Cyrus estiró el cuello, tratando de ver la cara de Margaret.
A su alrededor, la cubierta era un torbellino de actividad. Se daban órdenes, se gritaban instrucciones, pero él no podía hacer nada más que observar y esperar a que el bote que llevaba su preciosa carga se aproximara más. Llevaba varios días de muy mal humor, frenético. Ahora los nervios habían dado paso a una solemnidad fatal. Tenía que averiguar las causas de la desaparición de Margaret. Tal vez fuera cierto que la hubieran secuestrado, pero le costaba creer que la muchacha no hubiera sido capaz de burlar a sus secuestradores haciendo uso de sus poderes. No, era más lógico suponer que se había marchado voluntariamente, aunque él habría preferido pensar que alguien la había engañado, o que había seguido el consejo de alguien… por capricho.
Justo en ese momento, ella levantó la cabeza y clavó la vista en él.
Cyrus se la quedó mirando. Margaret no lo saludó. Su expresión era inescrutable. Clavó las uñas en la barandilla en la que estaba apoyado mientras ella apartaba la mirada. El bote había llegado a su destino. Los dos remeros lo mantenían estable para que Margaret pudiera levantarse y subir por la escala de cuerda.
El capitán se plantó a su lado.
—Señor Lafayette, si se aparta un poco, ayudaré a la dama a subir a bordo. Necesito comprobar su estado de salud antes de decidir qué acciones deben tomarse contra el capitán Cameron —dijo dando unos significativos golpecitos en la culata de la pistola que llevaba colgando del pantalón. Sonrió, como si la idea le resultara muy apetecible.
No sería él quien lo hiciera cambiar de idea. Cyrus asintió y se echó atrás, permitiendo que fuera el capitán quien recibiera a Margaret tras saltar la barandilla y subir a bordo. Dos marineros de baja graduación tiraron de ella, la levantaron en volandas y la dejaron en cubierta, frente a su capitán. Tras dar las gracias a los militares, se volvió hacia el Libertas.
—Señorita Lafayette, soy el capitán Plimpton, de la marina británica. Bienvenida a bordo. ¿Podría decirme si ha resultado herida de alguna manera durante su estancia en la nave Libertas?
—¿Herida? —repitió Maisie, mirando al capitán como si no entendiera lo que le estaba preguntando.
Las sospechas de Cyrus no hicieron más que aumentar. Margaret le estaba rehuyendo la mirada.
—Disculpe mi falta de delicadeza, pero debo preguntárselo. Esos hombres… ¿la han herido o profanado de alguna manera? —insistió Plimpton, sacándose la pistola del cinturón.
Margaret se quedó mirando al capitán en silencio. Parecía muy preocupada.
—Indíqueme al hombre que la profanó y lo mataré inmediatamente —añadió él, señalando con la pistola a la tripulación del Libertas, que había empezado a bajar a los botes.
—No, capitán. Ninguno de esos hombres me ha hecho daño.
Plimpton asintió.
—Bueno, pues en ese caso me temo que aquí se ha acabado la diversión. —Suspiró—. Qué lástima.
Cyrus deseó que el capitán les lanzara un cañonazo y los hiciera volar a todos por los aires, pero antes de poder expresar su opinión, Margaret habló:
—Capitán, ¿piensa llevar a cabo su amenaza de… matarlos a todos?
El capitán se echó a reír.
—Si no le han hecho daño, no es estrictamente necesario. Aunque puedo hacerlo, si así lo desea.
Maisie negó fervorosamente con la cabeza.
Cyrus se enfureció tanto que notó el sabor de la bilis en la boca. ¿Lo estaba entendiendo bien? ¿Estaba tratando de defender a esos rufianes?
—¿Margaret?
Lo que más lo impactó cuando la muchacha finalmente se volvió hacia él fue su belleza. En mitad del océano, con el fuerte viento alborotándole el pelo, tenía los ojos brillantes y muy abiertos, y un aspecto casi salvaje. Sin embargo, al fijarse un poco más, vio que estaba pálida y parecía muy cansada. También se percató de que tenía el vestido roto por varios sitios. No llevaba nada encima, la muy estúpida. Cyrus deseó llevársela a rastras a su camarote y echarle una buena regañina.
Entonces, ella cerró los ojos un instante y, cuando volvió a abrirlos, le dirigió una débil sonrisa.
—Cyrus, estás aquí.
—Por supuesto que estoy aquí —replicó él sin poder disimular su enfado—. Eres mía y no pienso consentir que se malgaste tu… precioso talento.
Maisie parpadeó, asustada. Todavía la aterrorizaba la idea de que alguien descubriera su auténtica naturaleza. Su tutor sonrió. Ésa era una buena noticia. Podría seguir explotando ese miedo para mantenerla controlada. Al dar un paso hacia ella, Margaret extendió las manos, como si lo estuviera atrayendo a su lado.
Lafayette ladeó la cabeza, tratando de comprender sus actos. Había esperado que lo rechazara de plano si la hipótesis de la huida se confirmaba, o que le lanzara los brazos al cuello agradecida, si había sido secuestrada. Pero no hizo ni una cosa ni la otra. Cuando Cyrus llegó a su lado, ella le tomó las manos y lo miró fijamente a los ojos.
—Si hay algo que deba preocuparnos, tienes que contárselo al capitán —dijo él.
—No, Cyrus. Nadie me ha hecho daño, ya se lo he dicho.
La joven observó al capitán de reojo. Parecía inquieta y no dejaba de mirar por encima del hombro. Cyrus no sabía si estaba preocupada o confundida. Le pareció que pronunciaba unas palabras en picto o en gaélico, pero no estaba seguro porque se las llevó el viento. Estaba a punto de preguntarle qué le sucedía cuando su humor cambió de repente. Ya nada le importaba, porque Margaret estaba allí dándole la mano. Sólo poder disfrutar de su presencia… Estaba casi delirando de placer al volver a estar con ella tras esos largos días de rabia e incomodidades.
La muchacha volvió a hablar, pero una vez más el viento se llevó sus palabras.
¿Por qué no dejaba de volverse hacia el Libertas? Cyrus siguió la dirección de su mirada y vio que la tripulación de la nave comercial estaba bajando por unas redes de cuerda hacia los botes que flotaban cerca del barco. Serían unos treinta hombres en total. El oficial que se había acercado en uno de los botes de la nave militar no les quitaba ojo. ¿Por qué estaba Margaret tan inquieta? Se repitió la pregunta una y otra vez en la mente, pero por alguna razón incomprensible no logró preguntarlo en voz alta. ¿La habría amenazado alguno de esos canallas? O, peor aún, ¿le habrían arrebatado la virginidad?
El capitán Plimpton miró a Cyrus y frunció el cejo.
—¿Se encuentra bien, señor Lafayette?
Desde lejos llegó el sonido de hombres que abucheaban a la marina británica.
Margaret se soltó de sus manos y corrió hacia el lugar por donde había subido a bordo.
¿Qué estaba pasando? Cyrus se quedó mirando la espalda de su pupila. La felicidad que había sentido hasta un momento antes desapareció con la misma brusquedad con la que había aparecido. Volvió a enfurecerse. ¿Se habría hecho amiga de alguno de esos hombres? O, peor aún, ¿se habría dado cuenta alguno de ellos de sus poderes secretos? Unos celos espantosos le retorcieron las entrañas. Acercándose al capitán a grandes zancadas, le arrebató la pistola que llevaba en la mano. Luego se dirigió a la barandilla y apuntó hacia el hombre que estaba de pie en uno de los botes, mirando a Margaret a través de un catalejo.
—Señor Lafayette, me sorprende usted —dijo el capitán estupefacto, pero encantado por la reacción de su pasajero—. Deduzco que quiere que alguien pague por lo sucedido.
—Me sentiría mucho más satisfecho si se hubiera deshecho de esa panda de alimañas después de haber liberado a mi pupila —reconoció Cyrus—. Sin embargo, ya que no ha sido así, me encargaré personalmente —añadió, amartillando el arma.
Margaret se acercó a él rápidamente, tratando de detenerlo.
—¡Cyrus, no!
Él no apartó los ojos de su objetivo.
—Estoy seguro de que tú también deseas librarte de ellos de una vez por todas. ¿No es verdad, querida?
El disgusto que Maisie mostró al oírlo fue casi palpable. Cyrus apretó los dientes con rabia.
—Ya me he librado de ellos, gracias a vosotros —respondió finalmente la muchacha, aunque con una voz tan temblorosa que era evidente que ocultaba algo.
Cyrus se volvió hacia ella y, mirándola fijamente a los ojos, le preguntó:
—Y ¿te alegras de que haya sido así?
Maisie asintió.
—Demuéstralo. Mata a uno de ellos tú misma. A ése, por ejemplo. El del catalejo, el que no te quita ojo.
—Sabes que yo no podría matar a un hombre, Cyrus —protestó ella con los ojos brillando de indignación.
—Demuéstramelo y podremos olvidarnos de todo lo que ha pasado. Eres buena tiradora. Yo mismo te enseñé a disparar.
Tras pensarlo unos instantes en silencio, Maisie alargó la mano temblorosa y se hizo con el arma.
—No te preocupes, querida. Si fallas, yo mismo remataré la faena. Me aseguraré de que ese hombre no vuelva a respirar.
La joven se tambaleó, cerrando los ojos unos momentos.
El capitán se echó a reír.
—Nunca me habría imaginado que era usted de los que disfrutan con un buen juego, señor Lafayette. Esto es de lo más entretenido.
Margaret paseó la mirada de uno al otro. Cyrus sabía que estaba escandalizada. Sus ojos no habían perdido esa chispa de inteligencia que los hacía tan atractivos. El pelo se le alborotaba en todas direcciones por culpa del viento, haciéndola parecer la bruja salvaje que era, la que se había llevado de Escocia para su uso y disfrute personal.
—No fallaré —replicó ella, acercándose a la barandilla mientras sostenía el arma con los brazos extendidos.
A continuación susurró algo ininteligible. Cyrus sospechó que se trataba de magia, pero, sin más vacilaciones, Margaret disparó.
«Sí, mi preciosa bruja es mía y sólo mía». Cyrus sintió que lo invadía una gran sensación de alivio al ver que el hombre que la había estado observando se derrumbaba sobre el suelo del bote con una mancha carmesí que se extendía sobre su casaca a la altura del hombro. Sonrió.
Maisie bajó los brazos y, volviéndose hacia el capitán, le tendió la pistola. Luego se acercó a Cyrus y alzó la barbilla para mirarlo fijamente a los ojos.
—Perdóname —le susurró con una sonrisa temblorosa—. Me alegro mucho de volver a estar contigo. —Lo abrazó, mientras murmuraba palabras en gaélico.
Cyrus no entendió las palabras, pero supo que eran afectuosas, de amor, de perdón.
Ahora ya nada importaba. Lo fundamental era que Margaret había vuelto a su lado. Y sí, estaba seguro de que ella también se alegraba de estar con él. Cerró los ojos y disfrutó del calor de su abrazo, y del hecho de que se lo hubiera dado voluntariamente.
Al principio Cyrus había estado tenso, como si sospechara que ella estaba usando la magia, pero enseguida cayó bajo su embrujo. ¿Se habría dado cuenta? Maisie se apartó un poco para mirarlo a los ojos.
Tenía la frente fruncida en una mueca de confusión. Sin duda la magia había funcionado, aunque él seguía resistiéndose. Debería esforzarse mucho, pero ahora que habían levado anclas y que la distancia entre ella y Roderick aumentaba, podría centrarse en la tarea.
Necesitaba pensar. Todo había sucedido tan deprisa que aún no había podido asimilar los cambios. Estaba temblorosa y mareada. Sentía náuseas por lo que había tenido que hacer para proteger a Roderick. Y saber que él y sus hombres habían perdido el Libertas, que a partir de ahora sería una nave militar, la disgustaba tanto que apenas podía controlar sus pensamientos y sus emociones para mantener a Cyrus a raya. Ésa tenía que ser su prioridad absoluta. Debía conseguir imprimir más potencia a su magia para que su tutor permaneciera demasiado confundido para actuar. De ese modo impediría que tomara más represalias contra Roderick y el resto de la tripulación. Demostrarle afecto haría su farsa más creíble, pero le estaba resultando muy difícil.
—¿Por qué te fuiste? —le preguntó Cyrus—. ¿Fue por algo que te dijo Beth?
Maisie negó con la cabeza. No quería implicar a mamá Beth en todo aquello.
—Era una mujer enferma —insistió Cyrus—. Cualquier cosa que te dijera fue sin duda fruto de los celos, o del miedo a lo que le esperaba.
«¿Era?» Una mano de hielo se cerró alrededor del corazón de Maisie.
—Sabía que estábamos cada vez más unidos —murmuró Cyrus, divagando tranquilamente en su estado de calma inducida por la magia—. Conocía el gran afecto que siento por ti.
—¿Mamá Beth ha muerto?
Él asintió bruscamente. Maisie sintió un zumbido en la cabeza. El dolor por la pérdida de su madre adoptiva y la conmoción por lo que acababa de pasar hicieron que concentrarse en la magia fuera una misión casi imposible.
—Ya nada se interpondrá entre nosotros. Nos casaremos en cuanto regresemos a Londres. Juntos seremos poderosos, invencibles. Pero antes necesito saber por qué te escapaste.
—No me escapé —replicó ella, obligándose a mirarlo a los ojos para tranquilizarlo. Si no lo convencía completamente, Roderick y sus hombres correrían peligro. No le bastaría con que le hubiera disparado—. Te lo explicaré.
Cyrus le sujetó la barbilla con la mano para que no apartara la mirada. Entornando los ojos, le dirigió una sonrisa torcida.
—No volverás a escaparte, eso es verdad. Me aseguraré personalmente. —Su tono de voz era siniestro, y se tornó posesivo cuando bajó la vista hacia su escote—. Pronto estaremos casados y serás mía del todo.
No cabía duda de lo que esperaba de ella. Lo que antes no veía ahora era evidente. El deseo que sentía por ella —tanto como mujer como en su faceta de bruja poderosa— no había hecho más que crecer en los últimos tiempos. No obstante, era la primera vez que le demostraba abiertamente hasta qué punto llegaba la lujuria que sentía por ella. Ya no tenía necesidad de disimular. La quería en su cama, como su amante y su esposa.
Era una idea terrorífica. Ella no lo deseaba. Nunca lo había hecho y nunca lo haría. Y le dolía que él sí lo hiciera. No era correcto. Estaba mal. Se sentía engañada, traicionada. Era la misma sensación que había tenido cuando había empezado a darse cuenta de que él quería aprovecharse de sus poderes mágicos para sus propios objetivos. En aquel momento se había disgustado mucho, pero este nuevo giro de los acontecimientos era aún peor. Sin embargo, era inútil negarlo. Beth había estado en lo cierto. Cyrus tenía miedo de perderla y pensaba evitarlo poseyéndola de todas las maneras posibles. De nuevo se sintió traicionada y se alegró de haberse acostado con Roderick. Sin embargo, ahora no podía pensar en él. Tenía que concentrarse en Cyrus hasta que su capitán estuviera a salvo.
Hizo un esfuerzo para tranquilizar a su tutor.
—Quería volver al lugar donde nací —declaró—. Quería conectar con mis orígenes para que mi magia pudiera florecer. Sentí un deseo tan repentino y tan intenso que salí corriendo. Fui a los muelles y pregunté si había algún barco que se dirigiera a Escocia. Cuando el capitán del Libertas dijo que iban hacia allí, me volví loca de añoranza.
Cyrus la miró con desconfianza, entornando los ojos.
—¿Por qué te llevaste tus objetos más preciados?
—Últimamente los llevaba siempre encima.
Al ver que su tutor fruncía el cejo, Maisie tejió un nuevo conjuro para envolverle el alma con él. La mirada de Cyrus se tornó vaga. Esperando que no se diera cuenta, empezó a influir en su pensamiento. Primero susurró un hechizo, uniendo la voluntad de su mentor a la suya. Luego le ordenó no darse cuenta de que estaba influyendo en sus pensamientos.
Tras unos momentos, Cyrus asintió.
—Si es tan importante para ti, le pediré al capitán que nos deje bajar a tierra en algún puerto escocés en vez de volver directamente a Londres.
Un gran alivio la invadió.
—Oh, Cyrus, gracias.
Él ladeó la cabeza, mirándola como si no estuviera muy convencido, pero luego se alejó para llevar a cabo su petición.
Desesperada por hacer algo por Roderick y su tripulación antes de que Cyrus la bajara a su camarote, se estrujó la cabeza pensando qué podría hacer. No podía creer que hubieran perdido el Libertas por su culpa. Y, por si eso fuera poco, ahora Roderick la odiaría por haberle disparado. Esperaba que algún día pudiera explicarle por qué lo había hecho, y que él pudiera perdonarle todos los problemas que le había ocasionado.
¿Qué haría él ahora? Se dirigía a Dundee, donde debía reunirse con su socio, el tal Gregor Ramsay, con el que compartía la propiedad del Libertas. Suponía que iría allí igualmente, aunque hubiera perdido el barco. Y, en ese caso, tal vez volvieran a encontrarse con ellos, ya que las naves de la marina estaban virando para dirigirse al norte, siguiendo las instrucciones de Cyrus. No estaba segura de que Roderick fuera a seguir rumbo hacia allí, pero, si así fuera, trataría de ayudarlos.
Con el corazón latiendo desbocado, Maisie levantó la vista hacia el cielo. Murmuró un rápido hechizo, pidiendo al viento su poder y al sol su calor para ayudar a Roderick en su viaje, allá adonde fuera.
—Lo siento mucho, mi bondadoso amante —susurró cuando el viento se levantó—. Siento todas las desgracias que te han pasado por mi culpa.
Para acabar de quedarse tranquila, le envió un hechizo de protección.
—¡Ha sido la maldita Jezabel la que te ha disparado! —exclamó Brady, gesticulando como un loco al lado de Roderick, que se había desplomado en el suelo del bote—. ¡Será zorra!
A pesar del dolor y de la incredulidad que sentía, a Roderick le molestó muchísimo el insulto.
—Deberíamos haberla colgado con nuestras propias manos cuando tuvimos la oportunidad —añadió el piloto.
Clyde se echó a reír ruidosamente, lo que hizo que todos los hombres se volvieran para mirarlo extrañados por su reacción.
—Lo que esa mujer ha hecho ha sido salvarte la vida —declaró y, encogiéndose de hombros, se echó a reír otra vez—. Si no le hubiera quitado la pistola a ese hombre, ahora mismo estarías muerto.
Las palabras del viejo hicieron que todos los que estaban a punto de protestar guardaran silencio.
—Qué demonios… —Roderick trató de incorporarse, sin embargo, el dolor en el hombro se lo impidió—. Siéntate, Brady —ordenó—. Si no conseguirás que acabemos volcando. Vamos sobrecargados.
—Sí, siéntate. No quedaría nada bien que pusieran en nuestras lápidas «Los marineros que aquí yacen murieron porque no fueron capaces de manejar un bote» —comentó Clyde.
—No seas ridículo —saltó Brady, al que los últimos acontecimientos habían hecho perder los papeles—. Si nos ahogamos, no necesitaremos lápidas.
Roderick maldijo en voz alta. Se disponía a dar órdenes, pero desistió al darse cuenta de que lo estaban desvistiendo. Uno de sus hombres le estaba quitando la casaca y otro le estaba rompiendo la camisa. A continuación le taponaron la herida con un trozo de tela. Por unos momentos el dolor amenazó con hacerle perder el conocimiento, pero luego remitió. Echando la cabeza hacia atrás, trató de encontrar el sentido a lo que había dicho Clyde. Uno de sus hombres le estaba examinando el hombro, pero Roderick permaneció ausente, ignorando la herida con tozudez. No quería pensar en eso… ni en quién se la había causado. No obstante, era imposible. Las palabras de Clyde eran un enigma.
—¿A qué te refieres con eso de que me ha salvado la vida? —le preguntó.
—Esa mujer tomó el arma por voluntad propia. Todos lo vimos —lo interrumpió Brady.
—Sí, pero estoy seguro de que si hubiera disparado el hombre, habría elegido una zona menos inofensiva que el hombro. Ahora estaríamos sin capitán y preparando un funeral marítimo en vez de una cura de emergencia.
Uno de los marineros mojó su puñal en el agua salada antes de hurgar en la herida de Roderick.
—Sólo le ha rozado la piel —anunció el hombre—. La peor parte se la han llevado la camisa y la casaca.
Roderick cerró los ojos y apretó los dientes, pero el dolor de la exploración no impidió que siguiera haciéndose preguntas. ¿Sería cierto que Maisie le había disparado para evitarle una herida mortal? ¿Podría ser que lo hubiera herido para protegerlo de algo peor?
No estaba seguro, y nunca lo estaría, a no ser que pudiera oírlo de sus propios labios. Pero eso no iba a pasar.
Cuando acabaron de vendarle el hombro y le hubieron puesto de nuevo la camisa y la casaca, Roderick se quedó mirando cómo los cuatro barcos se alejaban, poniendo distancia a toda velocidad entre ellos y los botes cargados con la tripulación del Libertas, y llevándose a Maisie consigo. El capitán apenas notaba ya el dolor de la herida que le había infligido. Sacó el catalejo del bolsillo y recorrió la cubierta de la nave de la marina, pero no vio ni rastro de ella.
—Se dirigen a mar abierto para regresar a Londres.
Justo cuando acababa de pronunciar esas palabras, el buque principal cambió bruscamente de dirección.
—¡Uno de los barcos ha puesto rumbo al norte, capitán! —gritó alguien desde uno de los otros botes.
Roderick frunció el cejo. ¿Un cambio de planes? ¿Tendría que ver con ellos? No se fiaba de esos hombres que le habían arrebatado la nave. Eran capaces de dar media vuelta y acabar con ellos a cañonazos. Seguro que su cambio de rumbo no tenía nada que ver con esa mujer, Maisie de Escocia.
—Nos han hecho un favor, Roderick —insistió Brady—. Nos han librado de ella.
En el fondo, Cameron sabía que el piloto tenía razón. Estaban mejor sin ella. Maisie había causado problemas de convivencia entre él y su tripulación, y se había vengado por haberla encerrado. No obstante, se quedó observando las naves militares sin responder al oficial, preguntándose adónde se dirigirían. El único puerto lo suficientemente grande para albergar embarcaciones de ese tamaño era Dundee.
Clyde se echó a reír.
—Me pregunto si sabrán que llevan una bruja a bordo.
—Entonces ¿reconoces que es una bruja? —preguntó Brady, que al parecer seguía molesto con el viejo por sus comentarios de hacía un rato.
—Oh, sí, sin lugar a dudas. —Clyde hizo una pausa, disfrutando de la atención. A pesar de flotar a la deriva en el mar embravecido, los otros dos botes estaban lo suficientemente cerca como para no perderse detalle de lo que decía—. Pero ¿por qué deducís que tiene malas intenciones? No tiene que ser necesariamente así. Esa mujer proviene de las Highlands, una tierra famosa por sus sana doras.
—Clyde tiene razón —corroboró alguien desde otro bote.
Roderick giró el cuello —una maniobra de lo más incómoda a causa de las vendas que le sujetaban fuertemente el hombro— para ver quién había hablado. Se trataba de Adam, el joven holandés al que Maisie había curado.
Al ver que todos se habían vuelto para mirarlo, el chico siguió hablando:
—Es una buena persona. Me curó y le estoy muy agradecido. Ojalá pudiera darle las gracias personalmente. Le ofrecería mi lealtad eterna.
—¿Lo veis? —preguntó Brady—. Os ha embrujado a todos. Estáis cegados por la magia. No sois capaces de ver el peligro que corremos, a pesar de que nos hemos quedado sin barco y estamos a la deriva por su culpa. ¡Por no hablar de que le ha disparado al capitán! ¡Esto es obra del demonio! ¡Os ha esclavizado a todos!
Roderick no podía consentir que Brady siguiera enardeciendo a la tripulación. Su prioridad era seguir a flote y llevar a sus hombres a un sitio seguro, a pesar de la herida.
—Brady, cállate —le espetó.
Cuando el piloto lo miró con ganas de seguir discutiendo, Roderick añadió:
—Tenemos que decidir cuál va a ser nuestro siguiente movimiento.
Era una locura pensar en cualquier otra cosa en ese momento. Y, sin embargo, no podía quitarse la imagen de Maisie de la cabeza. Había tenido mucha suerte de que no alcanzara ninguno de sus órganos vitales al disparar. Las palabras de Clyde resonaron en su mente. ¿Sería posible que el viejo tuviera razón, que Maisie lo hubiera salvado de un disparo fatal? Sacudiendo la cabeza, Roderick se dijo que era la lujuria la que le nublaba el seso. Un capitán de barco no podía permitirse desear tanto a una única mujer.
—Iremos a Dundee, tal como teníamos previsto. Lo menos que podemos hacer es contárselo a Gregor personalmente.
Aunque no pensaba reconocerlo, tenía otras razones para dirigirse allí. Razones de la cabeza, y del corazón…
—Llevan el Libertas a remolque, capitán. Y definitivamente se dirigen al estuario.
—Como nosotros.
Roderick y sus hombres se reunirían con Gregor Ramsay tal como habían acordado meses antes. Por mucho que lo intentara, Roderick no podía dejar de preguntarse si el barco que llevaba a Maisie y al hombre que decía ser su tutor se dirigía también hacia allí.
—A Ramsay no le va a hacer ninguna gracia cuando se entere —comentó Brady—. Que Dios se apiade de nuestras almas si Gregor está en el muelle cuando el Libertas atraque en Dundee luciendo la bandera de la marina.
—No, eso no pasará —replicó Roderick con firmeza—. Se enterará cuando se lo contemos en una taberna, con una botella de ron de por medio, bien lejos de los oficiales de la marina.
Rendirle cuentas a su amigo y socio Gregor Ramsay era una prioridad, pero todavía tenía la loca esperanza de poder recuperar el Libertas. Debía asegurarse de que los hombres de la marina no se daban cuenta de que los estaban siguiendo. Cuando los perdieran de vista, se dirigirían a Dundee, recuperarían el barco y se reunirían con Gregor.
«¿Cómo puedo creer que algo tan absurdo es posible?», se preguntó. Suponía que era un sueño nacido de la desesperación.
Todos los hombres guardaron silencio mientras contemplaban cómo los tres buques de la marina se perdían en la distancia, con el Libertas a remolque. Brady fue de los primeros en moverse, colocando los remos en posición. Justo en ese momento, el oleaje se calmó y el sol se abrió camino entre las nubes.
Sorprendentemente, el viento empezó a soplar un instante después, empujándolos hacia el norte.
—Qué curioso, el tiempo está de nuestro lado —comentó Clyde, echándose a reír—. Nuestro capitán es un hombre afortunado. Sigue con vida y ahora el viento gira para que no perdamos de vista el Libertas.
Roderick sabía qué estaba insinuando el viejo, pero no podía creerlo del todo, por mucho que hubiera visto a Maisie en acción la noche anterior. ¿Sería posible que el viento hubiera girado por orden de ella?
Tras colocarse en posición, el piloto ordenó a gritos a los marineros de los otros dos botes que tomaran los remos. Éstos se apresuraron a seguir sus instrucciones.
Roderick se obligó a incorporarse y se sentó en uno de los bancos.
El viento comenzó a soplar entonces con más fuerza, como si realmente quisiera ayudarlos.
—¿Capitán? —preguntó Clyde, esperando sus instrucciones.
—Haced turnos a los remos. Que los hombres se cambien cada media hora.
—¿En qué dirección, capitán? —preguntó el viejo con una sonrisa.
—Adelante, hacia Dundee. —Roderick observó la línea de la costa, recordando el lugar donde se encontraban antes de sufrir la emboscada de la marina—. Ya hemos dejado Saint Andrews atrás. Pronto el estuario del Tay estará a la vista. No nos alejemos de la costa. Seguiremos la riba sur del estuario hasta la altura de Newport. Si el viento se mantiene a nuestra espalda llegaremos al atardecer. Desde allí cruzaremos a la riba norte.
—¿Tiene algún plan?
—Sí. Entraremos en el puerto de Dundee cuando haya caído la noche.
—¿Y una vez estemos allí?
—Recuperaremos lo que nos han robado.