El salto
Martes, 22 de mayo, por la noche
(Bede)
Anna, tan sólo me quedabas tú cuando me fui a vivir a Pedrara.
Debía alcanzar el río antes de que los Números se percataran de que no estaba en casa esperándolos. Corría a través de la espesura que costeaba la orilla, en la densa oscuridad del fondo del valle. Me había vuelto a abotonar a toda prisa, y ahora la galabeya me revoloteaba alrededor de las piernas. Acabé tropezando con un matorral de zarzas, intenté librarme de las espinas pero se me quedaron enganchados los cabellos. En el frenesí por desenmarañarme empeoraba las cosas: los cabellos se me enredaban en las ramas, las espinas me desgarraban la tela, la piel; cuanto más me movía, más me embrollaba. No había tiempo que perder. Me arranqué la galabeya y salí desnudo del matorral.
¿Por qué había llegado a tanto? Hubiera querido abandonarme allí donde estaba, como un Cristo en la noche, un alma sin paz. Cuanto más perdido me veía a mí mismo, más sentía regresar los zarzales del pasado, ellos también, para cazarme en un cruel cepo. Lo que todos llamaban «el asunto» había crecido conmigo, dentro de mí, y nunca dejó de marcarnos con fuego a mí y a mi familia.
Ahora me veo corriendo en la oscuridad, desnudo, sudado, azotado por las zarzas, y desde esa carrera vuelvo atrás hacia aquel otro tiempo.
Había dejado el colegio a los dieciséis años. En mi familia no había dinero para que siguiera estudiando, tal como hubiera deseado yo. No había querido seguir a mis hermanos e irme a Alemania; había encontrado un trabajo durante el verano como camarero en el bar de un primo de mi padre, aquél con el que iba a los campos a recoger verdura y a disparar. Allí conocí a cuatro jóvenes alegres y aficionados a la música moderna. Pensaba que eran de familia rica: viajaban en automóviles deportivos, llevaban relojes de oro y les acompañaban siempre chicas muy guapas. Peppe, el jefe, me tomó simpatía y me convertí en su mascota; salía con ellos y nos íbamos por toda la provincia, a festivales, a escuchar música, a bailar en los night clubs, a veces llegábamos hasta Taormina. Aprendí a beber licores, a fumar porros, a apreciar el placer de estar a la moda y de practicar el sexo sin compromiso. Estábamos a principios de los años setenta, sobre la ola del milagro italiano habían llegado a Sicilia los televisores y las radios de transistores. Todo se ponía en discusión: el sexo, las drogas, la política, las costumbres, la religión, el trabajo. En junio, mis nuevos amigos organizaron junto con otros jóvenes del lugar el festival de Pantalica: durante todo el mes, miles de chicos procedentes de toda Sicilia vinieron a acampar en la cantera, y ocuparon el ferrocarril abandonado y los túneles vacíos. Nosotros, los del pueblo, fraternizábamos con la gente de fuera, y estas amistades tenían el sabor de la transgresión, dulzón como el de los porros que compartíamos. Todo estaba permitido. Nos sentíamos libres de hacer lo que quisiéramos. Mis amigos aludían a menudo al «viejo cerdo», un anciano de salud achacosa, medio sordo y con cataratas en ambos ojos, a quien sin embargo le seguía quedando un fuerte apetito sexual: lo satisfacía gastándose con prostitutas el dinero que el hijo emigrado le mandaba desde Argentina.
El viejo, sin embargo, prefería chicas «normales», frescas y alegres, aunque sólo fuera para maniare, para toquetearlas, y le había pedido a Peppe que se las consiguiera: estaba dispuesto a pagar bien. Peppe, de vez en cuando, le llevaba a su chica, Maria, y se quedaba para vigilar que el viejo no se excediera: al principio sus solicitudes eran audaces y desagradables, pero al final se contentaba con poco. Era una diversión burlesca y atrevida, para todos: mucho lenguaje desatado, algún palpamiento y muchas risas. Maria se quedaba con una parte de la retribución y luego se iban todos juntos a darse una buena comilona al restaurante. Era la primera semana de junio; durante una de esas comidas, en la que yo también estaba, Maria sugirió gastar una broma al viejo: me vestirían de mujer y me llevarían a verlo. En el momento adecuado, todo se desvelaría. La idea les gustó a los demás. Yo sentía debilidad por Maria, y acepté. Cuando el viejo le pidió nuevamente a Peppe que le llevara a una chica, ella me puso unos pechos de goma, una blusa con volantes, tacones altos, y hasta me rizó los cabellos, y luego se quedó en casa a esperarnos.
El viejo nos dejó entrar y fue a tumbarse en un sillón con reposapiés y el respaldo reclinable para disfrutar del espectáculo. Era flácido, con los labios colgantes. Animado por mis amigos, recité el papel establecido.
—¡Mírala, pero qué rica que está la tía! ¡Parece una extranjera! —le gritaban. Él veía poco y ellos me describían exagerando mis atributos—: Avi minne ca parono arance tarocco! ¡Menudas tetas, parecen naranjas rojas! —Yo caminaba arriba y abajo, contoneándome como una maniquí—. ¡Tócale el culo, está tan duro como una manzana! —Entonces yo me acercaba, lo suficiente para que el viejo pudiera rozarme las nalgas.
Él gritaba: «Veni cua! ¡Ven aquí! ¡Deja que te toque mejor!». Me solté la media de la liga y me la quité como si estuviera haciendo un striptease, luego le ofrecí la pierna al viejo. Él empezó a acariciármela, pero cuando intentó subir por encima del muslo me eché hacia atrás. Continué así durante un rato, primero me ofrecía y luego me negaba: los otros se reían y gritaban, el viejo blasfemaba.
Luego pidió que lo azotaran.
—No —le dijo Peppe—, esta tía es muy fina y te acariciará con una pluma, mucho mejor que los azotes. —Y sacó un plumero para quitar el polvo al que habían añadido escobillas de pipa. Se lo pasaba sobre su cuerpo flácido, con ralos pelos negros, larguísimos, alrededor del ombligo, y le gustaba—. ¡Sigue, sigue! ¡Acércate! ¡Más alto! —Su deseo aumentaba; también nosotros estábamos excitados. En determinado momento (se había abierto los pantalones) me aferró por la cintura e intentó besarme. Me esforcé en soltarme, mientras sus manos callosas me apretaban las caderas y subían hacia el pecho. Procuraba zafarme, pero él no cejaba en su abrazo y acabó por arrancarme la blusa. Como un energúmeno, me quitó el sujetador.
—¡Maricón! —gritó, apretándome fuerte los pezones con sus manazas—. Schifiu si! Schifiu! ¡So asqueroso! —gritó, y me apretó más fuerte. El dolor era insoportable.
—¡Suéltame, me haces daño!
—¡Maricón! —Y me escupió a la cara—. ¡Voy a llamar a los carabineros! ¡Le diré al alcalde lo que habéis hecho! ¡Sois unos cerdos y unos sinvergüenzas!
—Muzzicalo! ¡Muérdelo! —gritó Peppe.
Conseguí soltarme mordiéndole el brazo. Pero fue por poco: el viejo, enfurecido, me inmovilizó cerrando las piernas como una tenaza alrededor de las mías y me golpeó la cabeza con una lluvia de puñetazos. Intenté empujarlo hacia atrás; él se apoyó sobre los brazos del sillón y cedió un poco, así logré alejarme, empujándolo. El sillón se volcó: cabeza abajo y con las piernas al aire, el viejo no dejaba de gritar:
—¡El alcalde! ¡Os voy a denunciar!
—Tú no hablarás con nadie.
Peppe se adelantó. Le dio una patada en la cabeza, y luego otra. Y el viejo dejó de moverse. Un hilillo de sangre se escurría hasta el suelo.
En un santiamén montamos en el coche y nos marchamos, derrapando.
—Deberíamos llamar a un médico… —dije yo.
—¡Ni pensarlo! ¡Y mucho cuidadito con decir nada, si no quieres acabar como él! —chilló Peppe.
Delante de mi casa, me sacaron del coche. La luz en la habitación de mis padres me recordaba que mi madre estaba esperándome despierta, como siempre. Entré, ansioso, sin resignarme, y escribí una carta a Peppe, exhortándolo a llamar a la policía para explicarles cómo había sucedido todo, me ofrecí incluso a explicar mi papel en el desastre: no quería aquella muerte sobre mi conciencia. A la mañana siguiente, muy temprano, salí subrepticiamente de mi casa para entregar la carta. A mi madre, que me preguntó adónde iba, le conté por encima —con el sobre en la mano— lo que había ocurrido. Cuando volví, mi padre me esperaba en la cocina, vestido como para salir. Quiso saberlo todo punto por punto.
—¡Desgraciado! —Fue su único comentario—. Coge tus cosas que nos vamos de aquí, enseguida.
Mi madre me preparó la maleta a toda prisa: yo añadí mis cusuzze, mis cosas, y un libro de poemas, Dar y tener. Mi padre la cerró, apretando bien la correa.
—Pídele perdón a tu madre por el dolor que le estás causando, y despídete de ella. Tardarás en volver a verla.
Y me llevó a Pedrara.
Anna, hice sufrir a mi madre, y no se lo merecía. Todas sus cartas acababan con: «No se acostumbra una nunca a tener a los hijos lejos, al contrario, cada vez es peor».
Corría, desnudo; seguía tropezando con las raíces, me golpeaba contra las ramas, tropezaba cuesta abajo pero no perdía de vista la meta: la columna de cúspide tronca. Oía ya el automóvil del Mudo. Me encaramé a la columna; lo había hecho tantas veces sin hacerme daño nunca, pero ahora, con la oscuridad y las prisas, resbalaba, perdía el agarre. Una vez arriba, miré hacia lo alto. Las luces de las tumbas eran muchas, los doscientos transeúntes habían llegado anticipadamente. Pensé en su tristeza, en lo que les esperaba. Me sentí espiado. Y me avergoncé de mi desnudez. Luego, el ruido de una portezuela: los justicieros habían llegado. Alcancé el borde extremo de la roca y levanté los brazos. El salto esta vez debía ser amplio, como un arcoíris. Y así fue.
Mi espíritu ascendía lentamente; miraba a mi alrededor. Te buscaba, pero tú te hacías esperar.