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«En mis noches, secretamente, reencontrados»

Martes, 22 de mayo, por la mañana

(Bede)

Me encargaba del aseo de Anna: la lavaba con la esponja, la secaba con toallas de Holanda, le esparcía talco sobre los hombros y el pecho con una borla, le peinaba el pelo y se lo recogía sobre la nuca en un moño, le aplicaba crema en el cuello y en la cara, luego le masajeaba los brazos y las manos. Mientras tanto, pensaba en Thomas. A Anna le gustaban mucho los masajes. Le reavivaba los sentidos y así lográbamos amarnos una vez más, como en otros tiempos. Anna captaba también el despertar de mis sentidos —enfervorizado, me sentía tan inseguro como indudable era mi loco deseo por Thomas.

—¿Con quién te ves hoy? —me preguntó a bocajarro.

Estaba consciente: me di cuenta de que por la noche me había olvidado de darle la medicina.

—Con nadie nuevo. Ayer llegaron Viola y Thomas.

—Ah, los niños… ¡Cuánto han crecido! —Y se le escapó una sonrisa. Luego, poniéndose seria, añadió—: Thomas es frágil…, ten cuidado.

—Para nosotros dos todo sigue como siempre —murmuré yo mientras le masajeaba el dedo meñique.

Nuddu ammiscatu cu nenti… —repitió ella, y nos miramos. Luego la dejé con Pina y me fui a casa para asearme.

Había escogido con cuidado mi atuendo para el primer encuentro con Thomas: camisa larga y blanca, pantalones azules parecidos a los de Tommaso la primera vez que nos vimos. Y lavanda Atkinsons en el cuello y en el pelo.

Los Carpinteri estaban sentados a la mesa, en la veranda, ocupados con el desayuno. Crucé el jardín dirigiéndome hacia donde se encontraban; noté que una ramita de enredadera que había escapado al control del jardinero había florecido de repente y pendía sobre la mesa, entreverada con el jazmín. El azul cobalto de las campánulas contrastaba con el blanco de los jazmines. Era hermosísimo. Y con todo, provocó en mí un presentimiento aciago; lo aparté. Lo había planeado todo con detalle. Thomas y yo éramos dos extraños, y yo me comportaría como tal. Inicialmente dispensaría el mismo trato a los dos primos: hechizándolos con los cunti, mis consejos acerca de su abuelo y de Pedrara. Luego, los tres, por nuestra cuenta, daríamos una vuelta por los jardines; allí encontraría la oportunidad de dirigirme a él directamente, excluyendo a Viola.

Todo ocurrió como lo había previsto; en el momento de llevarme a los jóvenes a los jardines noté cierta incomodidad en Luigi; lo exhorté a unirse a nosotros tres. Tras un breve instante de titubeo, rechazó la invitación. Caminábamos por los senderos umbríos mientras les explicaba a los chicos que su abuelo había cambiado tan sólo el mobiliario del despacho y del dormitorio grande de la villa, dejando lo demás tal cual. En cambio, había transformado totalmente los jardines, inspirándose en la Alhambra de Granada. Se había gastado sumas ingentes para las imponentes instalaciones de fontanería, ocultas a la vista: las aguas del río y de los manantiales que abundaban en la cantera fueron canalizadas y almacenadas en dos torres de agua, de las que bajaban canalillos que formaban cascadas y veneros, discurrían por pilas, tazas y piscinas bajas, borboteaban sobre bancales y canales abiertos, manaban con chorritos finos e incluso con dibujos geométricos. En el mirador, el agua bajaba de un plato circular cóncavo siguiendo un canalillo estrecho hasta alcanzar un pilón central en el que convergían otros tres canalillos idénticos. De lo más simple, y superlativamente elegante.

Thomas había estudiado español en el Colegio Internacional de Bruselas y había pasado dos meses de estudios en Granada.

—La patria de Federico García Lorca —puntualizó.

—Y de los más hermosos jardines del mundo —le hice eco yo. Y les conté que su abuelo había enriquecido los jardines de la villa con cultivos mixtos, como los árabes en el Generalife: unificando huerta y jardín, en una apoteosis de matices de gustos, olores y colores.

—La regla es que cada una de las plantas maduras debe sostenerse por sí misma y que los tallos de las flores no pueden contar con sostén alguno.

Si no era capaz, se animaría a la planta a apoyar ramas e inflorescencias sobre pequeñas columnas, muretes o sencillas piedras, o a dejar que se arrastraran por el terreno o cayeran péndulos desde lo alto. Les indicaba a los chicos los senderos con marquesinas formadas por las ramas entrelazadas de adelfas maduras, verdaderas galerías de sombra, que se sostenían por sí solas sobre recios troncos; la glicinia y el jazmín que formaban sobre los muros un sólido y tupido retículo sobre el que se encaramaban calabacines de apetitosas flores amarillas y otras plantas, en simbiosis osadas y a veces anómalas. Les mostraba en los parterres la feliz cohabitación de albahaca y cinia, pimientos y gladiolos, menta y peonía.

Viola había entrado en un parterre delimitado por un seto bajo de boj. «¡Ven, Thomas!». Y le mostraba los matojos de rosas blancas que descollaban altas entre las flores, igualmente lozanas, de guindillas rojas y berenjenas. Estas últimas tenían hojas muy oscuras y flores delicadas: sus cinco pétalos puntiagudos, de un violeta desvaído y ligerísimo, se disponían alrededor de pistilos de un color amarillo brillante y parecían de papel. Más abajo, en el tupido follaje, pendían pequeños frutos redondeados de color violeta oscuro, todavía acerbos.

—Es como si este jardín se hubiera rebelado a todas las normas de la jardinería —decía Viola.

—La naturaleza se ha vuelto loca —comentaba su primo.

—Ya, contra natura…

Viola recogió una berenjena de color violeta intenso y la puso junto a otra de una variedad distinta e igual de pequeña, pero blancuzca y con una estrella oscura en correspondencia con el peciolo.

—En el fondo, ¿qué significa «contra natura»? —preguntó Thomas, y me miró.

—Lo deciden los hombres para conservar el poder y el control sobre otros hombres, pero nada es contra natura si se produce en la naturaleza, en el mundo mineral, vegetal o animal —contesté yo—. Eso era lo que defendía vuestro abuelo, siempre que no se haga daño a los demás y se proteja a los débiles.

Los primos me seguían cogidos de la mano; cada vez que aminoraba el paso lo aminoraban ellos también. Poco a poco logré controlar el movimiento de sus ojos. Me moría del deseo de monopolizar toda la atención de Thomas, pero él no se apartaba de Viola, sus dedos seguían entrelazados. Subí a largas zancadas hasta el mirador, dejándolos atrás. Desde allí, por detrás de los invernaderos se veían en la vaguada los verdes meandros del Pedrara, que luego se hundían en una garganta subterránea.

Los esperaba apoyado en la barandilla. Viola se alejó, mientras intentaba atrapar una mariposa. Me salió natural recitar unos versos de Kavafis:

Líneas del cuerpo. Labios rojos. Miembros voluptuosos.

Cabellos como tomados de estatuas griegas:

siempre bellos, aunque estén sin peinar,

y caigan un poco sobre las frentes blancas.

Rostros del amor, como los deseaba

mi poesía… en las noches de mi juventud,

en mis noches, secretamente, reencontrados…

Thomas escuchaba. Luego nos alcanzó Viola y retomamos el camino. Yo no dejaba que languideciera la conversación, y Thomas permanecía a mi lado. Viola nos seguía, ligera. Yo le hablaba a Thomas de los esfuerzos de su abuelo para hacer más productivos los campos, de su amor por la belleza y por el arte, de su falta de prejuicios a la hora de perseguir lo que consideraba adecuado para él, aunque fuera a contracorriente. Había dado en el blanco. Thomas y yo ahora nos mirábamos. Me detuve en otro rincón del mirador, desde el que se veía perfectamente la estructura de la villa. Realizada en época fascista sobre un proyecto fin-de-siècle, estaba adosada a la torre medieval; yo procuraba que los dos chicos se fijaran en los seis invernaderos construidos por el abuelo y ocultos por una fila de cipreses para no desfigurar el paisaje, en las necrópolis excavadas en la roca, en los olivos seculares y en la profusión de adelfas, que proliferaban por doquier, todas del mismo color rojo.

—¿Se puede subir a la torre? —preguntó Thomas.

—La terraza entre las almenas es segura. Las plantas interiores se han dejado tal cual. Pero es peligroso aventurarse dentro. La escalera exterior, de caracol, podría sostener a una persona de poco peso. Se apoya casi totalmente en las glicinias, que, deslizándose en la estructura de metal, la han arrancado del muro y la sujetan con sus propios asideros a las verjas de las ventanas. Ahora son las glicinias las que sostienen firme la escalera, y no al revés.

—Eso no es para mí, padezco vértigo —declaró Viola.

Thomas no le hizo caso y continuó:

—Veo una tienda allá arriba, ¿qué es?

—Un pabellón, con un tejado en buenas condiciones. Tu abuelo guardaba en él sillas y mesas y hasta algunos sofás. Le gustaba refugiarse allá arriba, por la noche, para beber y fumar. La vista es de las que quitan el aliento.

Thomas se había apartado de Viola, y ella había pegado la mano, de la que su primo se había desasido, a la bandolera de la bolsa. Yo había obtenido lo que más deseaba: la atención de Thomas, toda, en perjuicio de Viola. Los acompañé a la villa hablando tan sólo con él. Ahora ya era mío. Le hablaba de cuánto me había ayudado su abuelo en Alejandría, de su sugerencia de que estudiara caligrafía y más tarde la lengua árabe, de la gratitud que me unía a él y de la amistad que se había instaurado entre nosotros a pesar de los treinta y nueve años de diferencia. Y se lo repetí de nuevo, «treinta y nueve años», hasta que Thomas acabó diciendo con un hilillo de voz:

—Más o menos, la misma que hay entre nosotros dos.

—Más o menos. —Y dejé caer la conversación.

Al pasar por delante de la torre, Viola se percató de la cisterna.

—¿Cómo es que se halla aquí? —preguntó.

Le expliqué que era una dependencia de la torre, bajo la que estaba englobada a medias: de esta manera, en caso de asedio, los habitantes habrían podido recoger agua sirviéndose de una trampilla. Los chicos se sentaron sobre la tapadera en forma de media luna y comenzaron a charlotear sin pausa. Con los ojos clavados en los ojos del otro, con sonrisillas de complicidad. Thomas me había abandonado, había vuelto con Viola.

Los celos me estaban devorando vivo. Desde las vísceras me ascendían los amargos versos de Safo, pero ni la lengua ni los labios lograban formar aquellas palabras dolientes.

Me parece que es igual a los dioses

el hombre aquel que frente a ti se sienta,

y a tu lado absorto escucha mientras

dulcemente hablas

y encantadora sonríes. Lo que a mí

el corazón en el pecho me arrebata;

apenas te miro y entonces no puedo

decir ya palabra.

Al punto se me espesa la lengua

y de pronto un sutil fuego me corre

bajo la piel, por mis ojos nada veo,

los oídos me zumban,

me invade un frío sudor y toda entera

me estremezco, más que la hierba pálida

estoy, y apenas distante de la muerte

me siento, infeliz.

Sobre la tapadera de la cisterna, el terrible juego amoroso de dos mantis.