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Tres hijos

Sábado, 19 de mayo, por la noche

(Mara)

Estaba deshaciendo la maleta. Unos golpes insistentes y la puerta se abrió. La cena estaba lista, me anunció Giulia. Pero no se iba, permanecía en el umbral.

Empezó por decirme que Pasquale debía estar al corriente del desarrollo de la investigación sobre la desalinización del agua marina: antiguo profesor de química, aspiraba a convertirse en consultor de Slow Food y debía actualizar a diario su blog, que tenía muchos seguidores. No hice ningún comentario. En ese momento, Giulia se me acercó, quería saber de qué habíamos estado hablando Bede y yo. Me concedí la maldad del silencio; sacaba la ropa interior de la maleta despacio y la colocaba con meticulosidad en los cajones: las medias a un lado, las braguitas junto a los sujetadores, las blusas, en cambio, sobre la balda. Lentamente y con los ojos bajos, como si se avergonzara, Giulia empezó a explicarme que permanecer en Pedrara suponía un gran sacrificio para Pasquale y un obstáculo para sus perspectivas de trabajo, aunque él lo hacía con gusto para ayudarla a ella y a su madre en la búsqueda.

Me enderecé y la miré a los ojos.

—Sacrificio, búsqueda…, pero ¿de qué me estás hablando?

—Ah, ya, que tú vives en Milán. Se te ha olvidado. —Esta vez la mirada de Giulia estaba clavada en mí (el reproche rencoroso de los hermanos) y daba en el blanco. Me sentí incómoda; hubiera debido abrazarla, consolarla, pero me sentía incapaz. Giulia estaba convencida de que la tía no se había venido a Pedrara para que Bede la cuidara, ni tampoco para ahorrar. Había venido para buscar el tesoro de la familia: las joyas de la abuela Mara—. ¡Tu homónima, la adúltera a la que tanto debemos todos!

—No veo por qué razón has de enfangar la memoria de la abuela Mara… —empecé a decir, pero me arrepentí enseguida.

—Es verdad, esa Mara Carpinteri no apareció nunca en los periódicos. —Y Giulia no añadió nada más.

Había salido en todas las revistas, a mis dieciocho años. Tuve una aventura con un conocido periodista cuarentón, que estaba a punto de casarse con la hija del presidente del equipo de fútbol campeón de Italia. Y una mañana, en un hotel, al abrir la puerta de la habitación para retirar la bandeja del desayuno fui cazada por un fotógrafo.

Sin decir nada, acabé de colocar la ropa en el armario.

La tía sabía que tenía un principio de Alzheimer, me recordó Giulia, y había dejado Roma para buscar el escondrijo de las joyas antes de que la demencia se lo impidiera.

—¡Es un auténtico tesoro! ¡Lo que pretendía era venderlas para pagarse las curas y repartir luego el resto entre nosotros tres! —Giulia se volvió casi afectuosa—: Pues eso, que contigo y con Luigi podríamos emprender una búsqueda más sistemática, a fondo. Una vez halladas las joyas, nos llevaremos a la tía de vuelta a Roma.

La presencia de Bede y de sus sobrinas le había hecho imposible abrir un solo cajón en el dormitorio de la tía. En compensación, Pasquale y ella habían puesto patas arriba la planta de abajo con la excusa de montar un taller de escultura y de cerámica en el comedor y en la antecocina.

—No hemos encontrado nada —dijo, triste. Casi me daba pena: hacía diez años que Pasquale vivía a su costa como una sanguijuela; ella lo mantenía y pagaba lo que llamaba sus viajes de estudio (incluidos los gastos del hijo, cuando lo acompañaba) con sus ganancias como fisioterapeuta.

Giulia se había recobrado:

—¡Mamá no quería dejar Roma! Se vio obligada a causa de las estrecheces. Ir a morir justo donde murió su hermana debe de ser desgarrador.

Y dicho eso se fue.

Me quedé allí de pie, con los brazos desconsolados pegados a las caderas. Me crecía por dentro una rabia sorda contra Giulia. Su hermana. Así llamaba ella a nuestra madre. La había borrado de la memoria y de su vida como otros muchos acontecimientos, personas, hechos, para vivir como una ilusa. Mamá en Pedrara, mamá de pelo tan claro como el de Giulia. Mamá sometida a los caprichos de nuestro padre, y por la noche, en su cuarto, consolándose con un vasito de crème de menthe. Mamá apoyada en los cojines de terciopelo contándonos historias, mamá en la veranda ofreciéndonos albaricoques recién cogidos. Mamá en nuestro cuarto de juegos dibujando con nosotros, Giulia entre sus brazos, yo sentada a la mesita. Aquel recuerdo, en particular, había permanecido indeleble en mí: un día ventoso, un haz de luz que caía sobre el cristal rojo de la ventana a través de las hojas de las palmeras sacudidas por el viento. Era un juego de sombras. Iban y venían, formando dibujos sobre el papel, sobre nuestros delantalitos y sobre la alfombra. Con sus bracitos redondos, Giulia intentaba perseguirlas y agarrarlas. Mamá se reía y yo era feliz.

Había muerto en Pedrara por un accidente banal, casi ridículo: el pie se le enganchó entre el catre y el borde de la cama y ella se había caído sin tener tiempo ni reflejos de parar el golpe con las manos, la cabeza había absorbido toda la violencia del choque. Mientras se la llevaban al hospital, nosotras, las niñas, nos quedamos en casa, confiadas al personal de servicio. Todos se afanaban en mantenernos ocupadas, en procurar distraernos. Nos dieron papel y lápices: no teníamos ganas de dibujar, y el papel se quedó en blanco. Nos ofrecieron pan, miel, galletas: apenas los mordisqueábamos. Luego nos llevaron al jardín. Giulia y yo, inclinadas sobre el borde de la fuente redonda, ésa con el fondo ajedrezado en blanco y negro, mármol y lava, con una ninfa de pies-surtidor en el centro. Tirábamos dentro todo lo que encontrábamos, hojas, ramitas, flores marchitas, plumas de aves y piedrecitas. Nadie nos decía nada. Sumergíamos las manos en el agua y la removíamos, recogíamos hojas muertas y los insectos de largas patas que rozaban la superficie. Nadie nos ordenaba que dejáramos de hacerlo. Hasta podíamos chuparnos los dedos mojados y tirar piedrecitas a los peces rojos y dorados. Luego, en la espera, empezamos a hacer barquitos de papel, muchos; convergían uno a uno, o en una pequeña flotilla, hacia el surtidor central y se hundían. Todos. Los empujábamos por el agua y Giulia murmuraba, con cada uno: «Para mi mamá». Yo sentía un nudo en la garganta; había perdido la voz y los empujaba chasqueando los dedos. Ahora Giulia sostiene que lo ha olvidado, o lo olvida afirmándolo.

Después, el silencio de los adultos. Los pasos de nuestro padre sobre la grava del paseo. Solo. Recuerdo los crujidos de los guijarros, avanzaba con pesadez, con el rostro térreo. Los presentimientos. Venía hacia nosotros. Por detrás, más lejos, otras personas. Papá se detiene y abraza a Bede el primero. Y luego llora sobre nuestros delantalitos.

Vuelvo a vernos a los tres como en una fotografía en blanco y negro, y como si yo no tuviera nada que ver con esa niña alta de los cabellos encrespados, desolada.

La terraza que hay delante de la antecocina, separada de la terraza principal por una verja con el mismo motivo ornamental de la cancela, había sido transformada en sala de estar-atelier por Pasquale: sus esculturas de madera y las obras de creta estaban expuestas a lo largo de la reja, de la que pendían, colgados de ganchos de plástico colorado, ramitos de orégano, laurel y romero fresco. En una esquina, la tinaja en la que en otros tiempos se conservaban las aceitunas en salmuera estaba llena de arcilla fresca, que había que mantener húmeda y trabajar para que no se endureciera, una de las tareas diarias de Giulia, me explicó él.

Pasquale había puesto la mesa en la antecocina y se excusó por la sencilla hospitalidad.

—Hoy ha sido un día de grandes emociones: doña Anna se ha librado de una muerte casi cierta —dijo, y me llenó el plato.

Había preparado risotto a las hierbas, estofado de conejo —cazado por él mismo en el bosquecillo— y ciruelas del jardín, acompañados por agua del manantial que desembocaba en la cisterna que hay debajo de la torre y por un vinillo espumoso comprado en Pezzino. Como un restaurador, enumeraba los ingredientes de cada plato e ilustraba su preparación hasta en sus mínimos detalles; luego se felicitaba él mismo antes de que pudiéramos probarlos. Según decía, hasta las ciruelas eran especialmente buenas porque, en vez de lavarlas sumergiéndolas en el fregadero, las había rociado con agua de manantial y luego las había puesto a secar sobre una piedra asfáltica:

—El metal del escurridor habría alterado su gusto, y también el plástico en realidad —explicó desolado.

Una cena excelente, con una atmósfera tensa. Cada vez que abría la boca, Pasquale buscaba con un guiño de los ojos el asentimiento de Giulia, que en cambio habló poquísimo y siempre contestándole a él. Para compensar, se afanaba en cambiar los platos, llenar los vasos, servir la comida.

Esperábamos la llamada de Luigi desde el aeropuerto, que no acababa de llegar. Intentamos telefonearlo nosotros, pero su móvil estaba apagado. Bostezando, Pasquale soltó un larga perorata sobre el cansancio que sentía: se levantaba de madrugada para hacer gimnasia en el mirador, donde la fuentecilla de la pila morisca le servía de ducha, luego iba a coger de la cisterna el primero de los tres bummuli, botijos de agua fresca de la jornada para su hidroterapia —todas las mañanas se lavaba las tripas con un litro y medio de agua antes del café y luego se bebía otros cuatro y medio durante la jornada.

—¡Seis litros de agua y cinco piezas de fruta al día sientan mejor que un puñado de vitaminas, y cuestan mucho menos! —exclamó satisfecho. Después de lo cual, con el enésimo bostezo y un «con permiso», nos comunicó que se retiraba a descansar. Para hacerse perdonar por no haber esperado a Luigi, nos prepararía el desayuno al día siguiente. Giulia le acarició el brazo. Si no me importaba quedarme sola, también ella prefería acostarse.

Estábamos muy unidos, Luigi y yo. Siendo diez años mayor que él, yo lo protegía en las discusiones con Giulia, celosa por haber perdido su posición de hija menor, y lo defendía de los reproches de la tía, que negaba a su propio hijo la dulzura que derrochaba conmigo y con Giulia. «Tengo miedo de consentirlo y de hacer que crezca tan egoísta como su padre», me explicaba cuando le preguntaba por qué era siempre tan severa con él. Miedo de consentirlo, pobre Luigi. Pensándolo bien ahora, con la distancia, habían sido muchas las formas con las que había procurado traducir su exigencia de cuidados, de atención. Cuando murió nuestro padre, Luigi, a los seis años, fue inscrito en el colegio alemán; dos años después lo enviaron a un internado en Suiza, de allí pasó a la Universidad de Lieja y más tarde siguió la carrera de nuestro padre en la diplomacia. Siempre respetuoso y obediente, sólo un par de veces nos dio algún quebradero de cabeza, y siempre por amor. La primera cuando, durante el máster en la Universidad de Bolonia, dejó embarazada a una compañera de estudios, Ada, que era hija de un rico empresario de Trento; ambas familias eran religiosas y los dos se casaron. La segunda, cuando se enamoró de Natascia, la bellísima au pair de un colega, y pidió el divorcio para casarse con ella. La tía, trastornada, montó la de San Quintín, pero todo fue en vano: y Ada se volvió a Trento con Thomas, su hijo de doce años. Mi hermano era un hombre poco ambicioso, sin imaginación y pávido; un fiel servidor del Estado, que en su vida privada rehuía las responsabilidades. Pero yo le quería mucho.

Había mucha humedad. Estaba en el balcón, envuelta en el echarpe de cachemira de dibujos verdes que había encontrado bien doblado sobre mi cama; a su conocimiento de las reglas de la hospitalidad, Bede añadía un toque personal de buen gusto: aquellos tonos de verde armonizaban perfectamente con mi cutis y mis cabellos cobrizos. Aguardaba en la oscuridad la llegada de Luigi. En la lejanía, sobre el altozano, se oían los ladridos de los perros, toma y daca. Tan sólo entonces me di cuenta de que, desde que murió nuestro padre, en Pedrara no había vuelto a haber perros, ni tampoco guardas. Creí reconocer, en medio de aquel reenvío y cruce de ladridos, también el grito de un zorro. Luego todos callaron. El generador de electricidad, en vez de zumbar, rezongaba como un motor fatigado. En el sonoro silencio de la campiña, yo miraba fascinada la pared de roca que con la oscuridad parecía más cercana: las zonas negras quedaban interrumpidas por lucecitas intermitentes parecidas a luciérnagas, pero de colores diversos. Quise imaginarme que eran ojos de animales salvajes. La voz de Luigi me devolvió a la realidad, había entrado en casa y estaba pagando al chófer. No lo había oído llegar. Mientras bajaba a su encuentro, deprisa, me asomé al cuarto de la tía: estaba sola y dormida.

Luigi quiso ver de inmediato a su madre. Pasó junto a Bede, tumbado en la cama individual a los pies de la de matrimonio con la sábana tapándole el rostro —un mosquito zumbaba sobre su cabeza—, y rozó con un beso la frente de tía Anna, sin despertarla. Nos fuimos de puntillas, tal como habíamos entrado.

—¿No me habías dicho que Bede había salido? —me dijo en cuanto estuvimos en el pasillo—. Es embarazoso entrar y verlo en la cama.

—No estaba cuando he pasado por aquí mientras bajaba, hace un instante. Habrá venido después que tú.

—Entonces es que ha llegado hace poco. ¿Se habrá tapado con la sábana para que no lo viéramos? Bah… Qué raro, no le hemos oído volver…

Y Luigi, perplejo, se pasó los dedos por los cabellos, empujando hacia atrás el mechón que le caía sobre la frente.

Fuimos al despacho, el cuarto donde, cuando era pequeño, nos refugiábamos para hablar y hojear los libros ilustrados de nuestro padre. Concebido como un boudoir al estilo mameluco, estaba decorado con muebles taraceados de madreperla, sofás blandos y profundos y librerías de obra, interrumpidas por ménsulas de madera más oscura sobre las que se exponían distintos objetos adquiridos por nuestro padre en el curso de los años: ánforas, cuencos, jarras de latón trabajado, lámparas caladas, objetos de cloisonné, candelabros de bronce y vasitos de opalina. Limpísimo y bien cuidado, se había conservado tal cual. Me recordaba los años felices en Egipto.

Luigi decía que Thomas le tenía muy preocupado: tendía a la depresión, y al mismo tiempo a imprevisibles arranques, Ada lo había llevado a un psiquiatra que le había prescrito psicofármacos. Desde hacía dos años, Thomas había vuelto a vivir a Bruselas, con él, para sacarse el baccalauréat; no se llevaba bien con su madre ni tampoco con Natascia, por más que ésta —Luigi se apresuró a decírmelo— hiciera de todo para dar a entender a Thomas que era bien aceptado por ella. El chico no tenía novias, parecía poco interesado en las mujeres.

—Lo siento —murmuró Luigi, y miró a su alrededor; el despacho, lleno de grandes cojines cuadrados de terciopelo y brocado decorados con cintas, pasamanería, bordes de filigrana y borlas, tenía un no sé qué de voluptuoso y blando.

—Es el gusto de papá, ¿verdad?

Asentí.

—¿Sabes por qué sus hermanos no se casaron?

No lo sabía, pero contesté que, de todas formas, si los tíos no hubieran muerto en la guerra, todavía jóvenes, probablemente se habrían casado. Luigi murmuró como si hablara consigo mismo:

—Quién sabe, quizás haya una veta de homosexualidad en nuestra familia.

Me miró consternado, pidiendo confirmación. Nuestro padre, a quien recordaba muy bien, era un hombre que amaba la vida; se divertía sorprendiendo a los demás con sus extravagancias, con los vestidos orientales que se ponía en casa y con las pipas de agua.

—Habrá fumado porros, seguro, recuerdo que guardaba en casa una planta de marihuana, y no desdeñaba amistades particulares; pero en el fondo era un conformista. ¡No olvides que cuando murió era embajador en la Santa Sede, y que tuvo nada menos que dos mujeres y tres hijos!

—Ya —contestó Luigi, e hizo ademán de llevarse la mano al pelo, pero se detuvo. Tal vez tuviera razón Natascia: sostenía que Thomas era perfectamente normal, lo demostraba el hecho de que cuando ella se ponía minifaldas y cruzaba las piernas le echaba unas miradas que la hacían enrojecer.

—¿Y ella cómo reacciona?

La respuesta de Luigi, «Se pone pantalones cuando él está con nosotros», no me enterneció.

—Ajustados, me imagino.

Luigi no captó la malicia de mis palabras:

—Tiene muchos pantalones, anchos, estrechos, ajustados en el tobillo… —Y cambió de tono. Habría podido vivir bien con su sueldo de primer secretario de embajada, de no ser por la pensión alimenticia que debía pagar a Ada y los gastos de su nueva mujer, que él definía de high maintenance. A diferencia de su primer, insípido matrimonio, el amor de Natascia, cálido e intenso, le apagaba plenamente. Pero ella no quería trabajar ni estudiar. Su ambición era ser una esposa y nada más—. Y sin duda lo es, sublime desde mi punto de vista. Pero a un alto precio: viajes, amistades con gente mucho más rica que nosotros y por lo tanto costosas, guardarropa a la última moda, inyecciones de botox, pequeñas operaciones… —Y Luigi se detuvo: había notado mis pómulos estirados. Luego prosiguió—: Tengo tres pesadillas: ser traicionado, morir pobre y tener un hijo homosexual.

Luigi habría seguido hablando hasta tarde, pero yo me había cansado de escucharlo y sugerí que nos fuéramos a dormir. Lo acompañé a su cuarto. De las paredes colgaban todavía un gran póster de Mickey Mouse y una secuencia de fotografías de los primeros trenes del ferrocarril Siracusa-Ragusa: se veían los convoyes salir del túnel de Pantalica, correr, coronados por copos de humo blanco que destacaban contra el fondo de la roca gris, sobre los raíles flanqueados por paredes cortadas a pico, pasar por los puentes sobre el Anapo. Faltaba una bolsa, Luigi se la había dejado olvidada en la entrada. Me ofrecí a ir a recogerla mientras él deshacía la maleta y en el vestíbulo advertí una rendija de luz bajo la puerta del comedor. Luego unos ruidos. Giulia y Pasquale estaban despiertos. Me acerqué. «¡Ponte sobre la baldosa de Giulia!». Me detuve. ¿Con quién hablaba Pasquale? «¡Ponte sobre la baldosa de Giulia!», repitió. Era una orden. Oí algo que se arrastraba sobre el suelo, un jadeo. Y luego golpes rítmicos y repetidos. «¡Quédate quieta!».

Luigi estaba en el baño. Cuando volvió al dormitorio, en pijama y descalzo, retiré la sábana y la colcha de piqué para dejar que entrara en la cama, tal como hacía de pequeño. Él introdujo los pies bajo la sábana y se tumbó. Esperaba a que lo tapara. Le doblé la sábana y la estiré alisando el embozo bordado. Una caricia en la mejilla, y me incliné para darle un beso de buenas noches en la frente. Exactamente igual que cuando éramos niños.

No conseguía quedarme dormida. Aquellos golpes en el comedor me seguían resonando dentro. Giulia y Pasquale. Era algo que nunca me habría esperado. Me levanté, bajé de puntillas y regresé ante la puerta. Me agaché para mirar por la cerradura, pero todo estaba a oscuras. Escuché, con la oreja contra la madera. Silencio. Regresé a mi cuarto y me acerqué a la ventana: a través de los listones de las persianas escruté en la oscuridad, luego volví a la cama. Me parecía estar a punto de conciliar el sueño, pero no acababa de conseguirlo. Estaba inquieta. Pensaba en los negros que caminaban en fila por las paredes de la cantera y en las extrañas luces que temblaban aquí y allá sobre la roca mientras esperaba a mi hermano. Y luego, de nuevo, aquellos golpes. Giulia y Pasquale. En el duermevela afloraba el recuerdo borroso de la muerte de mi madre y el abrazo de mi padre ante la fuente con los peces rojos, con una mujer… No, me equivoco, no era una mujer, era Bede.

Pero ¿quién era, en realidad, mi padre?