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Como la consagración de una iglesia

Domingo, 20 de mayo, a primera hora de la tarde

(Mara)

Estaba acostumbrada a dar cada día largos paseos después de comer. Para mí era una necesidad. Al salir de casa eché un vistazo a la alcoba de la tía. Bede se hallaba con ella y me apoyé en la jamba de la puerta. Nora y Pina estaban ordenando el armario de la ropa de cama. La vuelta de la sábana bordada de encaje destacaba sobre la colcha de brocado, como si fuera un mantelito de altar. Bede estaba sentado sobre la cama, inclinado sobre la tía. Su posición al sesgo ponía en evidencia su fina cintura y sus hombros fuertes; las mangas, arremangadas hasta el codo, revelaban unos brazos musculosos y sus manos ahusadas. Era atractivo, Bede, y viril. Con un movimiento circular y solemne que me recordaba la celebración de un antiguo rito, pasaba un paño mojado sobre el rostro y sobre el cuello enrojecido de la tía.

Me vino un recuerdo a la cabeza y lo espanté. Luego regresó, y no me abandonaba. Unos años antes había asistido a la consagración de la iglesia de San Corbignano, en el Infernetto, un nuevo barrio de la periferia de Roma. Me había invitado una amiga del arquitecto Riva. En la iglesia, moderna y muy luminosa, era precisamente la luz —que caía como cuchillas desde claraboyas invisibles— la que originaba una profunda e intensa espiritualidad. Mientras el pontífice recibía del arquitecto la llave simbólica de la iglesia, colocada sobre un almohadón de raso rojo bordado en oro, una mujer con un delantal blanco hacía resbalar, con movimientos cadenciosos, aceite consagrado sobre la superficie del altar, una losa de travertino, de color ambarino y cálido. Cuando hubo finalizado, el Papa, vestido con una planeta y manguitos bordados en oro, se apartó de su séquito y se acercó al altar: el rito de la unción estaba a punto de empezar. El pontífice extendía el aceite sobre la piedra, centímetro a centímetro, como si en la iglesia estuvieran tan sólo él y aquel altar. Los prelados de su séquito estaban alineados en el ábside, con sus inexpresivos rostros dirigidos hacia la congregación. El silencio reinaba soberano. Veía de lejos las zapatillas de tafilete rojo, el solideo sobre los cabellos cándidos, y aquellas manos untuosas que extendían el aceite en círculos concéntricos. Lentas, absortas.

No me pareció blasfemo parangonar los movimientos de Bede en el rostro de la tía con la unción del altar: eran ambos actos de amor.

Y mientras Bede le pasaba el trapo húmedo sobre el rostro, la tía, abandonada sobre el almohadón, susurraba:

—Bede…

Era la única palabra que me parecía distinguir a ratos.

Una sonrisa de beatitud la iluminaba. La situación empezó a resultarme embarazosa y busqué el cielo al otro lado de la ventana.