Monte Lauro
(Bede)
Ahora que soy espíritu, el tiempo se ha detenido. Más tarde, muy despacio, bajaremos a la nada, Anna.
Mis sobrinos han cerrado la puerta de la capilla. La cremación está a punto de comenzar. Vente conmigo, Anna, vayámonos juntos, el cielo está limpio, las nubes bajas a occidente están a punto de disolverse y todo será nuestro.
Volemos sobre el monte Lauro, ahí está, grande, circular, traicionando su antigua naturaleza de volcán. Ahora nos acercamos, ¿ves el pinar? El monte Lauro es todo verde, sus costas parecen las profundas grietas de una granada, cortadas por los ríos que brotan de sus faldas: el Anapo, el Irminio, el más largo, el Cassibile, el Asinara. Bajemos a las canteras, quisiera rozar contigo las aguas frías de las pozas, los rápidos espumeantes, zambullirnos desde las cascadas.
Es extraño ver los árboles desde lo alto: son como burbujas verdes, manchas, marañas de ramas y hojas. Las únicas florecidas son las adelfas. ¿Te acuerdas, Anna, de cuánto nos gustaban? Cortadas, adornaban la casa. Yo hacía que te las encontraras en los jarrones cuando llegabas.
Mira, las aves prueban el aire. Ahí están las currucas capirotadas, en tropel, y el cernícalo solitario, amo del cielo. Oigo el grito del cuclillo que marca el tiempo, el vocear de las tórtolas.
Bajemos todavía un poco más para ver las mariposas, de alas coloradísimas, las libélulas, las abejas… Sigamos el estuario del Irminio, las dunas de arena, los verdes enebros. Mira los bancos de arena bajo el agua transparente, verdísima, las gallinas de agua, las fochas.
Remontemos el Cassibile, los remansos de agua, los laguitos de esmeralda con sus fondos de piedra blanca…
Qué bonito es el mundo que abandonamos. Y en el que nos amamos por primera vez. ¿Te acuerdas?
Era el año anterior a la muerte de Tommaso. El verano de mis veinticinco años, en Pedrara, durante las vacaciones estivales. Tommaso se había quedado en Roma por compromisos de trabajo. Había sido nombrado embajador en el Vaticano, un cargo importante y en absoluto grato: él habría deseado volver a África, a pesar de que no fuera la mejor sede para los estudios de sus hijos, y no le había sentado bien. La atmósfera en casa era muy tensa.
No veía a mis padres desde que había acabado la carrera. Estar en Pedrara despertaba de nuevo en mí el deseo de encontrarme con ellos; la imposibilidad de realizarlo, a pesar de que estuviéramos cerca, me martirizaba. Intentaba consolarme concentrándome en mí mismo. Corría, hacía ejercicios para mantenerme en forma e iba a sitios perdidos a bañarme desnudo, por vanidad: quería un bronceado integral.
Acudía a menudo a un punto donde el río había formado una poza estrecha y profunda, ideal para lanzarme desde una columna de roca que servía de trampolín. Me excitaba la posibilidad de que alguien me viera. Y el riesgo del salto: un error, y me estrellaría contra las piedras.
Un día de julio estaba sobre la columna de roca, dispuesto a zambullirme. Levanté los brazos e hice un perfecto salto vertical: la sensación de frescura era deliciosa. Había salido a flote y nadaba cuando oí a alguien que lloraba. No se calmaba. Yendo a contracorriente procuré acercarme. Parecía un animal herido. En cambio, eras tú. Sentada de espaldas sobre las piedras del teatrito de los niños, llorabas. Sola, en traje de baño. Me pareció normal acercarme para consolarte. Tú seguías llorando como si yo no estuviera allí. Te tocaba el brazo, te cogía la mano, te susurraba palabritas de consuelo: todo era inútil. Entonces me callé y empecé a acariciarte brazos y hombros. Me fui excitando. Te cogí el rostro entre las manos, tenías las mejillas húmedas. Me mirabas, por fin. Te frotaba con un dedo los labios hinchados. Seguía su contorno, luego acerqué mi boca a la tuya. No me rechazaste, sino que hiciste ademán de levantarte, muy despacio, y yo te sostenía. Y me endurecía. Nos amamos, sin decirnos una sola palabra. Y así ocurrió cada vez que venías a Pedrara. El juego del beso en silencio se convirtió en el rito de nuestra intimidad.
Anna, quién sa be dónde estará Tommaso. ¿Lo encontraremos? Tú hubieras preferido el silencio también aquella vez.
—Tú eres un don nadie mezclado con nada, nuddu ammiscatu cu nenti —me dijo, cuando le hablé, contigo a mi lado. Estábamos los tres de pie, en el mirador. Fui yo quien quiso hablar: para ser límpido, honrado. Creía que le supondría un alivio: la cuñada convertida en mujer por conveniencia y para proporcionarle un hijo varón le había dado lustre y respetabilidad. Tú habrías mantenido tu papel de mujer del embajador y habrías continuado ocupándote de los hijos, pero, a diferencia de antes, habrías sido una mujer apagada. Yo, su Ganímedes, como él me llamaba, habría estado doblemente unido a la familia.
Pero Tommaso, mirándote de soslayo, había repetido, despreciativo, las mismas palabras dirigidas a ti:
—Y tú también, también tú si’ nuddu ammiscatu cu nenti.
Tú, por primera vez, habías levantado la voz:
—¡Me parece bien, mejor dicho, me parece estupendo, ser ’u nenti ammiscatu al nuddu de Bede!
La mirada de él vagaba de ti a mí, de mí a ti. Nos quedamos de pie, cara a cara, y mudos. Tommaso había perdido la omnipotencia. Aceptaba que fuera versátil, pero el hecho de que las mujeres me gustaran tanto como los hombres constituía algo más que una traición: una abjura. Se dio media vuelta y nos dejó allí. Y tú extendiste la mano hacia mí.
Dame de nuevo la mano, Anna, y volemos antes de que nuestro espíritu se disuelva en el aire. Volemos a casa, de modo que lo que queda de nosotros caiga ligero e impalpable sobre las adelfas de Pedrara.