16

Se espera lo que haga falta

Lunes, 21 de mayo, por la mañana

(Mara)

En el desayuno, Luigi y yo anunciamos que habíamos reservado nuestros vuelos para el día siguiente; una jornada entera debía ser suficiente para la búsqueda de las joyas, en el caso de que estuvieran realmente en Pedrara. «Ah», dijo Giulia. Pasquale no hizo comentario alguno. Seguimos comiendo en un silencio interrumpido por los habituales «¿Quieres más tostadas?», «¿Me pasas la mantequilla, por favor?», «¿Dejo abierto el tarrito de la mermelada?», «¿A quién le apetece la última rebanada de pan?». Cada uno de nosotros pugnaba con sus propios pensamientos.

Mientras quitábamos la mesa, Nora se asomó desde el jardín:

—Perdonen, pero ha telefoneado el doctor Gurriero; estará aquí en diez minutos. —Y luego, dirigiéndose a mí, añadió cohibida que le gustaría ir un momento a casa de Bede para arreglarse antes de que llegara el médico: ¿me importaba hacerle compañía a doña Anna y darle el recipiente de la orina al médico si ella no estaba de vuelta a tiempo? Noté en aquel momento que Nora seguía aún con la bata y las zapatillas de andar por casa. Por las escaleras, me explicó que Bede había salido temprano por la mañana y la había hecho venir a toda prisa, sin darle tiempo a vestirse, pero por suerte su hermana y ella tenían una muda en casa del tío, para casos así.

La visita del doctor Gurriero transcurrió con normalidad. La tía repetía su cantinela —«¡Bede! ¡Bede! ¿Dónde está Bede?»—, pero la interrumpía para obedecer las instrucciones del médico y contestar a sus preguntas. El doctor Gurriero la había encontrado algo confusa, pero no desmejorada. Me insistió una vez más en que nuestra presencia era superflua, peor todavía, contraproducente. Pareció serenarse cuando supo de mi marcha y de la de Luigi.

—¡Muy bien! Confiemos en que los otros dos sigan pronto vuestro ejemplo. —Lo acompañé a la puerta pero me acordé de repente de que no había cogido el recipiente de la orina, que se había quedado sobre la mesita de Nora—. No, no —dijo él, distraído—, ya lo he cogido yo.

Volví corriendo al cuarto de la tía y el recipiente seguía allí sobre la mesita. No entendía nada. Me sentía confusa. Era demasiado. Luigi que volvía a ser niño, el negro que me decía que estuviera atenta, la caza del tesoro de la abuela Mara, Bede que aparecía y desaparecía, Giulia y Pasquale que se amaban y se odiaban. Como me ocurría cada vez más a menudo, sentía que me sofocaba dentro de la casa: debía alejarme de allí.

Tomé la escalera interior que llevaba desde la primera planta a la sala de estar, al lado de la veranda por la que se salía al jardín de atrás. La puerta de cristal estaba bloqueada por Luigi: apoyado contra la jamba, hablaba excitado por teléfono con Natascia. Su bonito y regular perfil y la barbita clara destacaban contra el fondo del cristal policromo. Debía usar la puerta principal y pasar por delante del comedor donde se hallaban Giulia y Pasquale: un recorrido que hubiera preferido evitar.

Estaba en el vestíbulo. A los lados, las dos grandes puertas oscuras, una enfrente de la otra, y sin montantes de cristal: puertas sólidas, que guardaban los secretos. La que daba a la hospedería —ahora lo sabía— custodiaba el secreto de la escalerilla de caracol: desde el guardarropa, la abuela Mara bajaba sin ser vista para abandonarse a los brazos de su amante, en aquella locura de villa que él había construido para pasar junto a ella horas de pasión. Sin sentimientos de culpa, sin dudas, sin titubeos.

En el lado opuesto, la puerta del comedor. Y me veía obligada a enfrentarme a un nuevo secreto, el de Giulia, que había apilado los muebles en un rincón para dejar espacio a una cama que compartía con el hombre que la maltrataba. Que la humillaba. Y del cual ella no quería separarse. Porque creía amarlo. Porque creía que él la amaba. Porque tenía miedo a estar sola, y se sentía indigna del amor de él y de cualquier otro. Pasquale —que se presentaba como un hombre moderno, diligente, amable, compasivo— había mellado su seguridad, su respeto por sí misma y su propia estima. Él, que había sido el primero de una familia obrera en obtener una licenciatura y en interesarse en política, que se ufanaba de luchar por la igualdad de oportunidades para las mujeres, por la justicia, por los derechos humanos. Él, que tras separarse había dejado su trabajo de profesor y se había jubilado a los cuarenta años, después de haberse hecho cargo de su hijo para acogerse a los parámetros previstos por la ley. Desde entonces no había vuelto a trabajar. Dejaba que Giulia lo mantuviera; mejor dicho, le concedía el privilegio de pagar sus gastos.

Reinaba el silencio. Un suspiro. Casi lo había conseguido.

De repente, un golpe seco. Algo pesado había caído. Pasquale daba voces. Oía a Giulia que le prometía no volver a hacerlo más: «¡Es culpa mía, perdóname!», «¡No te enfades!», «¡No, se ha roto!», «¡Discúlpame!». Pedía clemencia de todas las formas posibles. Luego, las tremendas palabras: «¡Ponte sobre la baldosa de Giulia!». La orden de quedarse quieta. Silencio. Un bofetón. «¡No te muevas, so puta!». Estaba delante de la puerta, dispuesta a entrar. Tenía miedo. Me desprecié, debía intervenir. ¿Y si empeoraba las cosas? ¿Y si ella me decía que le gustaba que le pegaran, que ella, como la tía —y, quién sabe, quizá también como nuestra madre—, disfrutaba de los azotes descritos y representados vívidamente en las revistas guardadas durante treinta años tras la muerte de nuestro padre? ¿Las miraba la tía para excitarse? ¿Para imaginarse que la maltrataban? ¿Y si Pasquale la tomaba conmigo?

Me agaché y miré por el hueco de la cerradura. El comedor de muebles modernistas de nogal claro había sido transformado por completo: los dos aparadores con espejos, en otros tiempos uno enfrente del otro, habían sido trasladados, espalda contra espalda, a la derecha de la chimenea. A la izquierda, dos somieres individuales formaban una cama matrimonial; las sillas con brazos que había a ambos extremos de la mesa servían de mesillas de noche. La larga mesa de comedor ya no estaba en el centro de la sala. Su ausencia quedaba evocada por el recuadro de baldosas de color amaranto —exactamente de la misma medida— en el centro del pavimento de gravilla de mármol con rombos beis y rosa.

Contuve la respiración. Giulia avanzaba descalza siguiendo el borde del recuadro, una franja de gardenias. Pasquale la conducía por detrás. Ella llevaba puestas tan sólo unas braguitas, él iba completamente vestido. Giulia, entretanto, había alcanzado la baldosa de la esquina del recuadro, con las hojas verde claro y dos gardenias rojas, estilizadas, sobre fondo beis. «¡Quieta!», le ordenó él. Era ésa, la «baldosa de Giulia». Pasquale la conminó a adoptar la postura del perro, con las patas levantadas, los senos y el vientre expuestos a sus patadas, sin moverse de la «baldosa de Giulia», sin desplazarse sobre las otras, manteniéndose en equilibrio sobre las posaderas, con las piernas y los brazos plegados en alto, y la golpeaba con el calcañar, le aplastaba el vientre con las suelas militares, le atormentaba los pezones con la punta de las botas, luego con los tacones. Le ordenó que se acurrucara como una liebre, con la cabeza y las rodillas sobre la baldosa, y la emprendió a patadas contra su espalda, glúteos y muslos. Sin detenerse, le ordenaba realizar pequeños movimientos para permitirle golpearla en los puntos más dolorosos.

«¡Alza la barbilla! ¡Levanta el brazo! ¡Separa los muslos! ¡Date la vuelta! ¡Agáchate!».

No tuvo necesidad de decirle que se callara en ningún momento. Giulia había perdido la voz.

Luego la levantó a rastras. La golpeaba en las piernas, que se le aflojaban. La agarró de un brazo y la empujó contra la pared. «¡Das asco!», le gritaba, y la sostenía de pie aferrándola con un brazo mientras con la otra mano le golpeaba la cabeza contra la boiserie. De repente, Pasquale la soltó y se alejó con sus pasos pesados. Giulia se dejó caer al suelo. Tan sólo entonces rompió el silencio con los primeros gemidos.

Y yo, cobarde, sudada y temblorosa, no intervine.

Crucé a toda prisa los jardines y después eché a correr en dirección al río. Bajaba hacia el Pedrara para quitarme de encima el fango con el que aquellos dos me habían enlodado, para refrescarme, para purificarme los sentidos. Tropezando, me agarraba a las ramas que obstaculizaban el sendero. Volvía a levantarme, con las manos arañadas y llenas de espinas, y continuaba. No podía pararme. Ya estaba en la escarpada vereda que llevaba a la charca donde nos refrescábamos de niños. En el lado opuesto, la pared de roca socavada por el río ascendía recta y lisa desde la vaguada hasta el altozano, intacta: los sículos no habían sido capaces de violarla. Allí se habían asentado tenaces colonias de alcaparros de tupidas matas verdes que pespunteaban el gris blancuzco de la roca. Me había detenido en «nuestra» playita de guijarros; la naturaleza había creado un minúsculo anfiteatro de piedras, protegido por un semicírculo de cañas y encinas; como telón de fondo, la pared al otro lado del río sobre el que caían en forma radial ramilletes de flores de alcaparro, blancas y rosas.

Aquel era el lugar de lo imaginario. Y de las esperanzas.

Giulia y yo nos inventábamos comedias y las representábamos allí, en traje de baño y con viejas sábanas, con amigos y también solas. Esperábamos ser felices de adultas, y hacer felices a los hombres que escogiéramos. No lo habíamos logrado. Yo me había rendido a aventuras imposibles, con la certeza de la soledad. Giulia había elegido a sus hombres entre todos los que no eran dignos de ella, para poner a su disposición lo que poseía y a sí misma: ella, hija de embajador; ella, con dos licenciaturas; ella, tan hermosa como nuestra madre. Y para dejar que abusaran de ella.

Entré en la charca. Era como una hernia del río, una piscina redondeada y límpida; sobre el fondo arenoso nadaban minúsculos peces plateados. Una presa de grandes piedras traídas por el propio río la protegía de la corriente de agua, sin separarla del todo. Me recogí la falda; avanzaba por el río, con las piernas sumergidas en el agua. Estaba fría. Calmaba mi sed bebiendo con el cuenco de las manos. La orilla que daba a la ladera estaba flanqueada por una muralla de adelfas en flor, del mismo rojo, profundo y reluciente como el esmalte, que se reflejaban sobre el agua creando dibujos, matices y claroscuros sobre el verde. La pared de roca que rozaba la otra orilla seguía los meandros del río; ya no cortada a pico e intacta, sino que se plegaba en terrazas excavadas por el hombre. No lejos, bien visible en una ensenada del río, sobresalía, elevándose hacia lo alto, un cilindro de piedra pulido por la lluvia y el viento, una especie de columna de cúspide tronca que surgía del agua. En aquel punto, y por ambos lados, la roca de la cantera no era gris blancuzca, el color dominante, sino azulada; en lo alto llegaba a volverse rosada. Me sentía en un túnel de agua, de luz, de flores y de piedra coronado por el límpido cielo matinal.

Desde lejos divisé una figura: se estaba encaramando sobre la columna. Avanzaba cauta. Seguía una trayectoria oblicua que la apartaba de mi vista. Poco después, sobre la cúspide fueron apareciendo, en primer lugar, un brazo musculoso, luego una pierna plegada, después el tronco y la cabeza. Era un hombre desnudo, de espaldas, magnífico. A los pies de la columna el azul verdoso del río se había trasmutado en un azul intenso. El hombre estaba inmóvil: las manos en las caderas, glúteos de discóbolo, cintura delgada, cabellos lisos que le rozaban los hombros. Un kuros. Levantó los brazos y los estiró dibujando un círculo en el aire, luego los dejó caer de nuevo para que colgaran junto a las caderas. Después de una pausa empezó otra vez a mover los brazos lentamente: esta vez los cruzó sobre el pecho y luego los abrió con el movimiento de antes, formando un círculo sobre la cabeza para bajarlos después. Un movimiento sosegado, regular, mágico, como el brote de una flor. El hombre hizo un cuarto de giro, mientras miraba el manantial de agua a los pies de la columna. Muy derecho, con los pies unidos, hombros hacia atrás. Veía nítida, de perfil, su masculinidad magnífica, rematada por una cresta rizada. Un auténtico kuros. Cada uno de sus músculos se preparaba para el salto. No, no, morirá, pensé, que no lo intente. La de debajo de la columna era notoriamente la poza más profunda, igual de profunda que de estrecha, acaso excavada por el hombre para formar un embalse aprovechable y luego abandonado. Los músculos palpitaban. Luego levantó los brazos y se lanzó de cabeza. Pensé por un momento que podía ser Bede, pero las dudas sobre la identidad del hombre quedaron sumergidas por una ola de deseo.

De repente, me sentí espiada. Sobre la roca de enfrente, los accesos rectangulares a las tumbas habían sido excavados de dos en dos, como ojos. Y desde dentro, decenas de otros pares de ojos, negros como la pez, espiaban la mañana.

El sonido rotundo del agua cortada por las brazadas me advertía de que el saltador lo había logrado. Intenté divisarlo en vano. El móvil en mi bolsa abandonada en la orilla emitió un triple bip. Un sms de Viola. La clínica de Las Vegas la había aceptado para un programa de cura; era costosísimo, iba a hablar con su padre. Luego, las novedades: Thomas y ella se reunirían con nosotros en Pedrara, esa misma tarde; él venía de Bruselas y ella, de Milán. Volví a meter el móvil en la bolsa. No tenía dinero para pagar el tratamiento de la anorexia, y Alberto no se lo daría nunca. No me quedaba otra que confiar en el tesoro de la familia. Y no me marcharía al día siguiente. Miré a mi alrededor. Pedrara estaba en su periodo de mayor esplendor, la primavera avanzada. Alrededor de mi ensenada revoloteaban mariposas de alas blancas y negras; la orilla era toda ella un hervidero de abejas, libélulas y otros insectos —pequeños y grandes— a la búsqueda de polen. No dejaría Pedrara, aún no. Luego me resonaron por dentro, quedas, las palabras que me habían acompañado desde que las había oído —«Si optáis por quedaros en Pedrara, será por vuestra cuenta y riesgo»— y tuve miedo de nuevo.

El saltador había desaparecido. Habían desaparecido también los ojos de dentro de las tumbas. El cielo era definitivamente azul.

Fui enseguida a ver a la tía para darle la noticia de la llegada de Viola; pero era yo quien quería el consuelo de su mano en la mía, de sus sonrisillas, de sus palabras inconexas. Pina estaba de turno; había hecho que se incorporara en la cama con la ayuda de los almohadones y se había puesto a hacer la limpieza, sin perderla de vista. Le hablé a la tía de mi paseo hasta el río y del saltador, sin omitir nada.

—Le diré a Viola que venga a verlo.

La tía me seguía con la mirada vaga.

—El río, allá. Es un sitio letal —murmuraba—, para todos. No mandes a los chicos allí. —Luego, con ojo avispado, me hizo un guiño—: Allí uno se enamora. —Silencio. Luego—: ¿Dónde está Bede?

—Bede no se ha dejado ver esta mañana —intervino Pina. Estaba escuchándonos.

—Esperemos…, yo siempre he esperado… —decía la tía.

—Pero ¿hasta cuándo? —Sentía necesidad de certezas.

—Cuanto sea necesario. Se espera lo que haga falta. Y mientras tanto disfrutemos de las cusuzze nuestras, de nuestras cositas.

—Tía, pero ¿qué dices?

—Que esperes, que esperes. Él vendrá, siempre acaba por venir, hasta el final…

—¿Y cómo sabré que ha llegado el final?

—¡No seas tonta! Cuando se ha llegado al final, uno lo sabe.

En aquel momento oímos un canto, venía de los invernaderos o tal vez de lo alto, no estaba segura. Era un toma y daca, leve, delicado, conmovedor como un estribillo de amor. Un canto de Mali, una vez más.

Con un plumero, Pina quitaba el polvo a los cuadros y a las fotografías enmarcadas en carey que atestaban las paredes, y tenía los ojos fijos en nosotras. El plumero, abandonado a su propia suerte, acababa por acariciar desganadamente el papel de las paredes.

—¡Qué bonito! —suspiró la tía, y me apretó la mano—. De África…, aquí hay africanos.

Pina lo oyó y corrió a cerrar las ventanas. Luego se acercó a nosotras. Era mediodía, la hora de poner a doña Anna sobre el orinal y de darle la pastillita, así lo había ordenado el doctor Gurriero, y me invitó a salir. Miré el frasquito de las pastillas: el médico había escrito a mano la posología, en una etiqueta.

Fui al despacho. Empecé a sacar los libros de las estanterías más bajas; los sacudía para quitarles el polvo y comprobaba que entre las páginas no hubiera papeles o apuntes. Pero polvo no había, era como si hubieran sido tocados y leídos en los últimos meses. Poco después, unos leves golpes en la puerta. Me vigilaban, no me cabía la menor duda.

—Adelante.

Entró Bede. Llevaba una galabeya de algodón verde claro, como sus ojos. Estaba recién planchada, se veían las marcas de los pliegues. Miró a su alrededor y no dijo nada de la pila de libros que había en el suelo. Me anunciaba, para última hora de la mañana, una segunda visita del doctor Gurriero con la familia entera, para despedirse de mí y de Luigi antes de nuestra marcha. Hacia la una llegaría el notario Pulvirenti, para hablar con nosotros tres, los hijos. Ya había avisado a Giulia y Luigi. Dicho esto, Bede hizo ademán de irse.

Quería hablarle. Quería oírlo. No sabía por qué, pero no quería dejarlo marchar. Me atraía.

—¿Cuándo has vuelto?

—¿De dónde?

—De donde estabas anoche.

—Me hablas como me hablaba mi madre cuando tenía trece años —se rió él.

—La tía te estuvo llamando.

—Ya la he visto.

—¿Quién te ha dicho que nos vamos?

—Luigi. Está en el cuarto azul, en la segunda planta. Busca unos chales para llevárselos a su mujer.

—Ya no me voy. Viene Viola y no estaba para detenerla. Y vendrá también Thomas.

—¿El hijo de Luigi?

Bede era hermosísimo de perfil, su tez bronceada descollaba sobre el verde de la galabeya y contra el follaje de la higuera de detrás de la ventana.

—Han querido darnos esta sorpresa. Llegarán esta noche. Nos marcharemos el miércoles juntas, tal vez…

—Entonces, ¿tampoco se marcha Luigi?

—Supongo que no. No sé si Thomas le ha anunciado su llegada.

Bede parecía iluminado por una luz interior. Me atraía. Mucho.

—Vayamos a decírselo juntos —propuse.

Bede lo pensó un momento.

—De acuerdo.

Pasamos ante la alcoba de la tía. Pina salía en ese momento llevándose la cesta de la ropa que había que lavar. Entrevimos a la tía, acurrucada sobre la cama. Llevaba un camisón celeste bien planchado con un gracioso lazo de raso. Ella nos reconoció y empezó a decir:

—¡Bede! ¡Bede, ven conmigo…!

Él se detuvo en el umbral.

—Voy a ver a Luigi con Mara, vuelvo enseguida.

La tía lanzó un jadeo, un «¡No!» desgarbado, violento, que luego se deshizo en llanto.

Bede vacilaba, incómodo. Luego entró decidido. Lo seguí.

Fue derecho hacia ella y se inclinó para hablarle. La tía lo atraía hacia ella. Me quedé a un lado, indecisa sobre si ir a ver a Luigi o esperar a Bede. Pina, entretanto, había vuelto y me conminaba desde el umbral a marcharme. No le hice caso. La tía seguía tirando de Bede hacia ella. Él posó los labios sobre su pelo. Ella le sujetó la cabeza entre las manos y se la empujó hacia abajo, hasta que sus labios se tocaron. Y lo besó. Me alejé de puntillas, luego, en el umbral, no pude evitar el impulso de volverme: seguían aún pegados el uno a la otra. Un rayo de sol caía sobre el pelo de Bede, recogido como de costumbre en una discreta coleta. Brillaba como si estuviera mojado.

Desde el fondo del pasillo, Pina me observaba.