos del trabajo.

Una cosa le consolaba: siendo mucho más joven que todos ellos, había estudiado mucho más, excepción hecha, tal vez, de la Torre de Babel y de Cosme Vila. Tenían experiencia, eso era todo, y eran muy directos y muy mordaces, dominando bien el léxico agresivo de la región; pero su horizonte mental era tan limitado como su porvenir.

Así que su mejor sistema de venganza era el estudio. Ninguno de ellos era bachiller; él, en cambio, preparaba sus cursos con voluntad indomable. Después de mucho deliberar, Matías había decidido que a la salida del Banco Arús fuera a una academia nocturna. Se eligió la Academia Cervantes, uno de cuyos profesores era amigo de don Agustín Santillana. Ignacio se inscribió, y allí se debatía con las matemáticas, la física y la química, rodeado de alumnos que sólo hablaban de bujías de radio y de que acababan de recibir los últimos números de las mejores revistas técnicas americanas.

Un pequeño éxito lo obtuvo con motivo del problema de las horas extraordinarias. En los últimos cuatro o cinco días de cada mes, se les obligaba a trabajar hasta las nueve de la noche so pretexto de balances y otras amenidades. Todo el mundo protestaba… en voz baja. A Ignacio le perjudicaba aquello, pues no podía ir a la academia. En consecuencia, de resultas de un diálogo con el cajero, se sentó a la máquina y redactó una demanda en regla, modelo en su clase y, sobre todo, muy valiente. Y entonces resultó que, excepto Cosme Vila, nadie se atrevió a firmar.

Fue un descubrimiento clave para Ignacio. Se quedó con la protesta temblándole entre los dedos, y luego dedicó a la oficina en pleno una mirada mitad de asombro, mitad de reto. Cosme Vila le dijo: «Pues ¿qué te creías? Son una pandilla de cobardes». De regreso a su casa pensó que el de la correspondencia tenía razón.

Su padre le aconsejó que tuviera más calma, advirtiéndole que es muy difícil no ser cobarde cuando uno se encuentra sin protección. «¿Y el Sindicato? —objetó Ignacio—. ¿Y la República?» Matías le dijo que de momento los Sindicatos, sobre todo en provincias, tenían muy poca fuerza. Los dirigentes eran unos cuantos hombres de buena fe, pero sin preparación política, y demasiado pobres para que no les temblara la voz. Los empresarios eran muchos más poderosos y la República no había tenido tiempo material de equilibrar la situación.

Ignacio no lo veía claro. Le parecía que era un simple problema de decisión. No le cabía en la cabeza que el director, con su pipa, pudiera vencer a quince hombres de cuerpo entero que se presentaran en su despacho. De nada le servía a Matías explicarle que el director tampoco era nada, que era un simple director de Sucursal y que aquellos asuntos —y ésta era la gran trampa— se ventilaban en los grandes centros económicos. «¡Pues ir allá!», exclamaba Ignacio. Carmen Elgazu le contemplaba entre orgullosa y asustada.

Discusión aparte, su acto de redactar la protesta le ganó entre los empleados una buena dosis de consideración, que ninguno de ellos acertaba a disimular. Sin embargo, ocurrió lo que nunca hubiera podido prever: a las veinticuatro horas el director le llamó y le dijo que era muy jovencito para dedicarse a organizar motines y que a la próxima se encontraría de patitas en la calle, aunque fuera un día de tempestad.

Ignacio comprendió dos cosas: primera, que en el Banco había un soplón; segunda, que era lógico que el que tuviera hijos reflexionara antes de firmar.

A la salida le contó todo a la Torre de Babel, muchacho que vivía en las afueras y con el que iba haciendo buenas migas. La Torre de Babel llamó a los demás y todos parecieron indignados. El grupo no se disolvió y llegaron hasta la Rambla, donde la conversación fue subiendo de tono hasta alcanzar una violencia inusitada, después de haber acordado que el soplón no podía ser otro que el subdirector. El problema ya no era el de la protesta, sino que se generalizó hacia la situación de toda España.

—¡Aquí lo que convendría sería un poco de trilita!

—¡Tonterías! Cortando cabezas no se va a ninguna parte.

—¿Ah, no…? ¿Y la Revolución francesa?

—¡Toma! ¿Es que vas a comparar?

—¿Por qué no?

Otra voz cortaba:

—Hay otra solución.

—¿Cuál?

—¡Entregar el país a Norteamérica! ¡En diez años transformaban a España!

—¿Transformar…? ¿En qué?

—Trenes, carreteras…

—¡Sí! Pero a pico y pala tú, y yo, y tu padre…

—Eso ya lo veríamos.

—Ya lo hemos visto con los ingleses, en Riotinto.

—Pues ¿qué creías? Aquí el que no corre, vuela.

—Nada, nada. Lo que dije. Trilita. Y al que se muera que le parta un rayo.

Ignacio quedó perplejo. Otra vez la ira de los corazones. Pero aquí entre gente de clase media, que se veía obligada a llevar corbata. Cosme Vila, al comienzo de la conversación, había asentido con la cabeza. Y no hizo otra cosa hasta el final. Llevaba un libro bajo el brazo e Ignacio se esforzó en leer el título, pero no lo consiguió. Cuando el grupo se dispersó, Cosme Vila, como si la familia no le esperara para comer, se sentó en uno de los bancos de la Rambla y se puso a leer.

Ignacio subió a su casa. Le contó a su padre lo ocurrido. Matías comentó:

—A mí me revienta esa gente que habla de trilita. Estoy viendo que esos empleados son una pandilla de cretinos.

Ignacio no contestó, pero se dijo que todo aquello no era tan sencillo. En los primeros días tal vez hubiera dado la razón a su padre, sin más. Ahora no podía, a pesar de aquella conversación.

A Ignacio le parecía que acaso él mismo se hubiera precipitado considerando mediocres a sus compañeros de trabajo. Iba pensando que tal vez lo fueran en colectividad, en el Banco, embrutecidos por la rutina; pero vistos a solas, en su vida personal e intransferible, cada uno debía de tener su carácter y probablemente alguna gran ilusión. Por ejemplo, entre los solteros, casi todos tenían novia. Y con sólo verlos al lado de la novia uno quedaba desconcertado. Parecían otros seres. Educados, con una dignidad formal y a la vez alegre; excepto uno de la sección de Impagados, que llevaba trece años arrastrando monótonamente a la misma mujer sin decidirse a llevarla al altar. Y muchos tenían conocimientos extraprofesionales, como tocar el violín, o jugar muy bien a las cartas, o cultivar tabaco. Un hecho le había llamado grandemente la atención: por Navidad, y algún que otro domingo corriente, Ignacio sorprendió a varios de ellos en misa, muy compuestos. Él los miró sonriendo; entonces ellos le pusieron la novia por delante, como demostrando que no se trataba de claudicación, sino de mera cortesía.

Esta necesidad que a veces sentían de justificarse ante él indicaba otra cosa: que no tomaban al muchacho del todo en broma. Algunos de los empleados no admitían esta situación y, con más amor propio que expresa voluntad de escándalo, parecían decididos a humillarle y, sobre todo, a resquebrajar las defensas de su espíritu. La experiencia les aconsejó atacar por un flanco inesperado: el chiste subido. Iniciaron conversaciones escalofriantes sobre mujeres, en tono francamente escandaloso. El oído de Ignacio, al principio, las rechazó; pero, sin darse cuenta, el tono le fue penetrando, hasta el punto que muchas imágenes que a su entrada en el Banco hubiera repelido de su mente con decisión, pronto las admitió como si fueran habituales, sin contar con los detalles de tipo técnico que brincaban alegremente por los escritorios. Esto constituía un evidente peligro, del que su madre se dio cuenta en seguida, pues algunos de aquellos chistes de repente brotaron en la mesa del comedor, ante la sonrisa de Matías Alvear, quien pensó para sus adentros: «Tienen hule esas historietas. En Telégrafos caerán bien».

Mosén Alberto estaba alarmado con Ignacio. Esperaba que el día menos pensado se levantaría de la mesa, tenedor en alto, afirmando que Dios no existe. Por otra parte, el sacerdote conocía al personal del Banco, pues en tiempos tuvo en él una pequeña cuenta corriente, y los consideraba nefastos, especialmente al Director.

A veces Ignacio se cansaba de aquellos escarceos psicológicos, en el centro de los cuales el recuerdo de César actuaba siempre de censor. Y entonces le entraba de nuevo aquella especie de alegría luminosa que se contagiaba. En el Banco había conseguido arrancar grandes carcajadas, carcajadas nuevas de aquella comunidad, contándoles anécdotas del Seminario, de la academia nocturna y detalles soberbios de la juventud de su padre. Estas estaciones de alegría y su intensidad de vida y trabajo le impulsaron a buscarse también un saber extra, que resultó ser el billar. De pronto se aficionó al billar de una manera loca. Comía de prisa para poder estar en el café Cataluña, donde había dos tapetes viejos, antes de que otros le tomaran la delantera, y los domingos por la mañana los pasaba prácticamente con un taco en la mano. Encontró un compañero ideal para el juego, un muchacho de su edad, que no podía ni estudiar ni trabajar porque estaba enfermo, Oriol de apellido.

Por otra parte, el juego era muy adecuado para aquellos meses de invierno, que invitaban a permanecer en locales cerrados. Era un invierno crudo, sobre todo enero y febrero. Un invierno que tenía dos maneras precisas de manifestarse: la lluvia, monótona, que transformaba a Gerona en pantano de humedad, con los muros y la bóveda de todas las arcadas chorreando y el río de color rojizo a causa de la arena que arrastraba, y luego de repente la tramontana, viento glacial que, viniendo de Francia, cruzaba los Pirineos y la llanura del Ampurdán como un caballo desbocado, inclinando pajares, postes y árboles, y entraba en Gerona levantando en vilo la ciudad. Cuando la tramontana llegaba, ocurrían extraños sucesos: la gente se disponía a doblar una esquina y no podía, o se encontraba con que una persiana le caía en la cabeza. Las barracas en el mercado se desplazaban solas con sorprendente facilidad. Flamantes sombreros, rozando las barandillas de los puentes, se caían al río, y a veces eran pescados entre gran jolgorio por algún atento Matías Alvear; pero, sobre todo, el cielo alcanzaba su apoteosis de azul. La tramontana era un viento seco, limpio, que se llevaba las nubes por el horizonte. El cielo aparecía claro, sereno, lejanísimo y contra él se recortaban las murallas de la ciudad, las Pedreras y Montjuich y, más cerca, los altos campanarios de la Catedral y San Félix. Todo ello desembocaba en una nitidez nocturna difícil de imaginar. En las noches de tramontana aparecían millones de estrellas rodeando una luna grande, tan hermosa que asustaba. Estrellas como los reflejos que surgían de los tejados. Gerona se convertía en una ciudad sonámbula, comprendiéndose que los antepasados eligieran la piedra sólida. Eran noches frías en que Pilar se ocultaba bajo las mantas, porque le parecía que de un momento a otro se iba a encontrar en medio del río.