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Yo soy una mujer de verdad

Miércoles, 23 de mayo, por la tarde

(Mara)

Thomas parecía alelado. No se separaba de Viola, extrañamente tranquila ella también, y era como si ninguno de los dos fuera plenamente consciente de lo que había sucedido. Habían extendido un mantel sobre la mesa y colocado la pizza y las arancine traídas por Nora. Cada uno comería cuanto y cuando quisiera, dijo Luigi. Nos tomábamos los trozos de pizza y las arancine a mordiscos, sujetándolas con una servilleta de papel, algunos sentados, otros de pie, hasta alguno caminando. Era como si la muerte de la tía hubiera quebrado los tenues lazos que nos unían. Deambulábamos juntos por las habitaciones principales de la primera planta como si hiciéramos un inventario. Yo dije enseguida que me gustaría quedarme con la colección de vestidos antiguos de la tía y algún pequeño objeto como recuerdo. Giulia y Luigi no pusieron objeciones y me pidieron que los acompañara a la planta de arriba, con papel y lápiz, para tomar notas sobre el reparto del mobiliario. La avidez infantil de Luigi quedaba atemperada por la buena educación, al igual que la petulancia de Giulia.

Cuando bajamos, nos encontramos a Pasquale adormilado sobre el sofá de la galería. Junto a él, en el suelo, había quedado un trozo de pizza.

—Demos un paseo por los jardines —le propuse a Giulia, y me la llevé al mirador.

El gorgoteo de la fuente resultaba tranquilizador. El cielo era azul, como en los días precedentes. El paisaje, el mismo de siempre. Y sin embargo, en Pedrara había algo distinto. En las tumbas se entreveían sombras y luces. Y no se oían los cantos de Mali. Giulia observaba el agua que discurría a lo largo del canalillo de mármol.

—¿La tía sabía que Pasquale te pone las manos encima? —le pregunté a quemarropa.

—Sí…

—¿Y qué te decía?

—Me comprendía.

—¿Cómo que «te comprendía»?

Giulia se revolvió contra mí.

—¡Tú del amor no entiendes nada!

—¿Eso significa también romperte las costillas? ¿Hacerte abortar?

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo imaginaba, y tú me lo has confirmado.

Giulia calló. Me miraba.

—Eres guapa, y sigues siendo joven, tienes una profesión…, y en cambio malgastas tu vida con ese hombre violento que te ha alejado de todos y te devora viva, dejándose mantener por ti, mejor dicho, que lo mantuviera la tía.

—¿Así que te gustaría ayudarme…?

—Tal vez. Al menos intentemos hablarlo. Yo vivo sola, lo sé, pero ninguno de mis hombres me tocó nunca con un dedo.

—Debería convertirme en lo que eres tú… ¡Una zapatera con clase! Yo necesito el amor carnal, Pasquale me ama. Y es el único que me mima.

—¡Ese hombre da asco!

—Yo, a diferencia de ti, soy una mujer de verdad.

Por la tarde llegó Natascia desde Bruselas. Luigi se sentía visiblemente aliviado y los dos se comportaban como los dueños de la casa. Junto con los chicos, habían organizado una sencilla cena: los restos del consolo, calentados en el horno, ensalada y quesos. En la mesa, Giulia me miraba con expresión aviesa. Pasquale no hablaba ni conmigo, ni con Luigi; se deshacía en melindres con Natascia, que era la única que le hacía caso. Los chicos tenían los ojos rojos, y permanecían tranquilos juntos.

Pasquale había preparado las maletas para volver a Roma después del funeral. Había cedido la cocina a Viola y a Thomas, que iban y venían llevando platos y jarras de agua, como si lo hubieran hecho siempre.

Salí afuera, era mi adiós a Pedrara. Pasé ante la casa de Bede. Lo habían expuesto en el despacho, el cuarto más grande. Allí estaban aún los hermanos con sus respectivas familias, y poca gente más. Desde el vano de una ventana, Gaetano Lo Mondo me seguía con la mirada. Me sentía vigilada, pero ya no tenía miedo. Era como si la muerte de la tía me hubiera hecho madurar.

No quise volver a la villa. Me dominaba el afán por adentrarme en la cantera, en la roca, y descubrir qué había allí. Mis pies me llevaban automáticamente hacia lo alto, hacia la pared por la que había salido el Land Rover la noche anterior.

Oí unos ruidos y me escondí en el hueco del olivo. La puerta de la pared de piedra estaba abierta. Salía un camión de tamaño medio, que fue al centro de la explanada a aparcar. Las portezuelas se abrieron y bajaron, uno a uno, una cincuentena de negros, cada uno con su propia bolsa. Algunos caminaban fatigosamente, como si estuvieran entumecidos. En un santiamén, el cargamento humano se había dispersado por el sendero pegado a la roca, enfrente de mí. El chófer arrojó la colilla del cigarrillo y la pisó. Tras dar un grito —«Caricamu!», ¡En marcha!—, otros negros salieron del interior de la caverna y se apiñaron en el camión. Era una rutina veloz, programada hasta en sus mínimos detalles. Bien pronto, la caverna había engullido el camión y la pared se veía de nuevo compacta, con los largos pámpanos de las alcaparras ondeantes como únicos testigos de lo ocurrido.

Poco después, la roca se abrió de nuevo: esta vez era una furgoneta frigorífica. Otros africanos habían salido de la caverna y cargaban en la furgoneta sacos de plástico negro que tenían el aspecto de contener plantas de distinto tamaño, algunas muy pesadas. Esta vez, la operación duró más tiempo. Luego la furgoneta volvió a entrar en la caverna marcha atrás y desapareció. Esperé, por si había un tercer cargamento, luego me decidí a entrar.

Estaba ante la pared, la tocaba, la palpaba en busca de un botón, una manivela. Estaba cubierta por un panel de plástico con numerosos «bolsillos» llenos de tierra: cada uno contenía una lujuriante planta de alcaparras, una palmerita, o sencillamente los hierbajos y las plantas silvestres que crecían sobre las rocas. Por fin encontré un botón, presumiblemente un timbre, bien oculto por una piedra. Alguien había invertido mucho dinero en aquella estructura. No osaba presionar el botón, tenía miedo. Sentí que algo se arrastraba y me sobresalté. ¿Sería una serpiente?

Madame.

Era Jacques, junto a mí. Me había seguido.

—Vacían los invernaderos, se están llevando las plantas —susurró. En un primer momento, no lo había reconocido: llevaba camisa, zapatos y pantalones limpios. Era un chico guapo—. Esta noche nos vamos, ¿por qué no se viene usted también conmigo? —Le expliqué que no podía, pero quería entrar en la caverna.

—¿Lo intentamos?

—Intentémoslo —contestó él. Apreté el botón y la puerta se abrió con docilidad.

Nos hallábamos en la entrada de un túnel ferroviario carente de raíles que ascendía en espiral; a la derecha se abría una galería más estrecha, también transitable; al fondo se entreveía un tenue resplandor. Jacques me hizo un gesto para que entráramos.

—¿Qué es?

—El invernadero —dijo él.

—¿Bajo tierra?

—Venga, se lo enseño.

—¿Y qué crece aquí dentro?

—Ya lo verá, madame.

Pero en realidad empezaba a entender.

El pasillo conducía a una escalera ante la que se abrían otros pasillos, otras escaleras. Era un hormiguero, mal iluminado por bombillas eléctricas.

—La llevo a mi escondrijo —dijo Jacques—, desde allí se ve todo.

Y nos encaramamos hasta una grieta muy estrecha, que se ensanchaba en un espacio apenas suficiente para nuestros cuerpos: un ancho tragaluz daba a una caverna amplia y alta. Parecía una catedral ortodoxa, con la bóveda ennegrecida por el humo de las velas. De lo alto colgaban unos cables que luego se enfilaban o se apoyaban en largos tubos, de los cuales caían decenas y decenas de nuevos alambres, cada uno con una teja, negra arriba y plateada abajo, que servía de pantalla para una larga lámpara halógena. Cientos de estas lámparas, en hileras ordenadas, creaban la ilusión de que era de día para miles de plantitas. A lo largo de las paredes, enormes tubos con el núcleo de hierro en espiral recubierto de material aislante plateado, y un ventilador en el extremo: un complejo sistema de aireación. A distancia regular, los recipientes del agua para regar las plantas. De plástico turquesa, formaban una mancha de color. A lo largo de las paredes toscas, contadores eléctricos; arriba, en ordenada secuencia, estaban conectados los acondicionadores de aire. La caverna era inmensa. Una parte estaba separada de las plantas por un muro alto. Allí estaban los grupos electrógenos de gasolina. Eran muy ruidosos, el zumbido ascendía ensordecedor.

—¿Para qué sirven? —pregunté.

—Cada uno de ellos tiene una autonomía de diez horas, deben mantener la corriente eléctrica estable. Las plantas de marihuana lo necesitan, y los vigilantes están siempre presentes. Vámonos.

La luz de abajo era tan intensa, y el contraste con la oscuridad de arriba tan fuerte, que no había visto a los hombres que trabajaban allí. Todos con su mascarilla y sólo con los calzoncillos encima, cada equipo con una tarea distinta, según las fases de crecimiento de las plantas: había vástagos y había plantas de dos metros de altura.

—El ciclo es continuo —me explicaba Jacques—, cuando se quitan las plantas macho, que producen hierba de peor calidad que las hembras, el olor intoxica y aturde. Hacemos turnos de diez minutos, y luego nos vamos a tomar una bocanada de aire. —Yo notaba cómo me subía a las narices un olor acre.

—¿Y vosotros cómo es que acabáis aquí?

—Pagamos para ser acogidos en una casa rural, o por lo menos es así como la llaman, y acabamos haciendo de esclavos. El jefe gana su buen dinero con esto. Si desobedecemos, nos espera el lecho de adelfas. Somos clandestinos, no existimos.

Había alboroto entre los negros, allí al fondo.

—Ha sucedido algo grave —dijo Jacques.

Nos escabullimos rápidamente y nos agazapamos junto a la puerta, dispuestos a escapar en cuanto se abriera. Me sentía intoxicada. Ruido de pasos como de un pelotón de soldados, ordenados, veloces. Luego una luz. Un Land Rover, el que había visto la noche anterior, bajaba por el túnel. Los faros iluminaron mis zapatos. No me moví, aterrorizada, convencida de que me habían reconocido.

La puerta se abrió. El Land Rover se detuvo, sus faros seguían iluminando mis zapatos. Luego, el alboroto. Los negros, que se habían ocultado en las paredes de la caverna, saltaron sobre el Land Rover cubriendo cristales y techo, pegándose a la portezuela. Otros negros se afanaban en bloquear el mecanismo de apertura de la puerta-pared; trabajaban a toda prisa, daban la impresión de saber lo que hacían. Todo en un silencio absoluto. Los faros, que seguían encendidos, estaban cubiertos por los cuerpos de los negros. Salí huyendo y corrí a casa, jadeante. Sólo entonces me di cuenta de que había perdido a Jacques; me lo imaginé mientras subía, siguiendo la espiral del túnel, hacia un futuro por descubrir.

Permanecí despierta casi toda la noche, en el cuarto de la tía. Habría querido ofrecerle la dignidad de un velatorio, pero mi pensamiento no podía dejar de volver a cuanto había sucedido en el túnel. Me acercaba a la ventana: la oscuridad era total. A veces creía oír voces, pasos, automóviles. Y hasta gritos. Disparos. Pero eran los ruidos del campo: chillidos de aves, pisoteos de garduñas, piedras que caían, ladridos de perros en la lejanía. Luego, el silencio volvía a reinar sobre Pedrara. Entonces me abandonaba a la imaginación; me parecía ver sobre las paredes de la cantera a muchos jóvenes negros que salían de las tumbas y, en la oscuridad, avanzaban cautos sobre los estrechos senderos, agarrándose a lo que podían, subiendo y bajando por la pared, uno detrás de otro, en dirección a la caverna de la puerta abierta de par en par. Pasaban junto al Land Rover ahora ya abandonado con las portezuelas abiertas y emprendían su camino por el túnel hacia una libertad, tal vez efímera pero alejada del veneno de las adelfas.

Como un columpio, mi pensamiento fluctuaba de los negros —¿adónde irían?, ¿y si había habido muertos?— a la tía —¿qué sabía de todo eso?—, a Bede —¿cuál había sido su papel en todo aquello?—, y se detenía consternado en nosotros, totalmente ignaros y, sin embargo, legalmente responsables y corriendo el riesgo de ser incriminados por delitos muy serios. Tendría que hablar del asunto con Giulia y Luigi.

Los primeros pájaros se aventuraban tímidos en el aire húmedo de la aurora. Detrás del altozano, una claridad rosada: el cielo se preparaba para la madrugada. Oía pasos cerca de la casa de Bede. Luego, ruido de motores. Luego, silencio. De nuevo pasos, de nuevo motores. Cada vez más frecuentes. Me pregunté si alguien nos informaría sobre lo que estaba ocurriendo. Bajé por la escalera interior a la hospedería y me introduje en el túnel: la luz estaba apagada, el pasadizo bloqueado por una pared de piedrecitas y cemento todavía fresco. Volví al cuarto de la tía y ya no quise dejarla sola.

Por la mañana, Nora vino con una bandeja de bollos frescos para el desayuno. Se puso a decir una plegaria por la tía.

—¿Qué tal va todo? —me preguntó antes de irse.

—Todo muy bien, gracias. ¿Y en vuestra casa?

Nora no se esperaba esa pregunta.

—Se llevaron los transformadores, y todas las cosas del tío… —Se detuvo, llevándose una mano a la boca—. Matri mia, ¡no debería haber hablado!

Me imploró que me olvidara de lo que acababa de decirme. Le aseguré que ya lo había hecho.

El doctor Gurriero tenía razón: debíamos abandonar Pedrara lo antes posible.