El cigarrillo del Mudo
Martes, 22 de mayo, por la noche
(Bede)
Pedrara era hermosa desde lo alto, y reinaba el silencio. El agua del río brillaba bajo la luz difusa de la luna, como si estuviera inmóvil. La cantera era toda un mosaico de grises: terrazas, vaguada, espesura, arbolado y sembradíos. La negra oscuridad de las paredes, rota aquí y allá por resplandores intermitentes, parecía su continuación y se fundía con el cielo estrellado.
En la explanada, un faro potentísimo maniobrado desde el techo de un Land Rover apuntaba al río. El haz de luz embestía la columna de roca y se desplazaba, nervioso, en busca de un punto preciso.
Cinco figuras convergían lentamente sobre el río, a los pies de la columna. El primero en llegar fue el doctor Gurriero, el Número Uno. Se subió a una gruesa piedra, para ver mejor. Sobre la chaqueta, abotonada hasta el cuello, le revoloteaba la bufanda de seda. Frente a él apareció sobre otro peñasco el notario Pulvirenti, el Número Cinco; Pietro Pulvirenti, alcalde de Pezzino, el Número Seis, salió de un matorral de adelfas, en la orilla sur. En lo alto, sobre la vereda de las tumbas comunicadas, enmarcado por el acceso cuadrado a una tumba, Gaetano, el Número Dos. Sobre el umbral de la tumba más cercana, Giacomo, el Número Cuatro.
El Número Uno pulsaba el teclado del móvil y el faro se desplazaba, obediente. En determinado momento el Número Uno levantó el brazo imperioso y el faro se detuvo iluminando mi cuerpo desnudo sobre las piedras donde había acabado por estrellarse.
Escrutaba victorioso los rostros impasibles de los Números. No quise mirar a mis hermanos, ellos sí que me habían querido.
El Mudo había bajado de la escalerilla desde la que manejaba el faro; se estaba liando un cigarrillo. Una chupadita al papel y se lo puso entre los labios, con el mechero en la mano. Apoyado en la portezuela del Land Rover, disfrutaba del humo en santa paz, con la mirada atenta al Número Uno, a la espera de sus órdenes.