26

La fatal infracción

Martes, 22 de mayo, a última hora de la mañana

(Bede)

Había vuelto a casa. Había mucho que hacer. Me senté ante el escritorio. Sentía un olor a podrido, venía de dentro de mi persona. Debía destruir todo lo que nos pertenecía a nosotros tres. Empecé por las cartas de Anna: saqué del cajón las cartulinas de color crema conservadas en sobres con filigrana, con su caligrafía clara de profesora; en pocas frases comunicaba lo esencial y hacía intuir lo divino. Las leí una por una; ella firmaba como Nenti y yo como Nuddu. Luego, las pocas cartas de Tommaso conservadas después de su muerte: eruditas, llenas de citas literarias, brillantes.

Abrí el cajón de las agendas: clientes, amigos, compradores. Cada nombre, una vida entrelazada con la mía, conocidos, a veces gente que se había convertido en enemiga mía: no aceptaban mi naturaleza ni mis gustos y exigían que perteneciera exclusivamente a su facción. Entonces me encerraba en mi soledad. También había que quemarlas. Abrí otro cajón: postales de felicitación de los sobrinos, cartas de la familia; en un sobre amarillo, las de mi madre. Me faltó valor para leerlas antes de entregarlas a las llamas. Le había acarreado un enorme dolor, y ella nunca me lo reprochó.

Miré el reloj. Era la una menos cuarto: no le había dado la pastilla a Anna antes de ir a ver al Número Uno. La tercera omisión. Me metí en el pasadizo subterráneo en dirección a la hospedería.

Anna estaba consciente y de buen humor. Le dije que les había enseñado los jardines a Thomas y a Viola.

—¡Hay que ver lo guapo que es ese chico! —dijo. Y luego añadió—: Rubio, un nieto rubio…

—¿Y Viola? —le pregunté.

—¡Una pena, esa chica! —Me cogió la mano y repitió—: Las piedras, las piedras…

—¿Los has visto juntos?

Nora asintió. Habían pasado a saludar a su abuela poco antes.

—¿Juntos? —repitió Anna.

—Sí.

Me miraba perpleja. Haciéndome un guiño, acercó las puntas de los dedos índices y las golpeó una contra la otra:

—No son como nosotros… —Ahora había entrelazado los dedos, como dos ganchitos—. ¡Juntos!

—¡Sí, juntos! Pero tú tienes que ayudarme…

Cca sugno! ¡Aquí estoy! —me interrumpió ella, dispuesta. Era la Anna de otros tiempos. Mirándome a los ojos, se dejó caer hacia atrás sobre el almohadón.

Nora estaba a mi lado.

—¡Tío, tienes que darle la pastilla! El doctor Gurriero ha telefoneado para saber si se la has dado.

—Ahora lo llamo. ¡No se la des tú! —Y me fui.

Deambulaba por el jardín como desquiciado. Con la cabeza gacha, giraba alrededor del pilón, bordeaba los parterres, caminaba por los senderos dando zancadas, volvía atrás y repetía continuamente el mismo recorrido. No quería darle la pastilla a Anna. No quería que fuera a una clínica. No. No quería. Le pediría de nuevo al Número Uno que me concediera unos días más, los Carpinteri no tardarían en irse. En vez de mandar un sms al Mudo, me detuve bajo las copas de las higueras y tecleé directamente el número de su casa.

—Bede, ¿qué ha ocurrido? ¿Puedo hacer algo por ti? —contestó la voz meliflua del Número Uno—. ¿Qué tal está doña Anna?, ¿duerme?

—No duerme, y está bien. No le he dado la pastilla.

—Dásela ahora, no pasa nada. No te olvides, una cada cuatro horas.

—No quiero dársela. La quiero en casa otros tres días. Despierta. Que razone. No sucederá nada.

—Será la salud de la paciente lo que lo dicte, y su médico de cabecera tendrá que decidir si puede quedarse en casa o debe ir a una clínica por su bien —musitó.

Estallé:

—¡Número Uno, esto debes concedérmelo!

—Deliras, Bede, pero ¿qué te ocurre? ¡No una pastilla al día, seis! Así está escrito en el frasquito, ¡una cada cuatro horas! No una, te lo repito, seis. ¡De lo contrario, la señora Carpinteri podría morir! —Y colgó.

Debía obedecer. Haciendo de modo que Nora lo viera, le ofrecí la pastilla a Anna, quien se la tragó pacíficamente y me sonrió.

—No te olvides —le dije a Nora—, dáselas tú si por casualidad ando liado en otro sitio. Una cada cuatro horas.

Nora lo sabía ya, el doctor Gurriero se lo acababa de decir. Y con mis sobrinos yo había perdido toda autoridad.

Era el principio del fin. Lo sabía. Había comprometido a los Números, mezclándolos con las personas. Y había antepuesto los afectos, proscritos, a la obediencia y al deber. Debía acabar de poner en orden mis cosas, rápido, rapidísimo, como si fuera a morir. En casa, abría los armarios, ordenaba, amontonaba, sacaba lo que había que destruir.

En cada habitación, se acumulaban junto a la puerta montoncitos de papeles, vestidos, zapatos y libros subdivididos en tres pilas: para regalar, para quemar y para tirar. A veces buscamos la felicidad donde no la hay. Poner en orden y hacer limpieza es sublime. Me preparaba para la salida final.