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Seducción

Martes, 22 de mayo, 19.00 horas

(Bede)

Me había llevado a la torre dos vasos, el licor de los apicultores y una jarra de limonada. Tras dejarlos sobre la mesita, había ahuecado los almohadones de los sofás. Junto a la puerta de la escalera interior, unas plumas de pavo real sobresalían del cuello sutil de un jarrón de bronce repujado. A Tommaso le gustaba combinarlas con rosas frescas de tallo largo, al estilo de Beirut. Coloqué el jarrón junto al sofá y distribuí las plumas en círculo. Sus ojos iridiscentes tenían un no sé qué de hechicero.

Apoyado sobre una de las almenas, vigilaba el arco de hierro de la escalera de caracol, constreñido por las glicinias en flor, y disfrutaba de las vistas, que abarcaban toda la cantera. La torre dominaba la vaguada, el curso del Pedrara y luego el largo curso del Tenulo, que aparecía y desaparecía, oculto por las paredes frondosas que lo costeaban, obligadas a retorcerse sobre sí mismas para seguir su tortuosa marcha.

En el grandioso teatro de la cantera, la torre —por imponente que fuera— se volvía insignificante: la pared de roca del norte, cercana a la villa, la más alta, se elevaba amenazadora en la penumbra, como si quisiera humillar la soberbia del emperador alemán y de aquel símbolo erigido para descollar sobre el valle.

El atardecer estaba en su momento álgido. El globo rojo del sol envolvía la cantera y la torre en un abrazo misericordioso; yo observaba impunemente aquella delicada luz, demasiado débil ya para inducirme a bajar los ojos. Todo, cielo, tierra, agua, era de una belleza insoportable.

Thomas había subido sin hacer ruido.

—Es precioso. —Y no añadió más. Estábamos juntos. Él miraba a su alrededor. En el silencio, sentía su aliento tibio y veloz sobre el hombro. Luego, dijo provocador—: Tú eres una persona a la que no entiendo.

—No se entiende nunca cómo llega a ser uno lo que es.

—¿Qué quieres decir?

—Mi madre me decía siempre que era especial y que le gustaba por cómo era… Yo no me siento especial, aunque es verdad que para mí son importantes cosas que muchos otros descuidan.

—¿Tú eres el amo de todo esto?

Thomas había cambiado de nuevo de tema, pero no el sentido de la conversación: era todo un juego para descubrirnos. Y se había desplazado: ahora estaba enfrente de mí.

—Podría contestarte con las palabras de un poeta: «No tengo nada de lo que pueda decir: esto es mío. Lejos y muertos están mis seres queridos, y ya no hay voz alguna que me hable de ellos».

—¿Qué significa?

—Escucha al poeta: «Emprendí la tarea pleno de voluntad, me desangré en ella, y no he enriquecido el mundo en un solo céntimo. Desconocido y solitario vuelvo a mi patria».

—Qué triste. —Thomas me miraba fijamente con intención.

—No. Sigue escuchando: «En las lágrimas que lloro ante ti, la bien amada de las bien amadas, hay toda la alegría del cielo». —Me detuve. Lo miré sin ambigüedad alguna.

Y luego le serví de beber. Le llené el vaso y le hablé de Tommaso, el esteta, el hedonista, el amigo fiel, el hombre generoso. Y con unas enormes ganas de vivir la vida como le gustaba a él, siguiendo sus propias reglas. La figura del abuelo emergía y se volvía real. Saqué del jarrón de bronce una larga pluma de pavo real. Thomas se había tumbado en la chaise longue de mimbre.

—Tu abuelo no era un hombre de medias tintas. Cortejaba los riesgos y a veces se entregaba a los excesos. Amaba la hermosura y el placer.

Bandadas de aves volaban por encima de nosotros en amplios arabescos. Atravesaban el cielo, yendo y viniendo. De vez en cuando invertían la ruta, pero mantenían la formación: las siluetas se aguzaban, la apertura de las alas parecía más amplia y exhibían los diversos colores de sus plumajes como en un juego de sombras chinas. Soplaba una ligera brisa.

—¿Qué fue lo que te enseñó?

—Me enseñó lo que sabía… —Y no dije nada más. Sentía en Thomas el deseo de conocer al abuelo a través de mí—. Me apoyó en los estudios y en la carrera. En una cosa era distinto a cualquier otro que haya conocido: no tenía sentimientos de culpa.

Thomas se había incorporado y había cruzado las piernas en la posición del loto.

—¿Tampoco tú tienes sentimientos de culpa?

—No, ¿por qué razón?

—¿Desde cuándo sabes que eres así?

Había un rastro de ansiedad en su voz ya pegajosa por el alcohol.

—Desde siempre.

—¿Y tu madre?

—Me amaba.

—La mía no. Mi padre tampoco. Quieren que sea como ellos quieren. Yo no sé quién soy, qué es lo que me gusta…

Me miró fijamente a los ojos, casi como para desafiarme.

—Coge de la vida lo que te ofrece.

—Mi padre tiene miedo de que yo sea gay. —Esta vez su voz tembló como si tuviera miedo de intercambiar la confusión con la incertidumbre—. Dice que el abuelo lo era.

—¿Y lo eres?

No contestó.

—Yo amo también a las mujeres.

Aquel «también» no lo sorprendió, pero era obvio que quería saber más.

Y me apremiaba.

—¿Cómo conociste a mi abuelo? ¿Cómo era?

—Tu abuelo era agradecido en la amistad: me ayudó porque veinte años antes mi padre lo había salvado del enemigo matando a un soldado inglés. En la amistad exigía respeto y honradez. Pero no en el amor.

—Pero entonces, mi abuelo y tú ¿os amabais?

—Yo tenía tu edad. Estábamos en Alejandría, en Egipto. Por la noche él llamaba a mi puerta. «¿Quién es?», preguntaba yo. Y él respondía siempre del mismo modo:

Muchacho, ojos de muchacha,

te busco a ti; pero tú no me oyes

y no sabes que sostienes las riendas

de mi alma.

—¿Y la abuela Anna?

—Lo sabía.

—Entonces, ¿cómo es que seguisteis siendo amigos después de su muerte?

—Tu abuela y yo nos amamos desde hace treinta y cinco años.

Thomas no entendía.

—El amor sucede, no se planea. Y cuando uno ama, olvida el pasado y el futuro. Lo importante, ya te lo he dicho, es no hacer daño.

—¿Pero no es muy complicado?

—No, es muy sencillo. Se ama en el presente. Nunca por gratitud de un pasado feliz, y ni siquiera con la expectativa de un bien futuro.

Unas tórtolas volaban en formación hacia el bosque de San Pietro; las seguí con la mirada. Thomas bebía a sorbos su segundo vaso; era consciente de su mirada.

Las tórtolas desaparecieron por detrás de las copas de los robles, más tarde regresarían. Dirigí mis ojos hacia Thomas.

—¿Qué es eso? —me preguntó él, señalando la galabeya.

Era un prenda egipcia, realizada según un diseño de Tommaso.

—Me la regaló tu abuelo.

Bebimos más licor de los apicultores. Altamente alcohólico, tenía un gusto dulzón. Le estaba hablando a Thomas de mí, no como había planeado hasta el mínimo detalle durante mi larga espera, sino en respuesta a sus preguntas. ¿Dónde naciste? ¿A qué se dedicaba tu padre? ¿Y tu madre? ¿Tienes hermanos, hermanas? ¿Qué haces aquí en Pedrara? ¿No te aburres solo? Mis palabras resbalaban ligeras y veloces; me lo comía con los ojos. Él era consciente; no le disgustaba.

Me senté sobre un cojín junto a la chaise longue y coloqué una mano en el interior de su muslo.

—En este momento ardo en deseos de besarte. —Una pausa intensa. Retiré la mano—: Espero que seas tú quien me lo pida.

Nos quedamos en silencio.

—¿Has provocado alguna vez dolor en los demás, has hecho sufrir en tu beneficio?

—Sí, y cargo con el peso de la culpa.

—¿Por qué lo hiciste?

—Por necedad, de joven. Ahora, por amor. No me llena de orgullo.

—Yo les he hecho daño a mis padres. Mi padre esperaba de mí mejores resultados en los estudios, mi madre no se ha vuelto a casar para no provocarme otro shock y yo la he abandonado para regresar a Bruselas. Tampoco allí le he dado las satisfacciones que se merece.

—O que espera.

Otro silencio.

Fue él quien se quitó la camisa el primero, su carne era firme, lisa, clara y con una ligera pelusa: la belleza de la juventud. Nos acariciamos. Bebimos, yo de su vaso y él del mío. En determinado momento, el cielo casi blanco se vio atravesado por una estela de nubes rosáceas, veteadas de ámbar, seguidas por otras nubes de colores difuminados y tornasolados. Era el final del ocaso. La oscuridad no tardaría en llegar. Un salto en la eternidad.

Contemplábamos las nubes desde las almenas; esas gradaciones de rojo que se perseguían y se superponían rapidísimas en lo alto del cielo en fuga del negro que amenazaba con llegar desde el norte. Más abajo, los jardines permanecían silenciosos; la cisterna, abierta.

Thomas había posado una mano titubeante sobre mi cintura. Bajó hasta el pene. Bien colocada.

El cielo se volvió azul oscuro. Llevé mi mano a la suya —bastó una ligera presión para agudizar las punzadas de placer— y la conduje de inmediato hacia lo alto, arrastrándola por el algodón en contacto con el cuerpo. Alivié la presión cuando su mano llegó hasta el primer botón. El del cuello. Le puse en la mano la borla de seda mediante la que, tirando del hilo, se abriría completamente la galabeya.

Pero Thomas buscaba mis labios. El primer tímido beso. Luego otro, carnal, con los cuerpos muy pegados. Me separé de él y retrocedí hasta los sofás. Thomas al principio no entendió, pero seguía sujetando el hilo. La galabeya se abría desde abajo. Yo esperaba palpitante, con las piernas separadas y los brazos abiertos, a que mi desnudez quedara desvelada por el hilo de seda.

—Oh Dios —murmuraba Thomas, y tiraba, con la respiración jadeante. El hilo se le había quedado entre las manos y acariciaba el pavimento. La galabeya estaba suelta, los faldones entreabiertos. El viento cosquilleaba el pene túrgido. Nos acercamos el uno al otro. Él tenía los hombros contra una almena; se desabrochó los pantalones y se ofrecía. No me moví, esperaba. Thomas extendió decidido la mano.

Las tórtolas se apresuraban a lo largo y a lo ancho del cielo mientras nosotros celebrábamos una vez más en la terraza de Tommaso la vida y el placer.