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Puerto de Billingsgate, Londres

Septiembre de 1715

El capitán Roderick Cameron acababa de ver cómo su plan de encontrar una mujer para pasar la noche se iba al garete cuando se topó de bruces con una debajo de la grúa donde se guarecía de la humedad de los astilleros.

—Discúlpeme, señor —dijo ella con una voz ronca y seductora.

A pesar de que estaba ansioso por disfrutar de compañía femenina, Roderick siguió su camino. No podía entretenerse. Al desembarcar había previsto supervisar la entrega de las mercancías que iban a transportar, tomarse una buena pinta de cerveza y buscar una mujer con la que pasar la noche. La entrega se había hecho sin problemas, pero a partir de ese momento todo había salido mal. En esos instantes, un funcionario de aduanas y un oficial de la marina le pisaban los talones. No podía perder el tiempo con una mujer por mucho que le apeteciera. Ya había ordenado a la tripulación del Libertas que lo dispusieran todo para zarpar en cuanto cambiara la marea.

—¿Es usted el capitán Cameron, de la nave a la que llaman Libertas?

Roderick frunció el cejo. Algo en el modo en que la mujer pronunció su nombre hizo que se detuviera, a pesar de la amenaza de arresto inminente que pendía sobre su cabeza. Era como si su voz le hubiera llegado hasta el alma. Curioso, escrutó en la penumbra.

—¿Qué quiere decirle al capitán Cameron?

La mujer salió de su escondite y se dejó ver a la luz de la luna.

—Me han dicho que su nave zarpa esta noche en dirección a Dundee.

La desconocida llevaba una gruesa capa cuya capucha le ocultaba el rostro por completo, así que Roderick no le vio la cara. ¿Sería una prostituta barata con una voz bonita pagada por sus perseguidores para entretenerlo? Los funcionarios de aduanas lo buscaban a causa de unas mercancías que no había declarado en el pasado. Roderick hizo una mueca. Al parecer, la marina tenía una red de informadores y chivatos en los muelles de Billingsgate. Y no era de extrañar, ya que el puerto era un hervidero de actividad.

No creía que se tratase de una trampa. Si ése fuera el caso, ya estaría detenido. Sin embargo, su instinto le decía que esa mujer le acarrearía problemas, por lo que siguió su camino a toda prisa. No tenía ninguna intención de admitir ni de negar su identidad. Su barco iba cargado con vino francés destinado a las mesas de los señores de las Lowlands, las tierras bajas escocesas. No estaba en la bodega, sino astutamente escondido entre dos falsas paredes en su propio camarote. Si la marina descubría la carga y adónde la llevaba, sus problemas se multiplicarían. No obstante, la mujer había despertado su atención y, por lo que parecía, el interés era mutuo, pues lo estaba siguiendo.

—Debo hablar con el capitán urgentemente —le dijo al alcanzarlo—. Necesito saber si en realidad se dirige a Escocia.

—Y ¿a usted qué le importa adónde van los barcos de este puerto? —inquirió él por encima del hombro sin aflojar el paso.

—Por favor, señor, necesito ir a Dundee.

Era asombroso, su voz lo llamaba de un modo extraño; había algo en ella que le llegaba mucho más adentro que las propias palabras. Roderick se volvió y la examinó de arriba abajo. Por lo poco que veía de ella, no le pareció que fuera una de las mujeres que uno podía encontrarse por los muelles, y menos aún a esas horas de la noche, cuando sólo quedaban borrachos, rameras y marineros que llevaban demasiado tiempo sin ver a una mujer. Tenía la cara oculta por la capucha, pero al fijarse en la calidad de la prenda se dio cuenta de que no se trataba de una cualquiera. Tanto la capa de terciopelo azul oscuro como el vestido que llevaba debajo parecían caros. La tela era suntuosa, y captó el brillo de alguna joya sobre el corpiño. En una mano, medio escondido, llevaba un paquete.

Tenía todo el aspecto de una trampa, pero la curiosidad pudo más que él. Debía saber más de esa mujer antes de seguir su camino.

—El Libertas no admite pasajeros. Además, ¿para qué querría una dama inglesa tan elegante como usted ir a Dundee… sola?

Ella se retiró la capucha del rostro, dejándolo por fin al descubierto.

Roderick se la quedó mirando embobado. Era imposible apartar la vista de esa belleza de melena oscura que le caía libremente sobre los hombros. Las cejas, delicadas pero definidas, se alzaban sobre unos ojos que brillaban intensamente a la luz de la luna. Sus labios, entreabiertos, suplicantes, eran muy apetecibles. Demasiado.

La desconocida le dirigió una sonrisa rápida y forzada.

—Soy tan escocesa como usted, capitán Cameron.

Roderick arqueó las cejas sorprendido. La sagaz mujer no sólo había llegado a la conclusión de que él era el capitán que buscaba, sino que también había deducido que era escocés. Su curiosidad no hizo más que aumentar, al mismo tiempo que su desconfianza.

—Si eso es así, ambos estamos lejos de casa. Pero no distingo ni rastro de acento escocés en su voz.

La joven agarró su hatillo con más fuerza, nerviosa.

—He vivido en Londres desde pequeña, pero ahora ya soy una mujer y deseo volver con mi familia.

La desconocida tenía un modo de hablar muy peculiar que obligaba a Roderick a escucharla con atención. Su cuerpo, tan femenino y tan cercano, lo hechizaba, y eso era muy peligroso. Una mujer capaz de dominar a un hombre de mar podía romper el vínculo entre él y el océano. Había visto cómo sucedía en numerosas ocasiones, pero nunca había sido víctima personalmente de ese embrujo. Tal vez sólo se sentía atraído por ella porque su plan de contratar los servicios de una prostituta se habían ido al garete. La lujuria… ¿qué otra razón podía existir para haberse detenido cuando debería estar volviendo al barco a toda velocidad?

Al atisbar por encima del hombro vio que varias figuras se aproximaban en la distancia. Sin duda debían de ser marineros que regresaban a sus naves, pero no podía fiarse de nadie.

—Me temo que tendrá que buscar pasaje en otro navío —dijo finalmente.

Sin embargo, de pronto se encontró con que no podía apartar los ojos de ella, que lo miraba con una extraña solemnidad.

—Por favor, capitán —le rogó la joven, alargando la mano y agarrándolo por el brazo—. Me haría un gran favor si me ayudara. —Y en el mismo tono de súplica, añadió—: Tengo que salir de Londres esta misma noche.

Roderick se permitió el capricho de imaginársela tumbada cómodamente en su camarote, y al instante sintió una súbita e irresistible necesidad de ayudarla, así como un deseo mucho menos altruista y mucho más básico.

Había previsto acostarse con una mujer esa noche. Sin duda, una aventura con esa extraña belleza sería mucho más de lo que había esperado. No obstante, trató de librarse de la necesidad: a bordo tenían reglas muy estrictas y, además, no podía perder más tiempo.

—No llevamos pasajeros —repitió—. Y menos aún mujeres. Está prohibido que suban al barco.

—No puedo regresar allí.

Roderick la miró entonces con más atención. Hasta ese momento, la mujer había tratado de ocultar sus emociones, pero era evidente que estaba asustada. Y, aunque ciertamente no era problema suyo, no le gustaba ver el miedo reflejado en los ojos de ninguna mujer.

De pronto se oyeron gritos en la distancia. La situación empezaba a ser apremiante.

Ella parpadeó. Parecía darse cuenta de que él estaba flaqueando.

—Por favor, señor, tengo que irme de aquí esta noche. Mi libertad está en juego.

¿Libertad? Probablemente fuera una táctica para convencerlo, pero Roderick sabía que no se quedaría tranquilo si la obligaba a volver a lo que fuera que la asustara tanto. Su sentido del honor no se lo permitiría. A su tripulación no le haría ninguna gracia tener a una mujer a bordo, pero sería un trayecto corto. Llegarían a Dundee antes de que acabara la semana.

El aroma de la joven hizo que se inclinara sobre ella casi sin darse cuenta. Sus labios, carnosos y rosados como pétalos de rosa, parecían invitarlo a probarlos.

—No tengo gran cosa que ofrecerle como pago —susurró ella, acercándose un poco más—. Sólo tengo algunas baratijas.

Bajó las pestañas y Roderick se dio cuenta de que lo estaba estudiando disimuladamente mientras le apretaba con más fuerza el brazo, que no le había soltado en ningún momento.

Su contacto lo encendió.

Cuando volvió a levantar la vista, el brillo de sus ojos había cambiado: era decidido y seductor al mismo tiempo.

—Aunque podría ofrecerle otra cosa —añadió.

Roderick ladeó la cabeza esperando a que la joven concretara su oferta.

Y, mirándolo fijamente, ella dijo a continuación con aquellos labios suaves y tentadores como una baya madura:

—Mi virginidad.

Él le devolvió una mirada escéptica y se echó a reír. Una mujer tan astuta y directa como ella no podía ser una virgen inocente. En cualquier caso, su ofrecimiento le encendió las entrañas. ¿Podría resistirse? Si aceptaba que subiera a bordo iba a tener muchos problemas con su tripulación, pero cuando bajó la vista hacia su rostro supo que no podría librarse de la culpabilidad y la curiosidad si no lo hacía.

Le sujetó la barbilla entre los dedos, admirando su extraña belleza, imaginándose qué aspecto tendría cuando reclamara el pago entre sus piernas. Su miembro se endureció de pronto mientras el calor se extendía por todo su cuerpo.

—Soy suya. Abórdeme y saquéeme, capitán —dijo ella con los ojos destellantes y esa voz que parecía abrirse camino hasta su alma y capturarla—, a cambio de llevarme hasta Dundee.