Poco después del amanecer, el carruaje de Cyrus Lafayette llegó a una mansión de Mayfair y pidió audiencia con Edwad Russell, primer conde de Orlford, antiguo miembro del gabinete de gobierno y primer almirante de la marina británica. El conde y Cyrus se conocían desde hacía tiempo, y este último había ido a su residencia con la intención de aprovecharse de esa relación.
Era tan temprano que tuvo que esperar casi una hora antes de que le dieran audiencia. Las sienes le latían a causa de la frustración.
—Espero que sea importante, Lafayette —dijo el conde al recibirlo en sus habitaciones. Se había vestido rápidamente y lo miraba con desaprobación.
—Le estoy muy agradecido por su tiempo y su atención. —Cyrus ocultó el rostro haciendo una reverencia, pero no pudo disimular la amargura en su voz.
Le resultaba muy difícil comportarse con educación después de la noche que había pasado, de la información que había obtenido y de que el conde lo hubiera hecho esperar durante una hora. Margaret estaba en manos de un marino mercante huido de la ley. Si Cyrus no actuaba rápidamente, podrían herirla o denunciarla por brujería. Sus preciosos poderes podrían echarse a perder o, lo que sería aún peor, podrían vincularse a otro hombre que no fuera él.
—Es un asunto muy urgente, de naturaleza personal.
Russell hizo un lánguido gesto con la mano para animarlo a proseguir. Luego se levantó los faldones de la chaqueta y se sentó.
—Anoche hubo un incidente en los muelles de Billingsgate. Sus hombres estaban allí acompañando a los recaudadores de impuestos de su majestad. Iban en busca de un barco mercante que tenía previsto zarpar con la marea.
Russell ni negó ni confirmó la información. A Cyrus no le extrañó: sin duda el incidente debía de aparecer en los documentos que le llegaban al conde, pero probablemente no le habría prestado mucha atención, ya que para él era un asunto menor. Cyrus siguió hablando:
—Varios testigos afirmaron que una joven subió al barco justo antes de que zarpara. Tengo motivos que me hacen sospechar que esa joven es mi pupila.
El conde alzó las cejas, sorprendido.
—¿Margaret?
—Sí. Confío en que comprenderá mi preocupación y la razón que me ha obligado a sacarlo de la cama a estas horas.
—¿La han secuestrado?
Cyrus se había preparado la respuesta a esa pregunta.
—No lo sé con seguridad, pero imagino que sí. Margaret nunca ha tenido relación con tipos que están fuera de la ley. Y no se ha llevado equipaje, ni ningún objeto personal.
No obstante, eso no era cierto. Los talismanes más valiosos para ella habían desaparecido de su habitación. Él mismo se había encargado de registrarla antes del alba. Al descubrirlo, se había quedado destrozado, porque esa desaparición indicaba que su marcha había sido premeditada. ¿Por qué? ¿Por qué se había ido? ¿La habría forzado alguien? No podía creer que fuera un capricho tonto. Margaret no era una de esas jóvenes antojadizas de su edad, aunque no podía estar seguro. Le preocupaba mucho que la chica se asustara y tratara de defenderse usando la magia. Si lo hiciera, sería culpa suya, ya que él le había enseñado casi todo lo que sabía. Y ahora estaba atrapada en un barco con un montón de marineros supersticiosos e incultos. Esperaba que se diera cuenta de que no estaba en un lugar adecuado para practicar la magia.
—Habíamos acordado que nos encontraríamos en el teatro anoche —prosiguió Cyrus—, pero nunca llegó. Imagino que alguien le tendió una emboscada.
—¿Ha recibido alguna carta solicitándole un rescate?
—Aún no, pero no estoy dispuesto a esperar a que llegue. —Lafayette respiró hondo—. Sé que me estoy tomando muchas confianzas, pero quería pedirle ayuda.
—¿De qué clase?
—Los tipos que envié a investigar me han dicho que sus hombres tienen buenos motivos para querer detener a los ocupantes de ese barco. Si firmara una orden para que una nave de la marina británica persiguiera y detuviera el barco mercante y me permitieran viajar con ellos, podría adelantarme a sus movimientos y rescatar a mi pupila antes de que le hicieran daño.
Russell cogió el rodillo secante y lo deslizó arriba y abajo sobre el escritorio mientras consideraba la petición de Cyrus.
—Es más de lo que haríamos en un caso normal. La ley de impuestos no justifica una persecución de ese tipo.
—Le quedaría muy agradecido. Podría contar con mi total lealtad en futuras campañas cuando la necesitara.
La promesa de apoyo en cuestiones de gobierno siempre era tentadora. Cyrus estaba seguro de que el conde se cobraría el pago de su deuda de lealtad varias veces en años venideros, pero no le importaba. Estaba dispuesto a aceptar lo que hiciera falta para recuperar a Margaret. Tenía que recobrar su preciosa inversión. No había pasado todos esos años instruyéndola para dejar que se le escapara de las manos justo cuando estaba a punto de obtener su recompensa.
Russell le dirigió una mirada despectiva.
—Soy la máxima autoridad del almirantazgo. ¿Para qué voy a necesitar su ayuda?
Cyrus se crispó, aunque lo cierto era que no esperaba otra cosa. Sabía que Russell no querría mostrarse demasiado dispuesto.
—A menudo es útil convencer a la opinión pública mediante la palabra escrita —dijo—. Se me da bien ofrecer opiniones sutiles y persuasivas en mis discursos. Si deseara obtener más poder, mis discursos estarían a su disposición. —Hizo una pausa para dar más peso a sus últimas palabras—. Desde este día, sobre cualquier tema, las palabras de mis discursos están a su servicio.
Russell se quedó en silencio unos instantes, reflexionando, antes de levantarse.
—Mandaré llamar a uno de mis mejores capitanes. Él sabrá cuánto tiempo nos llevará disponer de una de las naves de la marina, prepararla y desviar su trayectoria para llevar a cabo esa nueva misión. Mientras esperamos a que llegue, vayamos a desayunar.
Russell chasqueó los dedos en dirección al criado que aguardaba junto a la puerta y el hombre desapareció de inmediato.
—Si no me equivoco, hoy hay huevos de codorniz. ¿Le va bien?
Cyrus sintió que se le agotaba la paciencia. Había confiado en que el almirante empezara a dar órdenes enseguida, poniendo a la gente en movimiento, pero, al parecer, eso no iba a ser así. No podía hacer más que armarse de paciencia, así que asintió con toda la cortesía que pudo fingir.
Russell lo guio hasta el comedor, donde estaban preparando la mesa para el desayuno.
Cyrus no fue capaz de comer ni de beber nada. Cuando llegó el oficial de la marina y Russell lo invitó a sentarse y a desayunar con ellos, la frustración de Cyrus aumentó. El capitán Giles Plimpton parecía un hombre competente, pero a Lafayette le habría gustado que el tema fuera tratado con más urgencia. Cada minuto que pasaba era un minuto malgastado, porque alejaba a Margaret un poco más de él.
Mientras el conde comía con apetito, Cyrus resumió la situación para el capitán Plimpton, intercalando sugerencias sobre cómo abordar el tema.
—He enviado a varios investigadores para ver qué pueden descubrir sobre la desaparición de mi pupila. Todos están de acuerdo en que la nave a la que subió se dirigía a Escocia.
—Ah, sí —replicó el capitán, llenándose el plato—. Se trata del Libertas, ¿me equivoco? Recuerdo haber leído que lo habían visto acercarse a puerto.
—Exactamente. Ése es el nombre —dijo Cyrus, aliviado porque el oficial conociera la nave fugitiva.
—El capitán y su tripulación son viejos conocidos. —Plimpton asintió lentamente—. Son un hatajo de tipos duros, crueles. Entran y salen de los puertos al amparo de la noche sin saludar a nadie, ni al práctico del puerto ni, por supuesto, a los de aduanas. Sería un placer perseguirlos y pedirles que se pusieran al día en el pago de impuestos. Pero, por desgracia, no es una misión prioritaria para la marina británica dar caza a una nave solitaria que viaja a Escocia sólo por una cuestión de impago de impuestos —dijo con una sonrisa.
Cyrus pensó rápidamente. Si unían el secuestro al impago de impuestos, la causa ganaba peso. No obstante, cada vez que oía pronunciar el nombre de Escocia se ponía más nervioso. Margaret era una joven muy inteligente. A menudo le había pedido visitar a su familia escocesa. Era una idea pésima, ya que podría perderla para siempre si la dejaba marchar. Cyrus siempre le había dado largas, prometiéndole que un día irían. Ahora se arrepentía de haberle dado esperanzas, aunque fueran vagas, por si ésa era la causa de su huida. Había temido que Margaret se apartara del camino que había diseñado para ella si volvía a su tierra natal, pero ahora sospechaba que había tenido intención de apartarse desde el principio. Echando la vista atrás, se dio cuenta de que debería haber sofocado todo deseo de huida recordándole cuántos como ella habían muerto a manos de los cazadores de brujas al norte de la frontera. ¿Se habría marchado con la absurda idea de reencontrarse con su familia? Si era así, se enfrentaba a grandes peligros. Para empezar, estaba en un barco rodeada por una tripulación de marineros pendencieros y salvajes. A Cyrus se le encogía el estómago al pensar en su precioso juguete en manos de esa gentuza. Ella era su instrumento de poder, su varita de zahorí, y pensaba recuperarla como fuera.
El conde señaló el plato de Cyrus.
—La primera regla del mar, señor Lafayette, es comer tanto como se pueda siempre que se pueda, porque no sabes cuánto tiempo pasarás en alta mar, y el rancho a bordo no vale nada.
Así que ésa era su excusa para llenarse la panza mientras había temas urgentes de los que ocuparse. Pero al menos el comentario del conde parecía indicar que habían aceptado su sugerencia de viajar con el capitán.
—Le ruego que me comprenda, señor —dijo Cyrus, señalando el plato con falsa humildad—. Me temo que no podré comer nada. Igual que no podré dormir hasta que sepa que mi pupila está sana y salva.
El comentario o la actitud de Cyrus hicieron reaccionar a Russell, quien se echó hacia atrás en su silla, apoyó la nuca en el reposacabezas y repuso:
—Sí, entiendo que esté preocupado, y su plan de ir a buscarla personalmente me parece admirable, por supuesto. —Hizo un gesto de magnanimidad con la mano—. Daré las órdenes oportunas inmediatamente. La detención servirá de escarmiento a los que ignoran las normas de las aguas británicas. Nos aseguraremos de que su pupila vuelva a casa sana y salva y de que ese barco corrupto sea un ejemplo para el resto de las naves. Ambos saldremos ganando.
—Le estoy muy agradecido. Quedo por siempre su humilde servidor —dijo Cyrus con una inclinación de la cabeza.
Sin embargo, él no se conformaría con hacerlo servir de ejemplo. Si uno de aquellos marineros se había atrevido a tocarle un pelo a su preciosa Margaret, lo haría pedazos con sus propias manos.
Cuando Maisie despertó de un sueño profundo, se encontró con que el capitán se había ido, probablemente a cubierta, para tomar el mando del barco una vez más. Suspirando, disfrutó de la sensación de saciedad con la que se había despertado. Se le ocurrió que tal vez habría sido preferible despertarse antes que él, porque ese sentimiento era engañoso: le avivaba un hambre desconocida, hambre de más. ¿Serían así las cosas siempre ahora que se había acostado con un hombre? Sorprendida por la respuesta de su vientre, que empezó a palpitar sólo de pensar en ello, se sentó en la cama.
Vio que Roderick le había dejado una jarra de cerveza en un estante con barandillas cerca de la litera. La bebió con ansia. Al lado de la jarra encontró una caja de madera. Al abrirla, vio que contenía unas galletas duras, de avena. Y, a pesar de que eran muy sencillas, las encontró muy sabrosas.
Se levantó y buscó el cubo para aliviarse. Al acabar, se examinó el cuerpo antes de vestirse.
Tenía los pechos algo doloridos, y sus pezones se endurecieron instantáneamente al rozarlos, recordándole el placer que había experimentado la noche anterior. Maisie se maravilló una vez más. Sabía que perder la virginidad supondría un cambio importante en su vida, como mujer y como bruja. Sabía que sus poderes mágicos crecerían en magnitud y en intensidad cuando se uniera carnalmente a un hombre, pero no se había imaginado que fuera a disfrutar tanto de la recién descubierta sensualidad. Se acarició el cuerpo con las manos, experimentando, y de inmediato sintió un cosquilleo en la piel, que estaba sensible y muy receptiva. La sensación que le inundaba el vientre siempre que estaba lista para hacer magia se había intensificado muchísimo. Era obvio que su poder se había fortalecido. Y no pudo resistir la tentación de probarlo.
Levantando las manos, dejó que su magia fluyera desde las palmas alzadas, y se asombró por la intensidad de la luz y el calor que surgieron de ellas. Por primera vez en la vida notó que la magia procedía de ella. La plenitud sensual la había anclado en su interior. Hasta ese momento, la magia para ella había sido algo adquirido a través de conocimientos externos. Había sido un punto de partida. Era como si ella apretara un gatillo y pusiera en marcha toda una cadena de acontecimientos. Pero ahora sentía algo muy distinto, como si ella fuera la fuente, y no el gatillo.
Mientras seguía maravillándose por todo ello, el barco entró en una zona de mar agitado y comenzó a balancearse con más intensidad. Maisie no pudo resistir la tentación de extender las manos y canalizar su vitalidad dirigiéndola hacia las olas que rodeaban la nave. Murmurando entre dientes, saludó a los elementos y les pidió que las aguas se calmaran. A continuación cerró los ojos para vivir profundamente cada instante de la experiencia. Sintió que formaba parte del océano, que estaba dentro de él, y que las olas empezaban a moverse con más lentitud.
—Era verdad. He cambiado —susurró, sin acabar de creérselo.
Se levantó el pelo, apartándoselo de la nuca, y lo sujetó con varias horquillas que había guardado en el bolsillo del vestido. Mientras flexionaba el cuello a un lado y a otro, notó cómo el poder crecía en su interior. A partir de ese momento le sería mucho más fácil protegerse. Sería muy tentador usar sus poderes, pero tendría que esforzarse para mantener sus habilidades a raya para no ser descubierta y no acabar ejecutada como su madre.
No era extraño que Cyrus quisiera estar presente para tomar el control en el momento del cambio. Su poder se había desarrollado muchísimo durante las últimas horas. Se sentía fortalecida tras haberse acostado con el capitán; tenía más confianza en sí misma, como mujer y como bruja.
Era una sensación muy agradable.
Se llevó la mano entre las piernas y se acarició los pliegues de su zona más íntima. Descubrió que, aunque estaba un poco molesta e hinchada, no sentía dolor, sino todo lo contrario. Al presionar un poco más adentro, notó que nada había cambiado ostensiblemente. Al ver la gran erección del capitán la noche anterior, había temido que su sexo nunca volviera a su estado original, pero, al parecer, no sólo no había tenido ninguna dificultad en albergarlo en su interior, sino que estaba deseando volver a hacerlo. Al deslizar los dedos en su interior, se excitó y deseó que fuera la larga verga del capitán la que ocupara el lugar de ellos.
«¿Será normal?» Maisie se sentó en la cama y se reclinó, pasándose los dedos por sus pliegues sensibles. El botón de la entrada reaccionó irguiéndose vivamente al notar la resbaladiza caricia de su mano. Se dejó caer de espaldas sobre la cama separando los labios, y se sintió muy femenina y muy rica sin necesidad de posesiones materiales. Sus poderes empezaron a hervir en su interior. Todo era mucho más intenso de lo que había esperado. Mientras se masajeaba casi hasta el orgasmo, volvió a maravillarse. ¿Habría sido todo igual de potente con otro amante? ¿O debía su transformación a la gran habilidad amatoria del capitán y al hecho de que hubiera resultado ser una buena pareja para ella, una vez que hubieron acabado las negociaciones y se hubieron puesto manos a la obra?
Sorprendida por su reacción, Maisie hundió los dedos más profundamente en su interior, imaginándose que era el mástil del capitán el que se abría camino en su sexo. Inmediatamente la inundó una sensación que nacía entre sus ingles y se extendía hacia arriba. Levantó las caderas de modo instintivo, dejando que los dedos se deslizaran más adentro. Al principio, había notado que aún tenía la carne un poco sensible, pero enseguida los fluidos calientes que brotaron de dentro se encargaron de calmarla. Aquello no podía ser malo. Al contrario, era muy bueno. Y sin duda estaba ligado a lo que había sucedido en ese camarote la noche anterior. Alguna vez se había tocado cuando era virgen, pero habían sido caricias inseguras, de prueba. Había sentido deseo y, de vez en cuando, una leve muestra de lo que era el placer sexual, pero esto era muy distinto. En su mente apareció una imagen del capitán, masculino y muy decidido, mientras se clavaba dentro de ella. Cada vez que se acariciaba, era como si fuera él quien lo hiciera.
Cómo le había gustado verlo alzarse sobre ella. No había podido evitar admirar los movimientos de sus caderas al hundirse en su interior, sosteniéndose con los brazos para no aplastarla mientras los llevaba a los dos hasta el éxtasis. Su erección le había parecido un ser indomable. Cuando había estallado, lo había hecho de un modo casi descontrolado. La necesidad de rendirse al placer había estado bien visible en su rostro mientras la acariciaba con fuerza arriba y abajo.
La memoria saltó luego a su siguiente encuentro, y Maisie vio la cabeza del capitán hundida entre sus piernas. Al recordar su pelo espeso y rebelde entre los dedos, sintió como un eco de su boca sobre ella, dándole placer con su lengua y sus besos cargados de adoración. Había sido un encuentro apasionado, sorprendente y muy placentero. Rememoró cómo la había acariciado él, e imitó sus movimientos, tocándose por dentro y por fuera al mismo tiempo. Mientras recordaba su entusiasmo y cómo había sonreído cuando ella se había rendido al placer, Maisie volvió a alcanzar el éxtasis. Gratamente sorprendida, cerró los ojos y sonrió.
Podría haberse adormecido de nuevo, pero sentía curiosidad por saber dónde andaba Roderick y qué estaría haciendo. Cuando algo crujió cerca de la puerta, la joven se la quedó mirando expectante, pero nadie entró, así que decidió levantarse.
Tras terminar de vestirse, se sentó pacientemente en el borde de la cama y estudió en detalle todos los objetos del camarote. Cuando acabó, se concentró en los ruidos que hacía el barco, los crujidos y los chirridos que al principio sonaban alarmantes, pero que a medida que pasaban las horas fueron convirtiéndose en una sintonía musical casi armónica.
Su paciencia estaba a punto de agotarse.
Desde que habían aprendido a caminar, tanto su hermana como ella se pasaban los días corriendo de un lado a otro. La paciencia nunca había sido el fuerte de ninguna de las dos. Su madre a menudo comentaba lo rápidamente que se cansaban de todo. Solía decir que incluso a Lennox, que era mayor y estaba acostumbrado a moverse con más independencia, le costaba menos quedarse quieto en un sitio si hacía falta. Aquellos recuerdos no la ayudaban a tener paciencia en esos momentos. Nada la ayudaba.
Además, no tenía ni idea de qué hora era. Deseaba ver el sol y el cielo para comprobarlo. El capitán le había ordenado que no subiera a cubierta, pero ella no podía seguir resistiéndose a la llamada del mar y el aire fresco. Tal vez podría ser útil. Siempre sería mejor ser útil que estar sentada sin hacer nada, tratando de saber qué hora era mientras la vela de sebo chisporroteaba en el quinqué.
Se abrochó las botas y se preparó para salir del camarote del capitán.
El estrecho pasillo era oscuro y húmedo. Apoyó una mano en cada pared y fue avanzando. Al final del corredor encontró la escalera de madera. Era tal como la recordaba de la noche anterior: endeble y traicionera. Decidida a no dejarse acobardar por el entorno desconocido, Maisie subió los escalones con cuidado y salió a la superficie. Cerró la trampilla por la que había salido antes de dirigirse hacia el rincón en sombras donde se había ocultado la noche anterior. Desde allí escuchó los ruidos que hacían los marineros.
Inspiró hondo, agradeciendo la humedad del agua salada que flotaba en el viento. Una vez al aire libre, los elementos se fundieron con ella y le levantaron el ánimo. Le hablaban animadamente, mientras el barco se desplazaba sobre las olas, libre de las ataduras de la tierra firme y de la vida civilizada. Sus voces la hicieron retroceder en el tiempo hasta su infancia en las Highlands, donde la gente vivía en armonía con los elementos y las estaciones, moviéndose al ritmo del tiempo y de las mareas.
La joven miró hacia la línea de la costa. Estaba demasiado lejos para distinguir los detalles, pero vio los colores de los acantilados y su altura cambiante. De vez en cuando se distinguía una bahía, con un montón de casitas apiñadas. Trató de determinar a qué velocidad viajaban. No fue capaz de decirlo, pero sí sabía que avanzaban más deprisa que si fueran por tierra en coche de caballos. Por eso había ido a buscar un barco que la llevara a su destino. Un navío viajaba sin cesar, ya fuera de día o de noche, ayudado por las mareas y el viento que hinchaba sus velas, mientras que un coche de caballos debía detenerse todas las noches en una posada. Y en cada una de esas paradas su tutor podría encontrarla.
Maisie sintió un escalofrío al pensar en cuál habría sido la reacción de Cyrus al enterarse de su ausencia. No obstante, trató de no obsesionarse con ello. Prefería pensar que no la perseguiría, aunque sabía que se estaba engañando. Cyrus había invertido muchos años en ella. La había educado para que desarrollara sus habilidades, usándolas para progresar en temas gubernamentales. Y ahora que se había convertido en una mujer, sus planes para ella habían evolucionado. Las pistas que le iba proporcionando sobre el rumbo de sus ambiciones —ambiciones que sólo obtendría con su ayuda, por supuesto— le daban mucho miedo. Y eran planes muy bien trazados, puesto que llevaba años urdiéndolos.
Ahora ella sabía la verdad. Sabía que Cyrus había recorrido Escocia de arriba abajo buscando una niña que se ajustara a sus necesidades: una niña con poderes mágicos a la que criar como si fuera su propia hija. Con el oído siempre abierto a rumores de denuncias y de ejecuciones por brujería, había seguido una ruta plagada de piras funerarias. Siguiendo esa estela, había entrevistado a los huérfanos y examinado sus habilidades, su potencial y su atractivo. Necesitaba una niña capaz de confiar en él y que hiciera los hechizos que él le encargara como agradecimiento a su protección. Maisie se estremecía cada vez que pensaba en lo interesado que había sido, y en cómo había convencido a mamá Beth de que sólo buscaba hacerla feliz dándole la hija que siempre había deseado. Cyrus le había dicho a su esposa que si adoptaban a una niña en aquellas circunstancias extremas, la pequeña siempre les estaría agradecida y sería muy cariñosa con ellos. Había trazado una red de mentiras, de esperanzas y de miedos con los que las había mantenido a ambas bajo su control.
Pero ahora Maisie se había escapado.
Cyrus no sabía adónde iba ni por qué, pero ¿adónde iba a dirigirse sino a su Escocia natal? Su tutor le había hecho vagas promesas de que algún día la llevaría a Escocia, pero también había tratado de todas las maneras de que rompiera los lazos con su familia y de que se olvidara de su infancia en Fingal, recordándole a menudo el horrible final de su madre en las Lowlands. Conforme iba creciendo, a Maisie le resultaba cada vez más fácil reconocer su manipulación, y empezó a desconfiar de su tutor. Por mucho que él insistiera, no podía olvidarse de sus orígenes, y mucho menos de sus hermanos Jessie y Lennox. Tenía que encontrarlos. Su única esperanza era desaparecer en las extensas Highlands antes de que Cyrus la alcanzara.
—¿Se puede saber qué demonios haces en cubierta?
Maisie dio un brinco, sobresaltada, cuando la potente voz del capitán sonó muy cerca de ella.
—Te dije que te mantuvieras apartada de la vista de la tripulación —añadió él, frunciendo el cejo.
—Sólo he salido a tomar el aire un momento —replicó ella, molesta por su insistencia en mantenerla encerrada. Acababa de librarse de un tirano, y lo último que le apetecía era reemplazarlo por otro, sobre todo teniendo en cuenta que éste sólo le duraría unos días—. No pensaba que fuera a molestarte tanto.
—Pues te equivocas. Me molesta mucho —murmuró el capitán, alzándose sobre ella como si pretendiera ocultarla de los ojos de la tripulación tras el escudo de su cuerpo. Sin embargo, era inútil, ya que Maisie veía las cabezas de los marineros asomándose tras la espalda del capitán y murmurando mientras llevaban a cabo sus tareas.
—¡No pretenderás que me pase ahí abajo todo el día! Nadie puede sobrevivir mucho tiempo ahí encerrado —protestó, señalando la trampilla con un gesto de la cabeza.
—Te sorprenderías —replicó él. Al mirar por encima del hombro y ver a los hombres mirándolos descaradamente, farfulló entre dientes.
El capitán llevaba el pelo peinado hacia atrás. Maisie le examinó los marcados rasgos, y por unos momentos se quedó embobada mirándolo y se olvidó de protestar. A pesar del viento otoñal, no llevaba casaca y tenía la camisa desabrochada en el cuello, como si no le preocupara su aspecto. Maisie no sabía por qué se estaba fijando en esas cosas. Lo contempló de arriba abajo, admirando el modo en que su cuerpo se estrechaba desde sus anchos hombros hasta las duras y fuertes caderas, unas caderas que habían estado pegadas a las suyas.
Agarrándose a la barandilla sujeta a la pared que tenía a su espalda, se obligó a tranquilizarse.
—Estoy seguro de que sobrevivirás perfectamente ahí abajo —siguió diciendo él—. Una dama como tú estará mucho más segura allí que aquí. Vuelve al camarote, date prisa.
A Maisie le pareció absurdo. Se asomó un poco y miró hacia la tripulación. Los marineros ya la habían visto. Algunos la observaban con el cejo fruncido y otros cuchicheaban y se daban codazos.
—Tus hombres ya me han visto. ¿Qué importa que me quede un poco más en cubierta?
Roderick la miró entornando los ojos.
—Si hubiera sabido que eras tan rebelde, todavía estarías en Billingsgate suplicando que alguien te subiera a bordo. Soy el responsable de todos los que viajan en este barco. Eso incluye a marineros y a pasajeros. Y, si te he ordenado que te quedes abajo, es tanto por tu seguridad como por la salud mental de mi tripulación. No te quejarás del camarote: es el más cómodo del barco.
Maisie se sintió tentada de decirle que ese camarote no tenía nada de cómodo, pero se mordió la lengua. No había visto el resto, y si eran peores que el suyo, tampoco quería verlos. Lo que deseaba era contemplar el cielo y el resto de los elementos. Además, le intrigaba conocer la vida a bordo. Sobre todo le interesaba mucho saber cómo usaban el viento los marineros para viajar tan deprisa.
—Me niego a permanecer encerrada durante todo el viaje. Además, no me gusta estar ociosa. Seguro que hay algo que puedo hacer para ayudar.
El capitán la miró como si estuviera loca.
—Capitán… Roderick —rectificó, suavizando el tono con la intención de recuperar al capitán cordial y amable de la noche anterior, el que sabía que existía bajo esa ruda fachada—, has sido muy atento conmigo y sé que lo haces con buena intención, pero la verdad es que preferiría poder ser útil en vez de tener que quedarme encerrada en el camarote.
Él entornó los ojos.
Maisie le dirigió una mirada seductora y sonrió.
Refunfuñando entre dientes, Roderick miró a su alrededor.
—Supongo que podrías ayudar a Adam en alguna de sus tareas —dijo y, tras volverse de nuevo hacia ella, la examinó de arriba abajo—. Serás una tentación andante para los hombres, así que, te lo advierto, no vayas provocando. No puedo permitirme el lujo de que la tripulación se distraiga y acabemos encallando en las rocas porque una mujer bonita se cruce en su camino.
¿«Una mujer bonita»? ¿Era así como la veía? Maisie se sintió muy satisfecha.
Roderick se acercó entonces a ella, agarró su camisola, que asomaba por la parte superior del corpiño, y la subió ligeramente para cubrirle el pecho.
Esa reacción la sorprendió. También se excitó un poco al notar el contacto de sus dedos y el roce del algodón de la camisola contra sus pechos.
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
—Protegiendo tu decencia.
A Maisie le pareció muy gracioso, pero cuando se echó a reír, él le dirigió una mirada severa.
—Si vas a estar brincando por aquí, al menos tápate un poco.
—¿Brincando? Me he ofrecido a trabajar.
El cosquilleo en el pecho la hizo sentir más atrevida de lo normal. Se llevó una mano al escote para aplacar la excitación que Roderick le había provocado, pero el nuevo contacto no hizo más que empeorar la situación. Al parecer, ahora que su feminidad había despertado, todo el tiempo estaba dispuesta a recibir a su amante. ¿Iba a ser siempre así a partir de entonces? Y ¿le pasaría lo mismo con todos los hombres que conociera, o sería sólo la habilidad en la cama de su amante la que la hacía sentirse así? Suponía que tendría que esperar a separarse de él para comprobarlo. Maisie se sorprendió al darse cuenta de que no quería pensar en ello. Estaba disfrutando del tiempo que pasaba con el capitán Roderick Cameron.
—Pues si vas a trabajar —insistió él— necesitas cubrirte ese escote.
Su actitud era tan distinta de la de la noche anterior que a Maisie le costó trabajo contener la risa.
—Anoche estabas más interesado en dejarlo al descubierto, capitán.
Él sacudió la cabeza y suspiró hondo.
—Sabía que tu presencia a bordo me traería problemas, pero no imaginaba que fueran tantos —le dijo con una mirada ardiente.
Maisie vio que él tampoco era inmune a la atracción que existía entre ambos. O tal vez lo había excitado al hablarle de la noche anterior. La estaba mirando con los párpados entornados y los labios fruncidos, como si tuviera que hacer un esfuerzo para no besarla allí mismo.
Sin embargo, si su intención era protegerla de la lujuria de sus hombres mientras estuviera a bordo, eso sería un gran error.
—No pretendía ser una carga.
—Una tentación es lo que eres. Y ya es bastante malo que haya sucumbido yo —admitió Roderick con una mirada tan cargada de deseo que Maisie se tambaleó hacia él.
—No me pareció que fuera malo —repuso ella.
Él alzó las cejas.
—Me alegro de ver que estás mucho más tranquila, Maisie. Tienes una sonrisa preciosa.
—Vaya, gracias, capitán —susurró ella.
Cameron se inclinó hacia ella.
—¿Puedo otorgarme el mérito de haber puesto esa sonrisa en tu preciosa cara?
Riendo en voz baja, Maisie levantó la cabeza para mirarlo a los ojos.
—Si te estás refiriendo a lo que pasó anoche, entonces sí. Reconozco que desde que hicimos el amor me siento una mujer completa.
La sonrisa de Roderick hizo que se le iluminaran los ojos.
Qué boca tan atractiva tenía. Maisie deseó poder besarla, y deseó agarrarle las mejillas con barba de pocos días entre las manos mientras lo hacía. Qué natural le resultaba bromear y coquetear con él. Qué fácil era mantener la llama de la pasión siempre encendida. Y qué peligroso al mismo tiempo. Debería estar pensando en la travesía hasta Dundee; en llegar sana y salva y, una vez allí, en ocultar su identidad para la siguiente etapa del viaje. No obstante, en vez de eso sólo pensaba en volver a acostarse con el capitán. No podía evitarlo. Su masculinidad tan ruda y descarada le despertaba un gran deseo de rodearle el cuello con los brazos y pedirle que la llevara a su camarote y volviera a darle placer.
«¿Qué me pasa? ¿Por qué actúo así?»
Al parecer, ambos eran un peligro para el otro. Maisie echó un vistazo detrás del capitán y vio que los ojos de los marineros estaban clavados en ellos mientras se devoraban con la mirada. No cabía duda, su conversación era de gran interés para la tripulación, justo lo que Roderick había tratado de evitar. Tenía que hacer algo para remediarlo antes de que él se diera cuenta y volviera a enfadarse.
—Capitán, date prisa, ponme a trabajar. Estás empeorando la situación. No soy de piedra —le advirtió con una mirada que le indicaba que él no era el único afectado por su conversación.
Él sonrió con ironía.
—Al menos en eso estamos de acuerdo. Hacemos buena pareja en lo que a cuestiones carnales se refiere. —Se volvió para guiarla por cubierta y bajó la voz para añadir un comentario final—: De hecho, estoy deseando que llegue la noche para tratar este asunto de la atracción mutua.
Maisie se quedó sin aliento al oírlo, y casi tropezó al pensar en lo que pasaría entre ellos al caer el día. Sin darle ocasión de responder, Roderick la agarró del brazo y cambió de dirección.
Todos los ojos estaban clavados en ellos.
Mientras caminaban, el capitán iba dando órdenes a los hombres con los que se cruzaba, quienes volvían a su trabajo rápidamente. Maisie reparó en que casi todos iban descalzos, como si fuera más seguro estar así para llevar a cabo sus tareas en cubierta o para subir por los mástiles y las sogas.
Insegura, señaló a un hombre que caminaba arriba y abajo, arrastrando una escoba cubierta con un paño húmedo sobre las tablas de la cubierta.
—Podría ayudarlo —dijo—. Sé fregar suelos.
Roderick negó con la cabeza.
—No está fregando el suelo. Está mojando los tablones para que el calafateado no pierda firmeza.
Como había notado la noche anterior, los marineros parecían tener su propio lenguaje, igual que los que practicaban la brujería. Las palabras que usaban pasaban de generación en generación y sólo las entendían los que formaban parte del colectivo.
—Es para que no haya filtraciones ni goteras —le explicó Roderick cuando ella lo miró sin entender. Luego señaló a un muchacho delgado que estaba en el otro extremo del barco—. Vamos, si quieres ayudar, puedes trabajar con Adam. Es un joven holandés que sólo lleva cinco meses con nosotros. Si logras que se centre un poco, será una bendición. Es demasiado entusiasta. Siempre está pidiendo que le deje hacer cosas para las que aún no está preparado. Si estás con él, seguro que no se pasa de la raya.
Roderick hizo las presentaciones rápidamente y, dirigiéndole una última mirada de advertencia a ella, se alejó para seguir con sus obligaciones en la cubierta superior.
Maisie se pegó al muchacho, que era tímido, torpe y bastante más joven que ella. Cada vez que sus ojos se encontraban, se ruborizaba. En esos instantes se estaba enfrentando a un montón de ropa sucia. Maisie observó con curiosidad cómo ataba las prendas de ropa a una soga y luego la descolgaba por la borda hasta que ésta quedaba sumergida en el mar.
Inclinándose sobre la barandilla, se quedó mirando la ropa.
—¡Qué listo! —exclamó.
Adam se echó a reír.
Mantenía la soga agarrada con fuerza, lo que no debía de ser fácil con la ropa mojada. La dejó sumergida un rato para librarla de la suciedad. Maisie lo observó y luego lo ayudó a desatar la ropa y a escurrirla. Era un trabajo duro, pero le gustaba sentirse útil, a pesar de que las manos le estaban quedando rojas y doloridas. La vida a bordo no era fácil ni cómoda, pero le pareció que por primera vez en su vida estaba realizando un trabajo honesto. No le molestaba la falta de comodidades. Estaba tan acostumbrada a estar sola que encontrarse trabajando rodeada de tanta gente le parecía un lujo.
De vez en cuando sonaba una campana.
—¿Para qué sirve la campana? —quiso saber.
—Suena cada media hora —explicó Adam—, para que los hombres sepan cuándo acaba su turno y pueden descansar.
—Ah, gracias —repuso ella con una sonrisa.
El muchacho volvió a ruborizarse.
Maisie calculó que tendría dieciséis años como mucho. Roderick le había buscado un buen compañero de trabajo. Los demás marineros eran mayores y mucho menos amables. La miraban con desconfianza, provocándole una premonición en los huesos. Era la respuesta que Cyrus le había enseñado a tener cada vez que era el centro de atención. Su primera idea fue que los marineros sospechaban lo que era, pero luego recordó que Roderick le había dicho que la tripulación recelaba de las mujeres en general. No les había dado motivos para que sospecharan que no era una joven normal y corriente que viajaba para reunirse con su familia.
Cuando levantaba la cabeza de vez en cuando, veía a hombres que se movían por la cubierta superior, donde se encontraba Roderick. El capitán comprobaba el estado del viento, las velas y las aguas a cada rato, actuando por instinto, o eso parecía. Cuando ordenaba que cambiaran una de las velas, observaba los movimientos de los hombres. Se notaba que la tripulación confiaba en él y lo obedecía ciegamente. No quería que eso cambiara. Le había dicho que era responsable de todos los que viajaban a bordo del Libertas, y eso la incluía a ella. Mientras lo observaba sintió que el respeto que le merecía aumentaba.
Más tarde, Maisie ayudó a Adam a sacar agua de lluvia de un barril y a servirla en jarras para que la tripulación bebiera al final de su turno de guardia. Cada vez que le hacía una pregunta, a menudo el chico le respondía en una lengua extranjera antes de traducir la respuesta.
—No queda mucha —comentó Maisie mientras el joven se inclinaba poniéndose casi boca abajo dentro del barril para llenar otra jarra.
—Ja. No nos dio tiempo a cargar agua en Londres. Eso no es bueno —replicó sacudiendo la cabeza—. Tres días fuera de puerto. Sólo hay ron y grog para beber, pero mañana llegaremos a Lowestoft y habrá agua fresca —chapurreó con una sonrisa.
—¿Lowestoft?
Roderick lo había mencionado. Y no era la primera vez que oía ese nombre; tal vez había salido en sus clases o en alguna conversación. Era un puerto de la costa este de Inglaterra. Maisie no sabía qué distancia habían recorrido, por lo que no podía decir cuánto les faltaba para llegar a Escocia. Pero el capitán le había dicho que tardarían una semana aproximadamente en llegar a Dundee, lo que estaba muy bien, puesto que habría tardado mucho más por tierra.
Adam señaló con la cabeza en dirección al primer oficial, el hombre al que Roderick había llamado Brady.
—Sí. Va a visitar a su mujer cada vez que pasamos por Lowestoft.
Maisie se sintió intrigada. Brady era el que la había mirado con más desconfianza la noche anterior y, sin embargo, tenía esposa, cosa que no creía que fuera muy habitual entre el resto de la tripulación. En Billingsgate había mostrado su abierta oposición a que subiera a bordo.
Al ver que Roderick se acercaba a Brady, afinó el oído para oír su voz.
—Reza para que tengamos viento del este —le dijo el capitán al primer oficial—. De lo contrario, tardaremos dos semanas en llegar a la frontera.
«Reza para que tengamos viento del este…» Maisie se volvió de espaldas al capitán para que no la viera fruncir el cejo.
A continuación alzó la vista para ver qué había llamado la atención de Roderick: el cielo azul se extendía hasta el horizonte, sólo roto por alguna delgada nube blanca, que no se movía. ¡Era culpa suya! Con la exaltación, había experimentado con la magia y había calmado las aguas, pero eso había causado que el barco fuera más despacio. Se le formó un nudo en el estómago al darse cuenta de que ella era la responsable del retraso. Iba a tener que remediarlo. No quería practicar magia en ningún sitio donde alguien pudiera verla, pero tenía que corregir su error lo más rápidamente posible.
Volvió la cabeza hacia las olas para que nadie se diera cuenta y llamó al viento del este, murmurando los antiguos cánticos para dominar los elementos. Momentos más tarde, su pelo se levantó por un brusco cambio en la dirección del viento, que le arrancó las horquillas. Era emocionante volver a ver las nubes cruzando el cielo a toda prisa. Su magia siempre había sido poderosa. Su tutor se había ocupado de mantenerla alimentada, pero Maisie había tenido que contenerse una y otra vez. Ahora, sin embargo, al ver los efectos de su magia al aire libre, se regocijó. El barco se balanceó bruscamente, pero la joven se acomodó al nuevo movimiento separando las piernas para contrarrestar el cabeceo.
No se atrevía a volverse hacia Roderick para comprobar su reacción. Aun así, lo oyó comentar que la suerte estaba de su lado. Al oír que su voz se alejaba, se volvió y observó que se dirigía rápidamente de vuelta al timón.
El barco se movía de un lado a otro. A la orden del capitán, la tripulación soltó más velas para aprovechar la nueva fuerza del viento.
Entonces Maisie oyó una voz que se acercaba:
—Reconozco esa lengua. Es picto.
La muchacha se volvió en redondo.
—Eran palabras en picto. ¿Me equivoco?
El corazón de Maisie latía desbocado. La habían descubierto practicando magia.
El hombre que se dirigía a ella era un anciano con el rostro surcado de profundas arrugas. Tenía el pelo espeso y muy blanco, al igual que la barba. Maisie lo recordaba de la noche anterior. Había sido uno de los tres hombres que esperaban el regreso del capitán en el muelle. Había subido a bordo casi con la misma agilidad que sus compañeros, a pesar de que tenía la espalda totalmente encorvada.
La estaba observando con una mirada atenta y desconfiada en sus ojos taimados.
El miedo y la precaución que Cyrus le había inculcado desde el principio se multiplicaron, despojándola del placer que había sentido momentos antes. Volvía a estar inquieta y asustada.
«Protégete siempre —le decía Cyrus—. Nunca dejes que nadie se entere. No dejes que nadie que no sea yo vea lo que sabes hacer. Si te descubren, podrías acabar como tu madre».
La situación era tan peligrosa como su tutor le había advertido. Únicamente llevaba dos días alejada de él y ya la habían descubierto.
—Sólo son unas palabras que me enseñó mi madre —replicó fingiendo una tranquilidad que no sentía. Al menos no había dicho ninguna mentira—. De una vieja canción escocesa, de las Highlands. —Esa parte la había adornado un poco, pero lo cierto era que tenía prisa por cambiar de tema.
—¿Una canción de las Highlands? —El anciano ladeó la cabeza—. Me encantaría escucharla.
El hombre tenía la espalda tan encorvada que apenas le llegaba al hombro, pero cuando alzó la mirada hacia sus ojos, Maisie vio que seguía escudriñándola con atención. ¿Habría entendido las palabras? Había reconocido el idioma, pero ¿conocería su significado? Era difícil saber el peligro real que corría.
Sonrió para ganarse su simpatía.
—Conozco varias canciones.
—¿Todas en picto?
Ella negó con la cabeza.
—No, sólo conozco algún verso suelto en la antigua lengua, pero también hablo gaélico y escocés. O puedo cantarte una canción de las Highlands en inglés si lo prefieres.
El hombre no la perdió de vista ni por un instante, mirándola con unos ojos pequeños, oscuros y brillantes que le recordaron a los de un cuervo.
Maisie inspiró profundamente. No cantaba a menudo, pero estaba entrenada para defenderse en cualquier circunstancia. Cyrus le había enseñado a temer por su vida y a hacer lo que fuera necesario para sortear las sospechas.
Volviendo a la infancia, recordó las canciones que su madre solía cantar sobre el lugar en el que nació. Siempre les cantaba melodías de las Highlands cuando estaban nerviosos o asustados. Nunca fallaba. Tras escucharlas, los tres hermanos Taskill se calmaban y se dormían tan contentos. Maisie no sabía si podría cantar así, pero pensó en su madre —antes de que le arrebataran la vida de un modo tan cruel— y oyó su voz en la cabeza. La joven no solía dedicar mucho tiempo a los recuerdos, pero cuando lo hacía, éstos eran muy vívidos e intensos. Vio la cara de su madre, llena de esperanza por encontrar a su marido errante, el hombre que los había abandonado porque no entendía los poderes mágicos de su mujer y no se acostumbraba a la idea de que sus hijos hubieran heredado la magia de su madre. El amor de su madre por él nunca había desaparecido. Ésa fue la razón que la llevó a las Lowlands con tres niños a cuestas. Y allí su madre encontró la muerte, y su familia, la destrucción.
«Calla —le dijo la voz de su madre en su mente—. No tengas miedo. Hemos de ser lo que somos, pase lo que pase. Nunca te avergüences de lo que eres».
Maisie sintió una punzada de dolor en el pecho. Desde su ejecución, le habían enseñado todo lo contrario. Había aprendido a esconderse y a tener miedo. Pero ahora oía alzarse la voz de su madre, cantando orgullosa una canción de las Highlands, y ella siguió su ejemplo.