El cepo
Lunes, 21 de mayo, a la hora de comer y por la tarde
(Mara)
Ya había pasado la una. Estábamos solos. Luigi fumaba y paseaba en torno al cenador, en espera de que la comida estuviera lista. Luego tiró el cigarrillo y siguió caminando con la cabeza gacha, las manos a la espalda. El mechón le colgaba como el pico de un ave. Pasquale no había vuelto y Giulia parecía desorientada. Yo la observaba para comprender si sentía dolor. Tenía que sentirlo. No era posible lo contrario. Era incapaz de decidir qué preparar para comer, pero no quería que yo fuera a la cocina sola. Al final fuimos juntas y preparamos un plato de quesos y una gran ensalada de tomates. Extendí el mantel con la ayuda de Luigi y pusimos la mesa juntos, mientras Giulia traía los quesos y la ensalada. Estábamos a punto de sentarnos, cuando Luigi miró perplejo el sitio vacío de Pasquale.
—¿Dónde se ha metido?
—Lo esperaba para la una. Está buscando una veta mejor de arcilla —explicó ella—, se está retrasando…
—A ver cómo le sienta que tengáis que iros vosotros dos también… —Luigi procuraba mostrarse amigable.
—¡Pasquale y yo no dejaremos Pedrara hasta que hayamos descubierto el escondrijo de las joyas! —rugió Giulia.
Luigi la señaló con el dedo índice:
—¡Tú lo que quieres es ser la primera Carpinteri en morir! ¿Y sabes cómo? ¡A manos de ese monstruo de «compañero» que tienes! ¡Enséñanos los cardenales!
Giulia retrocedió hasta acabar con la espalda contra la pared.
—¡Quítate esa blusa y déjanos ver lo que te ha hecho ese animal!
Justo en ese momento, al final del paseo de las glicinias asomaba Pasquale: iba brincando sobre una pierna, apoyado en Gaetano Lo Mondo. La pernera de la otra pierna estaba manchada de sangre fresca: en torno a la pantorrilla le presionaban los dientes de un cepo. A pesar del dolor, Pasquale llegó hasta donde estábamos y clavó sus ojos de fuego sobre Giulia, que seguía todavía allí, contra la pared. Ella le correspondió con un mirada apagada y se echó a llorar. Luego corrió al interior de la casa.
Pasquale se había metido en una cueva no lejos del invernadero donde el día antes había ido a pedir las fresas y se había tropezado con un cepo. No había logrado liberarse, de modo que había pedido ayuda y había acudido Gaetano precisamente.
—Rápido, hay que llevarlo a urgencias —dijo este dirigiéndose a Luigi—, véngase con nosotros. —Y los tres hombres se fueron.
Giulia vagaba del comedor a la antecocina y después a la cocina, y de nuevo hacia atrás: antecocina, comedor, antecocina, cocina. Muda. Yo la seguía, explicándole lo que le había ocurrido a Pasquale, pero era como si no me oyera. Continué siguiéndola en su circuito cerrado y, mientras tanto, miraba a mi alrededor. No había entrado nunca en la antecocina ni en el comedor; y en la cocina no me dejaban nunca sola, siempre estaba ella o Pasquale, como si quisieran vigilarme. Durante los tres meses pasados en Pedrara habían transformado aquellas habitaciones en un depósito: troncos de árbol, raíces, follaje, bayas, espinas y frutas secas, piedras, cantos rodados, partes de herramientas abandonadas en los campos, hasta una colmena, que Pasquale había recogido en sus paseos. En la antecocina, libros sacados de las estanterías del despacho de mi padre se hallaban apilados junto a tres cestos rebosantes, uno de ropa sucia, el otro de ropa que parecía lavada y lista para planchar y el tercero de un montón de zapatos. Poco más allá, sobre una hoja de periódico, la arena del gato.
Vivían en una sordidez absoluta. Igual que su vida. Estábamos en el comedor, en el que dormían; las lágrimas corrían por el rostro de Giulia. Reconocí su baldosa, en la esquina del recuadro central.
—Os he visto —murmuré señalándola con el dedo—, por el hueco de la cerradura.
La mirada de mi hermana vagaba de mi rostro a mi dedo, a «su baldosa» después, y de nuevo a mi rostro. Luego se tiró sobre la cama. Entre hipidos, declaraba amarlo, y que también Pasquale la amaba. Lo repitió muchas veces. «¡Me ama!». Y cuando encontró espacio dentro de su desorden, y tal vez dentro de la rabia de la vergüenza, encontró también otras palabras. Dijo que sus padres habían abusado de él siendo niño y que no quería más hijos porque temía repetir sus mismos errores: tenía una naturaleza buena, amaba lo bello.
—¿Sabes por qué me ha hecho abortar tantas veces? ¡Tenía miedo de ser un mal padre! Como le ocurrió con el que tuvo cuando tenía apenas veinte años y que ahora está en una comunidad terapéutica. —Giulia explicaba que a veces Pasquale no lograba contenerse y le pegaba, pero que luego se arrepentía amargamente—. ¡Ha intentado suicidarse! —Ahora estaba mejorando. Y ella lo amaba como no había amado nunca a nadie—. Perdónalo tú también —me imploró—, ten compasión de él. —Y luego añadía—: Si intentas separarnos, te juro que me mato. ¡Sólo le tengo a él!
La creía: en Roma, Pasquale la había alejado de forma sistemática de todas sus amistades; y su influjo sobre ella se había acrecentado aún más en esos meses de aislamiento en Pedrara. Giulia, tan unida a la tía, estaba y se sentía sola. Dependía de él emocionalmente. Prometí aceptar sus relaciones con una condición: ella no volvería a permitirle que se comportara con violencia. Si me daba cuenta de que había vuelto a pegarle, lo denunciaría a la policía. Era un pacto y, como cuando éramos niñas, lo sellamos con un «Palabra de honor».
Giulia me permitió palparle los chichones de debajo de sus cabellos rizados. La persuadí para que se tomara un calmante y para que me dejara ver el resto: moratones, hematomas, rozaduras, heridas. Era el cuerpo de mi hermana. Un cuerpo que conocía pero que declaraba ahora su condición ajena. Aquella masacre me asustaba, pero su «Me ama» amortiguaba la intensidad de mis sentimientos. ¿Dónde hemos jugado? ¿Cómo nos hemos hecho tanto daño? ¿Has corrido? ¿Quién te ha puesto así? Ya no éramos unas niñas. Exploré con los dedos, temerosa de hacerle daño, y mi exploración iba siendo marcada por sus «me ama». Ciegos y morbosos.
Desinfecté las heridas de Giulia y extendí una pomada sobre las equimosis. Luego ella, exhausta al final, se adormeció. Me quedé mirándola con pesadumbre. ¿Qué más podría hacer para ayudarla? Y mecánicamente me puse a sacar con el iPhone fotografías de su cuerpo maltratado.
No tenía ningunas ganas de retomar la búsqueda de las joyas de la abuela Mara y salí a tomar el aire junto al cenador. Allí había un juego de agua que me gustaba mucho: flanqueada por tiestos de lavanda, un pilón de mármol rectangular estrecho y bajo estaba dividido en dos canalillos que nacían de una taza de mármol con un alto surtidor, al estilo morisco. Un verano, Giulia y yo recibimos como regalo dos lanchas motoras que iban a pilas, una auténtica novedad para aquellos tiempos. En aquella época, Giulia, muy celosa de Luigi, que era un bebé, no se separaba de la tía y era mi padre quien se entretenía compitiendo conmigo. Se quitaba el panamá, la chaqueta de lino y los mocasines. Se remangaba los pantalones y, con los pies descalzos, entrábamos en los canalillos, siguiendo y animando a nuestras minúsculas embarcaciones, cada una en su carril. Papá jugaba como un niño: «¡Venga!», «¡Corre!», «¡Adelántala!». Aquel día, su lancha motora estaba a punto de cruzar la meta, y él estaba en la taza circular preparado para recogerla antes de que chocara contra el mármol. Y así lo hizo, pero demasiado tarde: las salpicaduras de la fuentecilla le dieron en la cabeza. «¡Papá, cómo te has puesto!». Estallé en carcajadas. Sus hermosos cabellos dorados, normalmente en orden gracias a la brillantina, ahora le caían por detrás de las orejas en dos mechones mojados, revelando la calvicie cuidadosamente oculta. «¡Tienes la cabeza tan pelada como la de los monjes!». Luego me quedé callada, esperando el inevitable reproche. En cambio, él se echó a reír conmigo. «Monje no es tu padre, Mara, no lo olvides. Está envejeciendo, pero no tanto como para no lograr ganarte en el juego». Y me dio su primer y único beso fuera de los rituales y obligados. Cuánto le quise. Me pareció aún más guapo, ahora que sabía.
Saber, conocer, compartir, eso era lo que nos faltaba a todos nosotros.