11

Maisie, en Billingsgate cruzaste la pasarela —le recordó Roderick al tiempo que señalaba el tablón con la barbilla. Lo habían colocado en cuanto el barco había tocado puerto en Lowestoft esa misma tarde, y no había parado de subir y bajar gente desde entonces.

Maisie frunció el cejo, pero permaneció inmóvil.

Roderick comprobó una vez más que no le gustaba verla preocupada; de hecho, lo inquietaba mucho. Cruzó la pasarela hasta cubierta de nuevo para demostrarle que el tablón era sólido.

—En Billingsgate estaba oscuro —murmuró ella cuando él llegó a su lado—, pero ahora veo perfectamente lo peligroso que es —añadió señalando las aguas que se agitaban a sus pies.

Estaba subida a la pasarela pero agarrada al barco a su espalda, sin atreverse a soltarse. A Roderick le pareció preciosa, con los brazos extendidos a los lados como si fuera el mascarón de proa del Libertas. Aunque era un poco miedosa para ese papel. En cualquier caso, la idea lo hizo sonreír.

¿Había pasado tanto miedo en Billingsgate? Todo había ocurrido tan deprisa aquella primera noche que no se había parado a pensar en que pudiera tener dificultades para subir. Debía de estar muy decidida a dejar Londres. ¿Por qué? Roderick pensaba llegar hasta el fondo del asunto, pero antes tenía que conseguir que bajara a tierra para que pudieran comer algo y charlar cómodamente y con intimidad.

—Yo te abriré camino —dijo—. Sigue mis pasos. —Y empezó a descender despacio para que el tablón no se balanceara.

Al llegar al muelle, le hizo un gesto para que lo siguiera.

—Confía en mí. ¿Qué puede pasar? Si te caes al agua, yo te sacaré.

Maisie le dirigió una mirada horrorizada que le provocó una carcajada.

Eso la hizo reaccionar. Refunfuñando para sus adentros, la joven fue bajando muy lentamente por el tablón. Al acercarse al muelle, aceleró el paso y, cuando pisó al fin tierra firme, se relajó aliviada.

—En cuanto lleguemos a Dundee ya serás una experta en subir y bajar por la tabla y podrás descender a tierra escocesa con dignidad.

—Tal vez —dijo ella, no muy convencida. Mientras enderezaba los hombros, Brady bajó saltando a su espalda. Al oír el ruido, Maisie se apartó del medio y se acercó a Roderick.

Aprovechándose de la situación, el capitán la abrazó.

—Oh —exclamó ella al ver que se trataba de Brady—, qué tonta.

—Brady tiene prisa por ir a reunirse con su esposa, Yvonne.

En ese momento oyeron una voz femenina que se acercaba.

Y ambos se volvieron para ver el reencuentro de Brady con su mujer. El oficial la abrazó con fuerza mientras dos niños pequeños estaban cerca, observando la escena. Cuando su madre les dio permiso, se acercaron con regalos para su padre.

Roderick bajó la vista hacia su compañera de camarote. Parecía intrigada.

—¿Cómo sabían que su padre llegaría hoy?

—Brady los avisó desde Billingsgate. Envió a un mensajero para que les entregara una carta. Siempre lo hace, cada vez que pisamos suelo inglés. Y cuando la autoridad portuaria ve acercarse nuestros mástiles, los avisan.

—Es como ver las órbitas de dos estrellas acercándose —susurró Maisie—. Es emocionante.

Roderick nunca lo había visto de ese modo. Cada vez que Brady se reunía con su esposa pensaba en el riesgo de perder a uno de sus mejores hombres. Pero suponía que era normal que a una mujer le pareciera una escena romántica.

—Aunque tiene sus inconvenientes, no creas —repuso—. Brady es un hombre de mar. Ningún marinero debería estar atado a una mujer en tierra. Es la manera más fácil de que se rompa por dentro.

Maisie frunció el cejo.

—¿Cómo puedes pensar eso? Es evidente que él la ama.

—Sí, es evidente. Ése es el problema.

Sin dejar de fruncir el cejo, Maisie apartó la vista de Roderick y se volvió hacia la pareja, que se alejaba llevando cada uno a un niño de la mano.

Roderick se ajustó el pañuelo que se había anudado al cuello antes de ofrecerle el brazo a su acompañante temporal. No solía vestir de manera elegante, por lo que había tenido que rebuscar entre sus cosas y pedir ropa prestada a sus hombres para encontrar algo adecuado para la ocasión.

Echaron a andar por las calles de la pequeña localidad. Roderick se sentía muy orgulloso de pasear junto a Maisie. Había bajado a tierra antes de que ella se diera cuenta de que habían echado el ancla y había buscado la mejor posada para preparar la cita.

—He reservado un comedor privado para que podamos estar tranquilos —le dijo mientras subían por la calle empedrada que se alejaba del puerto en dirección al centro.

—Caramba, capitán Cameron, eres muy atento. Esto no formaba parte de nuestro trato.

—Oh, no me he olvidado del trato, te lo aseguro.

Maisie sonrió y le dirigió una mirada seductora.

—Sin embargo, también quiero que hablemos y que nos conozcamos un poco mejor. Mi preciosa pasajera me ha despertado la curiosidad.

La sonrisa de Maisie se evaporó de pronto. Roderick notó cómo se cerraba en banda. Incluso aflojó la mano con la que se sujetaba de su brazo. Algo no iba bien. Perplejo, le señaló la posada.

Ella asintió pensativa, pero no dijo nada.

Una vez dentro, Roderick avisó de su llegada al posadero, que los guio hasta un comedor privado, pequeño pero elegante. En él había una mesa, dos sillas y una chimenea encendida. Sobre la repisa de la misma, varias velas iluminaban la estancia, al igual que las que ardían en los candelabros de pared. Una mullida alfombra frente a la chimenea daba un toque confortable.

—Es precioso —comentó Maisie con una sonrisa.

Roderick se alegró de ver que ya no parecía distraída.

La joven se dispuso a quitarse la capa, pero él se lo impidió con un gesto. Colocándose a su espalda, la rodeó con los brazos y le desabrochó el cierre metálico a la altura del esternón.

—Gracias —dijo ella por encima del hombro.

Y el fuego que Roderick vio en su mirada le calentó las entrañas.

Durante su estancia a bordo siempre se había comportado como una dama. No importaba que el barco se balanceara con violencia, o que estuviera semidesnuda o trabajando en las tareas de la embarcación junto a Adam. Ahora, en el discreto lujo del comedor privado de la posada, a la rica luz de las velas y del fuego de leña, todavía parecía más elegante. Brillaba como una valiosa joya sólo para sus ojos.

Roderick sacó una silla para ayudarla a sentarse.

Maisie se había recogido el pelo en un moño alto, lo que dejó al descubierto la pálida piel de su nuca mientras se acomodaba. Él se la quedó mirando unos instantes. Antes de apartarse, le acarició el hombro. Necesitaba tocarla.

Mientras se sentaba frente a ella, agradeció que el comedor estuviera tan bien iluminado. Así podría admirarla durante toda la cena. El lugar donde su cuello se unía con la clavícula era tan hermoso que deseó besarlo. Las curvas de sus pechos asomando bajo el corpiño tenían el mismo efecto.

El posadero les sirvió unas jarras de cerveza y les aseguró que disfrutarían de una buena comida. Al salir, dejó la puerta abierta. El jolgorio de la multitud que llenaba la sala común, aunque era alegre y contagiaba buen humor, hizo que Roderick sintiera el impulso de levantarse y cerrarla para disfrutar de ella en exclusiva. Era la misma sensación que había tenido a bordo del Libertas, entre sus hombres. Sin embargo, no debería obsesionarse, ya que más tarde la tendría sólo para sí. Ese pensamiento avivó su lujuria una vez más.

—¿Cómo es que Brady tiene una esposa en este pueblo?

Roderick hizo memoria.

—Nos detuvimos aquí hará unos cinco años para limpiar el casco.

Al ver que ella fruncía el cejo, se explicó:

—El casco del barco se va llenando de cosas durante la travesía: percebes, algas y todo de tipo de criaturas indeseadas. Cuando se instalan bajo el agua y empiezan a crecer, hacen que avancemos más despacio. También afectan a la seguridad de la nave, pues es más fácil que haya filtraciones de agua. Por eso echamos el ancla en Lowestoft. Tuvimos que subir el Libertas a dique seco, vaciarlo, hacer reparaciones y calafatear el casco.

—No sabía que fuera tan trabajoso mantener una embarcación.

—Es un trabajo constante. No se puede parar nunca, pero es una vida salvaje y apasionante. No la cambiaríamos por nada. El carenado es sólo una de las cosas que tenemos que hacer para que el barco esté en condiciones de navegar. En aquella ocasión, habíamos estado en los mares cálidos del norte de África, y la operación duró más de lo esperado. Mientras estábamos aquí, Brady conoció a su Yvonne. Cuando zarpamos, él estaba tan triste que empezamos a parar aquí cada vez que pasábamos cerca. Un año más tarde se casaron y ella se instaló en una casita. Ahora tienen dos bocas más que mantener, pero Brady es más feliz, al menos cuando estamos por esta parte del mundo.

Maisie le dedicó una sonrisa.

—Eres un capitán muy generoso.

—No fui yo solo quien tomó la decisión. Tengo un socio. Lleva seis meses en tierra por un asunto familiar. Entre los dos convencimos a Brady para que no nos abandonara. A cambio, llegamos a ese acuerdo. Ama a su esposa, pero también ama el mar. Es un excelente piloto; no queríamos perderlo.

—No sabía que una mujer pudiera apartar a un buen marinero del mar.

—Oh, sí, no lo dudes. —Roderick le dirigió una sonrisa irónica—. Las mujeres son uno de los mayores peligros a los que se enfrenta una tripulación. Muchos marineros descubren que la tierra firme no está tan mal si hay una mujer de por medio. La lujuria es peligrosa, pero si se les meten en la cabeza tonterías románticas están perdidos.

Roderick nunca lo había entendido, pero al mirar a su acompañante empezó a comprenderlo mejor. Maisie Taskill podría hacer que cualquier hombre deseara quedarse en tierra si se lo propusiera. Precisamente por eso debería estar guardando las distancias, no pasando con ella cada minuto que tenía libre, tratando de descubrir qué historia ocultaba. Y, aunque no podía evitarlo, se dijo que era simple curiosidad. Nada más.

—¿Pensasteis en ese plan tan complejo sólo para no perder al piloto?

—Fue idea de Gregor. La verdad es que yo creo que Brady nos acabará dejando. Cada vez que permanecemos mucho tiempo lejos de Inglaterra, la melancolía se apodera de él. No es bueno que un marinero se encariñe demasiado de una sola mujer.

Maisie se echó hacia atrás en su silla y se lo quedó mirando con curiosidad.

—¿Gregor?

Roderick había pensado que Maisie se había ofendido por su sinceridad, pero no, había sido el nombre de Gregor el que había captado su atención.

—Gregor Ramsay es el hombre con el que comparto la propiedad del Libertas. Está en Fife en este momento, saldando unas viejas cuentas.

Maisie se revolvió en el asiento y se dio unos golpecitos en la barbilla con el dedo.

—Ese nombre… Hay algo en él que me resulta familiar. Estoy casi segura de que no lo conozco, pero algo me dice que debería conocerlo.

¿De qué iba a conocer ella a Gregor Ramsay?, se preguntó Roderick.

—¿Naciste cerca de la zona del East Neuk de Fife? Tal vez lo conozcas de allí.

Ella negó con la cabeza.

—No, nací en las Highlands. No he estado nunca en Fife —repuso encogiéndose de hombros—. No importa.

—Ah, las Highlands. Eso explica por qué eres tan salvaje cada vez que pierdes el control.

—No sé a qué te refieres, capitán —replicó ella con dignidad, aunque su sonrisa y el brillo de sus ojos desmentían sus palabras.

—¿Qué te llevó a Inglaterra?

Durante unos instantes, Maisie permaneció en silencio. Parecía enfadada, como si le hubiera preguntado algo terrible. Cuando al fin respondió, su tono de voz era tenso.

—Algo que resultó ser un gran error.

—Todos cometemos errores.

—Eso es verdad —repuso ella con pies de plomo.

—La vida no es fácil. Nadie nos muestra el camino antes de recorrerlo. Y nunca es cómodo ni recto.

Maisie asintió. Tomó la jarra de cerveza y le dio un sorbo.

—Es cierto, pero no fui yo quien cometió el error.

Roderick decidió insistir, pues su curiosidad no hacía más que aumentar.

—Entonces ¿quién fue?

Maisie volvió a meditar bien la respuesta antes de hablar.

—El hombre que creyó que podría moldearme a su voluntad y obligarme a quedarme con él.

El capitán alzó las cejas sorprendido. Al parecer, había tenido un pretendiente, uno al que no había entregado su virginidad. Y, sin embargo, se había entregado a él alegremente. Allí había algo que no encajaba. Era uno de esos misterios que sus hombres y él disfrutaban tanto tratando de resolver con una botella de ron en la mano durante una larga noche de travesía. Maisie se mostraba muy contraria a dejarse mantener por un hombre. Pero ¿por cualquier hombre o sólo por su pretendiente?

—Tienes una fuerza de carácter poco común —comentó él.

—¿En una mujer?

—Sí, pero no sólo en una mujer. Tienes un carácter mucho más decidido que el de la mayoría de mis hombres.

Ella volvió la vista hacia las llamas.

—He tenido que aprender a ser fuerte.

—¿Por qué?

Ella le dirigió una mirada de advertencia.

—Cuanto menos sepas de mí, mejor. Ya te he contado demasiadas cosas.

Él se molestó.

—No estoy de acuerdo.

Eso ya no era simple curiosidad. Las cosas que Maisie decía le daban muy mala espina. Además, tal vez se equivocara, pero el hecho de haberse acostado con ella le hacía sentir que tenía derecho a saber más.

—Te ofrecí mi cuerpo, nada más que eso.

No sabía por qué las palabras de Maisie lo molestaban tanto.

—Ahora mismo soy tu capitán. Tu vida está en mis manos. Deberías confiar en mí.

—No me fío de ningún hombre —replicó ella. Su mirada era brillante y decidida, y con ella quería transmitirle la fortaleza de sus convicciones. Era un aviso en toda regla.

Roderick frunció el cejo. Estaban tan a gusto y, de un momento a otro, todo había cambiado. ¿Por qué estaban discutiendo?

—No hay quien entienda a las mujeres. Nunca las he entendido, y tú me demuestras que jamás lo haré.

Ofendida, Maisie se puso de pie.

—No puedes hacer responsables a todas las mujeres por los actos de una sola. Eso es injusto e irracional.

—¿Por qué no? Eso es exactamente lo que has hecho tú con los hombres hace un momento.

Ella se ruborizó. Con las mejillas encendidas de indignación, estaba más bonita que nunca. A pesar de la tensión palpable entre ambos, Roderick seguía excitado. Si hubieran estado en el camarote, la habría tumbado sobre la cama sin dudarlo.

Por suerte, una empleada de la posada entró entonces en el comedor con un caldero humeante de estofado que dejó en la mesa sobre una tabla de madera. El aroma que despedía era delicioso.

—Siéntate —le ordenó Roderick a su acompañante con un gesto de la cabeza.

Ella frunció los labios y permaneció quieta, con aire rebelde.

Él levantó las manos.

—No me entrometeré más, te lo prometo. —Pero en cuanto ella se hubo sentado, no pudo resistirse a añadir—: Aunque eres una tozuda y haces mal no fiándote de mí.

Cruzándose de brazos, Maisie lo fulminó con la mirada.

Una segunda posadera les llevó pan, cuencos y cucharas, que dejó en la mesa, junto al caldero de estofado. Cuando las dos mujeres se hubieron retirado, Maisie permaneció en la misma posición, sin dar su brazo a torcer.

El estómago de Roderick protestó. Sin esperar más, sirvió el estofado en los cuencos y le ofreció uno.

—Venga, come. A bordo no te van a dar nada tan bueno.

—No hace falta que lo jures. Ya te tenido tiempo de darme cuenta —replicó ella.

Él se echó a reír.

Maisie cogió la cuchara como si fuera un arma y lo miró. Cansados de discutir y hambrientos, firmaron una tregua silenciosa y empezaron a comer. Roderick siguió observándola sin decir nada.

—No vas a conseguir que te cuente mi historia —dijo ella al darse cuenta.

—No voy a obligarte, eso es verdad —admitió él con una sonrisa.

Ella se la devolvió, dudosa.

—¿Y tú? ¿Por qué querías zarpar de Billingsgate con tanta prisa?

«Ah, o sea que yo no puedo preguntarle nada, pero ella puede preguntarme lo que quiera». Roderick tuvo que morderse la lengua para no responderle de un modo sarcástico.

—A los recaudadores de impuestos no les caemos bien, porque no seguimos sus normas.

Eso pareció divertirla.

—¿No pagáis impuestos por la mercancía que transportáis?

—La tripulación está formada por escoceses y holandeses. Ni los unos ni los otros tenemos mucho cariño a los ingleses, ni siquiera después de la supuesta unión con Escocia. Así que buscamos maneras de esquivar al fisco.

Maisie asintió.

—Me recuerdas a Escocia.

—¿Por mi odio a los ingleses?

Ella se echó a reír.

—No sólo por eso. —Mirándolo con curiosidad, añadió—: Estás a medio civilizar y no respondes ante ningún señor. Escocia corre por tus venas. La llevas contigo allá adonde vas.

Roderick había estado a punto de llevarle la contraria, pero al oír sus palabras se dio cuenta de que Maisie había visto una parte de su personalidad de la que él no era del todo consciente. Era asombroso. Y, sin embargo, él era incapaz de comprenderla, excepto cuando estaba tumbada sobre la cama. En esos momentos no tenía ninguna dificultad para manejarla.

«Algo es algo», pensó con ironía.

—¿Te saltarías las leyes si estuvieras en tierra, en Escocia, o sólo lo haces cuando estás en el mar?

La pregunta le pareció graciosa. Era un tema sobre el que habían discutido muchas veces a bordo.

—En tierra también hay quien se salta las leyes, sobre todo en zonas fronterizas. Los contrabandistas tienen ponis entrenados que conocen los caminos que bordean los acantilados. Los marinos los cargan con productos de contrabando que los ponis llevan solos hasta sus amos, que los esperan tierra adentro. De ese modo, las autoridades no los descubren. —Roderick se echó a reír—. Los he visto desde el barco. Menudo espectáculo. Son unos animales muy listos. No necesitan que nadie los guíe: se marchan solos tan contentos.

Maisie sonrió, y él supuso que se estaba imaginando la escena, lo que le despertó las ganas de compartir más cosas con ella.

—La verdad es que los hombres son capaces de todo para alimentar a sus familias. Compartir lo poco que ganan con el fisco no es fácil cuando tienen a una madre enferma o unos hijos hambrientos.

Ella asintió.

—¿Te escandaliza mi falta de apego a la ley? —preguntó él antes de dar un trago a su cerveza. Sabía perfectamente que no estaba escandalizada, pero quería oír su opinión sobre el asunto.

—No. He visto a hombres situados en las más altas esferas mover hilos para conseguir una situación económicamente ventajosa para ellos y no lo necesitaban para comer. Tus historias me resultan incluso nobles comparadas con algunas de las cosas que he presenciado o que me han contado.

Ahí estaba. Había vuelto a abrir la cortina de su vida pasada, aunque sólo fuera un momento. Y qué comentario tan extraño. Tal vez esas cosas que había presenciado eran las causantes de que pareciera mayor de lo que en realidad era. Roderick estuvo a punto de averiguar a qué se refería, pero la experiencia le decía que preguntarle directamente no daba resultados. Su comentario había revelado un poco más sobre su vida. No sabía qué hacer con la información, así que la guardó para más adelante. Tal vez en otras circunstancias cobrara sentido.

—¿Cómo esquiváis a los recaudadores de impuestos cuando desembarcáis en un puerto? —preguntó Maisie, volviendo a centrar la atención en él.

El capitán habría preferido continuar hablando de ella, pero le respondió.

—No es fácil. Tienen vigías las veinticuatro horas. A veces te das cuenta de que te han descubierto porque se han acercado en un bote sin darte tiempo a poner un pie en tierra. De todos modos, hay maneras de burlar la vigilancia.

—¿Ah, sí?

Maisie volvía a estar animada. Se notaba que le gustaba aprender cosas nuevas. Roderick tenía el corazón dividido, ya que quería saber más cosas sobre ella, pero también quería verla feliz.

—Una de las maneras es crear una distracción.

—Y ¿cómo se hace eso?

Le encantaba verle los ojos tan brillantes cada vez que aprendía algo nuevo.

—Por ejemplo, enviando unos cuantos hombres por delante, ya sea en un bote o andando por la costa. Los hombres se encargan de hacer correr el rumor de que hay mercancía de contrabando en otro navío. Y mientras los recaudadores están ocupados en ese otro navío, nosotros atracamos y desembarcamos tranquilamente.

—Qué ocurrente.

Roderick estaba disfrutando mucho de la conversación sobre las costumbres del Libertas.

—Parece imposible, pero hay incluso maneras de ocultar un barco de la vista por completo.

—¿Esconder un barco entero? Pero eso es imposible.

—Es posible si conoces la costa como la palma de tu mano. Los marineros astutos toman nota de cada recoveco, cada cala y cada isla que hay cerca de los puertos. Por ejemplo, en aquella dirección hay un escondite. Si hubiéramos dejado el barco allí, estaríamos a una hora a pie de Lowestoft, y nadie lo vería desde el puerto por ese cabo, que lo escondería.

Maisie se echó hacia atrás en su silla, obviamente impresionada.

—Qué astuto.

Era algo muy común entre los marinos mercantes, pero Roderick se alegraba de haber encontrado un tema de conversación neutral, que no molestara a ninguno de los dos.

—Sí, si un marinero conoce bien la costa por la que navega, puede hacer desaparecer un barco en pleno día —dijo y, chasqueando los dedos, añadió—: Como si de brujería se tratara.

Roderick pensaba que Maisie se echaría a reír, pero, en cambio, lo miró horrorizada, con unos ojos como platos. ¿Qué demonios había dicho ahora?

Estaba a punto de preguntarle qué le ocurría cuando ella se levantó y se acercó al fuego, como si quisiera calentarse las manos. Poco después se volvió hacia él con una sonrisa de disculpa.

Roderick frunció el cejo. Pagaría por poder entender a esa mujer, ya que sus ideas y sus actos lo descolocaban constantemente. Lo único que había sacado en claro de su última reacción era que le apetecía estar más cerca del fuego.

Aprovechó la circunstancia.

—Ven, si tienes frío podemos acercar las sillas a la chimenea. Pediré que nos traigan una copa de oporto.

—Eres muy considerado.

—Sólo quiero que estés cómoda.

—Lo sé —comentó ella en voz baja, sonriendo.

¿Estaría siendo irónica? No quería pensar mucho en ello porque volvería a ponerse de mal humor. En vez de eso, colocó las sillas frente al fuego y luego llamó a una de las chicas que pasaban por allí para que les llevara una botella de oporto. Cuando llegó el vino, se sentaron uno a cada lado de la chimenea, con una copa llena del contundente licor.

De pronto, a la mente de Roderick acudió un recuerdo de infancia que había olvidado: sus padres sentados tal como estaban ellos en ese momento. Por supuesto, ellos no tenían copas de cristal ni licores caros, pero eran un hombre y una mujer sentados frente al fuego al final de un duro día de trabajo. La idea le resultó chocante, como si de pronto hubiera sido arrancado de su vida habitual y lo hubieran lanzado a una existencia que no era la suya.

«Debería estar pensando en las mareas, en a quién le toca la próxima guardia, no en lo que sucede entre un hombre y su esposa al final del día». Esas ideas tan habituales de la vida en tierra firme no eran propias de Roderick Cameron. O, al menos, no deberían serlo.

—Gracias por esta noche —dijo Maisie, sacándolo de sus pensamientos.

Cuando él la miró, vio que tenía la cabeza ladeada, como si hubiera estado observándolo.

—Realmente eres un hombre muy considerado.

¿Se estaría burlando de él?

—Trato de serlo, aunque reconozco que no estoy acostumbrado a la compañía femenina ni a estos lujos.

—Sí, ya me he dado cuenta —replicó ella con un brillo travieso en la mirada.

Roderick alzó las cejas.

Ella parpadeó sensualmente.

¿Cómo podía afectarlo tanto un gesto tan sencillo? Sintió un gran deseo de cargársela al hombro y llevársela corriendo a la cama. Había algo en ella que hacía que perdiera la capacidad de razonar, lo cual era muy peligroso. Ningún hombre, pero mucho menos un marinero, podía permitirse que una mujer lo afectara de tal manera que empezara a actuar de un modo irracional. Tenía que recuperar el control de su relación o su trato acabaría con él. Debía dejar de intentar averiguar sus orígenes y centrarse en el barco y en la navegación.

Mientras le daba vueltas al tema, tenía la vista clavada en las llamas.

Cuando volvió a mirarla se dio cuenta de que ella había permanecido observándolo todo ese tiempo. Tenía los párpados entornados y ese brillo en la mirada, como siempre que se acostaban juntos.

—¿A qué hora hemos de volver a bordo?

—No hace falta que volvamos hasta mañana a primera hora, cuando cambie la marea.

—Oh. —Maisie parpadeó seductoramente mientras pensaba en ello—. Entonces ¿nos quedamos a dormir aquí, en la posada?

Aunque lo había preguntado de un modo inocente, Roderick vio que la idea le resultaba agradable. De hecho, parecía estar mucho más cómoda que durante la cena. ¿Sería una táctica para que dejara de hacerle preguntas? No importaba. Debía olvidarse de esa obsesión por conocer sus orígenes.

Maisie se inclinó hacia él, y ese sencillo gesto encendió el deseo de Roderick, aunque en realidad ese sentimiento había estado ahí toda la noche, hirviendo a fuego lento.

—He reservado una habitación. Una habitación con una cama espaciosa y un buen fuego.

—Ya veo —replicó ella con una sonrisa.

Esa mujer era una auténtica seductora. Por lo menos, esa parte de su personalidad no era ningún misterio.

—¿Te parece bien?

—Oh, sí. Muy bien.

Era francamente irónico. Ahora que hablaban de temas íntimos, Maisie parecía estar mucho más cómoda y decidida. Y mostraba su interés abiertamente, a diferencia de muchas jóvenes de su edad. Era una auténtica Jezabel, tal como Clyde había dicho. Se había deshecho del pudor con la misma facilidad con que se había librado de la virginidad.

A pesar de todo, a Roderick lo molestaba que no confiara en él.

—Sí —dijo arrastrando las palabras—. Está claro que nos entendemos mucho mejor cuando se trata de cuestiones carnales.

Ella lo miró con perplejidad.

—Cuidado con ese sarcasmo, capitán, o me entrará dolor de cabeza.

Él se puso en pie ágilmente.

—No pienso darte tiempo a que te entre dolor de cabeza.

Alargó la mano y la agarró por la muñeca.

—Es una suerte que tus habilidades como amante compensen tu falta de buenos modales, capitán —dijo ella, levantándose, con un brillo divertido en la mirada.

Roderick negó con la cabeza. No se atrevió a decir nada porque sabía que las criadas estaban esperando junto a la puerta a que se retiraran para recoger la mesa. En cuanto estuvieran a solas le diría muchas cosas. Y le haría muchas cosas. Y ninguna de ellas tendría nada que ver con los buenos modales.