Tres muertos
Miércoles, 23 de mayo, por la mañana
(Mara)
Oía ruidos extraños. Pasos a lo largo de los senderos, automóviles y motocicletas, los potentes diésel de los camiones. Luego, largos silencios. En la oscuridad de la noche culebreaban de repente rayos de luz. No quería echar las persianas, debía saber, oír, ver, pero sentía miedo. Me animaba el tener a Viola en mi cama; de vez en cuando pensaba en ir a comprobar que la tía estuviera bien, pero algo me retenía, quería evitar la confrontación con Bede.
Por la mañana me había levantado pronto, tenía hambre. La puerta de la cocina estaba cerrada. Para no molestar a Giulia y a Pasquale había recogido unos nísperos y me había sentado luego en la mesa desierta. Una vez más, la ausencia, pero acompañada por una ansiedad nueva que los ruidos de la mañana iban agudizando progresivamente. El timbre de la puerta sonó como si se desatara un presagio nunca pronunciado.
Gaetano y Giacomo Lo Mondo, con la cabeza descubierta, estaban en el umbral junto con Nora. Se los veía ojerosos. Nora se escurrió hacia arriba; los otros dos no quisieron entrar, azorados.
—Bede ha muerto, en el río —dijo Gaetano.
—Esta noche. Un error en el salto, acabó contra las piedras —le hizo eco Giacomo.
Yo los escuchaba, atónita.
—Le prepararemos en su casa, el funeral será mañana —siguió diciendo Gaetano, y se detuvo.
En lo alto de la escalera, Nora gritaba:
—¡Doña Anna! Muriu! ¡Ha muerto!
La tía estaba reclinada sobre un costado, rígida. Tenía la boca abierta, la mandíbula caída. Ante aquella visión me retiré, acobardada. Me bastaba. No dije una sola palabra. Nora y los Lo Mondo se acercaron para colocarla en su sitio y les dejé hacer. Es más, me fui con el pretexto de llamar a mis hermanos. Luigi fue el primero en aparecer con Thomas, atontado por las pastillas que le había dado su padre. Viola no se había querido levantar y lloraba abrazada a la almohada. Giulia llegó tarde, trastornada: los hermanos Lo Mondo y Nora, que la habían esperado para darle el pésame, se despidieron y Luigi los acompañó a la puerta. Ninguno lloraba, nos habíamos quedado de piedra.
Luigi me informó de que los Lo Mondo le habían comunicado el último deseo de Bede: que su funeral se celebrara junto con el de doña Anna, en el caso de que hubieran muerto a la vez.
—¿Qué les has contestado? —pregunté.
Luigi dijo que no había dicho ni que sí ni que no. Hizo una mueca.
—Deberíamos pensar qué habría preferido mamá.
Nos volvimos hacia la cama grande. Nos dirigíamos a ella, como si pudiera darnos una respuesta. Nora le había arreglado los cabellos; tenía el rostro gris, todavía tirante, y como si la vida no quisiera abandonarla realmente. Era austera: toda su dulzura se había ido junto con su espíritu.
Giulia y Thomas, sentados junto a la cama, la miraban trastornados. Luigi se había conmovido y me abrazó:
—No me dejes, quédate a mi lado. —Luego me susurró al oído—: Pasquale debe de haberse vuelto loco. —Pasando por el vestíbulo, había oído, procedentes del comedor, gritos y ruido de objetos tirados al suelo y de loza rota—. No hay que perder de vista a Giulia.
Viola llegó jadeante.
—¡La cocina está cerrada y hay alguien que la está destrozando!
Ante aquellas palabras Giulia se levantó y se alejó corriendo.
Luigi parecía perfectamente dueño de la situación: le dijo a Thomas que saliera a recoger flores en el jardín, Viola se encargaría de elegir los jarrones; a mí se me encomendó buscar una colcha adecuada. Él, mientras tanto, se había acercado al secreter. Era pequeño y lleno de cajones y cajoncitos. Rebuscó por todas partes, pero no encontró ni el testamento ni cartas para nosotros. Luego abrió el cajón de la mesilla, donde se guardaban las cosas de aseo de la tía. Un sobre dirigido a nosotros tres estaba apoyado sobre cepillos, cremas y pañuelos de papel. Luigi lo desgarró, impaciente: contenía las disposiciones, idénticas a las de Bede, para un doble funeral. Respecto al testamento, en cambio, la tía escribía que tendríamos que ponernos en contacto con el notario Gulotta, el amigo de monseñor Bassi, en Roma.
—Ayer por la tarde abrí el cajón y no había ningún sobre —dijo Luigi. Y me miró. De repente me percaté de que tenía la frente marcada por las arrugas, la tez grisácea: un viejo. Nos hacíamos las mismas preguntas: ¿y si la tía hubiera tenido una premonición? ¿Quién habría podido meter la carta en el cajón? ¿O es que tal vez alguien los había matado a ella y a Bede? Ambos estábamos perplejos ante aquel doble funeral. ¿Por qué?
Giulia gritaba, gritaba y lloraba. Era un quejido agudo y desgarrador.
De pie en la terraza de la antecocina, Pasquale y ella gimoteaban ahora, roncos. Por el suelo, los objetos de arcilla y las cerámicas que él debía haber destruido en pleno ataque de nervios. La cabeza de Mentolo estaba ensartada sobre una punta de la verja: a la izquierda un ramo de romero; a derecha, uno de laurel. Pasquale tenía a Giulia abrazada a él y nos decía entre sollozos que esa mañana, al abrir la puerta ventana de la cocina, se había encontrado delante un saco con el cuerpo de Mentolo dentro, decapitado.
Hablaban todos a la vez. Luigi preguntó qué había ocurrido, Pasquale vociferaba que los Lo Mondo habían matado a Mentolo y que él quería marcharse de inmediato, Pedrara era un sitio maléfico:
—¡Ahora! ¡Nos vamos ahora mismo! —Y luego, dirigiéndose a Luigi, añadió—: ¡Llámanos un coche!
—¡No, yo no me voy, yo quiero ir al funeral de mamá! —gritó Giulia.
Pasquale se volvió hecho una furia:
—¡Tú harás lo que yo te diga! ¡Esa gente nos odia, te matarán si te quedas!
Pero ahora Giulia se había pasado a los brazos de Luigi.
—Haz el favor de calmarte. —La voz de Luigi era gélida—. Tendréis un coche inmediatamente después de los funerales. Un coche con un maletero grande para que os llevéis todas vuestras cosas —precisó mirando a Pasquale directamente a los ojos. Éste, con las piernas abiertas y los puños contraídos, al principio no contestó, después se puso a despotricar contra Giulia: era la artífice de sus desgracias y le había arruinado la carrera obligándolo a ir a Pedrara.
—¡Un maleficio es lo que nos han echado! ¡Nos destruirán si no nos largamos de aquí! —alborotaba sacudiendo los pies.
—Déjate de estupideces —intervino bruscamente Luigi—. Las cosas ocurren, y a veces ocurren a la vez. Contrólate.
Giulia, con la cabeza abandonada sobre su hombro, lloraba:
—¡No puedo más! ¡Mamá!
Pasquale dio un paso adelante y silbó:
—¡Cretina! ¡Si tú sólo pensabas en la herencia!
Giulia se volvió hacia él como si quisiera escupirle a la cara:
—¡Tú, tú… tú…! —Pero era demasiado para ella. Se desplomó de nuevo sobre el hombro de Luigi—: ¡Qué mal me siento!
Aquel revuelo pareció mitigarse de repente cuando se anunció la llegada de los Gurriero y de los Pulvirenti. Pasquale se retiró, pero Giulia cumplió con su deber y recibió a las visitas a nuestro lado. Yo estuve todo el tiempo como en trance: contestaba mecánicamente a las preguntas y, como recomendaba siempre la tía, en el momento de crisis me aferraba a las buenas maneras. Luego, desalentada, bajé los ojos y la mirada me cayó sobre el calzado de Mariella: se había disculpado cien veces por su vestimenta, poco adecuada para una visita de pésame, pero su marido había ido a recogerla al gimnasio y ella había venido tal como iba. Calzaba un par de zapatillas de gimnasia doradas, altas, con un refuerzo blanco y los cordones color fucsia. Desde ese momento, no vi más que zapatos: los mocasines con borla de Pietro Pulvirenti, los náuticos del notario, y luego las plataformas de cuerda de su mujer, e incluso —en los pies de la señora Gurriero— las sandalias de Positano, las primeras de la temporada.
A la hora de la comida, Nora trajo dos bandejas de pizza y arancine.
—No debíais haberos molestado —le dije.
—Es el consolo. Así nos dijo que lo hiciéramos el tío Bede —contestó ella.
Por segunda vez, Luigi tomó en sus manos las riendas de la situación. Llevó las negociaciones con las pompas fúnebres, hizo que una colega del Ministerio de Asuntos Exteriores le diera el número de teléfono de una empresa de transporte de confianza y habló largo rato con ellos. Luego nos llamó a nosotras, sus hermanas, y nos consultó el texto de la necrológica que aparecería en los periódicos La Sicilia e Il Messaggero.
—La empresa de transporte puede embalar todo lo que queramos llevarnos de aquí. Debemos hacerlo enseguida —el tono de Luigi era ahora imperioso—, pues en cuanto nos hayamos ido, por aquí empezarán a aparecer los chacales. Que quede claro —dijo luego dirigiéndose a Giulia—, ninguna intromisión por parte de Pasquale, o de Natascia. Las cosas las elegiremos nosotros, los hijos, y nadie más.
Luigi tenía razón, era necesario decidir qué muebles y qué objetos dejar aquí, cuáles llevarnos y cuáles vender en subasta, en Roma, y había que hacerlo antes del funeral: después resultaría realmente demasiado peligroso permanecer solos en Pedrara.
Pasquale había entrado en silencio en la veranda; se había quedado de pie, apartado. Miraba, en el paseo, el balanceo de los nuevos pámpanos de glicinias ante las ráfagas de un viento amigo, pero no perdía una sola palabra de lo que decíamos. En determinado momento, hizo ademán de acercarse; había recobrado su actitud resabida y quería decir lo que pensaba.
—Alto ahí —dijo Luigi levantando una mano—, ya has hablado bastante. De ti quiero tan sólo una respuesta clara y definitiva, y la quiero ahora: o te vas enseguida (hoy mismo, quiero decir), o te quedas y participas en el funeral de forma civilizada y educada en relación con los Lo Mondo.
En todo caso, Pasquale debería llevarse de allí todo lo que le pertenecía, devolver a su sitio todo lo que había cogido prestado y dejar limpios y ordenados los cuartos que había ocupado.
—Que sepas que cualquier cosa que dejes aquí será quemada —le advirtió Luigi.
La mirada de Giulia, pálida, pasaba del uno al otro.
—Voy a hacer las maletas —dijo por fin Pasquale, mirándola de forma siniestra—. Me marcharé inmediatamente después el funeral. ¡Doña Anna se lo merece! —Y se alejó con sus pesados pasos.
Antes de que Giulia pudiera seguirlo, Luigi la agarró de un brazo:
—Tú quédate aquí. ¡Ya iremos después a ver qué quiere llevarse ese fullero! —Y ella obedeció.
Decidí quedarme en la terraza mientras los chicos ponían la mesa. Me puse a observar a Pasquale. Recogía abatido las herramientas que le pertenecían y las dejaba sobre la mesa auxiliar. Luego cogió una zapa abandonada en un rincón y comenzó a dar golpes a cuanto quedaba de sus obras de arcilla, en silencio, mirándome de vez en cuando de soslayo. Con una escoba de zahína barrió los restos sobre la vereda del jardín y al montoncito que había formado así iba añadiendo poco a poco ramas secas, raíces, trozos de madera y todo lo que había recogido y acumulado en la casa. Parecía tranquilo, pero de vez en cuando asestaba una patada al montón de desechos para que no se derrumbara en los parterres, y eran patadas violentas y bien dirigidas. Como las que le daba a Giulia.