18

Cyrus estaba tumbado en su litera, contemplando las húmedas vigas de madera del techo y resistiéndose a descargar la frustración que lo carcomía contra los escasos objetos que lo rodeaban. Con gusto habría roto la única silla que había en el camarote en mil pedazos, pero entonces se habría quedado sin ella. La espera le resultaba intolerable. Llevaba toda la noche así, dándoles vueltas a ideas para vengarse de Margaret. Se imaginaba qué haría para castigarla, y luego pensaba en el momento en que la haría suya para siempre.

Alguien llamó a la puerta.

—Adelante.

Un marinero uniformado abrió la puerta, pero no entró en el camarote.

—Mis disculpas, señor. El capitán me ha pedido que lo avise de que hemos avistado el barco que buscamos.

Cyrus ya se había incorporado y se estaba poniendo las botas antes incluso de que el marinero hubiera acabado de transmitirle el mensaje. Lo siguió hasta la cubierta, encantado de que hubiera llegado al fin el momento que tanto había esperado. Al salir a la superficie, examinó el cielo de esa helada mañana. Era un día gris y desapacible. Acababa de amanecer y la niebla rodeaba el barco con un manto de misterio.

Rápidamente se acercó a la barandilla y buscó con la vista algo en la dirección hacia la que miraban varios oficiales de la marina. Al principio no vio nada. Al alargar el cuello vio un barco mucho más pequeño que el suyo que reseguía la línea de la costa a lo lejos.

Por fin. Ya casi estaba al alcance de la mano. Ya no tendría que esperar mucho más para poseerla y para descargar sobre ella todo el peso de su ira. La necesidad de hacer realidad ambos deseos le agudizó los sentidos, le aceleró el pulso y le dio energías renovadas. La sangre le corría por las venas con gran vitalidad.

Una voz a su lado lo sacó de sus pensamientos. Era el capitán Plimpton.

—He dado órdenes a nuestra nave gemela. Esperaremos aquí hasta que esté todo preparado. —Con una sonrisa, Plimpton añadió—: Nos divertiremos un rato con esas sabandijas.

—Excelente —replicó Cyrus.

Con los ojos clavados en la lejana nave, Lafayette pensó en Margaret, y su apetito de poder se acrecentó.

Roderick no durmió esa noche, y tampoco descansó en su camarote. Permaneció al timón de la nave, observando el cielo nocturno y esperando a que amaneciera. No le preocupaba cómo iba a lograr dejar a Maisie en tierra sana y salva tal como le había prometido. Les diría a sus hombres que quería librarse de ella cuanto antes y la llevaría hasta la orilla personalmente. Sin embargo, no podía quitarse de encima una sensación de luto. Era como si ya la estuviera echando de menos.

¿Cómo podía ser? Él era un hombre de mar. Ninguna mujer lo había atraído nunca de esa manera. Y ni siquiera se trataba de una mujer normal, con la que casarse y a la que dejar en una casa en algún puerto, una mujer a la que pudiera visitar como Brady visitaba a Yvonne en Lowestoft.

No, Maisie era distinta. No era una mujer corriente. Ahora que había tenido tiempo para reflexionar sobre el tema, se daba cuenta de lo excepcional que era. Desde el primer momento había sido consciente de que no era una mujer de baja calaña. Lo que no podría haber imaginado era que ocultara tantos secretos. Y mucho menos que practicara las artes prohibidas. Roderick se daba cuenta del enorme riesgo que había corrido al permitirle subir a bordo. Ya era bastante malo llevar una mujer en el barco, una pasajera clandestina, pero su naturaleza secreta hacía que su género fuera algo insignificante al lado del peligro que suponía tener a una bruja viviendo y durmiendo entre ellos.

La imagen de Maisie bajándose la capucha y dirigiéndole aquella mirada suplicante en el muelle le cruzó por la mente. Le habían temblado los labios cuando había pensado que él rechazaría su oferta. A él le había intrigado mucho que le ofreciera su virginidad, aunque ahora ya entendía por qué. Maisie era muy joven, pero tenía una sabiduría ancestral en su mirada. Eran unos ojos que habían visto demasiado, que sabían demasiado. Pero en su mirada había también resignación, puesto que su orgullo se mezclaba con desesperación. Todas esas cosas, unidas a su extraña belleza, habían hecho que le resultara imposible rechazarla. Si lo hubiera hecho, nunca habría dejado de preguntarse por ella.

Cuando el alba rompió en dos la línea del horizonte, miró hacia la costa. Se habían mantenido en todo momento a escasa distancia de ella. Podría dejarla en tierra en cualquier momento, pero retrasó el momento tanto como pudo, reacio a despedirse de ella. Acababan de pasar Saint Andrews, lo que indicaba que estaban frente a las costas de Fife. Roderick había nacido en las Lowlands escocesas, a la altura de Saint Andrews, en la otra orilla del Tay, en la habitación trasera de una casa de Dundee. Las espeluznantes historias de brujas y sus ejecuciones habían formado parte de su infancia, pero nunca se había imaginado que pudieran tener el aspecto de la mujer con la que se había estado acostando esos últimos días. A pesar de su mal humor, no pudo evitar sonreír al recordarla.

Durante los largos años que había pasado navegando y visitando los lugares más lejanos y extraños había oído contar historias de gente con poderes mágicos. Pero casi siempre esas personas eran respetadas y reverenciadas, no acusadas ni ejecutadas como se hacía en su país. La madre de Maisie había sido una de esas personas. Darse cuenta fue un golpe duro para él. No importaba lo humildes que hubieran sido sus orígenes —y, efectivamente, lo habían sido, lastrados por la pobreza y la desgracia—, su historia no era ni mucho menos tan terrible como la de Maisie. No le extrañaba que hubiera estado tan asustada cuando sus hombres la subieron a rastras a cubierta y la amenazaron con acabar con su vida por sus poderes prohibidos. Roderick tampoco los culpaba a ellos. Sabía que no actuaban por maldad, sino por ignorancia. Los comprendía más de lo que ellos se imaginaban, ya que él tampoco acababa de entender a Maisie.

Brujería. Nunca lo habría imaginado. Era cierto que había algo raro en la muchacha, pero ¿quién se podía imaginar que fuera eso? Nunca había creído en la brujería, no obstante, no podía negar lo que había visto. Durante las noches que habían compartido cama habían pasado cosas difíciles de explicar. Sin embargo, estaba tan cegado por sus encantos que no había querido hacerse preguntas. Al menos al principio.

Volvió a mirar hacia la costa y luego hacia el cielo. Estaban a punto de divisar el estuario del Tay. Había llegado el momento de llevarla a tierra para que pudiera llegar a su destino.

Roderick sabía que era lo correcto, por mucho que su corazón y su mente se resistieran a aceptarlo. Mientras la mayoría de los hombres aún dormía, le pediría a Clyde que descolgara uno de los botes. Sabía que el viejo lobo de mar no haría preguntas. Clyde había desconfiado de la muchacha desde el primer momento, pero no había pedido que la arrojara por la borda. Había tenido razón desde el principio. Todo cuanto había dicho había resultado ser cierto. Pero también sabía que Maisie no pretendía hacerles daño. De vez en cuando, Roderick lo sorprendía observándolo con los ojos brillantes, como si hubiera hecho una apuesta consigo mismo y quisiera ver cómo se desarrollaba la historia.

Si alguno de sus hombres cuestionaba lo que iba a hacer, tenía una buena razón preparada. Dejándola personalmente en tierra se aseguraba de librar al Libertas de la carga de llevar una bruja a bordo. Y cuanto antes, mejor.

Llamó a Clyde. Cuando estaba a punto de pedirle que descolgara el bote, un silbato empezó a sonar por encima de sus cabezas.

El vigía señaló hacia el horizonte.

—Barco a la vista, capitán.

Roderick aceptó el catalejo que le ofreció Clyde y enfocó en la dirección que le señalaba el vigía.

Un barco de grandes dimensiones se acercaba a ellos. Sobre el mástil principal ondeaba una bandera familiar.

—Es una nave de la marina. Si estuvieran de patrulla, no se dirigirían directamente hacia tierra.

Roderick se acercó a la barandilla de estribor y miró hacia atrás, hacia la estela que dejaban a su paso.

—Vienen de mar adentro. Si estuviéramos más cerca de Saint Andrews, pensaría que se dirigen hacia allí, pero ya casi hemos llegado al Tay.

Brady subió corriendo la escalera que conducía a la cubierta superior.

—Parece que se están preparando para el combate. Vienen a por nosotros, capitán —añadió en tono alarmado.

«A por mí, sin duda». Roderick frunció el cejo. No era normal que la marina se tomara tantas molestias por un simple impago de impuestos. El Libertas era una nave muy modesta. Tal vez pasaran de largo.

Brady llamó a toda la tripulación a cubierta. La orden pasó rápidamente por la cadena de mando.

Roderick fue hasta un cofre de madera que estaba empotrado en la pared, muy cerca del timón. Tras abrir el candado, se hizo con su sable y se ató el cinto alrededor de las caderas. Cuando regresó al timón, los hombres estaban entrando deprisa en cubierta, dispersándose en todas direcciones. Algunos subieron a los mástiles y se colocaron en posición sobre las botavaras, listos para recibir instrucciones.

—A toda vela. Virad a babor. Se aproximan a toda velocidad. Si nos pegamos a la costa, tal vez no puedan acercarse lo suficiente.

La orden de Roderick fue pasando de hombre a hombre. Los marineros se apresuraron a ajustar los ángulos de las botavaras y a recoger las velas para cambiar de dirección lo más deprisa posible.

Roderick observó la nave militar por el catalejo y apretó los dientes. El buque era rápido, más que el suyo. Les llevaba ventaja porque iba lanzado. No tardaría en alcanzarlos por la popa.

Era un barco de mando y, al fijarse, vio que había un segundo navío en la distancia. Examinando el horizonte, distinguió una tercera embarcación que se acercaba desde el norte. El capitán bajó el catalejo y se volvió hacia Brady.

—Son tres naves. Estamos rodeados. Aunque pudiéramos ir más deprisa, la tercera nos cortaría el paso hacia el norte.

—Un ataque bien planificado —señaló Brady.

—Y que lo digas. —Roderick frunció el cejo—. Sin embargo, cuando atracamos en Lowestoft ningún oficial nos dijo nada.

—Es un misterio.

Roderick y Brady permanecieron observándose en silencio.

—¿Preparamos las armas, capitán? —preguntó Clyde.

Roderick frunció los labios. Presentar batalla ante semejante rival no sería más que un gesto simbólico. No podían hacer frente a tres naves de guerra que dominaban esas aguas.

—Sí, pero con discreción.

Salvaguardar el barco y su tripulación era su prioridad. La nave militar se acercaba a toda velocidad, pero antes de que pudiera dar ninguna otra orden, se oyó una gran explosión.

Era un disparo de advertencia, ya que no lo siguió ninguno más.

—Piensan abordarnos —dijo Brady.

El barco de mando se acercó con los cañones listos para disparar. Marinos uniformados se alineaban a lo largo de la cubierta, con las armas preparadas y apuntando hacia el Libertas. Había un brasero encendido en medio de la cubierta, rodeado de hombres armados con arcos y flechas incendiarias.

—¡Piensan dejarnos sin velas, capitán! —gritó Clyde.

—¡Echad el ancla! —ordenó Roderick. Al ver que nadie se movía, repitió la orden en voz más alta.

A continuación miró a Brady, que se encogió de hombros.

—No hay otra opción —admitió el primer oficial.

—Mal momento para tener el almacén lleno de vino francés ilegal —comentó Roderick.

—Y una bruja furiosa atada en la despensa —añadió Brady.

Hasta ese instante, a Roderick no se le había ocurrido que su pasajera pudiera tener alguna relación con el trío de naves que les habían tendido una emboscada. Y, por la expresión de Brady, a él tampoco.

Se miraron frunciendo el cejo a la vez.

—¿Crees que vienen a por ella? —preguntó el primer oficial.

Roderick se tambaleó, cada vez más preocupado.

«¿Cazadores de brujas? ¿Es posible?»

—Tenía mucha prisa por salir de Londres —añadió Brady—. Tal vez ésa fuera la causa.

El capitán asintió y se volvió hacia la nave de mando, rezando para que no fuera así. Si habían ido a por ella, no permitiría que se la llevaran. Sin embargo, aunque sólo hubieran ido allí por el tema del contrabando, la encontrarían al registrar el barco.

Brady, por el contrario, parecía muy satisfecho.

—Si vienen a por la Jezabel, nos libraremos de ella antes de lo previsto.

Roderick guardó silencio y miró a Clyde. El viejo le devolvió la mirada negando con la cabeza.

La nave militar echó el ancla cerca. Tras bajar dos botes al agua, seis marineros armados acompañaron al oficial al mando a bordo del primero. Dos hombres más los siguieron en el segundo esquife.

Roderick observó los botes que se acercaban al Libertas. Mientras tanto iba pensando en distintos planes de actuación, según se desarrollaran los acontecimientos. Pero hasta que supiera exactamente a qué habían ido, no podía tomar ninguna decisión.

El oficial de la marina se puso en pie y gritó:

—¡¿Capitán Cameron del Libertas?!

—Le cubrimos la espalda, capitán. Si quiere que entremos en acción, no tiene más que dar la orden —dijo uno de sus hombres.

Roderick se asomó por la borda con la sensación de que algo no encajaba. Nunca había visto tantos barcos y hombres destinados a un caso de simple evasión de impuestos. No pudo evitar pensar en Maisie. ¿Habrían ido a apresarla para juzgarla? ¿La habría denunciado alguien en Londres? ¿Sería ésa la causa de que hubiera tenido que salir huyendo con tanta urgencia?

—¡Yo soy el capitán Cameron! —gritó Roderick.

El oficial le dirigió una mirada malhumorada y desaprobatoria.

—Creemos que lleva una pasajera a bordo. Una joven dama llamada Margaret.

A Roderick se le cayó el alma a los pies. Habría preferido que hubieran ido a buscarlo a él.

—Han venido a buscar a la bruja —dijo uno de los marineros a su espalda.

La tripulación empezó a murmurar. La tensión de Roderick se multiplicó al darse cuenta de que sus hombres estaban contentos. Él, desde luego, no lo estaba.

—Este barco no admite pasajeros —replicó.

—Varios testigos vieron a una joven subir a bordo en Billingsgate —afirmó el oficial—. Su tutor quiere recuperarla. Si la devuelve sana y salva, seremos indulgentes con la gran lista de delitos contra el fisco que ha cometido esta nave.

Roderick se tranquilizó un poco al comprobar que el capitán de la marina no hacía referencia a ninguna denuncia por brujería. Sin embargo, si su tutor no tenía malas intenciones, ¿por qué se había escapado Maisie? ¿Sería su tutor el hombre que quería poseerla? Trató de recordar si ella había mencionado que así fuera. Si la muy tozuda hubiera confiado más en él, ahora dispondría de más información para poder tomar una buena decisión.

Mientras tanto, a su espalda, los hombres estaban empezando a impacientarse.

—Pida que la suban, capitán. Deje que se la lleven. Así nos libraremos de ella y de sus artes retorcidas.

—Que no se mueva nadie —ordenó Roderick por encima del hombro.

—Si no la entrega —siguió diciendo el oficial de la marina—, a esos cargos se añadirá otro: el de secuestro. En ese caso, no espere clemencia ni para usted ni para sus hombres cuando subamos a bordo.

—Esa mujer no nos ha traído más que problemas —protestó un marinero.

—Es un atentado contra Dios y lo sagrado —dijo otro—. Dejemos que se encarguen de ella.

El corazón de Roderick le latía desbocado en el pecho. Estaba atrapado. Era imposible que pudieran escapar de las naves de la marina. Y no sabía qué sería más seguro para Maisie: estar en manos de la marina o estar entre sus propios hombres, que la odiaban.

Ojalá le hubiera dado tiempo de dejarla en tierra antes de que los alcanzara la marina.

—La mujer que buscan está sana y salva —le dijo al oficial al mando.

—Así que la dama efectivamente está a bordo. Y, puesto que este barco no admite pasajeros, debo suponer que la han secuestrado —replicó el capitán de la marina con una sonrisa irónica.

La mente de Roderick funcionaba a toda velocidad. Por lo poco que Maisie le había contado, se había hecho a la idea de que el hombre que la quería para sí era rico e influyente. Pero ¿tanto como para enviar a la marina británica tras ellos? Si era así, el capitán la llevaría de vuelta a Londres. Con el corazón desgarrado, se planteó las consecuencias. Maisie estaría más segura a bordo del navío militar que entre sus hombres, ya que, aparentemente, la marina no estaba al corriente de sus poderes ocultos. Pero, una vez en Londres, ¿podría volver a escapar del hombre del que había huido? Roderick esperaba que así fuera.

No obstante, debía asegurarse de que no había cazadores de brujas detrás de la orden de devolverla a la capital.

—Tengo el deber de asegurarme de que la dama llegue a tierra sana y salva. ¿Son ésas también sus órdenes?

El oficial se volvió hacia el hombre que tenía a su espalda y comentó algo con él antes de responderle.

—Teniendo en cuenta que somos nosotros los que estamos rescatando a la dama de sus captores, es una pregunta un poco rara, ¿no le parece, capitán Cameron? —preguntó con sarcasmo.

A su espalda, Roderick oyó que sus hombres volvían a murmurar. También oyó algunas risas. Al menos, el ambiente a bordo se había aligerado un poco, pensó con ironía.

Brady se acercó a él.

—No seas idiota, Roderick —susurró—. Deja que se la lleven. Esa mujer dejará de ser un problema y nadie resultará herido.

—¿Realmente lo crees? —Roderick alzó las cejas.

Brady frunció el cejo.

—Tengo una familia que mantener. Debo creerlo.

«Igual que yo debo creer que Maisie estará a salvo si dejo que se la lleven».

—¡Subidla a cubierta! —ordenó finalmente el capitán.