Mara y Luigi se consuelan mutuamente
Domingo, 20 de mayo, por la noche
(Mara)
Habíamos acompañado todos al doctor Gurriero, a su hija y a su yerno a la puerta. Apenas nos dio tiempo de cerrarla cuando Pasquale, dándose rápidamente la vuelta, se plantó delante de nosotros, con el dedo índice apuntado contra Luigi.
—He trabajado para vosotros desde que llegué aquí con vuestra madre, y desde ayer trajino en la cocina para que comáis decentemente: ahora me he hartado. ¡Haceos vosotros mismos la cena con lo que encontréis!
Y se dirigió a grandes pasos hacia el comedor, dando un portazo.
—Perdonad —murmuró Giulia, toda colorada—, ha sido un día muy duro para él, os dejo sobre la mesa de la cocina todo lo que hay, encargaos vosotros. —Y se escabulló detrás de él.
—No lo entiendo, de verdad que no lo entiendo… —murmuraba Luigi. Me rodeó los hombros con el brazo y me estrechó contra él.
—Ven —le dije—, voy a enseñarte algo que ninguno de nosotros es capaz de entender…, o que quizás entendamos demasiado bien, incluso. Y luego nos vamos a preparar la cena. —Me lo llevé a la hospedería y abrí de par en par la puerta del armario esquinero—. Venga, subamos.
Pocos minutos después, Nora demostró su plácida naturaleza: nos vio entrar en el dormitorio desde el cuarto de los armarios y ni pestañeó. La tía, en cambio, pareció sorprendida y nos acogió con un «¡Ah!» no del todo amigable.
—¡Bede! ¿Dónde está Bede? —preguntó.
Giulia había dejado sobre la mesa de la cocina un paquete de macarrones, una bolsa de guisantes congelados, pan, huevos y patatas. El frutero estaba repleto de ciruelas, en un recipiente de madera había cebollas, ajo y algunas zanahorias. Luigi, de largo mucho mejor cocinero que yo, decidió el menú: pasta con guisantes, tortilla de patatas y ensalada de zanahorias, cebolla y aceitunas negras. Era la primera vez que cocinábamos juntos en Pedrara y nos afanábamos no sin cierto bochorno. La tía Anna era una derrochona al borde de la oniomanía; cada vez que compraba un electrodoméstico adquiría otro idéntico para llevárselo a Pedrara. Y, sin embargo, parecía como si no hubiera uno solo en aquella cocina. Abríamos los armarios, rebuscábamos en las artesas, pero era como si el tiempo se hubiera detenido tras la muerte de nuestro padre: faltaba hasta el batidor eléctrico para montar las claras.
Puse la mesa con un mantel manchado de comida. Luigi había decidido preparar la tortilla en el horno, pero estaba lleno de fruta seca y de bayas —puestas allí a secar, presumiblemente para alguna escultura de Pasquale—, de modo que optamos por los hornillos. Debajo de una fuente, Luigi descubrió un saquito de yute embadurnado de grasa, cerrado con una cintita de raso deshilachada.
Lo abrió: eran piedras de lo más normal, que, me explicó, se ponían sobre la pastaflora de las tartas para que no se levantara el fondo durante la cocción. Volvió a dejar el saquito donde estaba. Trabajábamos juntos en perfecta sintonía. Yo le había enseñado los rudimentos de la cocina antes de que se marchara a la universidad; ahora era él quien me decía lo que debía hacer. Batía los huevos con dos tenedores mientras él sofreía la cebolla triturada antes de añadir los guisantes.
—¿Qué te parece el doctor Gurriero? —me preguntó.
—Lo conocemos desde siempre, es un hombre decidido y un buen médico. A papá le gustaba mucho.
—Sus palabras me han dado miedo. En serio. —Y me miró—. Pienso marcharme mañana mismo. ¿Me consideras un cobarde?
Procuré minimizar.
—Para nada. Yo también me iría, y tal vez no por la misma razón… Sin embargo, no deja de ser verdad que los médicos hablan a menudo en tono melodramático.
—¡Venga! ¡Vayámonos juntos, en el vuelo a Milán!
Y se apartó con el brazo el mechón de la frente, sin soltar la espátula de madera.
Le recordé que, si nos íbamos con tantas prisas, dejaríamos una tarea a medias: la búsqueda del tesoro de la abuela Mara, que nos resultaría útil tanto a él como a mí.
Luigi mezclaba la pasta en la olla espumeante.
—Yo dudo mucho de que exista tal tesoro, pero por precaución deberíamos continuar la búsqueda. Ojalá lo encontremos mañana por la mañana, y luego pueda partir con el vuelo de la noche. Para quedarme con la conciencia tranquila.
La cena dio comienzo en silencio. Las palabras del doctor Gurriero retumbaban dentro de cada uno de nosotros; no se hizo la menor alusión al tesoro, que se había convertido en nuestra única esperanza, casi una obsesión. La pasta estaba muy rica: los guisantes, endulzados por la cebolla sofrita, maridaban perfectamente con la cucharadita de margarina añadida en el último momento, antes de llevar la sopera a la mesa. Era una comida pobre, como nos sentíamos nosotros. Pobres e impotentes, con una rabia inmensa contra nuestra madre. Llevé a la mesa la tortilla sobre un plato de cerámica azul; la había decorado con hojas de perejil fresco, pero ni siquiera aquello suscitó comentario alguno. Comíamos abatidos.
Pasquale rebañó el aceite de la tortilla con un trozo de pan. Se pasó la servilleta por la boca y la dejó sobre la mesa masticando.
—¡Usucapión! —exclamó con una mueca—. ¿De los invernaderos tan sólo, o de toda la tierra?
Nos miraba, uno a uno, esperando una respuesta.
—Explícate mejor —dije yo—, ¿a qué te refieres?
—Digo que Pietro Pulvirenti sostiene que los gestores de los invernaderos podrían valerse de las leyes sobre la usucapión. ¡Podrían demostrar asimismo que los terrenos adyacentes servían a los invernaderos o estaban ocupados por ellos, y pretender adquirirlos también! ¡Os quedaríais con una mano delante y otra detrás, tan sólo os pertenecería la villa! —Y luego añadió—: Aunque, en realidad, incluso la villa podría ser objeto de reivindicación si Bede sostuviera que vive en ella él solo.
—Debemos hablar con el notario —intervino Luigi— y preguntarle a Bede qué parte de los terrenos usan los gestores de los invernaderos…
—¿Es que no entiendes que los gestores son los hermanos de Bede? ¡Son los Lo Mondo los que nos están asfixiando, y nadie más! —Pasquale había levantado la voz—. ¡Menudo imbécil!
Luigi se puso pálido. Ensartó el último trozo de tortilla y se lo llevó a la boca. Masticaba lentamente. Luego posó el tenedor y anunció:
—Mañana me marcho.
—¡Cobarde, no te atrevas a dejarnos solos! —gritó Giulia poniéndose de pie.
—Yo también me marcho.
Giulia me lanzó una mirada grave, furiosa. Pasquale callaba. Después de tomarse la fruta se despidieron y se encerraron en su cuarto.
Luigi y yo nos pusimos a recoger. Estábamos muy cansados. Cada uno revivía los acontecimientos de la jornada: yo pensaba en el joven negro mugriento de heces y de vómito; él, en su mujer y en su hijo, entre quienes se había producido un altercado. No queríamos separarnos, era como si cada uno necesitara la compañía del otro. Fuimos a dar un paseo por el jardín. Había luna llena y aún no había caído la noche. Caminábamos siguiendo el paseo de las ceibas, todas cubiertas de espinas, y las rozábamos en silencio. Apareció Bede, que iba —a toda prisa— en sentido contrario. Pareció sorprendido de vernos, nos saludó de lejos:
—¿Qué tal todo? ¿Bien?
Nosotros le hicimos un gesto de que sí. Y él desapareció. En su voz me pareció advertir un invencible cansancio.
—Yo creo que mamá nunca llegó a quererme —soltó Luigi—. ¿Tú sabes por qué?
Lo tranquilicé: ¡era una mujer reservada, pero por supuesto que lo amaba!
«A aquellos que conciben sin placer les resulta difícil amar a sus hijos por instinto, pero deben aprender. A los niños que no reciben cariño se les marchita el alma y la carne», me había escrito la tía. «Aprender a amarlos es posible». Y, por el contrario, para ella no lo había sido. De repente, se me aparecieron ante los ojos algunas fotografías particularmente desagradables de las revistas pornográficas. Espanté el horrible pensamiento que se me había cruzado por la mente.
Inhalábamos el aroma a musgo de las plantas humedecidas por la noche. Al pasar por debajo de la marquesina de las glicinias Luigi levantó el brazo para rozar los ligeros racimos, yo, en cambio, me agachaba para oler las rosas silvestres entre las berenjenas florecidas: era el parterre preferido de nuestra tía, que había abrazado la pasión de nuestro padre por la mezcolanza de plantas ornamentales y hortalizas. Nos detuvimos ante la fuente grande. Estaba limpia y carecía de peces, el surtidor de los pies de la ninfa caía charlatán sobre el agua, sin inmutarse.
—Todo esto me parece una despedida, acariciamos nuestro jardín por última vez —dijo él, y yo asentí. Decíamos adiós a Pedrara. Debíamos hacerlo.
Si optáis por quedaros en Pedrara, será por vuestra cuenta y riesgo.
Al volver, entramos en la casa por la puerta principal en vez de por la posterior. Desde el comedor se oían pasos rotundos, regulares, como en círculo. Luego un golpe seco. Otro, seguido de gemidos quedos. ¡Pobre Giulia!
Nos miramos. Los ojos azules de Luigi volvieron a ser los del niño de nueve años en el momento de regresar a Suiza, en taxi, junto con los otros dos chicos romanos que estaban en su mismo internado. Asustados. Sufriendo. Yo me ofrecí para acompañarlo a la estación, y nos fuimos de casa, con la mano de él cogida a la mía, solos.
La tía, en circunstancias como aquellas, optaba por irse a la iglesia a rezar el rosario.
Luigi me apretó la mano. Como entonces.
—¿Puedo dormir contigo?
Y eso fue lo que ocurrió, igual que cuando, de niño, sufría pesadillas y venía a meterse en mi cama. Yo me despertaba con sus rodillas contra la espalda. Como la última noche de las vacaciones, cuando él no soportaba la idea de marcharse de casa y se presentaba en mi habitación lloroso, con el mechón rubio húmedo de lágrimas y sudor. Se acurrucaba junto a mí y yo lo acunaba hasta que se aplacaban sus sollozos, con los brazos alrededor de sus gráciles hombros.