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Siguió haciendo señales con la cabeza.

Ahora por otro motivo aparte del simple deseo de hablar que le había impulsado en un principio. Seguía haciendo señales porque no se atrevía a pensar. No tenía el valor de formularse siquiera un interrogante tan simple como ¿cuánto tiempo pasará antes de que la enfermera comprenda mi intención? Porque sabía que podían pasar meses años el resto de su vida. Seguir golpeando con la cabeza el resto de su vida cuando el más leve susurro —una palabra con las sílabas apenas insinuadas entre dos labios— era todo cuanto necesitaba para decir qué quería.

Por momentos pensaba que estaba total y deliberadamente loco aunque desde fuera debía dar la misma impresión de siempre. Nadie podía sospechar que debajo de la máscara y la mucosidad imperaba el más puro cruel y desesperado desvarío. Ahora comprendía la locura ahora sabía todo sobre ella. Comprendió el irresistible impulso de matar sin tener motivos para hacerlo el deseo de destrozar cráneos vivientes hasta convertirlos en pulpa la pasión de estrangular el anhelo de asesinar que era más hermoso más gratificante e imperativo que cualquier otro anhelo conocido hasta entonces. Pero no podía hacerlo no podía matar sólo podía hacer señales con la cabeza.

Dentro de su cráneo había un hombre normal con brazos y piernas y todo lo demás. Era él Joe Bonham atrapado en la oscuridad de su propio cráneo precipitándose frenéticamente de un oído al otro sobre cualquier agujero cualquier apertura de su cráneo. Al igual que un animal salvaje intentaba abrirse camino a zarpazos hacia el mundo exterior. Estaba atrapado en su propio cerebro confundido en los tejidos y la masa encefálica pateando y excavando y aullando para salir. Y la única persona en el mundo que podía ayudarle no tenía la menor idea de lo que él estaba haciendo.

Llegó a pensar esta enfermera me tiene prisionero. Me tiene prisionero con más severidad que cualquier carcelero que cualquier cadena que cualquier muro de piedra que pudieran construir a mí alrededor. Empezó a pensar en todos los prisioneros sobre los que había oído o leído acerca de todos los pobres diablos desde el comienzo de las cosas que fueron atrapados y aprisionados y murieron sin recuperar nunca la libertad. Pensó en los esclavos en los pobres diablos como él capturados en la guerra que se habían pasado el resto de su vida encadenados como animales a los remos que impulsaban el barco de algún personaje del mar Mediterráneo. Pensó en ellos allá en las profundidades del barco sin saber nunca adónde se dirigían sin poder respirar el aire de fuera sin sentir nada a excepción del remo en sus manos y los grillos en sus piernas y el látigo que les azotaba la espalda cuando se cansaban. Pensó en todos aquellos pastores y granjeros y empleados y pequeños comerciantes que habían sido arrancados bruscamente de su forma de vida que habían sido arrojados a los barcos y allí se habían quedado lejos de su casa y su familia hasta que finalmente se desmoronaban sobre los remos y morían y eran lanzados al mar para sentir por primera vez el aire fresco y el agua limpia. Pensó en ellos y pensó que eran más afortunados que él porque podían moverse podían verse estaban más próximos a la vida que él y no estaban encarcelados con tanto rigor.

Pensó en los esclavos en los subterráneos de Cartago antes de que llegaran los romanos y destruyesen la ciudad. Recordó que hacía mucho tiempo había leído sobre los esclavos cartagineses sobre lo que hacían y qué trato recibían. Cómo los grandes señores cartaginenses necesitaban de alguien que custodiara sus tesoros y encontraban a un joven vigoroso le arrancaban los ojos con filosas varillas para que no pudiera ver dónde le llevaban y no supiera dónde se hallaban sus caudales. Después conducían al pobre joven ciego hacia los túneles bajo el nivel de la calle hasta la puerta de la casa del tesoro. Allí le encadenaban un brazo y una pierna a la puerta y un brazo y una pierna a la pared de modo que el que quisiese entrar debía romper el precinto y el precinto era el cuerpo vivo y palpitante de un hombre. Pensó en los esclavos cartaginenses en los sótanos oscuros ciegos y encadenados y pensó que eran afortunados. Morían muy pronto porque nadie se ocupaba de ellos nadie se preocupaba de asegurar que ese soplo de vida permaneciese en sus cuerpos el mayor tiempo posible. Agonizaban pero morían en seguida y hasta en su agonía podían apoyarse en dos piernas podían tirar de sus cadenas. Podían oír y cuando alguien hablaba algún noble que descendía hasta la casa del tesoro podían oír el sonido bendito de una voz humana.

Pensó en los esclavos que edificaron las pirámides miles decenas de miles gastando la vida entera para erigir un monumento muerto para un rey muerto. Pensó en los esclavos que luchaban entre ellos en el Coliseo de Roma para entretener a los señores sentados en sus palcos que alzaban o bajaban el pulgar para sellar la vida o la muerte de los esclavos. Pensó en los esclavos que desobedecían orejas cercenadas manos mutiladas con hachas lenguas aullantes contraídas en gritos de súplica mientras eran arrancadas de raíz para que no traicionaran secreto alguno. Infelices en todo el mundo fusilados ahogados apuñalados crucificados hervidos en aceite azotados hasta morir quemados en la hoguera todas estas cosas configuraban el destino de los esclavos el destino de los pobres diablos el destino de hombres como él. Pero los esclavos podían morir y él no podía y estaba mucho más mutilado que cualquier esclavo que hubiera existido nunca. Sin embargo era uno de ellos era parte de ellos. Él también era un esclavo. A él también le habían arrancado de su casa. También a él le habían puesto al servicio de otro sin su consentimiento. También a él le habían obligado a luchar contra otros esclavos iguales a él en un sitio extraño. También a él le habían mutilado y marcado para siempre. También él era por último un prisionero en la celda más estrecha de todas las celdas la de su propio cuerpo atroz que sólo aguardaba el alivio de la muerte.

Ayúdanos dios pensó ayúdanos a todos los esclavos. Centenares y millares de años hemos estado haciendo señales llamando desde las profundidades de nuestras cárceles. Todos nosotros los infelices todos los esclavos desde el comienzo de los tiempos haciendo señales llamando llamando…

Un hombre había entrado en la habitación. Un hombre de pasos pesados. El hombre se acercó a la cama y levantó las mantas y empezó a tocarle el cuerpo. Era el médico. Podía imaginar a la enfermera diciéndole al médico esa cosa allá en esa habitación esa cosa está siempre golpeando con la cabeza. Me pone nerviosa creo que necesita algo. Venga a ver venga y trate de apaciguarle. Así que el doctor había venido y ahora le tocaba. Cuando terminó el toqueteo el médico le quitó el tubo de la garganta y él sintió un pequeño espasmo de estremecimiento. Siempre le sucedía cuando le quitaban el tubo para limpiarlo. El médico volvió a colocar el tubo en el agujero y se quedó quieto sin hacer nada.

Mientras tanto él seguía haciendo señales con la cabeza y ahora que el doctor se había quedado quieto lo hacía con mucha más fuerza. Era posible que el médico comprendiera cuál era su intención. Sintió la vibración de los pasos del médico que se dirigían hacia la cómoda y luego volvían. Sintió algo húmedo y frío contra el muñón de su brazo izquierdo. Luego sintió un pequeño pinchazo un dolor agudo como el de una aguja y se dio cuenta de que el médico le inyectaba algo en el brazo.

Antes de empezar a sentir sus efectos adivinó que se trataba de alguna droga. Trataban de acallarle. Lo habían intentado desde el principio sabiendo perfectamente lo que él estaba haciendo. Nadie con una pizca de cerebro podía imaginarlo. Y también sabía qué le estaban haciendo. Conspiraban contra él ahí fuera en la oscuridad. Habían intentado lo posible para obligarle a estar quieto pero él les había derrotado. Había seguido llamando. De modo que ahora le anestesiaban. Le obligaban a callar. No querían escucharle. Lo único que querían era olvidarle. Sacudió frenéticamente la cabeza para tratar de decirles que no quería que le doparan. Entonces retiraron la aguja y comprendió que ya no importaba si él quería o no.

Decidió seguir con su cabeceo a pesar de ellos para fortalecer su voluntad hasta el punto de que aun cuando la droga le venciera aun cuando cayera completamente dormido los efectos de su fuerza de voluntad pudieran trasladarse a su sueño y le permitieran seguir cabeceando de la misma forma que una máquina que sigue funcionando después de que te has marchado.

Pero la bruma se alojó en su cerebro una parálisis se apoderó de su carne y le pareció que cada vez que alzaba la cabeza de la almohada debía levantar un enorme peso. El peso se hizo cada vez más intenso el cabeceo más lento su carne se convirtió en la carne de un muerto su mente pareció encogerse y marchitarse a medida que le vencía el sueño. Su último pensamiento fue ganaron otra vez pero no podrán ganar siempre no podrán ganar siempre oh no no para siempre…