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Las vicisitudes de Pasquale

Domingo, 20 de mayo, a la hora del desayuno

(Mara)

Me había despertado pronto, después de un sueño pesado pero sin reposo. Era como si las preocupaciones de la noche anterior se hubieran aprovechado de mi descanso nocturno para revigorizarse, crueles. Tía Anna, fuente de constante cariño incondicionado, estaba a punto de morir. O tal vez no, como sostenía Bede, pero, en cualquier caso, yo quería estar con ella.

La puerta de su cuarto estaba cerrada; no me atrevía a llamar. Enfrente, el pasillo se ensanchaba en un mirador que daba al jardín. En el centro, una mesita oriental —patas de madera calada, tablero de latón repujado y jarroncito de jazmines frescos— con dos butaquitas acolchadas; me detuve a admirar la tapicería, escogida por la tía Anna: a juego con el papel pintado, retomaba las tonalidades de los cristales coloreados de las ventanas.

La puerta, entretanto, se había abierto y de ella salió, cargada de ropa de cama para lavar, una mujeruca esmirriada de aspecto algo trastornado: era Nora, la melliza de Pina. Apoyada en las almohadas con las fundas recién lavadas, la tía acababa de asearse. Olía a agua de colonia y me acogió con una bonita sonrisa. Sujetándome con fuerza la mano, farfullaba: «Pero-mara vi-o, vi, bi, vi, vio», y su mirada se volvía vaga, luego molesta, luego lastimosa. Consciente de no poder comunicarse con palabras, preguntaba por Viola con los ojos. La había adorado desde su nacimiento. Le hablaba de ella, exagerando las cosas bonitas y extrayéndolas del pasado —había ido a la Scala con un precioso vestido de Fortuny y había sido muy admirada, había ganado sus buenos dineritos cosiendo muñecas de trapo decoradas con botones y vendiéndolas en la Feria de Senigallia, en el barrio milanés de los Navigli—, y la tía sonreía, más tranquila. Mientras tanto, habían vuelto las mellizas: sus rasgos eran distintos, pero su voz y gestualidad eran idénticas; habían traído la cesta de la ropa de cama limpia y se afanaban por colocarla en los cajones. La tía se había distraído y las miraba. Luego levantó la mano hacia ellas y volvió a mirarme a mí. Habló rápidamente:

—Sobrinas de Bede, buenas chicas… —Pero exhausta de inmediato, se dejó caer en los almohadones y cerró los ojos. Nora se había acercado, alerta:

—Está cansada…

Me quedé hablando con las dos mujeres. Se decía que un uso desmañado del fórceps durante el parto las había vuelto «retrasadas». La tía les había cogido cariño y las describía como unas simplonas que compensaban su estupidez con bondad y diligencia. Amadísimas en la familia y muy unidas a Bede, le eran de gran ayuda para atender la villa. Yo quería comprender quién se ocupaba de la tía: ¿ellas o Bede? A Pina y a Nora les gustaba charlar conmigo y contestaban juntas, a menudo una concluía el razonamiento de la otra. Me explicaron que Bede no les permitía preparar las comidas de la tía: se las preparaba él mismo en su cocina, la de la casita del guarda, y ellas se limitaban a servírselas, cuando él no podía.

—Doña Anna no está nunca sola —dijo Nora orgullosa.

Si Bede tenía «chiffari de fuori», asuntos fuera de casa, una de ellas dormía en la habitación de la tía, pero se trataba de excepciones: las noches eran cosa de Bede.

—Aunque también está de día —puntualizó Pina.

—Cuando puede —añadió Nora. Y luego—: A él le gusta mucho cuidar a doña Anna.

La otra no quiso ser menos:

—También a nosotros nos gusta. No molesta casi nada, y es tranquila, como un armaluzzo, un animalito. —Su expresión se abrió en una sonrisa dulce.

—De vez en cuando, sin embargo, si siddia, se enfada, y a nosotros ya no nos quiere, ¡sólo lo quiere a él! —intervino nuevamente Nora abriendo mucho los ojos, y comentó—: Es como un hijo para ella.

Me contaron que Bede había preparado un cuarto para ellas en su casa: en él dormían en caso de necesidad y guardaban allí vestidos de recambio y una muda de ropa interior.

—Es muy bueno, el tío Bede —dijo Nora.

—Bueno de verdad —le hizo eco Pina de inmediato, y ambas meneaban la cabeza en señal de asentimiento, mirándose a los ojos.

Un pequeño ataque de tos. La tía nos estaba escuchando, con los ojos abiertos.

—Qué bueno es, Be-Be-Bede… —Luego levantó la cabeza—: ¡… es bue-buenííí-simo! —concluyó triunfante. Y se dejó caer de nuevo sobre el almohadón.

Giulia y Pasquale tenían ya preparado el desayuno en el mirador que daba al jardín, como durante las vacaciones veraniegas con nuestro padre: grandes y pequeños comíamos juntos por la mañana y a mediodía en la mesa redonda que se extendía añadiéndole una pieza, hasta albergar a catorce comensales. Octogonal y construido en madera con paneles de cristal policromo, el mirador estaba separado del comedor por una puerta corredera. Desde el techo en punta, también de cristal y con una linterna central, partían ocho paneles trapezoidales que se elevaban abriéndose como pétalos; en verano se mantenían abiertos para que entrara el aire y permitir que los nuevos vástagos de los jazmines que se encaramaban por las columnas de carga se deslizaran en el interior, y dejaran llover desde lo alto lentas caricias de perfume.

Un mantel de cáñamo celeste, mal planchado y con manchas desvaídas, cubría la mesa. En el centro, un cestillo con servilletas de papel y cubiertos y tres bandejas. Una con zumo de naranja, limonada, agua fresca y vasos de plástico; otro con el termo de agua muy caliente para el té y varias tazas; un tercero con platitos a granel, rebanadas de pan, margarina, tarritos de miel y mermeladas. Pasquale estaba en la cocina liado con el café.

Giulia, que vestía blusa y pantalones blancos, se había lavado el pelo; parecía serena y se mostró muy cariñosa con Luigi. Pensé que había oído mal la noche anterior: tal vez lo suyo fuera un simple juego. Giulia contaba que, desde que estaban allí, Pasquale había encontrado inesperadas fuentes de inspiración para sus obras artísticas y le enseñó a Luigi un plato de cerámica, una especie de gran concha de caracol a lo largo de cuya espiral habían sido colocadas artísticamente unas ciruelas. Luigi asentía —«La villa y el jardín de Pedrara tienen algo único»— y aludió a nuestra larga conversación de la noche anterior, en el balcón y más tarde en el despacho. A Giulia se le ensombreció el gesto. Parecía concentrarse en un pensamiento, pero en realidad se preparaba para lanzarme un reproche:

—¡¿Por qué no me llamaste?! ¡Yo todavía estaba despierta!

Pasquale acababa de entrar con el café y yo no dije nada. No me parecía oportuno cambiar de conversación y hablar sobre la salud de tía Anna, y menos aún cuando Giulia empezó a describirle a Luigi en términos aún más desastrosos que el día anterior los líos en los que se había metido la tía. De las rentas de Pedrara a nosotros nos llegaban tan sólo migajas: estaba claro que los Lo Mondo se aprovechaban a base de bien, ocultándonos las entradas. Bede se había camelado a la tía y hacía lo que le venía en gana, como si fuera el amo. Los hermanos vivían en chalecitos, con sus correspondientes jardines, no lejos del bosque de San Pietro, y conducían Land Rovers. Eran sus esbirros: Gaetano, el mayor, se ocupaba de los invernaderos y de los campos en general, mientras que el segundo, Giacomo, iba y venía, deambulando por la propiedad sin un papel específico. Sus hijas Pina y Nora, dos simplonas algo memas, eran una presencia constante en la casa.

—No nos respetan. No nos traen nada de los campos ni de la huerta, ni siquiera un ramito de perejil, un puñado de mennulicchie, de almendras, o un cestito de fresas de los invernaderos levantados por nuestro padre…

Giulia tenía el convencimiento de que los Lo Mondo intentaban atemorizarlos para obligarlos a ella y a Pasquale a marcharse. En los senderos por los que Pasquale acostumbraba pasear aparecían manojos de zarzas o grandes piedras, cuando no se abrían de repente agujeros insidiosos. Sólo dos días antes se había librado de milagro: de la colina había caído una roca que hubiera podido matarlo.

—Los Lo Mondo no nos quieren —concluyó Giulia, y buscó la aprobación de Pasquale, que asintió con el cráneo afeitado—. Nosotros dos nos quedaremos aquí hasta el final —añadió con bravuconería, y continuó—: Yo soy la que ha estado más próxima a mamá, y durante el último año, cuando se hablaba de nuestras estrecheces, ella me repitió más de una vez que in extremis podíamos contar con nuestro tesoro: las joyas de la abuela Mara. Pasquale y yo las hemos buscado en el piso de Roma y en la caja de seguridad del banco, pero no las hemos encontrado. Mamá me dijo entonces, y lo repitió varias veces, que había que ir a Pedrara: allí estaban las joyas.

Giulia contaba exasperada que Pasquale y ella habían hecho todo lo posible para buscarlas en la villa, pero que había cajones cerrados con llave, y hombres que de repente entraban a reparar una cerradura, a arreglar los listones de las persianas, a controlar las tomas de la electricidad, justo en el cuarto donde ellos estaban buscando. Además, el propio Bede conducía una persistente e insidiosa campaña contra ellos. La arcilla que Pasquale dejaba por la noche bien tapada sobre el murete enfrente de la cocina venía manipulada y ensuciada con estiércol y paja; la tapadera de la tinaja en la que guardaba la arcilla trabajada solía aparecer en el suelo del paseo de las glicinias o en los parterres. «Será el viento», decía Bede. Las esculturas y las composiciones que dejaban por la noche sobre la mesa, cubiertas por una tela sujeta con piedras, a la mañana siguiente estaban dañadas o hechas trizas. «Culpa de las garduñas y de otros animales salvajes». Incluso la llegada del horno de leña para las cerámicas, regalo de Giulia por su cumpleaños, parecía ser un problema; lo habían encargado y pagado, pero se había quedado en Catania: la empresa pedía una cifra exorbitante para la entrega a domicilio y la instalación. Estaban a la espera de que Bede encontrara a alguien dispuesto a bajarlo a Pedrara por un precio aceptable: «No he tenido tiempo de resolverlo», decía él cuando lo apremiaban.

Giulia no nos había dado ni a Luigi ni a mí la oportunidad de hablar; él y yo nos habíamos comido todo lo que nos habían puesto en el plato; el suyo, en cambio, seguía lleno. Secundada por Pasquale, ahora estaba despotricando de Bede: tenía ropa muy costosa y un coche descapotable, la casa del guarda parecía ahora salida de una revista de diseño —habían echado un vistazo por las ventanas— y Pina y Nora llevaban joyas de valor aunque, para engatusar a los Carpinteri, ¡se ponían vestiditos modestos!

—¡Él le asegura a mamá que los arrendatarios de los invernaderos no habían pagado lo que debían, en cambio nosotros estamos convencidos de que se lo queda todo para él y sus parientes! Ahora que estamos los tres juntos debemos decidir qué vamos a hacer —dijo Giulia para concluir su arenga.

En aquel momento Luigi escudriñó a Pasquale, que estaba a punto de hincarle el diente a una rebanada de pan, mantequilla y miel. Era un mirada grave, inequívoca. Sin alterarse, Pasquale aceptó la invitación y propuso dejarnos solos:

—Son cosas vuestras y no me conciernen. —Hablaba masticando, y siguió masticando sin apartar la mirada de Luigi.

No la apartó hasta que oyó decir:

—Haces bien, gracias.

—Dejadlo todo tranquilamente en la mesa, ya me encargo yo, después… —dijo Pasquale, tras un momento de incertidumbre. Y se marchó.

Estábamos los tres.

—Hay misterios antiguos —comenzó Giulia—, y muchas preguntas sin respuesta.

¿Cómo habían logrado los abuelos construir aquella villa en una cantera perdida a la que se accedía a través de una pista tortuosa, empinada y peligrosa, que no podían recorrer los carros ni los vehículos civiles de la época? ¿Cómo habían conseguido transportar hasta allí piezas de carpintería, cristales emplomados, tejas, ornamentos, barandillas de hierro forjado, los sanitarios de los baños, el generador para la electricidad, la nevera, la cocina económica, las fuentes, los muebles y la boiserie? ¿Y por qué habían construido la villa? Se decía que era un regalo del marqués del Guardo a la abuela Mara, su amante. Pero él vivía en Lentini, desde donde Pedrara era prácticamente inaccesible: ¿por qué habría de construirle una villa justo allí y no en cualquier otra propiedad de la familia, más cercana a carreteras transitables? ¿O sería el pago de una deuda, moral o material, del marqués en relación con el abuelo? ¿Cómo es que habían escondido las joyas en Pedrara y no en Roma? ¿Y por qué motivo la tía, al quedarse viuda, había delegado todo en Bede?

Sobre él, Giulia tenía mucho que contarnos. Desde que estaban en Pedrara, Bede había dejado definitivamente de pasarle a mamá el alquiler de los invernaderos: pagaba las cuentas él mismo, impartía órdenes a Nora y Pina con aires de ser el amo y discutía sobre la salud de su madre con el doctor Gurriero, como si fuera un hijo.

—Se niega incluso a darme dinero para la compra: me ha dicho que prepare una lista ¡y que ya se encarga él!

—¡Qué impertinencia! ¡Ésta es nuestra casa! ¿Y tú qué le has dicho?

Luigi había escuchado en silencio e iba exacerbándose contra Bede.

—He intentado darle yo las órdenes, pero no las acepta: «Doña Anna prefiere que se haga así».

Giulia se sentía desautorizada. Cuando ella y Pasquale se topaban con campesinos y obreros, éstos no se dignaban siquiera a saludarlos: «Pasan a nuestro lado como si no existiéramos». Le había pedido a Bede que les dejara visitar los invernaderos y él le había dicho que no, con la excusa de que estaban alquilados a terceros. Luego había esquivado cualquier clase de pregunta sobre el asunto y les había sugerido que se dirigieran al notario Pulvirenti. Sin embargo, había admitido haber recibido en comodato de la tía la casa del guarda y sostenía que se ganaba la vida con sus ganancias como calígrafo, intérprete de árabe y organizador de congresos. «Pero desde que estamos aquí no me ha dado la impresión de estar muy atareado, ¡se pasa todo el rato con mamá!». Giulia tomó aliento: Pasquale había encontrado en un cajón del comedor una carta del notario Pulvirenti en la que se hacía alusión a un comodato en favor de Bede de la hacienda entera, no sólo de la casa del guarda.

—¡He ahí la verdadera fuente de su poder!

—Las cosas no son exactamente así —dije—. Bede nos ha ayudado a administrar los campos en una realidad compleja: ¿tengo que recordaros la presencia mafiosa de la Stidda y la delicada maraña de relaciones para asegurar un equilibrio insostenible en caso contrario? Gracias a él, no sólo la tía sino también nosotros mismos hemos vivido con cierta holgura durante décadas. Eso es lo que siempre me ha dicho la tía. Sabemos bien que con nosotros ha sido generosa siempre, que cuando hemos tenido necesidad de algo, ha acudido en nuestra ayuda. ¡Y sin exigir nada a cambio! —Miré a Giulia—. Y, además, no me gusta que hables de nuestra abuela como de una mantenida, ya te lo tengo dicho.

—La verdad puede ser desagradable, pero eso es lo que era la abuela, si quieres saberlo: una adúltera y una mantenida. Tu homónima. Nosotros estamos convencidos de ello, hemos leído las cartas de amor que se intercambiaron, ella y el marqués del Guardo.

—¿A quién te refieres con ese «nosotros»? ¿A Pasquale y a ti?

—Exacto. Y tú te comportas como una estúpida al negar la realidad.

—Pasquale tiene dotes de observación —intervino Luigi con tono conciliador—, ¿qué dice él de Bede?

Un conocido de Pasquale le había visto en Catania en un hotel frecuentado por cocainómanos y comerciantes árabes.

—La cosa no me sorprende —comentó Giulia—, al fin y al cabo, Bede era el protégé de papá, y todos sabemos que nuestro padre estaba metido en historias de cocaína.

Lo dijo con fingido desinterés, como si hablara de una noticia de crónica.

Luigi y yo nos miramos, pálidos. ¿Por qué continuaba Giulia enfangando la reputación de nuestros muertos? ¿Con qué objetivo? No había revelado nada que no supiéramos ya, pero resultaba evidente que descubrir las cartas así era, más que una exigencia de verdad, un deseo de generar conflictos.

Precisamente entonces entró Bede por la puerta ventana. Le había seguido con el rabillo del ojo desde que había reparado en él caminando por el paseo. Llevaba el pelo recogido detrás de las orejas y una camisa de lino hasta las rodillas, de tejido grueso, con pantalones ajustados de color tabaco. Tenía unos andares armoniosos y los hombros muy rectos. Se le habría tomado por un hombre de cuarenta años. Se acercó, y sentí en el aire el aroma fresco de la lavanda inglesa que usaba mi padre. En comparación, nosotros parecíamos unos desgraciados. Nos dijo que se disponía a salir, se había pasado para ofrecernos un tarrito de su mermelada de rosas. Desenroscó la tapa y sbummicò, se desparramó el aroma dulzón de los pétalos de rosas cocidos con azúcar.

Luigi se disculpó por haber entrado en el cuarto de mamá mientras él dormía.

—Es un deber y un privilegio ocuparme de doña Anna —contestó Bede—, ella ha hecho mucho por mí. Al igual que vuestro padre.

Luigi aprovechó la ocasión y le preguntó a bocajarro si su madre había firmado un contrato de alquiler o un comodato de los invernaderos y con quién. Bede no pareció sorprendido y, como ya había hecho con Giulia, le sugirió que se dirigiera al notario Pulvirenti, que era quien había redactado todos los documentos en su momento. Luego nos dejó.

—¡Menudo estúpido! ¡Ya has visto cómo ha evitado contestarte! —resopló Giulia.

—Escribiré una carta al notario para exigir una explicación.

Su propuesta fue acogida con una carcajada de mofa.

—¿Es que no eres capaz de hacer una llamada? ¿O es que te da miedo hablar con el notario? ¡Tienes que hablarle, no escribirle! —le increpó Giulia.

Nos vimos interrumpidos por el regreso de Pasquale. Estaba acalorado y visiblemente trastornado. Frenético, nos contó que había ido al invernadero más cercano a pedir un cestito de fresas para el postre. Antes había dado una vuelta alrededor del invernadero sin que lo vieran; dentro había unos obreros. Después se había acercado a la puerta de entrada para pedir lo que quería. Gaetano Lo Mondo estaba allí delante. Le había impedido entrar y conminado de malas maneras a que se fuera: las fresas habían sido vendidas a la planta, pertenecían al comprador, y, además, aún no estaban maduras. ¡Pero él veía las fresas, rojas y maduras, y tan sólo le había pedido un cestito para los Carpinteri, que al fin y al cabo eran los dueños de Pedrara! Gaetano lo había mirado mal y Pasquale le había advertido que referiría lo ocurrido a los tres hermanos, con todo lujo de detalles. «¡Mucho cuidadito con lo que dices!», había sido la respuesta, seca. No era cuestión de insistir, pero Pasquale, antes de irse, le había hecho notar a Gaetano que los Carpinteri no dejarían de sacar sus propias conclusiones. Ante aquellas palabras, contaba, Gaetano no había tenido el valor de responder: temblaba, con los ojos muy abiertos. Tan sólo entonces se había percatado él de los numerosos rostros negros en las paredes de los invernaderos, con la nariz aplastada contra el cristal. Estaban escuchando. Para no quedar del todo a la altura del betún, Gaetano le había gritado: «¡Largo de aquí! ¡De lo contrario las cosas van a acabar mal!».

Giulia declaró que aquel episodio había sido un acto de amor hacia ella y hacia los hermanos; Pasquale se había comportado con gran dignidad. Luigi le dio una palmada en el hombro con un quedo «Gracias», luego quiso que le explicara cómo llegar a aquel invernadero; él iría en persona a pedirle explicaciones a Gaetano.

Yo no hacía más que acordarme de la voz de Pasquale, la noche anterior: «¡Ponte sobre la baldosa de Giulia!», y temía por mi hermana. Mientras tanto, él se había ofrecido a acompañar a Luigi al mirador desde el que se veían los invernaderos. Hacían falta unos prismáticos, y fue por ellos con Giulia: se alejaron abrazados, como dos novios.

Nos quedamos solos. Luigi se había llevado las manos a la cabeza, con los ojos clavados en el suelo.

—Escucha, Mara, Giulia tiene razón —dijo en voz baja—. Debemos rebuscar en cada rincón de la casa y encontrar ese tesoro, joyas, monedas o lo que sea. Pasquale y yo iremos al mirador; mientras tanto, Giulia y tú empezad a buscar en el cuarto de mamá, antes de que Be de se entere de lo que ha ocurrido en el invernadero. —Me miró a los ojos—. Por favor, hagámoslo sin discusiones y sin acritud. El dinero me hace falta de verdad.

Le puse una mano en el brazo y bajé los párpados:

—Prometido.

El dolor era insoportable. Recurrí a la estratagema de siempre: yo era el fotógrafo y los ponía a todos a posar. A través de la imagen fija conseguía crear una apariencia de familia unida. Y mientras Luigi se alejaba, pensaba en la pose que habríamos podido adoptar aquel día, y durante los días que vendrían.