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En la cocina

Martes, 22 de mayo, última hora de la mañana y primera de la tarde

(Bede)

Anna, tú lo sabes. Teníamos plena libertad para amar. Ahora me parece casi difícil saberte testigo de lo que ha sucedido con Thomas.

El sonido del teléfono hizo que me sobresaltara. ¿El Número Uno? ¿La sanción que por fin llegaba? Sabía lo que me esperaba, y con todo quedaba una duda; siempre hay esperanza. Contesté: era Giulia, ya era la hora de la comida y yo no le había llevado, como cada martes, la compra hecha siguiendo su detalladísima lista. Me había olvidado, pero en vez de sentirme consternado pensé que se me abría una oportunidad para ver a Thomas.

Me reuní con Giulia en la cocina de la villa. Y cuando oyó nuestras voces, apareció Thomas.

—¿Qué me sugieres que les dé de comer a éstos? —refunfuñó ella.

Propuse preparar una tortilla en mi casa. Thomas se ofreció a ayudarme.

La cocina era el cuarto más moderno de la casa. Nadie más había cocinado nunca allí, excepto Anna. Tenía tan sólo un rincón «a la antigua», como decía ella: una mesita baja, dos butacas, una librería llena de libros de recetas y una lámpara de pie con la pantalla de pergamino; el rincón en el que uno descansa y puede echar un ojo a los hornillos y al horno. Cuando llegaba de Roma, cargada de regalos, Anna traía siempre uno «para la cocina»: el primer microondas, la máquina para hacer pan, el exprimidor eléctrico, el novísimo robot, el cuchillo de cerámica, la sartencita de plata, el soplete para hacer caramelo, además de especias compradas en los mercadillos de los emigrantes y de las inevitables galletas Gentilini. Nos pasábamos horas en la cocina. Nos divertíamos preparando salsa de tomate, mermeladas y dulce de membrillo —botellas de cristal, jarrones para esterilizar, los moldes decorados en terracota esmaltada.

Cuánto se puede llegar a amar cocinando.

Thomas se movía con desenvoltura entre los hornillos y el fregadero, y en eso se parecía a su abuelo, a quien le gustaban todas las tareas de la cocina, estrictamente prohibidas para los varones. Hablaba a rienda suelta de las cocinas de sus casas: la rústica de Trento, con el caldero colgado en la chimenea; la aséptica, toda de acero, de Bruselas, y la de la villa, en la que Giulia no le permitía entrar. Sentía curiosidad:

—Mi padre dice que hay un follón enorme allí dentro…

Puse a hervir las patatas nuevas. Mientras tanto preparé el perejil. Junto con Thomas, arrancaba del tallo las hojas planas. Puse los tallos en la olla y amontoné las hojas sobre la tabla. Thomas se ofreció a picarlas, pero no sabía usar la medialuna. Quería que se lo enseñara, pero era torpe. Pasé los brazos por debajo de los suyos, por detrás, y cubrí sus manos con las mías, para facilitarle el movimiento. Un estremecimiento delicioso. Me retiré.

Después de haber colado las patatas, las pelamos rápidamente y las cortamos en rodajas. Trabajábamos juntos. Yo monté las claras y las uní a la mezcla. Luego eché la tortilla en la cazuela de arrabio grueso. Erguido ante el hornillo, con la paleta en la mano, explicaba a Thomas cómo se realizaba la cocción.

—Déjame ver —dijo él, y se pegaba a mi lado, a mi espalda, no se estaba quieto. Sentía que me rozaba. Sentía su cuerpo. Añadí un hilillo de aceite, luego lo cubrí con la tapa y bajé la llama.

—Hay que esperar —dije, y él seguía aún detrás de mí.

—¿Cuándo estará lista? —pregunté.

—Dentro de una media hora. De momento preparemos una pequeña, para el aperitivo, esta tarde. —Lo miré.

—¿Para quién?

—Para nosotros dos.

—Vale. Aperitivo. —Estaba en un terreno familiar, el aperitivo formaba parte de su cotidianidad—. ¿Nos vemos aquí?

—En la torre.

—¿Me vas a ofrecer el licor del abuelo?

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Es el licor de los apicultores, se hace con la cera de las colmenas…, es dulce y potente. Aquí lo llaman spiritu ri fascitrari. —Le conté que los apicultores de la zona, los fascitrari, precisamente, habían cobrado sus colmenas a lo largo de la roca, en el boscaje, para obtener la mejor miel: la de las plantas silvestres—. ¿Estás dispuesto a probarlo?

—Sí. —Y luego—: Iré solo.

—Solo —repetí yo—. Solo. Sube por la escalera de caracol. Yo estaré allí esperándote.

Pero Thomas no se iba. Se me acercó y se estiró como para darme un beso en la mejilla, no se atrevió y desapareció.

Pasé las primeras horas de la tarde en casa, quemé todo aquello de lo que no debía quedar rastro. Era cuestión de horas. El Número Uno no olvidada, ni perdonaba.

Luego volví a ver a Anna y le dije a Nora que se fuera a descansar a mi casa. Nora no quería marcharse, comprendí que había recibido órdenes.

—¡Vete a planchar al vestidor, entonces, desde allí no nos perderás de vista! —le dije.

Ella obedeció y, después de habérselo pensado, trasladó la tabla de planchar hacia la puerta, para vernos mejor. Anna parecía estar más atontada: no me atrevía a preguntarle a Nora si el doctor había aumentado la dosis. Y, sin embargo, sonreía. Y sonreía a los hijos y a los sobrinos que pasaban de vez en cuando.

Le apreté las manos, se las besé, y nos dimos un largo adiós. No como yo habría querido, pero valía también así. Por primera vez me sentí culpable; no había mantenido la promesa de cuidar de ella hasta la muerte.

Con todo, aquel lánguido extravío de Anna entre las lisonjas del fármaco avivaba otra languidez. Veía a Anna reclinada sobre el almohadón, las manos lentas sobre la sábana, olía el perfume que se insinuaba en el aire primaveral, veía y sentía, era algo que, de regreso, me despertaba de nuevo los sentidos. Crecía mi deseo por Thomas. Había un destino en aquel deseo, no sabía ni oponer resistencia ni domarlo. Miré a Anna, la miraba en el lecho de muerte de su hermana y me parecía Mariangela, e inmediatamente después Tommaso, y por detrás de aquella sombra, por entero en la luz, el cuerpo de Thomas.

—No quiero abandonarte, Anna, Anna mía, pero tengo que hacer una cosa. Debo volver a casa. A poner orden. Estos fantasmas quieren mi alma…, quieren mi deseo, mi pasado: mi vida.

Crucé la villa a la carrera, y una vez en casa limpié, ordené, conservé, verificando obsesivamente. Todo estaba en su sitio. Recogí las cenizas del brasero y las esparcí sobre el mantillo de los tiestos de flores; regué.

Luego, la última tarea del Número Tres. Comprobar con mis hermanos que todo estaba en orden para los doscientos inmigrantes que llegarían al día siguiente. Gaetano y Giacomo contestaron joviales. Todo en orden. Todavía no sabían nada.

Para el final lo urgente, lo último. El placer, que en cuanto tal precisa del tiempo que se toma. Me lavé y me unté con esmero cremas perfumadas. Me puse la galabeya larga, la del cuello ribeteado, abotonada por delante como las sotanas de los seminaristas, sujeta por un largo hilo de seda que pasaba alrededor de los botoncitos: al tirar de él desde abajo hacia arriba, la galabeya se abría.