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El enfrentamiento de Bede con sus hermanos

Martes, 22 de mayo, por la mañana - 10.00 horas

(Bede)

Anna, ya sabes tú que yo siempre he rehuido la violencia incluso cuando me la imploraban.

Volví a casa exhausto. Durante la caminata por los jardines con los nietos de Anna me había sentido mentor, y casi padre, en relación con Thomas.

Vi de lejos, delante de la puerta de casa, una rama de adelfa. No la había llevado allí el viento. Y comprendí. Me encerré con llave para que nadie me molestara. La excitación por la conquista de Thomas había desaparecido, así como la pena sorda de tener que sedar a Anna, quitándole las escasas gotas de conciencia que aún le quedaban. Pensamientos incoherentes y recuerdos sueltos se sucedían en mi cabeza; luego desaparecían, y en aquel vacío, inexorable, penetraba la escena del domingo por la tarde, en el matorral de adelfas.

La visión del joven negro atado y arrojado a las hojas de adelfas había vuelto a atormentarme. Los Números me habían encargado que vigilara los paseos de Mara al aire libre. Aquel domingo ella había salido de los jardines y se había aventurado por la espesura que la separaba de la Via Breve. Yo la seguía de lejos, fingiendo estar absorto en otros asuntos; con el cuchillo de poda cortaba una rama muerta, desvastigaba una planta. Mara era la predilecta de Anna y, sin embargo, de ella yo sabía poco, mientras que las vicisitudes de Giulia y Pasquale me eran bien conocidas. La vi entrar en un matorral de adelfas; hablaba con alguien, en francés. Yo escuchaba. Era un «huésped» de Mali, que había recibido un castigo muy duro —atado de pies y manos, inmerso después en los excrementos— por haber desobedecido. El principio de no interferencia en las competencias de otro Número era fundamental: no era «cosa» mía y lo aceptaba. Cuando Mara lo dejó para volver a la villa, me acerqué. Por pura curiosidad. El joven había sido arrojado a un camastro de adelfas frescas, cortadas con un solo objetivo: al contacto con la piel desnuda, el veneno de las adelfas empezaría a penetrarle en el cuerpo causándole vómitos, dolores y al final la muerte —una tortura intolerable. Sin pensármelo siquiera, me acerqué por detrás, le corté las ligaduras y hui. «Merci, madame», dijo él. Cuando estuve lejos, miré hacia lo alto. Me hallaba a la vista de los guardianes apostados en las tumbas.

Esa misma noche me había telefoneado Gaetano.

—Ven a verme enseguida.

Le contesté que me tocaba pasar la noche con Anna.

—Eso da igual, tú vente.

Con sus ganancias, mis hermanos se habían construido, en los lindes del bosque de San Pietro, dos chalecitos muy confortables, idénticos y con los jardines colindantes. Me esperaban solos, delante de la casa de Gaetano. Me llevaron al jardín, debajo de los almendros, para que no nos oyeran los demás.

—¿Qué narices le has hecho al maliense?

Fue Giacomo, el hermano más benévolo y paciente, el padre de Nora y Pina, quien me interrogó.

No quise contestar. Giacomo repitió la pregunta:

—¿Qué narices le has hecho al maliense?

Y levantó los párpados lacerados, como los de nuestro padre. Sus ojos lo decían todo.

—¿Tú sabes lo que me hizo ese tío, a mí, la otra mañana? —intervino Gaetano, agresivo.

Meneé la cabeza.

—¡Antes de soltarlo, pregunta, coño!

Y Gaetano me contó el gesto de insubordinación del africano, y su falta de respeto hacia él, el responsable de los invernaderos, delante de todos los demás. Yo le escuchaba.

Giacomo volvió a hablar.

—¿Es que no te das cuenta de que tenemos que cuidar a cientos de tíos como ése, darles de comer, tenerlos ocupados con el trabajo y luego mandarlos a donde tengan que ir, bien rollizos y con buena salud? —Era fundamental mantener el orden, hacerse respetar, instilar obediencia—. No tenemos guardas y ni siquiera vigilantes. Nos encargamos de todo nosotros, y somos pocos. Somos un puñado de moscas contra todos ellos. ¡Podrían matarnos fácilmente, sin necesidad de cuchillos ni de pistolas, con sus manos nada más!

—Para mantenerlos bajo control tenemos una sola arma: la certeza del castigo a la mínima infracción —dijo fríamente Gaetano—. Hace falta un castigo ejemplar para la peor de las infracciones: la insubordinación. La falta de respeto. ¡Y ese castigo fue establecido por el Número Uno! —Levantó la voz—: ¡Es el miedo, no el uso de la fuerza, lo que mantiene el orden en Pedrara!

Giacomo intervino:

—Ese maliense de los cojones es de familia rica, en su país. Podría convertirse en cabecilla de una rebelión, en Pedrara. —Luego dijo, en voz baja—: Y todo por ir a cagar cuando les apetezca a ellos. —Suspiró—. Era un rebelde. Podía causarnos daños enormes, hacer que acabáramos todos en la cárcel. El castigo debía ser ejemplar.

—Así debe ser —aprobó Gaetano.

—Ejemplar —repitió Giacomo—. No quedaba más remedio. —Me miró fijamente a los ojos—. Te han visto cortarle las cuerdas.

—¿Por qué castigarlo así? Hay otras formas. Y, además, ¿por qué no cambiáis el sistema de mandarlos al váter? Es poca cosa. —Por fin me había decidido a hablar.

—¡No es asunto tuyo, tu opinión no cuenta una mierda! —me agredió Gaetano.

—Debía ser castigado —insistió Giacomo, y prosiguió—: Por la noche, los que lo habían atado fueron a verificar la situación. No estaba allí. Les preguntaron a sus negros de confianza: y todos dijeron que habías sido tú quien lo había liberado.

—¿Qué pretendéis hacer? —pregunté a mis hermanos.

—Te lo preguntamos a ti. ¿De qué lado estás?

No contesté. Gaetano habló con una voz extraña:

—¿Es que no te das cuenta de que con cosas así acabarás por conseguir que te maten? —Se pasó una mano sobre la frente. Luego me miró—. Lárgate.

Tenía los ojos húmedos. Me dio la espalda y se alejó con pasos lentos. Caminaba siguiendo la hilera de almendros, como si se dispusiera a hacer una estimación de la cosecha. Las almendras verdes, ya formadas y pulposas, relucían bajo los últimos rayos del sol como las olivillas de Sant’Agata que se venden en las pastelerías de Catania.

—Nadie te puede salvar, ¿es que no lo entiendes?

Giacomo lloraba. Y yo también. Nos quedamos así de pie, sin tocarnos. Era su deber informar al Número Uno.

Durante dos noches, tumbado a los pies de la cama de Anna, no hice otra cosa más que dar vueltas y vueltas. Me preparaba para lo inevitable: la convocatoria a juicio. Vigilaba la BlackBerry: ningún mensaje. Excluía que mis hermanos no hubieran hablado, porque de haber sido así, lo habrían hecho en su lugar los negros que se habían pasado al lado de los Números, los que me habían visto y les habían informado; no hay nadie más feroz que quienes traicionan a su propia gente. Llegados a ese punto, los tres habríamos sido procesados y castigados. ¿O habrían logrado tal vez mis hermanos persuadir a los otros Números para aplazar el juicio? Me aferraba a esa tenue esperanza.

De vez en cuando te miraba, Anna. Tú también tenías el sueño inquieto, te agitabas, tosías, te llevabas las manos a la garganta, como si te costara tragar. Estábamos en sintonía, tú y yo, aunque durmieras.