4

Cyrus Lafayette entrelazó los dedos de las manos mientras caminaba arriba y abajo por el pulido suelo de madera del salón. Debía mantener las manos ocupadas para no estrangular al joven cochero que aguardaba acobardado ante él, pues la tentación de romperle el cuello era demasiado grande.

El cochero se revolvió, inquieto.

—Por favor, señor. Con su permiso, volveré y preguntaré otra vez, por si alguien la ha visto.

—No.

Cyrus se detuvo y volvió a examinar al joven detenidamente, mirándolo fijamente a los ojos. ¿Estaría ocultándole algo, alguna información relevante sobre Margaret Taskill que no le había contado? Pero en los ojos del cochero sólo vio miedo, pocas luces e incompetencia.

El temor que brillaba en la mirada del muchacho lo convertía en un idiota a ojos de Cyrus. Si tuviera instinto de supervivencia, le estaría hablando con más seguridad o se ofrecería a acompañarlo al lugar donde Margaret había desaparecido. Parecía estar a punto de salir huyendo de allí, y eso no era muy prudente por su parte.

Cyrus sintió una punzada detrás de los ojos, producto de la rabia que apenas podía contener. No obstante, se obligó a mantener la calma, pues no podía dejarse controlar por la furia; ahora, no.

—Vuelve a contarme lo que has visto, desde el principio. Sólo las cosas importantes. No lo adornes.

El cochero tragó saliva y se aclaró la garganta.

—Estaba esperando a la señorita Margaret para llevarla al teatro, según lo convenido. A la hora acordada entré en la casa, anuncié que el carruaje estaba listo y le pregunté al ama de llaves si la señorita estaba lista. Aquélla me dijo que la señorita se había vestido para ir al teatro, pero que no sabía dónde se encontraba. Cuando volví a salir a la calle, me pareció verla subir a un coche en la esquina. Me pregunté si se habría olvidado de que yo iba a llevarla a la ópera y pensé que habría visto pasar un coche de alquiler y lo habría parado. La seguí y mi preocupación creció cuando me di cuenta de que el vehículo no se dirigía hacia la ópera, sino en dirección contraria.

Cyrus lo interrumpió:

—Y ¿pretendías detener el coche cuando lo alcanzaras?

Eso era lo que el cochero había dicho la primera vez que le había contado la historia. Los niveles de sospecha y desconfianza eran tan elevados que estaba dispuesto a abalanzarse sobre el chico y sacarle la verdad a puñetazos como variara la versión en un solo detalle.

El cochero asintió.

—Por desgracia, lo perdí en las callejuelas de Billingsgate. Detuve el carruaje y continué a pie, pero no encontré ni rastro del coche al que había estado siguiendo. Al llegar al muelle, me topé con un gran tumulto. Había marineros y soldados corriendo de un lado a otro. Los seguí para ver qué pasaba.

—¿Dices que estaban persiguiendo al capitán de un barco mercante?

El cochero asintió. Tenía el sombrero aferrado con fuerza entre las manos, como si fuera un escudo con el que protegerse.

—Le pregunté a uno de ellos. Me dijo que estaban buscando al capitán de una nave llamada Libertas y que no sabían nada de una joven dama. El caos era tan grande que no creo que nadie hubiera reparado en ella, ya fuera sola o acompañada.

Cyrus frunció el cejo. ¿«Sola o acompañada»? ¿Para qué habría ido a un sitio así sola? ¿Tendría Margaret una cita clandestina? Le costaba creerlo. No, de hecho, era imposible. Nunca le había dado tiempo a cultivar amistades fuera de su atenta vigilancia.

—Seguí buscándola por los muelles —prosiguió el cochero—, y estaba a punto de darme por vencido cuando la vi subiendo a un barco seguida de cerca por un hombre.

Cyrus apretó los dientes con fuerza. La pregunta que más temía hacerse asomó a su cabeza una vez más. ¿Había salido huyendo en mitad de la noche para reunirse con un amigo secreto? O, peor aún, ¿con un amante? La furia que sentía se multiplicó ante esa posibilidad. Llevaba años criándola y educándola. «Es mía y sólo mía».

—Volveré a Billingsgate —se ofreció el cochero mirando hacia la puerta, ansioso por salir de allí.

—No. —Cyrus lo fulminó con la mirada—. Enviaré a otros que sean más hábiles que tú consiguiendo información.

El joven bajó la vista.

—Lo siento, señor. Sé que mi misión era vigilar a la señorita Margaret cuando no estuviera con usted, pero, si me permite decirlo —alzó la mirada con cautela—, fue como si la señorita se hubiera desvanecido entre las sombras.

Cyrus alzó las cejas. Empezaba a detestar la presencia de ese joven inepto, del que le habían asegurado que era astuto y fiable cuando empezó a trabajar como tercer cochero de la casa un año antes.

El muchacho siguió hablando atropelladamente:

—Tal vez la señorita Margaret no quería ir al teatro…

Cyrus soltó entonces una risotada de desdén.

El cochero dio un paso atrás, asustado, al tiempo que agarraba su sombrero con más fuerza.

—Si la señorita Margaret no hubiera querido ir a la ópera, lo habría dicho. No soy ningún tirano.

El joven lo miró con desconfianza, y la expresión de Cyrus se crispó aún más.

—¿Te dio alguna razón para sospechar que tuviera previsto huir, esta noche o cualquier otro día mientras has estado aquí?

El cochero negó con la cabeza.

—¿Nunca había desaparecido antes?

El chico volvió a negar con la cabeza, pero luego frunció el cejo.

—Esta tarde fue a dar un paseo. Como la oí comentárselo al ama de llaves, fui a preparar el coche, pero al salir dijo que no lo necesitaba; que iría caminando con su doncella.

El rostro de Cyrus se iluminó al oír eso. Tal vez tendría más éxito interrogando a la doncella. Ese muchacho era un inútil. Tenía unas enormes ganas de despedirlo dándole una patada en el culo, pero todavía podría serles de ayuda. Quizá recordara algún detalle más adelante. Sin embargo, tenía que poner el asunto en manos de otra persona. Las ganas de hacer que el joven sufriera aunque fuera sólo una parte de lo que él estaba padeciendo eran demasiado grandes.

Le arrebató el sombrero de las manos y lo arrojó a un lado. Luego señaló una silla, donde el cochero se sentó.

Cyrus le habló desde arriba, acercándose mucho a la silla para impedir que se levantara.

—La señorita Margaret es lo que más valoro en esta vida —le dijo bajando la voz para que entendiera la importancia de su confidencia—. Quédate aquí y prepárate para repetir los detalles de tu lamentable historia a todos los que entren en esta habitación esta noche. Y serán muchos, porque pienso contratar a los mejores hombres que encuentre. Arrasaré la ciudad si hace falta hasta dar con ella. Tú eres el único que puede evitar que eso suceda, así que más vale que lo recuerdes todo bien.

El cochero parecía anclado a la silla, tal como Cyrus Lafayette quería.

A continuación, Cyrus se dirigió a la puerta. Antes de llegar, el ama de llaves la abrió y entró en el salón.

—Señor Lafayette, es la señora Beth… Me temo que no le queda mucho tiempo.

Cyrus hizo una mueca. No tenía nada que decirle a Beth, quien llevaba ya varios días agonizando. Asintió secamente.

—Ocúpese de que esté tan cómoda como sea posible. Tengo asuntos más urgentes que atender.

El ama de llaves lo miró consternada, sin ocultar su desaprobación.

—Disculpe, señor, pero ya casi no puede respirar.

Cyrus le dirigió una mirada de advertencia.

La mujer bajó la vista.

Muy prudente por su parte. Que Dios protegiera a cualquiera que se interpusiera entre él y Margaret. Cyrus apartó a la mujer de su camino con un empujón y se marchó sin despedirse.

El Libertas cruzó el estuario del Támesis y salió a mar abierto antes de desplegar todas las velas. Sólo entonces Roderick respiró más tranquilo. Habían estado a punto de apresarlos en Billingsgate. No era la primera vez que tenía esa clase de encontronazos con la ley, por supuesto, pero en esa ocasión no podía permitírselo. Le había prometido a Gregor Ramsay que lo recogería en Dundee. Gregor era su socio, el otro dueño del Libertas. De todos modos, había tomado medidas: si lo hubieran arrestado en Londres, sus hombres tenían instrucciones de zarpar sin él en cuanto cambiara la marea.

—A toda vela —ordenó Roderick.

Clyde repitió sus instrucciones, moviéndose por el barco tan deprisa como los marineros más jóvenes a pesar de su edad y su joroba. El hombre se negaba a descansar, igual que se negaba a formar un hogar en tierra, y siempre juraba que acabaría sus días en el mar.

Al oír la orden del capitán, los hombres se subieron a los mástiles agarrándose a las jarcias.

Más velas se desplegaron de inmediato y capturaron rápidamente el viento. Roderick hizo girar la rueda del timón con ambas manos, mantuvo el rumbo e inspiró la sal en el aire. El crujido de los tablones y los chasquidos de los mástiles y las velas lo reconfortaban, ya que latían al mismo ritmo que su corazón. Estaba casado con el mar y sólo allí se sentía en paz. Siguió al mando del timón durante un rato y luego le pidió a Brady, el primer oficial, que lo relevara.

—Rumbo al nordeste un poco más. Luego, todo al norte.

Brady tomó el control de la rueda, pero se lo quedó mirando, como si quisiera decirle algo. Roderick ya sabía de qué se trataba. Brady estaba esperando un buen momento para sacar el tema, pero su mirada le había dicho lo que pensaba sin necesidad de palabras.

—¿Piensas informarnos sobre la pasajera que ha subido a bordo —preguntó el oficial con sarcasmo—, o se supone que hemos de fingir que no la hemos visto?

Roderick frunció el cejo. Brady y él compartían responsabilidades en ausencia de Gregor, pero eso no significaba que le gustara el tono provocador del oficial.

—Esa mujer necesitaba pasaje para volver a casa de su familia en Escocia. ¿Qué querías?, ¿que la dejara tirada en Londres?

—El Libertas no lleva pasajeros. Y mucho menos mujeres.

Roderick se puso a la defensiva.

—Yo soy el capitán de este barco y, si considero necesario que una mujer suba a bordo, lo aceptarás y no hay más que hablar.

Brady sacudió la cabeza.

—¿Desde cuándo dejas que las mujeres te manipulen, Roderick Cameron?

Él frunció el cejo. Los comentarios de Brady lo molestaban porque estaba decidido a llegar con éxito al final de su capitanía en solitario. Hacía seis meses que Gregor había abandonado el barco y Roderick no había tenido ningún problema con los hombres de su tripulación, pero ahora que ya sólo quedaban unos días para reunirse con su socio y amigo se enfrentaba a un motín.

—Menudo espectáculo. Has llegado arrastrando a una muchacha y quién sabe con cuántos hombres persiguiéndote…, ¡como para no verla!

—¡Ya basta! —exclamó Roderick—. Dime una cosa. Si fuera tu hermana, desesperada por volver a casa, ¿hablarías igual?

Brady pensó en las palabras del capitán unos segundos.

—Creo que no estabas pensando precisamente en tu hermana cuando la subiste a bordo —repuso con una sonrisa irónica—. Vi cómo la mirabas antes de llevarla bajo cubierta.

—Qué fácil es juzgar a los demás, cuando te espera una noche con tu esposa.

—En eso tienes razón, no te lo discuto —admitió Brady, haciendo una reverencia burlona—. Mientras no cause problemas entre los hombres, te apoyaré. Si hace falta les diré que piensen en…, ¿cómo era? —Se echó a reír—. Ah, sí, sus hermanas.

Roderick estaba a punto de replicar cuando Clyde apareció a su lado.

—Por vuestras voces, deduzco que ya le has preguntado por la Jezabel —dijo mirando a Brady antes de echarse a reír.

«La Jezabel…», Roderick gruñó para sus adentros. Clyde llamaba así a todas las mujeres, pero no le hizo ninguna gracia.

—Así es, y me ha respondido que estaba pensando en su hermana.

Clyde se echó a reír otra vez.

—Esa Jezabel era mucho más guapa de lo que lo será nunca cualquiera de vuestras hermanas —repuso y, volviéndose hacia Roderick, añadió—: Que Dios no quiera que haya una mujer sobre la tierra que se parezca a ti.

—No podía dejarla sola; me preocupaba su seguridad —insistió Roderick—. Además, es escocesa.

Clyde se acarició la barba.

—Di mejor que te preocupaba encontrar a alguien que te calentara la cama esta noche.

—¿Cómo has logrado sobrevivir tantos años en el mar hablándole con ese descaro a tu capitán?

Roderick le arrebató el catalejo a Clyde con brusquedad y se volvió a observar las aguas a su espalda, forzando la vista en la oscuridad. No había rastro de luces en el mar, ni el reflejo de la luz de la luna en una bandera.

Sin embargo, siguió observando.

A escasa distancia, los dos hombres reían y murmuraban comentarios obscenos sobre las intenciones del capitán.

¿Por qué demonios habría accedido a subir una mujer a bordo? Había perdido el juicio temporalmente. Sin duda se había dejado convencer por los ruegos de la muchacha y por la promesa de un buen revolcón en su propia cama con una dama como ella. Llevaba demasiado tiempo sin catar hembra, era evidente. Roderick no estaba acostumbrado a buscar compañía femenina. Siempre había sido su compañero Gregor Ramsay, juerguista y atrevido, quien se había encargado de hablar con las mujeres cada vez que tocaban tierra. Roderick no era un hombre delicado; no sabía cómo tratar a las damas. No tenía encanto ni armas de seducción. Desde que Gregor, su compañero de aventuras, había bajado a tierra para ocuparse de unos asuntos personales, Roderick se había centrado en mantener a la tripulación a salvo, sin importar los peligros a los que se enfrentaran. Y si mantener a la tripulación a salvo era complicado, mantenerla satisfecha no lo era menos. Había soñado con ser el capitán de un barco desde que era niño y veía cómo entraban y salían las naves del puerto de Dundee. No iba a permitir que nada se interpusiera entre él y su sueño de infancia, y mucho menos una mujer.

Las mujeres siempre eran fuente de problemas. Sólo servían para revolcarse un rato con ellas antes de seguir el viaje. Si uno abusaba de su compañía, podía romper el vínculo que se formaba entre el hombre y el mar, atándolo a la tierra. Brady era un buen ejemplo de ello, ya que él tenía que cargar con una esposa y varios niños. La situación de Brady era una advertencia para todos los demás. A pesar de que seguía siendo marinero, debía ocuparse de mantener a una familia en tierra, y el pobre hombre tenía el alma partida en dos mitades.

Sin embargo, esa noche Roderick había deseado acostarse con una mujer, y sus deseos se habían hecho realidad. Maisie, la escocesa. ¿Qué hombre con sangre en las venas podría haberse resistido? No creía que mantenerla oculta en su camarote hasta Dundee fuera a crearle muchos problemas.

El viento helado que sopló sobre las olas hizo que se acordara de su cama y de la mujer que se la estaba calentando.

—El caso es que está a bordo —dijo devolviéndole el catalejo a Clyde—, así que será mejor que te hagas a la idea, porque pienso asegurarme de que pisa suelo escocés.

—Estás hecho todo un caballero —replicó Brady—. Pero te acostarás con ella, ¿no es así?

Roderick asintió.

—Por supuesto. Puede que los hombres me hayan perdido un poco el respeto por haberla subido a bordo, pero me lo perderían del todo si no me acostara con ella.

Brady se echó a reír.

—Ahora recuerdo por qué aceptamos tus órdenes. Tienes una gracia especial. Siempre parece que dices cosas muy sensatas, aunque nos hayas metido en un problema de los grandes.

Roderick se echó a reír, pero oír hablar de problemas a su primer oficial lo inquietó. Esperaba no haber metido a sus hombres en un lío demasiado grande. Su instinto le dijo que, si no quería meterse en problemas, mejor sería que no le hiciera preguntas a esa mujer y se librara de ella cuanto antes.

Esa noche, mucho más tarde, Roderick cruzó la cubierta y bajó a su camarote. Mientras recorría el estrecho pasillo, repitió su plan mentalmente. Se acostaría con ella y luego le buscaría otro sitio donde alojarse hasta llegar a Dundee. No podía permitir que una mujer lo distrajera. Diciéndose que iba a ser capaz de yacer con ella y olvidarla, abrió la puerta y entró.

Estaba a punto de hablar cuando la vio dormida en su litera, lo que hizo que se detuviera en seco y se quedara un rato observándola.

Menuda visión.

No se había engañado al pensar que no era una cualquiera. El vestido que llevaba, totalmente a la vista sin la capa y extendido sobre la litera, era muy caro, digno de una dama de alcurnia. ¿Cómo había acabado en el camarote de un hombre como él? Y ¿cómo le había propuesto acostarse con él a cambio del pasaje?

Roderick desconocía el motivo, pero iba a disfrutar mucho haciéndolo. Sería un auténtico placer. Y no era el único que pensaba así. Su miembro viril le dio la razón, puesto que empezó a endurecerse rápidamente dentro de los pantalones.

Le recorrió el cuerpo con la vista y vio un trozo de pierna que le quedaba al descubierto entre la bota y la falda. Pronto estaría levantando esa falda, apartándola del medio. Por lo poco que veía de sus medias, no le cabía duda de que iban a ser las más finas que había tocado nunca. Empezó a disfrutar imaginándose lo que sería quitárselas lentamente, dejando sus preciosas piernas al descubierto. La capa con la que se había ocultado entre las sombras estaba cuidadosamente doblada bajo su cabeza. El hecho de que hubiera usado su ropa como almohada lo hizo sonreír. Era evidente que consideraba que sus almohadones no eran dignos de ella. Obviamente era una mujer acostumbrada a los lujos y, sin embargo, no había podido costearse un pasaje. Roderick no pudo evitar preguntarse qué circunstancias la habrían llevado hasta su cama, y eso era malo, ya que lo distraía, y se había jurado no dejarse distraer por ninguna mujer.

Maisie se había puesto cómoda y se había quedado dormida. Se había aflojado un poco el corpiño y los pechos le asomaban por encima del corsé de seda de un modo muy seductor. Tenía una mano apoyada en la clavícula y la otra doblada sobre la cama, sujetando las cintas del corpiño en el interior.

Era una auténtica belleza. Parecía una princesa durmiendo en su humilde litera. Roderick se alegró de que estuviera dormida para poder contemplarla a placer. Acabó de entrar en el camarote, cerró la puerta y se apoyó en ella. Quería despertarla, pero en ese momento estaba disfrutando de su visión, y de la idea de tenerla allí.

Se quitó la gabardina, la dejó a un lado y se acercó a la cama.

A pesar de que estaba durmiendo, Maisie tenía el cejo ligeramente fruncido. Roderick sintió el impulso de pasarle el dedo por la frente para borrarle la arruga que se le había formado allí, pero se contuvo. Tenía las manos demasiado callosas. En vez de eso, se sentó en el borde de la cama y le acarició los dedos que sostenían las cintas del corpiño, inclinándose para aspirar su aroma. La fragancia de su feminidad, floral y fecunda, lo embriagó. La piel de alabastro de su cuello y sus pechos lo excitó, pero al mismo tiempo lo hizo sentir indigno de ella. Las mujeres con las que había estado hasta ese momento eran muy sencillas. Nunca había estado tan excitado, pero al mismo tiempo se sentía torpe y bruto.

Esa preciosa mujer le había ofrecido su cuerpo. El deseo le hizo latir la sangre con fuerza en las venas.

Sería muy fácil abalanzarse sobre ella y tomarla al abordaje. Pero no era eso lo que quería. Lo que en realidad deseaba era que ella lo invitara a subir a bordo. Le besó el hueso de la clavícula con delicadeza, resistiendo el impulso de adentrarse en su exquisito escote.

«Despierta, preciosa».

Ella se revolvió, moviendo la cabeza de un lado a otro sobre la improvisada almohada. Roderick se fijó en los delicados lóbulos y en la suave y tentadora piel de detrás de las orejas. Instintivamente, se inclinó y la besó allí, bajo la oreja derecha. La piel sedosa lo atrajo y la acarició con la nariz.

«Eres muy hermosa. Una preciosidad».

Cuando ella trató de incorporarse de un brinco, Roderick se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta y la había despertado.