Maisie Taskill estuvo tentada de influir en la decisión del capitán usando la magia, aunque sabía que eso complicaría las cosas más adelante. Lo haría si no le quedaba otro remedio, pero sólo si era del todo necesario. Tenía que salir de Londres esa misma noche, como fuera. A esas horas ya debería estar en el King’s Theatre, donde en teoría tenía que asistir a una representación de una ópera de Händel con su tutor, su maestro. No tardarían mucho en darse cuenta de su ausencia, si no la habían descubierto ya. Pensar en la posible reacción de su maestro le helaba la sangre en las venas. Unos dedos congelados le rodearon el corazón y lo apretaron con tanta fuerza que Maisie casi se quedó sin respiración.
«Por favor, lléveme con usted. Ayúdeme a escapar de esta red de traiciones en la que estoy atrapada».
El capitán gruñó mientras seguía examinándola con atención. Era un sonido que no estaba acostumbrada a oír, rudo y muy masculino. Sintió ganas de apoyarle la mano en el pecho para percibirlo a través del tacto además del oído. Maisie Taskill sentía una gran curiosidad.
No podía verle bien la cara porque llevaba el sombrero inclinado hacia adelante y quedaba medio oculto entre las sombras. Durante un segundo levantó la cabeza para mirar a su alrededor. Cuando la luz de la luna le iluminó los ojos vio que, aun a su pesar, estaba interesado en ella. La oferta de un intercambio carnal había despertado la atención del capitán. Aunque el brillo del deseo le iluminaba la mirada, por un momento la joven pensó que se negaría y seguiría su camino.
Instintivamente, lo agarró del brazo con fuerza para impedírselo. Los ojos del capitán siguieron el movimiento de sus dedos sin perder detalle. Cuando la mano de Maisie se apoyó en su pecho, él volvió a gruñir. Y ese gruñido fue algo distinto. Menos contrariado, casi… seductor. El pecho del capitán era ancho y fuerte bajo la casaca. Maisie estuvo a punto de apartar la mano, ya que no estaba acostumbrada al contacto de un hombre como él, un hombre fornido que usaba tanto la mente como los músculos en su trabajo. Un hombre recio, robusto, honesto.
O al menos eso era lo que esperaba que fuera el capitán Cameron. Uno nunca podía estar seguro. En cualquier instante podía ponerse agresivo, como ella bien sabía. Pero, en ese momento, no tenía elección. Abrió la boca para suplicarle una vez más.
A lo lejos se oyó un silbato que atravesó la niebla con una clara advertencia: se acercaban problemas.
El capitán la tomó entonces de la mano.
—Se ganará usted el pasaje a Dundee si puede correr lo bastante deprisa.
Antes de poder responderle, Cameron ya había emprendido la carrera, arrastrándola tras de sí por los tenebrosos muelles de Billingsgate. Estaba oscuro y la niebla era espesa. Maisie apenas veía nada y, sin embargo, el capitán corría en zigzag, y parecía hacerlo a propósito. La joven se preguntó cómo podía conocer tan bien el lugar pero, en cualquier caso, se alegró de que así fuera. Al mismo tiempo, dio las gracias al silbato, que lo había animado a ponerse en movimiento. El sonido había puesto fin a sus dudas y cavilaciones. ¿Sería posible zarpar hacia Dundee esa misma noche? La esperanza le calentó el corazón.
Cameron corría dando rápidas zancadas. Maisie se levantó la falda con una mano, pero, a pesar de que él no le soltó la otra en ningún momento, pronto le costó respirar. La mano del capitán era grande y callosa. Maisie maldijo el corsé. ¿Por qué tenía que llevarlo tan apretado? Se lo había puesto para asistir a una representación en un teatro, no para una actividad vigorosa como ésa.
El capitán giró bruscamente a la izquierda y se detuvo en seco. Gracias a la luz de la luna que atravesó la niebla durante unos segundos, Maisie vio la oscura e impresionante silueta de un barco frente a ellos. Entonces, él bajó la vista hacia ella y le dijo:
—Lo siento, pero las prisas eran necesarias.
En ese momento, Maisie se percató de que él también estaba huyendo.
—¿De quién huye usted?
El capitán le quitó el paquete que llevaba y la animó a seguir corriendo mientras respondía a su pregunta.
—En Londres hay gente que pagaría mucho dinero por conseguir el mejor vino francés. Mis hombres han descargado varias cajas al abrigo de la noche y han corrido un gran riesgo al hacerlo. Alguien ha alertado a los funcionarios de aduanas. Iba de regreso al barco cuando me he topado con usted.
Maisie corrigió su apreciación de hacía un momento sobre su honestidad. El capitán no era del todo honesto, al menos en cuestiones comerciales. Algo preocupada, esperó que, como mínimo, fuera un hombre honorable. O, por lo menos, que no fuera cruel. Sabía que muchos comerciantes actuaban al margen de los aduaneros. Ese mismo día se había enterado de que un tal capitán Cameron era la máxima autoridad de un buque mercante dedicado al libre comercio. Lo que no sabía era que estuviera buscado por trapichear con vino francés. No era que importara. Si lo hubiera sabido, habría ido a buscarlo igualmente, ya que su barco era el único que zarpaba hacia Escocia esa noche o en los próximos días y no tenía tiempo que perder. Sin embargo, se sintió un poco culpable por no contarle toda la verdad sobre sus circunstancias, ya que llevarla a ella a bordo podía suponerle un riesgo tan grande como el vino de contrabando, si no mayor.
Una risa chillona le hizo volver la vista hacia una especie de choza. Al pasar por delante distinguió a una mujer acompañada de dos hombres. Uno sostenía una linterna en alto mientras la mujer se levantaba la falda para ellos. Sorprendida, Maisie tropezó.
—Tenga cuidado —le recomendó su guía, señalando un montón de redes y cuerdas.
Al acercarse a un barco, la joven pensó que habían llegado a su destino y que por fin podría dejar de correr, pero él pasó de largo y siguió corriendo hacia otra nave. A medida que se acercaban, vio que ésta era más grande que la anterior, y se alzaba amenazadoramente sobre ellos.
En el muelle, tres figuras sentadas en cajas se apiñaban para hablar en privado. Al oírlos llegar, levantaron las cabezas. Uno de ellos, un muchacho escuálido, se levantó de un salto y saludó al hombre que la acompañaba.
—Capitán.
Tal como había imaginado, se trataba del capitán Roderick Cameron.
—Sube a bordo enseguida, Adam —replicó él—. Zarpamos de inmediato. Pasa la orden.
El joven cogió una jarra del suelo y la sujetó con un dedo por el asa. Luego giró en redondo y empezó a trepar por una gran red de cuerda que colgaba del lateral del barco. Maisie contempló asombrada cómo el chico escalaba con una sola mano. Sus pies descalzos se aferraban a la red con agilidad.
Esperaba que el capitán y ella no tuvieran que subir a la embarcación usando ese sistema, y se obligó a respirar hondo para mantener a raya la ansiedad.
—Parece que tienes compañía, Roderick… —comentó otro de los hombres, señalándola receloso con la cabeza.
—La dama tiene que llegar a Dundee urgentemente.
El marinero sacudió la cabeza y, refunfuñando para sus adentros, dio media vuelta para subir al barco por un tablón de madera que acababan de colocar en un costado. Cuando llegó arriba, saltó por encima de la barandilla. El tercer hombre, ya mayor y algo encorvado, siguió al muchacho, subiendo por la red de cuerda como si fuera un pájaro saltando de rama en rama a pesar de su edad.
—Dese prisa —le ordenó el capitán a Maisie antes de mirar por encima del hombro y hacerle una señal a un marinero situado en un extremo del barco.
El hombre le devolvió la señal e inmediatamente empezó a gritar órdenes. Instantes después, varios marineros aparecieron en cubierta y comenzaron a izar los cabos unidos a sacos de arena que pendían sobre el muelle.
—Pase delante —indicó el capitán—. Yo le cubriré las espaldas. Zarpamos inmediatamente. —Con la barbilla señaló el tablón y le dio una palmada en el trasero para animarla a subir.
Maisie ahogó un grito por el contacto inesperado. Tragando saliva, se recordó que estaba entre marineros, que no se comportaban del mismo modo que los caballeros. Cuando Cameron le dio una segunda palmada y le indicó la cubierta con el dedo, se dio cuenta de que pretendía que subiera a bordo por el tablón. Llevándose la mano al lugar donde había estimulado su carne a través del vestido y las enaguas, la joven se quedó mirando la pasarela con incredulidad. Era demasiado estrecha y no parecía estar sujeta a ninguna parte. Frotándose la cadera, dio un par de pasos inseguros, animada por el capitán. La tabla de madera se bamboleó y crujió mientras avanzaba de lado por ella.
Bajo sus pies, el brillo de la luz de la luna sobre las aguas turbias le pareció una señal de mal agüero. El mal olor de las verduras podridas y de los excrementos que flotaban en el agua le asaltó la nariz. Maisie sintió náuseas y tuvo que controlar el fuerte impulso de sacudir la cabeza y salir huyendo. Tambaleándose, se reprendió por ser tan débil. No podía desmayarse. Con esa actitud nunca llegaría a Escocia. Seguro que el capitán y su tripulación subían y bajaban por aquel tablón constantemente. Estaba haciendo el ridículo. Animada por esa idea, se obligó a seguir subiendo. No había vuelta atrás. Por mucho que le doliera admitirlo, prefería caerse en aquella agua asquerosa a volver al lugar del que había huido.
Y con esa idea en mente logró llegar hasta el barco. Una vez arriba, se agarró a la barandilla, temblorosa. Sus rodillas se doblaron de alivio al dejar de contener el aliento.
Mientras se preguntaba cómo pasaría al otro lado de la barandilla, el tablón empezó a balancearse violentamente bajo sus pies. Era el capitán, que se acercaba rápidamente. Sin dudarlo más —y esperando que no hubiera nadie cerca que pudiera ver sus acciones impropias de una dama—, se levantó la falda y cruzó al otro lado.
Una vez en cubierta, volvió a aferrarse a la barandilla, tambaleándose. El barco olía a madera y a brea. A su alrededor, la tripulación gritaba. Los marineros se habían puesto en acción.
—Bien hecho, señora —le dijo el capitán, burlón, mientras saltaba ágilmente la barandilla, le lanzaba su hatillo y se inclinaba para recoger el tablón y subirlo a bordo.
Maisie trató de pensar con claridad para situarse. A lo largo de la barandilla, los hombres habían acabado de recoger los sacos de arena atados a las sogas. Desde aún más atrás le llegó el ruido escandaloso de una rueda al girar.
—¡Levando anclas, capitán! —gritó un marinero.
Cameron la empujó para que avanzara al darse cuenta de que uno de los hombres que habían izado los sacos de arena la estaba observando con la mano en la cadera. Maisie no vio su expresión, pero se imaginaba que el hombre sentiría curiosidad por su inesperada llegada.
—Quédese aquí; escóndase en las sombras —le ordenó el capitán llevándola hasta un lugar cubierto bajo una escalera que conducía a otro nivel del barco—. En cuanto salgamos del puerto y estemos en mar abierto la acompañaré a mi camarote —añadió señalando con el mentón una especie de trampilla que se abría en la cubierta.
Y, sin más explicaciones, desapareció por la escalera gritando órdenes mientras subía.
Maisie pegó la espalda a la pared y abrazó el paquete con fuerza. Los movimientos del barco la tomaron por sorpresa. Echó un vistazo a la trampilla que el capitán había señalado y se preguntó qué habría querido decir. ¿Los camarotes estaban bajo la cubierta?
Sin embargo, Cameron no había hablado de «camarotes», sino tan sólo de «su camarote», lo que le hacía pensar que se había tomado en serio su oferta. O tal vez era que no había ningún camarote libre para ella. Eso sería lo normal, si no acostumbraban a llevar pasajeros. Daba igual. Su virginidad era un engorro. Tenía que deshacerse de ella cuanto antes. Si la descubrían y la devolvían a su tutor, él se encargaría de arrebatársela personalmente, y ya no podría librarse de él nunca más. Prefería entregársela al hombre que ella eligiera. Tenía que ser alguien que no conociera su naturaleza secreta y que no pudiera aprovecharse de ella, a no ser que Maisie así lo decidiera. Pero eso no impedía que la idea la pusiera nerviosa. Trató de controlar sus emociones. Era importante que la unión carnal se hiciera correctamente para que fuera ella la que se beneficiara y saliera fortalecida del encuentro. Si todo iba bien, sus poderes se verían reforzados y sus habilidades alcanzarían una nueva dimensión. Para escapar y sobrevivir, necesitaría toda la ayuda que pudiera conseguir.
Un sonido extraño, como el llanto de un niño, la sobresaltó de pronto, sacándola de sus pensamientos. Al volver la cabeza para ver de qué se trataba, vio dos cabras atadas cerca de allí, con las patas bien separadas para mantener el equilibrio.
Sin tiempo para recuperarse de la sorpresa, vio cómo por una trampilla situada en el otro extremo del barco empezaban a salir hombres que se dispersaban por cubierta. Se pegó más aún a la pared, buscando la protección de las sombras. Al principio la acción a su alrededor le pareció caótica, pero pronto se dio cuenta de que cada uno de los marineros tenía una misión asignada. Tres de los hombres se dirigieron a los tres grandes mástiles que se elevaban hacia el cielo y empezaron a trepar ágilmente por ellos, rodeándolos con piernas y brazos. Maisie los contempló, fascinada, mientras desataban las velas. Luego, las grandes franjas de tela se desplegaron y cayeron con majestuosidad, ahogando el griterío de los marineros.
La voz del capitán le llegó entonces desde algún punto situado por encima y detrás de ella. Se forzó a recordar lo poco que sabía de navíos. La rueda del timón debía de estar allí. Aguzó el oído para distinguir sus instrucciones.
—¡Más deprisa! —Era su voz, no cabía duda.
—La marea está empezando a cambiar, capitán —replicó un marinero.
—Y no hay viento —añadió otro—. No es buen momento para zarpar.
—Tenemos que irnos —replicó Cameron—. Me estaban siguiendo, estoy seguro. Vi a un hombre espiándonos mientras subíamos a bordo.
Maisie se llevó la mano al pecho y se aferró al cierre de plata de la capa buscando protección. «Me han seguido», se dijo. El capitán pensaba que lo habían seguido por el vino que escondía, pero ¿y si no era a él a quien buscaban? Cerrando los ojos con fuerza, deseó que Cameron estuviera equivocado y que nadie los hubiera visto embarcar.
Otro grito desde arriba le hizo levantar la cabeza. Los hombres que habían desatado las velas regresaban a cubierta deslizándose por los mástiles. Pero uno de ellos se detuvo a mitad de camino y negó con la cabeza al tiempo que señalaba las velas, que estaban inmóviles. Necesitaban la fuerza del viento para hincharse.
Maisie oyó refunfuñar al capitán. Al notar que la nave se acercaba al muelle, sintió que estaban en peligro. No podía consentirlo; tenía que hacer algo.
Se cubrió bien la cara con la capucha, por si acaso alguien la veía mientras murmuraba un conjuro para animar al viento a llenar las velas y a ayudarlos a escapar. Cuando empleaba la magia, solía notársele en los ojos. Un brillo extraño reflejaba las emociones que usaba para conjurar su poder. Sin embargo, era noche cerrada y parecía poco probable que alguien la viera en su escondite. Valía la pena arriesgarse.
Maisie cogió aire y se preparó. Sin soltar el hatillo en ningún momento, se llevó la mano que le quedaba libre al corazón y luego abrió los dedos en dirección al cielo, susurrando un hechizo. Respiró profundamente y se imaginó las nubes corriendo a toda velocidad, y a continuación ordenó al viento que se levantara a su alrededor y los empujara a mar abierto.
—¡Capitán! —exclamó una voz sorprendida.
El barco dio un bandazo. Al tiempo que ahogaba un grito por el brusco movimiento, Maisie se aferró a la pared de la esquina donde estaba oculta. Luego levantó la cabeza y vio que las velas ondeaban antes de abombarse gracias a una ráfaga de viento que las llenó. Sonrió aliviada y dio las gracias a su linaje por el don que le había transmitido.
Los gritos de júbilo resonaron por todo el barco.
—La suerte del diablo está de su lado esta noche, capitán —comentó uno de los hombres con incredulidad.
La sonrisa de Maisie se desvaneció.
«La suerte del diablo», repitió para sus adentros. Eso era de lo que pensaban que se trataba.
Era vital que nadie descubriera que había usado la magia para ayudarlos esa noche, o la acusarían de ser esclava del diablo. Igual que los habitantes de aquel pueblo habían acusado a su madre de ser diabólica antes de lapidarla, ahorcarla en el patíbulo y quemar después su cadáver.
El recuerdo le heló la sangre en las venas y se estremeció. Rememoró el dolor de su madre y su vida en constante peligro de ser descubierta. Y ahora ella estaba sola. Su tutor ya no podía protegerla. No se arrepentía de haberse escapado, pero el mundo era un lugar plagado de peligros para una mujer sola, especialmente una mujer como ella.