En Pedrara
Sábado, 19 de mayo
(Mara)
Yo estaba esperando a Viola corroída por la ansiedad. Había ido a los estudios televisivos de la RAI para ver a su padre. Alberto estaba grabando el programa que concluiría la vigésima temporada de En familia, su espacio de entrevistas. Viola tenía que comunicarle que iba a abandonar sus estudios de antropología. Le faltaba valor para decirle que no había logrado aprobar los exámenes del primer año y que había sido expulsada de la universidad. Además, las chicas con las que compartía la casa le habían pedido que dejara su cuarto a finales de mes: Viola hacía que se sintieran incómodas, con su obsesión por comer a solas y por cocinar aparte. «Demasiadas verdades me hacen trizas», había lloriqueado mientras me lo contaba.
Para distraerme, me dediqué al cambio de armarios, una tarea fatigosa pero agradable. Guardaba la ropa de invierno, satisfecha de volver a sacar la de verano, ligera y colorida. Y me deleitaba por adelantado con el placer de las compras para la nueva temporada: seguiría con asombro y curiosidad las progresivas oscilaciones de la moda, y una vez más sería como enfundarme una piel nueva. Antes de meter en sus fundas los vestidos, las chaquetas, los abrigos, las faldas y los pantalones, antes de doblar los jerséis y guardarlos con el antipolillas en sus respectivas grandes cajas de cartón forradas con papel de periódico, que permanecerían encima de los armarios hasta el otoño, verificaba que todo estuviera bien limpio y perfectamente cepillado. Observaba cada prenda con atención y casi con cariño, acariciaba el tejido como si fuera el pelo de un animal para comprobar su calidad —observaba los puntos clave: la sisa, el cuello, los hombros y el forro— y a veces hacía una última prueba: si la tela era bonita y la prenda me sentaba bien resaltando el cuerpo, la guardaría hasta el otoño siguiente o hasta que lo viejo se convirtiese en vintage y volviera a ponerse de moda. De lo contrario, me desharía de ella.
Este amor por los vestidos bien hechos me lo había transmitido la tía Anna. Al final de una larga disputa hereditaria con su hermano había obtenido, junto con los muebles de la casa de Zafferana, algunos baúles de ropa de cama y de vestidos antiguos: los guardaba en Pedrara, y durante las largas vacaciones estivales yo la ayudaba a airear los vestidos y a devolverlos a su sitio. Después de la muerte de mi padre no volvió a pedírmelo.
Había trabajado mucho en la colección de zapatos DOM otoño-invierno, con la doble espada de Damocles del cambio de propietario en la empresa y de un potencial despido —en mi sector, a una mujer de cincuenta que no ha alcanzado el éxito se la considera un limón exprimido—, y había obtenido mi recompensa: mis creaciones habían gustado a los buyers saudíes y el nuevo consejero delegado de DOM me había felicitado, si bien evitando cuidadosamente aludir a un aumento de sueldo. Sentía que iba a ser un buen año para nosotros, y que Viola iba a obtener de su padre lo que le pedía. De vez en cuando, me acercaba un vestido al cuerpo y me miraba al espejo. Llevaba estupendamente mis años y en biquini seguía luciendo bien; en cualquier caso, pediría una cita al cirujano y antes de las vacaciones me pondría como nueva.
Al lacónico sms de Giulia le siguió justo después una llamada imperiosa: «Mamá padece desde hace días una fuerte infección urinaria, desvaría. No responde a la medicación. El doctor Gurriero me ha pedido que os advierta a Luigi y a ti que es muy grave».
Mi última visita a Pedrara fue hace tres años, en febrero. Pasé dos noches allí antes de ir a Catania para la fiesta de Sant’Agata. Los almendros estaban en flor y las vistas del valle, blanco y rosa, me habían ensanchado el corazón. Pensaba confusamente que también para Viola habría sido un consuelo tener un sitio al que volver, pero en el curso de los años nuestras visitas a Pedrara habían sido raras y breves, y ella apenas lo conocía: me daba cuenta de que no había hecho nada para que echara raíces y tal vez ahora fuera tarde para intentarlo.
El automóvil de alquiler me esperaba en el aeropuerto de Catania para llevarme a casa, otras dos horas largas de viaje. Como me había dicho el chófer, nada había cambiado: un breve tramo de autopista, luego la autovía de doble carril —ésta también durante unas pocas decenas de kilómetros—, más tarde una confortable provincial y, en el último tramo, una carretera privada que se estrechaba y se encaramaba al altozano entre curvas cerradísimas.
Una vez pasado el cruce de Pezzino, el automóvil tomó una carretera semiabandonada que atravesaba campos de cereales delimitados por muretes en seco, con almendros silvestres y granados dispersos, que yo no recordaba. El cartel que indicaba BOSQUE DE SAN PIETRO había sido arrancado del poste. Ni una casa, ni una cabaña a la vista. El asfalto se había reducido a una pista marcada por profundas grietas. Luego apareció el bosque de San Pietro, y me hallé en lugares conocidos.
El tortuoso carril era estrecho y sólo permitía el paso de un vehículo a la vez. La sombra de los robles, alivio muy agradecido tras el ardiente sol de la meseta, anticipaba el frescor con el que nos acogería la villa. Bajé la ventanilla. Tras el tronco de un grueso olivo quebrado por un rayo, la tierra se resquebrajaría y veríamos el extremo de la cantera, donde las paredes se unían como las manos de un cíclope en oración. De ahí manaba una gruesa vena de agua que acababa, junto con el chorro de un segundo manantial, en una cavidad de cal. Las aguas originaban una altísima cascada en forma de columna, que al caer creaba un venero espumoso desde el que un pequeño torrente afluía serpenteando en el río Pedrara, que daba su nombre a la cantera.
El sol poniente embistió de través la columna de agua: parecía una cascada de diamantes, de lo mucho que relucía. Y me olvidé de la tía Anna. Aunque sólo por un instante.
El chófer se afanaba con pericia por las estrechas y cerradas curvas que bajaban hacia el valle. Lejos, frente a mí, la cresta de piedra estaba horadada por huecos negros: eran antiguas tumbas, algunas inalcanzables, otras con un rastro de sendero rasante a la piedra desnuda. Una vista familiar y muy querida. A lo largo de la pared, subiendo por los senderos, atisbé unas sombras oscuras en fila india: se introducían en los huecos justo mientras otras salían, como hormigas obreras —unas iban, otras venían—, ordenadas y solícitas.
—¿Quiénes son? —le pregunté al chófer.
—Yo no veo a nadie.
Se las señalé; él miró y luego repitió, decidido:
—Yo no veo a nadie.
Intenté tomármelo con desapego:
—¿Hay africanos por aquí?
—No lo sé. Son cosas que no me incumben.
Y dio un volantazo para entrar en un tupido bosque de encinas. Cuando salimos, los negros habían desaparecido.
Me apoyé en el respaldo y cerré los ojos, cansada.
—¿Hace mucho que no vuelve a su casa?
Me sobresalté. El chófer señalaba una masa oscura más abajo, la villa de Pedrara, cuya torre apenas se reconocía. No le contesté. Él cambió de tema.
—Siempre era a mí a quien quería ver en el aeropuerto doña Anna, en el caso de que el doctor Lo Mondo no pudiera ir a recogerla. Yo era el único en quien confiaba. Doña Anna era feliz al volver a su casa. —Me miró por el espejo retrovisor—: Su madre está mejor atendida que una reina. —Y pisó el acelerador.
La verja de hierro colado, abierta de par en par, nos invitaba a tomar el paseo empedrado que llevaba a la villa.
El crepúsculo retrocedía ante los lametazos de la noche. Los azulejos de cerámica de mayólica que enmarcaban ventanas y balcones relucían, destacando contra el revoque de la fachada, ya oscuro. El aroma de las flores nocturnas y de los jazmines, recién regados, ascendía para envolver la villa.
Como si nos hubiera estado espiando, Bede apareció en la puerta mientras yo bajaba del automóvil. Llevaba su clásico atuendo, el de sus veinte años, admirado por toda Alejandría: una galabeya de algodón blanco de rayas grises y negras, ajustada en los hombros y marcada en la cintura, que caía mórbida hasta rozar las babuchas de tafilete beis. Sus cabellos negros, divididos por una raya central y recogidos en una coleta, hacían resaltar sus altos pómulos, la frente lisa con tupidas cejas bien dibujadas y los enormes ojos almendrados de color verde azulado. Su bronceado era más evidente a causa del blanco de la galabeya. Andrógino, ambiguo, era extraordinariamente sensual. Casi sin edad.
Bede se disculpaba, pero tenía que salir. El mismo chófer que me había acompañado lo llevaría a él a una cita. Estaría de vuelta antes de medianoche; Pina, su sobrina, estaba con la tía y esperaría hasta su regreso. Luego pasó a hablar de la salud de la tía: se había tomado todo el caldo y ahora estaba descansando; el doctor Gurriero había venido esa tarde: a pesar de que no hubiera reaccionado al antibiótico como él esperaba, la había encontrada más lúcida y…
Se interrumpió, por detrás de él se habían asomado Giulia y Pasquale. Bede cogió mi maleta.
—Te la llevo a la hospedería de la primera planta, te espero allí… —Y se esfumó escaleras arriba, dejándonos a los tres en el umbral.
—¡Ah, conque has podido venir!
Giulia tenía una sonrisa tensa sobre su hermoso rostro. Me ofreció la mejilla distraídamente; su beso olía a sudor. Sus cabellos claros estaban despeinados, y me pareció delgadísima, con una blusa y unos vaqueros demasiado amplios.
—¡Bienvenida! —Pasquale me puso las manos sobre los hombros, me atrajo hacia él y me estampó dos besos en las mejillas—. Has hecho bien en venir, a vuestra madre no le queda mucho. Para Giulia es un gran consuelo tenerte aquí.
Ella, mientras tanto, había recogido del suelo a Mentolo, su gato bermejo, y lo acariciaba.
—Esperamos a Luigi esta noche… —Y luego añadió, hostil, sin mirarme—: Nosotros estamos acampados en el comedor y en la antecocina. Podemos cenar juntos, si quieres.
—Antes quiero ir a ver a la tía —contesté, y subí rápidamente.
La alcoba estaba a oscuras; Pina —me costó reconocerla— se levantó de la silla que estaba junto a la cama y encendió el abat-jour, velado por un cuadrado de seda de color ámbar. Tía Anna estaba adormilada, con la cabeza hundida en la almohada. Pina intentó despertarla. Le susurraba cosas, le hacía cosquillas en la mejilla. Ella hizo amago de sonreír y siguió dormitando. Su rostro parecía carente de arrugas, rosado, fresco. Le estreché la mano.
—¡Tía, soy Mara! ¡Acabo de llegar de Milán!
La tía se espabiló, abrió un poco los párpados, pero volvió a cerrarlos enseguida. Le dejé la mano sobre la sábana.
—Tengo sed… —murmuró.
Le quité a Pina de las manos el vaso con la pajita.
—Tía Anna, soy Mara…, aquí tienes, bebe. —E intenté incorporarla del almohadón.
Ella abrió de nuevo los párpados, una hendidura tan sólo, y se quedó mirando el vaso. Luego su mirada fue deslizándose a lo largo de mi brazo y desde allí pasó a mi rostro. Se puso rígida.
—¡Vete de aquí…, vete de aquí! ¡Que venga Bede! ¿Dónde está Bede?
Escrutaba nerviosa en la penumbra mientras yo le repetía:
—¡Bebe un sorbito de agua! ¡He venido aposta de Milán para verte…!
De repente, ella rechazó mi mano, volcando el vaso.
—¡Bede! ¡Bede! —Y dirigiéndose a mí—: ¡Vete de aquí!
Giulia me había seguido y se había mantenido apartada, con el gato en brazos.
—No te quiere —dijo sin sentimiento—. No te quiere, tan sólo quiere a Bede.
—¡Bede! ¡Bede! —gritaba la tía. Me miraba como me había mirado Alberto cuando fui a su camerino para felicitarle, al final de la primera temporada de En familia.
Había dejado en casa a Viola, recién nacida, y había entrado sin llamar, para darle una sorpresa; a él le haría ilusión, estaba segura. Sentada sobre la mesa de maquillaje, una azafata medio desnuda tapaba la foto de Viola pegada al espejo iluminado. A su lado, una botella de vino espumoso, dos copas y un plateau de ostras. La mirada dura de Alberto.
—Vete de aquí —me había exigido, con la voz plana.
Salí de la habitación junto con Giulia. Me costaba contener las lágrimas. Ella se había dado cuenta y tuvo un momento de incertidumbre, como si quisiera decirme algo. Cerró la puerta y parecía estar de nuevo a punto de hablar, pero luego se limitó a lanzarme un mirada huidiza y se alejó rascando el hocico de Mentolo, que ronroneaba rumorosamente.