Su madre cantaba en la cocina. Él la oía cantar y el sonido de su voz era el sonido de su casa. Cantaba la misma canción una y otra vez. Nunca cantaba la letra sino la melodía con voz ausente como si pensara en otra cosa y cantar fuese sólo una forma de matar el tiempo. Siempre cantaba cuando estaba muy ocupada.
Era otoño. Los álamos se habían vuelto rojos y amarillos. En la cocina su madre trabajaba y cantaba junto a la vieja estufa de carbón. Batía mantequilla de manzanas en una gran cazuela. O envasaba melocotones. Los melocotones impregnaban la casa con un aroma delicioso y penetrante. Hacía jalea. La pulpa de los frutos colgaba en una bolsa de harina sobre la parte más fresca de la estufa. A través de la tela el zumo manaba espeso sobre un tazón en cuyos bordes se formaba una orla rosa-crema. En el centro el zumo era rojo y transparente.
Cocía el pan. Horneaba dos veces a la semana. En el intervalo entre hornada y hornada conservaba un pote de fermento en la nevera para no preocuparse por la levadura. El pan era pesado y moreno y a veces sobresalía dos o tres pulgadas sobre el borde de la cazuela. Cuando lo sacaba del horno untaba la corteza marrón con mantequilla y lo dejaba enfriar. Pero los bollos eran aún mejores que el pan. Los sacaba del horno poco antes de la cena. Estaban tan calientes que humeaban. Tú les ponías la mantequilla que se derretía dentro y luego mermelada o dulce de albaricoque con nueces y almíbar. Era todo lo que querías comer a la hora de la cena aunque por supuesto también era necesario comer otras cosas. En las tardes de verano cortabas una gran rebanada de pan y le ponías mantequilla fría. Luego espolvoreabas azúcar sobre la mantequilla. Resultaba más exquisito que un pastel. O bien cogías una gran rebanada de cebolla dulce y la colocabas entre las dos lonchas de pan con mantequilla y no había nada más delicioso en el mundo.
En otoño su madre trabajaba día tras día semana tras semana. Casi no salía de la cocina. Hacía conservas de melocotones cerezas fresas moras ciruelas. Preparaba mermeladas confituras conservas y salsas de pimientos. Y cantaba mientras trabajaba. Cantaba la misma canción en voz ausente sin palabras como si todo el tiempo pensara en otra cosa.
En Fifth y Main había un hombre que vendía hamburguesas. Era menudo encorvado y de rostro carnoso. Siempre se alegraba de poder hablar con quien se detuviese frente a su puesto. Como era el único que vendía hamburguesas en Shale City tenía el monopolio del negocio. La gente decía que era drogadicto y que alguna vez se volvería peligroso. Pero nunca ocurrió y hacía las mejores hamburguesas del mundo. Tenía un mechero de gas y a cien metros de su puesto se podía oler la maravillosa fragancia de las cebollas friéndose. Aparecía por las tardes alrededor de las cinco o de las seis y hacía hamburguesas hasta las diez o las once. Si querías un bocadillo tenías que esperar.
A su madre le encantaban los bocadillos que hacía el hombre de las hamburguesas. Los sábados por la noche su padre solía trabajar hasta tarde en la tienda y él iba a la ciudad y le esperaba hasta que le entregaban el cheque con su paga. Alrededor de las diez menos cuarto cuando la tienda estaba a punto de cerrar su padre le daba treinta centavos para tres hamburguesas. Él corría a toda prisa con su dinero hasta el puesto del vendedor de hamburguesas y ocupaba su lugar en la fila. Pedía tres hamburguesas con mucha cebolla y mostaza. Cuando se las entregaban su padre ya iba rumbo a casa. El hombre de las hamburguesas ponía los bocadillos en una bolsa y colocaba la bolsa dentro de su camisa junto a su cuerpo. Entonces él corría hasta su casa para que llegaran calientes. Corría en la fresca noche otoñal sintiendo el calor de las hamburguesas contra su estómago. Todos los sábados por la noche trataba de correr más de prisa que la vez anterior para que los bocadillos llegasen aún más calientes. Llegaba a su casa los sacaba del interior dé su camisa e inmediatamente su madre se comía uno. Para entonces su padre ya había llegado. Era la gran fiesta de los sábados por la noche. Como las niñas eran muy pequeñas dormían así que él sentía que su padre y su madre le pertenecían enteramente. En cierto modo era un adulto. Envidiaba al hombre de las hamburguesas que podía comer todos los bocadillos que quisiera.
En otoño venía la nieve. Habitualmente nevaba para el Día de Acción de Gracias pero a veces no llegaba hasta mediados de diciembre. La primera nevada era lo más bello de la tierra. Su padre solía despertarle muy temprano anunciando a gritos la nevada. Generalmente era una nieve húmeda que se adhería a todo lo que tocaba. Hasta la cerca de alambre tejido que rodeaba el fondo del gallinero soportaba un espesor de nieve de media pulgada. Para los pollos la primera nevada era siempre un enigma y un motivo de alarma. Andaban con cuidado y sacudían sus patas y los gallos protestaban todo el día. Los graneros lucían hermosos y los postes del alambrado tenían un birrete de cuatro pulgadas de alto. En los terrenos vacíos los pájaros dejaban en la nieve minúsculas huellas cruzadas de tanto en tanto por los rastros de un conejo. Su padre nunca dejó de despertarle temprano cuando caía nieve. Lo primero que hacía era correr a mirar por la ventana. Luego se ponía unas ropas abrigadas la chamarra las botas y los guantes forrados de piel de cordero cogía su impermeable flexible salía con los demás muchachos y no volvía hasta que sus pies estaban ateridos y su nariz helada. La nieve era maravillosa.
En primavera los campos se llenaban de prímulas. Se abrían por la mañana se cerraban cuando calentaba el sol y luego se volvían a abrir por la tarde. Todas las tardes los muchachos iban a coger prímulas. Volvían con grandes ramilletes de flores tan grandes como una mano y los ponían en cuencos llenos de agua. El primero de mayo hacían cestos y los adornaban de prímulas escondiendo dulces debajo de las flores. Cuando anochecía iban de casa en casa y dejaban un cesto. Llamaban a la puerta y huían desapareciendo en la noche.
Lincoln Beechy llegó al pueblo. Era el primer aeroplano que se veía en Shale City. Lo tenían en una tienda en medio de la pista de carreras cerca de los terrenos de la feria. Todos los días la gente desfilaba por la tienda para mirarlo. Parecía hecho íntegramente de alambre y tela. La gente no podía comprender que un hombre hiciera depender su vida de la resistencia de un alambre. Un solo alambre que fallara significaba el fin de Lincoln Beechy. En la parte delantera del avión frente a las hélices había un pequeño asiento cerrado con una barra de madera. Allí se sentaba el gran aviador.
En Shale City todo el mundo estaba contento con la llegada de Lincoln Beechy. Era algo maravilloso. Shale City se estaba convirtiendo en una verdadera metrópoli. Lincoln Beechy no se detenía en cualquier pueblecito de mala muerte. Sólo se detenía en sitios como Denver y Shale City y Salt Lake y continuaba su recorrido hasta San Francisco. Todo el pueblo salió a la calle el día que Lincoln Beechy se remontó en el aire. Lo hizo cinco veces. Nunca nadie había visto algo más increíble.
Antes del vuelo el señor Hargraves que era inspector de escuelas pronunció un discurso. Explicó que la invención del aeroplano era el mayor progreso llevado a cabo por el hombre en cien años. El aeroplano dijo el señor Hargraves reduciría la distancia entre las naciones y los pueblos. El aeroplano sería el gran instrumento para la comprensión recíproca de los pueblos para que la gente se comprendiera y amara mejor. El señor Hargraves dijo que el aeroplano anunciaba una nueva era de paz prosperidad y comprensión mutua. Todos serían amigos dijo el señor Hargraves cuando el aeroplano uniera a todo el mundo de modo que los pueblos de la tierra se comprendieran entre sí.
Después del discurso Lincoln Beechy hizo cinco loopings y abandonó el pueblo. Dos meses más tarde su aeroplano cayó en la bahía de San Francisco y Lincoln Beechy se hundió. Shale City lo sintió como si hubiese perdido a uno de sus habitantes. El Monitor de Shale City publicó un editorial. Dijo que aun cuando el gran Lincoln Beechy hubiese muerto el aeroplano el instrumento de paz el vínculo entre los pueblos seguiría adelante.
Cumplía años en diciembre. Para todos sus cumpleaños su madre preparaba una gran cena a la que venían sus amigos. Sus amigos también hacían cenas de cumpleaños de modo que al cabo del año había por lo menos seis grandes acontecimientos con motivo de los cuales se reunían los muchachos. Por lo general había pollo y siempre un pastel de cumpleaños y helado. Todos traían regalos. Nunca olvidaría aquella vez que Glenn Hogan le trajo un par de calcetines de seda marrón. Fue antes de usar los pantalones largos. Los calcetines parecían significar un paso hacia un futuro adulto. Eran muy bonitos. Después de la fiesta se los puso y los miró largo rato. Tres meses más tarde se puso los pantalones largos que hacían juego con ellos.
Todos los muchachos simpatizaban con su padre seguramente porque su padre simpatizaba con ellos. Después de comer su padre los llevaba siempre a algún espectáculo. Se ponían los abrigos y salían a la nieve trotando hasta el teatro Elysium. Era estupendo sentirse caliente por dentro después de la comida y con la cara fría por el aire bajo cero y un espectáculo ante los ojos. Aún hoy podía oír sus pasos chapoteando en la nieve. Podía ver a su padre a la cabeza del grupo hacia el Elysium. Recordaba que los espectáculos eran casi siempre buenos.
En otoño se hacía la Exposición del Condado. Había domas de potros y corridas de ciervos indios cabalgando a pelo y carreras de trote. Siempre había una tribu de indios encabezada por la gran squaw Chipeta. Una calle de Shale City llevaba su nombre. El pueblo de Ouray Colorado llevaba el nombre de su esposo el cacique Ouray. Los indios que venían con Chipeta no hacían gran cosa. Se sentaban en cuclillas y miraban fijo pero Chipeta era todo sonrisas y charla sobre los viejos tiempos.
Durante la exposición solía venir una feria y se podían ver mujeres partidas en dos y motociclistas desafiando la muerte subiendo y bajando por un muro circular. En los puestos de la feria había frutas en conserva que brillaban detrás de los frascos despliegues de bordados hileras de pasteles y pilas de pan y enormes calabazas y patatas fantásticas. En los corrales había novillos cuadrados como galpones y cerdos casi tan grandes como vacas y pollos de pura raza. La semana de la feria era la más importante del año. De algún modo era más importante que Navidad. Se compraban fustas adornadas con borlas en los extremos rozar con ellas las piernas de la muchacha que te gustaba era una muestra de simpatía. Toda la feria tenía un olor inolvidable. Un aroma siempre soñado. Mientras viviera lo sentiría en el fondo de su memoria.
En verano iban a la gran zanja situada al norte del pueblo se quitaban la ropa y se tendían en la orilla y charlaban. El agua estaba tibia por el aire del verano y de la tierra gris-parda surgía el calor como de una caldera de vapor. Nadaban un rato y volvían a la orilla a sentarse en círculo desnudos y tostados para charlar. Hablaban de bicicletas de muchachas de perros y armas. Hablaban de campings de la caza del conejo de muchachas y de pesca. Hablaban de los cuchillos de caza que todos deseaban pero que sólo Glen Hogan tenía. Hablaban de las muchachas.
Cuando llegaron a la edad de salir con muchachas siempre las llevaban al pabellón de la feria. Comenzaban a acicalarse. Hablaban de corbatas y pañuelos haciendo juego y usaban zapatos de ante y camisas con brillantes franjas rojas verdes y amarillas. Glen Hogan tenía siete camisas de seda. También tenía la mayor parte de las muchachas. Tener o no tener un automóvil se convirtió en un tema importante. Era muy humillante ir a pie con tu chica hasta el pabellón.
A veces no tenías dinero suficiente para ir a bailar entonces deambulabas ociosamente alrededor de la feria y oías la música que surgía del pabellón en la noche. Todas las canciones tenían un significado y las letras eran muy serias. Te sentías dolorido y deseabas estar allí en el pabellón. Te preguntabas con quién estaría bailando tu chica. Luego encendías un cigarrillo y hablabas de otra cosa. Encender un cigarrillo era todo un acontecimiento. Sólo lo hacías por la noche cuando nadie te podía ver. Saber sostener el cigarrillo con estilo descuidado era un asunto serio. El primero del grupo que pudo aspirar el humo fue el tío más grande de la tierra hasta que el resto pudo ponerse a su altura.
Los viejos se sentaban a charlar sobre la guerra en la tienda de tabaco de Jim O’Connell. La trastienda de O’Connell era muy fresca. Antes de que llegara la sequía a Colorado era un saloon y en días húmedos aún podía percibirse el olor a cerveza en las tablas del suelo. Los viejos se sentaban en sillas altas y observaban las mesa de billar y escupían en grandes salivaderas de bronce. Hablaban de Inglaterra y Francia y al final de Rusia. Rusia siempre estaba a punto de iniciar una gran ofensiva que haría retroceder a los malditos alemanes hacia Berlín. Y ese sería el fin de la guerra.
Luego su padre decidió abandonar Shale City. Fueron a Los Ángeles. Allí por primera vez tomó conciencia de la guerra. Despertó a la guerra con el ingreso de Rumanía. Nunca había oído hablar de Rumanía excepto en las clases de geografía. Pero la entrada de Rumanía en la guerra se produjo el mismo día en que los periódicos de Los Ángeles publicaron la crónica de unos jóvenes soldados canadienses que habían sido crucificados por los alemanes frente a sus camaradas en tierra de nadie. Eso quería decir que los alemanes eran peor que bestias y naturalmente te interesabas y querías que terminaran con Alemania. Todos hablaban de los pozos de petróleo y de los campos de trigo de Rumanía que abastecerían a los aliados y de cómo esto con seguridad significaría el fin de la guerra. Pero los alemanes cruzaron Rumanía y tomaron Bucarest y la reina Marie se vio obligada a abandonar su palacio. Entonces murió su padre y América entró en guerra y él también tuvo que ir y allí estaba.
Pensaba Oh Joe Joe este no es sitio para ti. Esta no era una guerra para ti. Esto no tiene nada que ver contigo. ¿Qué interés tienes en salvar el mundo para la democracia? Lo único que querías Joe era vivir. Has nacido y te has criado en un saludable condado de Colorado y tenías tanto que ver con Alemania Inglaterra o Francia o hasta con Washington D. C. como con el hombre en la luna. No era cosa tuya y sin embargo aquí estás. Lastimado y más de lo que supones. Muy malherido. Tal vez hubiese sido mucho mejor que estuvieses muerto y enterrado en la colina del otro lado del río en Shale City. Tal vez te ocurran otras cosas peores que ni siquiera sospechas Joe. Oh ¿por qué diablos te metiste en este lío Joe? No era tu pelea Joe. No tenías la menor idea del porqué de esta lucha.