Es que no te das cuenta
(Bede)
De mí, ni sombra siquiera. Y ellos inmersos en la sombra, igual que fantasmas.
Tommaso decía, con justa satisfacción, que en Alejandría había hecho fortuna, superando cualquier expectativa. Y no exageraba.
Tres semanas después de que mi padre me hubiera confiado a él, nos embarcamos en un barco de vapor que nos habría de llevar a Egipto. El disgusto por la reacción —excesiva desde mi punto de vista— de mis padres ante una chiquillada de discutible gusto que había acabado mal y la lejanía de casa palidecían ante la excitación por conocer el maravilloso mundo en el que Tommaso se disponía a introducirme. Todo era nuevo, hermoso y estimulante. Disfrutaba con entusiasmo y curiosidad de las oportunidades que se me ofrecían. No tenía miedo de abandonar Sicilia, ni de irme a un país extranjero del que desconocía el idioma y las costumbres; y no sentía ansiedad alguna por conocer a la mujer y a las hijas de Tommaso, que se habían quedado en Zafferana pasando las vacaciones con unos parientes de Mariangela.
En sus relatos, Tommaso me había descrito Alejandría como una ciudad caída en una espiral de decadencia después de la nacionalización del canal de Suez, una ciudad de la que los extranjeros que durante generaciones habían vivido allí ahora huían: a mí me parecía enorme, estimulante y maravillosa. Mi padre había sido claro: debía seguir a su amigo y obedecerle en todo sin rechistar. Tommaso me llevaba consigo a todas partes; me presentaba al personal de casa, a los empleados del consulado y a sus amigos como el hijo de un viejo compañero suyo de armas; me impulsó a estudiar árabe, francés e inglés e hizo que su sastre me confeccionara un guardarropa. Por la noche, en casa, me hablaba del fulgurante pasado de Alejandría en el periodo helenístico y me daba a leer los poemas de los griegos. Yo respondía a sus atenciones.
Mariangela se reunió con nosotros en otoño junto con sus hijas: Mara, de seis años, y Giulia, de dos. Estaba mal predispuesta conmigo, y no le faltaba razón: Tommaso no ocultaba su interés en lo que a mí se refería. Yo me sentía abochornado; hubiera querido asegurarle que no constituía una amenaza para la estabilidad de su matrimonio: era uno de tantos, y nunca me atrevería a hacerles chantaje o a pedirles dinero. Me prometí ayudar a Mariangela y ganarme su afecto y el de las niñas: ella veía mis esfuerzos, pero nunca llegó a tenerme simpatía. Estudiaba con pasión, tanto que, después de varios meses, Tommaso consiguió que me admitieran como oyente en los cursos de la Facultad de Idiomas de la Universidad de Alejandría.
No tenía claro cuándo podría regresar a casa. Tommaso esquivaba siempre mis preguntas. A medida que pasaban los meses crecía la nostalgia de la familia y de mi pueblo. Las cartas de casa eran sencillamente crónicas diarias y recomendaciones: las escribía mi madre, que había ido al colegio. Me hablaba de las clientas, de los gatitos recién nacidos, de lo que cocinaba. Me atosigaba a preguntas: «¿Quién te lava la ropa interior?». «¿Comes bien?». «¿Y qué te dan de comer?». «¿Se te ha pasado el dolor de cabeza?», y a consejos: «Si hace frío, acuérdate de ponerte un jersey». «Hazte una manzanilla cuando estés cansado». «Tómate un huevo batido, te ayudará a estudiar». «No comas demasiada carne; el pescado es mejor: ayuda a la inteligencia». «Sé educado y respetuoso con todo el mundo».
Ni la menor alusión al pasado, ni tampoco al futuro: era como si ella y mi padre ya no me quisieran en Pezzino. No los entendía. Apartaba de mí aquellos pensamientos y me convencía de que regresaría a casa al cabo de un año. Mientras tanto, estudiaba. Tommaso me daba un sueldo de «asistente», un puesto que luego se convirtió en el de «secretario privado». Aquel dinero daba una apariencia de dignidad a mi presencia junto a los Carpinteri y en la comunidad extranjera de Alejandría, y me permitía ir ahorrando algo para regresar al pueblo con la cabeza alta. El personal de casa me tomaba el pelo, «el muñeco del cónsul», les había oído susurrar en la cocina, donde solía comer cuando no estaba invitado a la mesa de los amos. Los empleados del consulado me trataban con distante cortesía. En la universidad nadie me creía cuando decía que mi padre era zapatero: pensaban que provenía de una familia acomodada, como los demás europeos que asistían a los cursos. Era, y me sentía, distinto a todos. Pero no era infeliz: aprendía muchísimo, cada día; Alejandría, a caballo entre África y Europa, era una ciudad magnífica y Tommaso me demostraba mucho afecto. De no haber sido por la nostalgia de casa, me habría considerado afortunado.
Había pasado un año y se aceleraban los preparativos para las vacaciones veraniegas en Pedrara. Era feliz. Unos días antes de salir, Tommaso me informó de que no me reuniría con mi familia, ni siquiera en el depósito al final de la Via Breve: permanecería en Pedrara todo el tiempo. Fue un mazazo. No entendía el porqué, pero no hice preguntas. Tommaso estaba abochornado y parecía irritado por mi silencio. Con una excusa cualquiera, me dejó enseguida y durante varios días evitó encontrarse a solas conmigo.
El regreso a Pedrara, tan deseado, se convirtió en una pesadilla. Cada día esperaba carta de mis padres, una invitación a reunirme con ellos, hasta una visita por sorpresa. Iba desmejorando poco a poco. Tommaso estaba de mal humor y dirigía sus atenciones hacia otro lado: dejaba la villa para irse a Siracusa casi cada día, sin decir nunca cuándo volvería. Me aproximé a Mariangela y a las niñas, pues los cuatro nos sentíamos descuidados. Y, además, aquel verano conocí a Anna, que había venido a pasar unas breves vacaciones. Deseaba conocer Pedrara y dábamos largos paseos juntos, charlando. Me gustaba exhibir mis conocimientos sobre el lugar y contarle historias sobre Egipto a una mujer madura y culta —era profesora de italiano— que tenía exactamente el doble de años que yo. Ella me trataba como un igual y me daba a entender, con el recato y la discreción que eran parte de su naturaleza, que mi compañía le gustaba. Yo disfrutaba escuchándola hablar; mi vanidad se sentía estimulada por sus atenciones.
Luego, pocos días después de la marcha de Anna, la tragedia: una mañana, Mariangela tropezó y se golpeó la cabeza; la llevaron al hospital más cercano, donde murió como consecuencia de la conmoción cerebral. Tommaso, marido desatento e infiel, quedó destrozado. En vez de dedicarse a sus hijas, buscó consuelo en mí. Hasta quiso que estuviese a su lado durante el velatorio, en la habitación de ellos. Los restos mortales de la difunta fueron colocados en la cama matrimonial, le pusieron una cofia de encaje en la cabeza vendada, las manos unidas y un rosario entrelazado en los dedos. Mi presencia junto a Tommaso me parecía impúdica, indecorosa. Un ultraje a la memoria de Mariangela. Y una manifestación de prepotencia con respecto a mí. Dependía en todo y para todo de él, especialmente en aquellos días: mi padre le había comunicado que ciertas personas habían venido a buscarme a mi pueblo y que lo más oportuno era tenerme escondido, e incluso disfrazarme de mujer, si aparecían desconocidos.
Después del funeral, los abuelos maternos se llevaron a las niñas a Zafferana y yo me quedé a solas con Tommaso en la villa. Tenía que estar siempre a su lado, en casa y fuera, dispuesto a satisfacer sus caprichos, a dejar que desahogara la rabia, a todas horas. Yo anhelaba regresar a Alejandría, donde a finales de septiembre se reunirían con nosotros Anna y las niñas. Estaba decidido: en cuanto me resultara posible, me buscaría un trabajo que me permitiera independizarme.
Tommaso había retomado su trabajo y yo los estudios. Lo veía poco. Pasaba mucho tiempo en casa: la presencia de Anna me alegraba. Me informaba de sus compromisos para la semana y hacía todo lo posible por toparme con ella en los sitios por los que tenía que pasar. Le daba una sorpresa en el paseo de la Corniche y luego nos metíamos en los bazares de los anticuarios, nos tomábamos un té de menta con los mercaderes de telas, olíamos los aromas en los talleres de los perfumistas. Percibía una gran tristeza en ella, y no sólo por la muerte de la hermana. Entonces, no sabía por qué.
En aquel periodo empecé a trabajar. Había completado el primer año de un curso de caligrafía clásica árabe, y obtenido un diploma. Una empresa petrolífera italiana me encargó traducir y pintar en caracteres árabes poesías para regalárselas a sus clientes saudíes. Mi trabajo gustó mucho, empecé a recibir más encargos. Lo primero que quise fue mi libertad y pedí permiso a Tommaso para buscarme una vivienda por mi cuenta. Él mostró su descontento, pero no se opuso: en aquel periodo cortejaba a Anna y mi ausencia de casa era oportuna. No dejé de formar parte de la familia, ni siquiera después de la boda: comía con ellos los domingos, participaba en todas las fiestas, los acompañaba en sus viajes por el Nilo y, cada verano, a Pedrara. El hilo de auténtico cariño entre nosotros no se quebró nunca; Tommaso tenía una naturaleza generosa, me animaba a crecer desde todos los puntos de vista y disfrutaba con mis éxitos.
En los salones diplomáticos yo había conocido a personas influyentes y establecido relaciones con ellas. La tía de un financiero turco me había tomado aprecio y me ofreció un alojamiento en su vivienda, donde acogía a su sobrino cuando iba a Alejandría. Éste se convirtió en el hombre de confianza del emir de un estado del Golfo y me contrató como su intérprete personal. La mayor parte del dinero que ganaba lo mandaba a casa, a mis padres y a mis hermanos, que habían regresado a Sicilia, y el resto lo gastaba en mí: vestidos, libros, objetos de arte, hachís. Una vida aparentemente feliz, pero no dejaba de sentirme atormentado por la nostalgia y por la incertidumbre de mi futuro. De día estudiaba y trabajaba mucho, por la noche me aturdía de alcohol, de drogas, de sexo. A la mañana siguiente me despertaba con un sabor amargo en la boca y con el corazón vacío. Y cuanta más amargura y más vacío sentía, más me volcaba en las relaciones mundanas, las recepciones, la vida de sociedad. Vivía en una suerte de suspensión de los afectos. Era grato al juego mundano, donde para desenvolverse bastaban el buen gusto y la inteligencia, y se me admiraba por mi elegancia refinada e imaginativa —Tommaso había dejado su huella en mí—. Dondequiera que entrara, sabía que todas las miradas estaban clavadas en mí. Me gustaba, y me hacía falta. Me sentía poco amado, a pesar de los encuentros furtivos y de la presencia de Tommaso en mi vida privada.
Me encariñé con Anna, para entonces ya esposa y futura madre, y ella se encariñó conmigo, una amistad veteada de ambigüedad y con zonas de sombra, pero sincera.
A los veintiún años acabé la carrera. Tommaso estaba orgullosísimo; recurriendo a sus contactos, había logrado que mi licenciatura en árabe y mi diploma de intérprete fueran reconocidos por una universidad italiana. Fuimos a Roma para la ceremonia, él y yo. Me llevó a ver a Litrico, originario de Catania, pero que había hecho fortuna en Roma, quien me hizo a medida un esmoquin negro y más propio de los trópicos, con la chaqueta blanca. «Ahora que eres un licenciado te hace falta una chaqueta adecuada. Espero haber elegido bien». El sastre había confeccionado una chaqueta cruzada de vicuña azul. Acaricié el tejido: era finísimo y suave. «Su comercio ha sido prohibido por las Naciones Unidas, éste es uno de los últimos cortes que quedan», dijo el sastre, y me ayudó a ponerme la chaqueta: me sentaba a la perfección. Mientras tanto, iban entrando en el saloncito de pruebas los ayudantes del sastre, uno con un par de pantalones de color miel, otro con camisas de algodón finísimo, el último con una serie de corbatas y pañuelos de batista para el bolsillo. Tenía los ojos brillantes. Y Tommaso también.
El sastre y sus ayudantes se habían retirado. Estábamos solos. Yo me admiraba en el espejo. Detrás de mí, Tommaso miraba mi reflejo. Me rozó la nuca con la mano:
—Quiero que hoy estés espléndido, aunque sepa que así corro el riesgo de perderte.
Y me recitó unos versos de Teognis:
Es hermoso tener el amor de un muchacho, y es también hermoso dejarlo;
y es más fácil encontrarlo que darle cumplimiento.
Miles de cosas malas penden de él, y también miles de cosas buenas,
pero en el balance siempre hay algo de gracia.
—Vamos a dar una paseo —me dijo luego—, quiero exhibir tu belleza por toda Roma.
Caminábamos al unísono sobre el adoquinado, llamando la atención de los transeúntes. Cruzamos la piazza del Popolo y tomamos por una calleja. Tommaso se detuvo ante un edificio con rejas en las ventanas:
—Entremos, hay unas personas a las que me gustaría que vieras.
Mi padre y mi madre nos esperaban, enardecidos. Habían cogido el primer avión de su vida —mi madre dijo que iba a ser también el último— y se alojaban, huéspedes de Tommaso, en un convento que se había convertido en albergue para los peregrinos del Jubileo, en el centro de Roma: un oasis de tranquilidad con un claustro arbolado. Tommaso había invitado también a mis hermanos, que se reunieron con nosotros al día siguiente. Tommaso era generoso, y tenía mucha imaginación y tacto: no se dejó ver hasta que mi familia regresó a Sicilia. Pasamos jornadas intensas, felices; también éstas, como las cartas, sin la menor alusión al pasado o al futuro. Bastaban las miradas, las caricias, los suspiros para mantener vivo el profundo cariño que nos unía y al mismo tiempo nos separaba, para mi bien. La melancolía la llevábamos de la correa, como un dócil animalillo. Los acompañé a la estación con el corazón hecho pedazos.
Mientras los demás cargaban con las maletas, mi madre, asomada a la ventanilla, me dijo:
—¿Sabes que en casa la luz del pasillo se queda siempre encendida por la noche?
—¡Pero si yo ya no soy un chavalín, y ya no vivo en casa!
Ella me miró.
—’Nsamai, que no falte, no vaya a ser que mi hijo Bede regrese. —Y luego prosiguió—: Una nunca se acostumbra a tener a sus hijos lejos, qué va, con el paso de los años empeora.
Sacó el brazo y yo le cogí la mano.
—Que todo te vaya bien, hijo mío, te lo mereces. Acuérdate de no hacer daño a nadie, no es asunto tuyo. —Me miró llena de ternura—: ¡Mándame una fotografía de la licenciatura!
—¡No, nada de fotografías! —intervino mi padre asomándose a sus espaldas.
El tren empezó a moverse. Las lágrimas se me secaron en los ojos: comprendí que había sucedido «eso», después del asunto.
Y solté la mano de ella.
Entonces tú, Anna, te colmaste de una nueva y luminosa sustancia. Distinta a mi madre, y sin embargo pensativa, como ella. Te quería tanto como si fueras mi madre.
Anna, yo he intentado ayudarte, hasta el final; pero al final no lo logré.