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Tu si’ spiritu libero

(Bede)

Desde aquí te veo sufrir. Consigo entrar en tu memoria. Hermano y hermana en el círculo protector que os ha tenido siempre separados del mundo. En el círculo de los gestos que nos salvan. Los pequeños gestos del amor. Los he buscado por todas partes, esos gestos, por todas partes he esperado ver la lámpara encendida de mi madre, para recibirme. Ser escogido para siempre. Mara, tú me sentiste aquella noche en el jardín, tú entendiste. Hemos pertenecido a la casa de Pedrara como se pertenece a los fantasmas de las personas que no hemos dejado de amar…

«Tú nasciste distinto. Eres hermoso, de una hermosura especial», decía mi madre, y también mi padre, Gaetano y Giacomo lo decían, con el mismo orgullo. Las mujeres de la familia y las clientas de mi madre no hacían más que repetírmelo, que era muy guapo, y que con el tiempo lo sería aún más. Correteaba junto a mi padre, con la espalda bien derecha y la cabeza alta, para la visita diaria del panadero. Debía escuchar impasible, como si fuera un muñeco de tela, los cumplidos de la gente. Cuán bedduzzu ’stu figliu tardío, qué guapetón es este hijo tardío, y tan distinto a los otros dos. Pasaban a los comentarios directos: ¡Qué ojos más bonitos! ¡Cuánto había crecido! ¡Ya se veía que iba a ser muy alto! ¡Qué pelo, negro como el carbón, y tan reluciente! Aquellos comentarios tediosos se hacían tolerables y hasta agradables gracias a la vanidad, ya bien arraigada en mí, y que nunca me ha abandonado. Puede llegar a ser de gran consuelo, la vanidad.

Me pasaba horas delante del espejo, y me gustaba. Necesitaba gustar a los demás. Buscaba los cumplidos; la ambición de ser el mejor —el más hábil en los juegos, el más amable, el más concienzudo— me hacía pasar por bueno. Cosía vestidos para las muñecas de las amigas con retales de tela de mi madre, construía cochecitos con las latas vacías de sardinas en salazón y de concentrado de tomate; con ramas de acebuche, bramante y una correa sabía fabricar hondas y arcos que luego regalaba a mis amigos; ayudaba a los ancianos a llevar las bolsas de la compra; para complacer a los demás corría a comprar cigarrillos, fósforos, a echar las quinielas, a recoger cartas. Todo por la vanidad de oír decir lo bueno que era.

En el colegio aprendía sin esfuerzo. Quería destacar, encontrar un trabajo que me gustara, ser independiente. En el pueblo había mucho desempleo; los jóvenes emigraban —como habían hecho mis hermanos— o confiaban en obtener un «acomodo» mediante los favores de los políticos. Tenía quince años. Mi padre y mi madre estaban dispuestos a dejarme proseguir los estudios, mientras que Gaetano y Giacomo habían tenido que abandonar el colegio nada más acabar la escuela obligatoria. Por primera vez me sentí inferior: envidiaba a mis compañeros criados en el bienestar, donde los libros eran por lo menos una presencia necesaria. Mi padre conocía a un profesor de instituto que se llamaba Giuseppe Mendolia; enseñaba en Siracusa y vivía en Pezzino. Éste se ofreció a darme clases particulares. Mi madre no quería, no le gustaba «llevarse sin pagar»; el momento del cobro llegaría alguna vez, antes o después. Mi padre la persuadió para hacer una prueba; luego me habló a solas:

—En el colegio y en el trabajo debes obedecer. Con los demás, no digas nunca que sí por educación o para satisfacer a otro. Cuando quieras una cosa, di entonces que sí; y di que no, si ya no te apetece. Recuérdalo.

Eran hermosas, aquellas clases particulares. El profesor me prestaba los libros de los que me hablaba y los discutíamos juntos. Después pasó a enseñarme la poesía latina y la griega. Y el arte de los griegos. Me llevó al Museo Arqueológico de Siracusa. Vi estatuas de jóvenes de cuerpos estupendos, jarrones con pinturas de coitos entre hombres y muchachos, y sentí una extraña conmoción, como si me fueran cercanos, semejantes.

—Tú eres como ellos —dijo él—; esos jóvenes inconstantes han inspirado muchas poesías de amor. Goza y haz gozar.

Del profesor aprendí que el amor es sublime a cada edad y con cualquiera con quien se tenga afinidad, sin atender a clases, razas o sexo. Cuando cumplí dieciséis años, me sentí mayor. Había llegado el momento de separarme del profesor Mendolia. Habíamos hablado, y mucho, de los amores entre adultos y muchachos: tienen un principio y deben tener un final, como los de los antiguos griegos. Se daba por descontado que también el nuestro acabaría por finalizar, como era justo.

Sentía curiosidad por todo. Era el más guapo de mis amigos, eso decían por ahí: las chicas me cortejaban y yo las encontraba atractivas. Los chicos copiaban mi modo de vestir. Quería hacer vida de pandilla y estar con mis coetáneos. Se lo dije al profesor.

—La inconstancia forma parte del proceso de crecimiento; te quedo agradecido por haberme permitido estar cerca de tu belleza —me contestó él—. Con los años he aprendido que el sufrimiento de no ser correspondido no debe alejar a quien es rechazado de la búsqueda de otros amores. Te deseo lo mismo a ti.

El muchacho y el caballo se comportan del mismo modo: el caballo no llora al jinete que muerde el polvo,

pero, saciado de cebada, se somete a quien viene después: así el muchacho besa al hombre que se le pone a tiro.

Y nos separamos con un último húmedo beso, una vasata.

Mi primer recuerdo de la catedral de Pezzino es junto a mi madre, que me lleva, siendo niño, a la capilla de la Anunciación a María. «Tú eres como el ángel de la Anunciación», me dijo señalando el gran fresco en la iglesia madre. Cuando crecí, me demoraba a menudo ante aquel cuadro. Así quería ser yo, ni varón ni hembra, como el ángel. Yo, Bede. El hermosísimo Bede. El profesor Mendolia me había hecho entender que había otros muchos hombres que eran como yo, y que los había habido siempre, aquello me había dado seguridad. Los hombres me gustaban; pero también las hembras.

Aquel año, cuando mis hermanos regresaron a Alemania después de las vacaciones, me recomendaron que me comportara bien y que no llamara demasiado la atención. Gaetano y Giacomo me habían protegido siempre: si alguien me tomaba el pelo por cómo me vestía o caminaba, uno de los dos intervenía y ponía fin al asunto. Los tranquilicé: ahora ya había crecido y estaba en condiciones de cuidar de mí mismo. No hubo necesidad de que me explicara mejor. Ellos sabían que quería divertirme junto con mis amigos, como todos. Lo que ocurría, además, era que quería hacer el amor a mi manera.

Pero había sido arrogante.