Nuddu ammiscatu cu nenti
Jueves, 24 de mayo, por la mañana
(Bede)
Me han vestido con mis mejores ropas.
El doble cortejo fúnebre se despliega por las calles de Pezzino y aminora el paso ante la iglesia del Purgatorio. Allí, cuarenta años antes, se celebraron tus bodas con Tommaso, en la misma iglesia en la que se había casado tu hermana Mariangela. Yo no estaba; Tommaso me había aconsejado que no me dejara ver por Pezzino, donde todavía se hablaba del «asunto» a causa del cual me había ido a vivir con su familia. Pero después de oírtelo contar tantas veces, era como si yo también hubiera estado en vuestra boda: Giulia, de cinco años, sentada en el banco de delante con los Belmonte, tu familia, alejada de la hermana mayor, Mara, sentada ella también en primera fila pero en el lado opuesto, junto a la abuela de quien había heredado el nombre, doña Mara Carpinteri. Cuando Giulia vio a su padre colocarte la alianza en el dedo, se levantó de su sitio y avanzó muy decidida hacia vosotros: ella también quería un anillo. Tommaso estaba abochornado, así que Giulia se dirigió al sacerdote, para que le dijera a su padre que le diera el otro anillo, y señalaba con la mano el cojinete de terciopelo. Tú, más avispada, te quitaste la alianza y se la pusiste en el pulgar a Giulia; luego ella te la devolvió y regresó a su sitio de lo más contenta.
Tus restos mortales van en cabeza, austeros; sobre el ataúd, una corona de lirios y violetas. Los otros despojos, los míos, están cubiertos por una gran cantidad de coronas y ramos de flores, ofrecidos por mis parientes.
Ante el portal barroco, las figuras semidesnudas de las ánimas del purgatorio contrastan con la sobria fachada catalana. Una vieja que se disponía a entrar en la iglesia se detiene en el pórtico, sorprendida, y observa la fila de vehículos negros de cristales tintados. El cortejo toma la calle principal del pueblo. En la acera del bar del centro —ese donde trabajé de chico— los parroquianos dejan los vasos de vino y las jarras de cerveza sobre las mesitas, como muestra de respeto.
—Gente de una pieza, esos Lo Mondo —dice uno.
—¡No se detuvieron ante nada! —susurra otro a su vecino, con la mano en forma de concha delante de la boca.
—¡Para defender a la familia y vengar su honor! —contesta éste en un cuchicheo.
—Desde que se han vuelto ricos…
—Es verdad, pero son scantusi, unos gallinas. Desde el «asunto» no se les ha vuelto a ver por el pueblo.
—Te equivocas, en las recepciones del alcalde sí que se dejan ver. Sólo de la gente pobre como nosotros no quieren saber nada.
—No le tienen miedo a nadie, de lo contrario no habrían organizado el funeral en el pueblo. —Y luego, en voz baja, añadió—: Ha llegado un forastero demasiado interesado en historias antiguas… Y los Lo Mondo lo saben.
Me han querido mucho, mis hermanos.
Un chico ya achispado dice en voz alta:
—Dicen que él se mató a causa del dolor por la muerte de la Carpinteri. —Pero enseguida es acallado.
De una mesa se levanta una voz:
—No, no, a ése las mujeres no es que le hicieran mucho tilín.
—Pues no podía ser por sumisión a la Carpinteri. Anda que no era vieja, hasta podría ser su madre… —insiste el chico.
Otro:
—Se oyen por ahí historias de ancianas ricas que seducen a hombres más jóvenes…
—¿Que seducen? ¡Que mendigan, deberíais decir! Si hay dinero de por medio, todo es posible. Las tías es que se han vuelto todas como tíos —comenta el chico, y luego vacía el vaso de vino.
—Y lo más extraño es que el arcipreste oficia en el crematorio. ¡Anda que no debían de ser personas importantes, esos dos! ¡Y nosotros, ni idea! —suspira una chica muy joven con una gruesa cruz de plata en el cuello.
Su vecino ha levantado una jarra de cerveza.
—¡El crematorio! —exclama sarcástico antes de llevarse la jarra a los labios—. Buena falta nos hacía en Pezzino, con las alcantarillas por arreglar, las tuberías de agua que pierden y las calles llenas de baches. Si los de la Comunidad Europea que nos han dado el dinero supieran lo que ocurre por la noche en el crematorio…
—¿Por qué? ¿Qué ocurre por la noche en el crematorio? —pregunta un joven con bigotes y bien vestido.
—Nada, no ocurre nada. —El hombre de la jarra de cerveza se ha dado cuenta de que el dueño del bar, apoyado en la puerta, lo está mirando con insistencia—. Qué va a pasar, que excavan pirtusi, agujeros para plantar las rosas «del recuerdo», y que podan los arbuli y queman las ramas en el crematorio, pues eso, para que no se oxide. Es que los cristianos lo que quieren es acabar bajo tierra, junto con sus familias.
«Tú si’ nuddu ammiscatu cu nenti»[1], me dijo él, despreciativo; y, dirigiéndose a ella, añadió, «Y tú también, también tú si’ nuddu ammiscatu cu nenti».
—¿A cu apparteni, de quién es la muerta? —pregunta un joven que aguarda junto con otros a que pase el cortejo para atravesar la calle.
—Nenti, de nadie, es de una familia de Zafferana, pero acabó aquí. Su padre era médico, medio pariente de la madre del embajador —contesta un viejo elegante con el sombrero en la mano.
Es mi final. El final de Bede Lo Mondo. Nada. Nadie. Nuddu. Y lo mismo ocurre con Anna. Ya sabíamos que moriríamos a la vez. Siempre tuvimos ese presentimiento. Pronto seremos polvo. Desde lo alto, veo entre los tejados de tejas en forma de canutillo la cúpula del crematorio y a nuestras familias en el cortejo, como si ya fuéramos extraños.
En el primer vehículo, Luigi, único hijo de Anna, ciñe la cintura de Natascia, su jovencísima mujer. Desde el asiento de atrás, Giulia dirige su mirada opaca hacia la fachada de la iglesia; Pasquale Romano, su compañero, está sentado a su lado, con las piernas abiertas —el muslo pegado al de ella—. Un segundo vehículo acoge a Mara, la primogénita, que mira por la ventanilla, pálida; junto a ella se sientan compungidos Alberto, su exmarido, y Ada, la primera mujer de Luigi. Por detrás, cuatro vehículos abarrotados siguen a los de los Carpinteri; en ellos van mis parientes más cercanos: hermanos, cuñadas, nietos y bisnietos.
El cortejo se acerca a la iglesia madre. A diferencia de la iglesia del Purgatorio, su fachada monumental está decorada con festones de fruta pulposa como un árbol del país de la cucaña. El gran patio ajedrezado de piedra lávica y mármol blanco brilla reluciente bajo el sol. Los transeúntes están alineados a lo largo de la acera. Algunos fieles se detienen en la anteiglesia y esbozan la señal de la cruz.
—Recordaba la pavimentación en mal estado —dice Luigi.
Giulia sonríe resabida.
—La plaza, la anteiglesia y la fachada han sido restauradas con fondos de la Comunidad Europea, que en su mayor parte han ido a parar al bolsillo de políticos que conocemos bien…
—¿Quiénes son esos políticos? —gimotea Natascia.
Luigi le coge la mano y le besa los dedos, uno a uno:
—Ya verás a uno en el crematorio, amor mío. No te gustará.
Falta poco. El final.
En el automóvil de mi hermano Gaetano, su nieto Tanino pregunta a mi cuñada Assunta:
—Abuela, ¿verdad que hoy comemos pasta con ragú, a que sí?
Ella menea la cabeza: se ha olvidado de hacer el dichoso ragú de carne.
Tanino se desgañita:
—¡Me lo habías prometido!
—Ya podías haberlo preparado esta mañana, Assu’ —dice Gaetano, severo, a su mujer.
—¿Cómo se te viene a la cabeza? Con tu hermano muerto… —masculla ella.
—¡Qué tendrá que ver! —exclama él exasperado—. Bede ha muerto, ¡y ’u picciriddu, el chiquitín, tendrá que comer!
En el vehículo no se habla de otra cosa más que del ragú, hasta que llegan al crematorio.
Hace un calor asfixiante. El cielo está casi blanco, ni un solo pájaro lo atraviesa. La luz de mediodía deslumbra. Los ataúdes hacen su ingreso en la capilla fúnebre seguidos por los Carpinteri, por mis parientes y luego por las familias Gurriero y Pulvirenti, que esperaban ante el crematorio.
«Nuddu ammiscatu cu nenti», repetía ella cuando hablábamos de nuestra muerte. «Me parece bien ser el Nenti de tu Nuddu. Una vez que seamos polvo, me gustaría que una espiral de viento nos transportase hasta Pedrara. Tan ammiscati, el Nuddu tuyo y el Nenti mío caerán como lluvia sobre las adelfas que costean el río, ésas de los troncos retorcidos e inclinados de los torrentes, con sus racimos de flores que rozan el agua».
Los hijos de Gaetano cierran la puerta y se apoyan contra las jambas.
—Estamos aquí para celebrar los funerales de Anna Belmonte, viuda del embajador Tommaso Carpinteri, y de Bede Lo Mondo —dice el arcipreste, y la ceremonia da comienzo.
Es mi momento final. El catafalco se desliza sobre la cinta, paso por debajo de la cortina de raso bordada con ribetes dorados y allí espero mi turno, después de la cremación de Anna.
El ordenanza —manos nervudas, impecable uniforme gris ribeteado de raso negro y zapatillas de gimnasia negras decoradas con flechas blancas— abre la puertecilla frente al ingreso, la que da al jardín del recuerdo, y ocupa su lugar contra la puerta como si fuera una cariátide, con la mirada fija en el ataúd.
La cinta se mueve y mis restos mortales entran en el horno.
Con gestos mesurados, el hombre invita a todos a salir, señalando con el dedo a los Carpinteri. Mara, Giulia y Luigi forman la primera fila, equidistantes uno del otro, con sus pasos sincronizados. Luego, un momento de confusión: postrada en el reclinatorio y con lágrimas, Natascia no parece tener intención de dejar el banco. Pasquale la observa por detrás y, expedito, se levanta para formar un dúo con ella. Pero Natascia no se despega del reclinatorio, y él, a su pesar, se ve caminando en la fila siguiente con Ada y Alberto, los ex de los Carpinteri. ¿Quiénes irán después de ellos, mis parientes o los notables del pueblo? El notario Pulvirenti resuelve la incertidumbre y deja el banco con su hijo Pietro, alcalde de Pezzino, y su nuera Mariella, seguidos por el doctor Gurriero, médico de la familia, y su mujer. Detrás de ellos, con los rostros congestionados y los ojos repletos de lágrimas, Gaetano y sus tres hijos varones. Luego mi otro hermano, Giacomo, con sus hijas Nora y Pina. Después de ellos, a come gghiè, a la buena de Dios, mujeres, nueras, yernos, nietos y bisnietos. Al salir, refrenan el paso y observan estupefactos a Natascia, sollozante sobre el reclinatorio, con sus rizos dorados elevándose rítmicamente sobre los hombros.
—Los familiares del difunto pueden escoger una rosa en memoria de su ser querido. —El ordenanza silabea en perfecto italiano la frase que le han enseñado, y luego añade—: Plantarla y regarla es cosa del menda.
Señala la rosaleda de jóvenes plantas lozanas, cada una con su propia maceta. Mis parientes, en su primera cremación, arrastran incómodos los pies. Luego alguien llama a la puerta de la capilla. Un intercambio de miradas; los hijos de Gaetano retroceden y se colocan en fila, de espaldas al ingreso. El ordenanza hace ademán de seguirlos, para ver quién llama; se detiene, fulminado por la mirada de mi hermano.
—Yo pago las rosas para el jardín del recuerdo —le dice Gaetano, silabeando las palabras y batiéndose enfáticamente la mano sobre el pecho.
—¿Qué rosas quiere? —pregunta el ordenanza, y lo repite—: ¿Qué rosas quiere?
Nadie le presta atención. Natascia, entretanto, ha aparecido en el jardín, con el vestido sudado pegado a su cuerpo mórbido, tembloroso; parece a punto de desmayarse:
—Luigi, Luigi…
El marido se le acerca, ella busca sus labios y se funden en un largo beso. Delante de todos.
En voz baja, al principio, mis parientes vuelven poco a poco a hablar de las cosas de los vivos. La hermana de Tanino escapa del abrazo de su madre y tropieza, se cae y se pone a gritar; la madre la coge en brazos pero es incapaz de consolarla. Tanino corre por la rosaleda. Evita a Pasquale, agachado para oler una rosa, arranca un capullo y se lo lleva a su hermana. Pero sólo recibe reproches.
—¡Eso no se hace! ¡Son las rosas de los muertos! ¡Si vuelves a hacerlo otra vez, te mato! —grita mi hermano Gaetano, luego lo levanta del suelo y le da un beso en la mejilla.
Así es como acaba. Mis parientes piensan en sus propios asuntos. Mis cosas. Tú las conoces, como me conoces a mí. Escogidas con cuidado, conservadas con amor. ¿Qué harán con mis cosas? No lo saben. No lo piensan. En cambio, tus parientes ya lo han pensado, di que sí, se han repartido ya lo que era tuyo, cada uno ha indicado lo que quería. Pero no están satisfechos: se arrepienten de no haber escogido alguna otra cosa, y mucho más… Se matarán entre sí.
Anna, nosotros dos formamos ya para siempre parte del pasado. Estamos solos, tú y yo, en la nada que nos aguarda.