Capítulo 9

El día antes de volar a Amsterdam volví al grupo de apoyo por primera vez desde que había conocido a Augustus. En el corazón de Jesús literal había cambiado un poco el reparto. Llegué temprano, con tiempo suficiente para que Lida, que se había recuperado de un grave cáncer apendicular, me pusiera al día sobre todo el mundo mientras me comía una galleta con trocitos de chocolate frente a la mesa desierta.

Michael, el niño de doce años con leucemia, había muerto. Lida me contó que peleó duro, como si hubiera otra manera de pelear. Los demás seguían por allí. Ken estaba SEC después de la radioterapia. Lucas había sufrido una recaída, cosa que Lida me dijo con una sonrisa triste y encogiéndose de hombros, como si alguien dijera que un alcohólico había vuelto a beber.

Una chica regordeta, bastante mona, se acercó a la mesa, saludó a Lida y se presentó diciéndome que se llamaba Susan. No sé lo que le pasaba, pero una cicatriz le cruzaba la mejilla desde un lado de la nariz hasta los labios. Había intentado cubrírsela con maquillaje, pero lo único que había conseguido era que destacara todavía más. Yo llevaba tanto rato de pie que empezó a faltarme el aire, así que les dije que iba a sentarme cuando se abrió la puerta del ascensor y vi a Isaac con su madre. Llevaba gafas de sol. Con una mano se agarraba al brazo de su madre, y con la otra sujetaba un bastón.

—Hazel, del grupo de apoyo, no Monica —dije cuando se hubo acercado lo suficiente.

Isaac sonrió.

—Hola, Hazel, ¿qué tal? —me preguntó.

—Bien. Desde que te quedaste ciego, estoy cada día más buena.

—Apuesto a que sí —me dijo.

Su madre lo condujo hasta una silla, le dio un beso en la cabeza y volvió al ascensor arrastrando los pies. Isaac palpó un poco a su alrededor y se sentó. Yo me senté a su lado.

—¿Cómo te va todo?

—Muy bien. Estoy contento de estar en casa, supongo. Gus me dijo que has estado en la UCI.

—Sí —le dije.

—Mierda —me respondió.

—Ahora estoy mucho mejor. Mañana voy a Amsterdam con Gus.

—Ya lo sé. Estoy al corriente de tu vida, porque Gus no habla de otra cosa.

Sonreí. Patrick carraspeó.

—¿Y si nos sentamos todos? —comentó.

De pronto me vio.

—¡Hazel! —exclamó—. ¡Me alegro mucho de verte!

Todo el mundo se sentó, Patrick empezó a contar otra vez la historia de su impotencia y yo caí en la rutina del grupo de apoyo: me comunicaba con Isaac por medio de suspiros, lamentaba lo que le pasaba a todo el mundo en aquella sala y también fuera de ella, me distraía de la conversación y me centraba en mi respiración y en mi dolor. El mundo seguía su curso sin que yo participara del todo, y solo desperté de la ensoñación cuando alguien dijo mi nombre.

Fue Lida la fuerte. Lida la recuperada. La rubia, saludable y corpulenta Lida, que formaba parte del equipo de natación de su instituto. Lida, a la que solo le faltaba el apéndice, decía:

—Hazel es un gran referente para mí. De verdad lo es. Sigue luchando su batalla, levantándose cada mañana para ir a la guerra sin lamentarse. Es muy fuerte. Es mucho más fuerte que yo. Ojalá tuviera yo su fuerza.

—¿Hazel? —preguntó Patrick—. ¿Cómo te sientes con este comentario?

Me encogí de hombros y miré a Lida.

—Te doy mi fuerza a cambio de tu recuperación.

Nada más decirlo me sentí culpable.

—No creo que Lida haya querido decir eso —dijo Patrick—. Creo que…

Pero había dejado de escucharle.

Después de las oraciones por los vivos y la infinita letanía de los muertos (con Michael añadido al final), nos cogimos de las manos y dijimos:

—Hoy es el mejor día de nuestra vida.

Lida corrió hacia mí disculpándose y dándome explicaciones.

—No, no, tranquila —le dije haciéndole un gesto de despedida con la mano. Y me dirigí a Isaac—: ¿Te importa subir conmigo?

Me cogió del brazo y fui con él hasta el ascensor, contenta de tener una excusa para evitar la escalera. Casi había llegado ya al ascensor cuando vi a su madre en una esquina del corazón literal.

—Estoy aquí —le dijo a Isaac, y sin preguntarme cambió mi brazo por el suyo—. ¿Vienes con nosotros?

—Claro —le contesté.

Me sentí mal por él. Aunque odiaba que la gente sintiera lástima por mí, no pude evitar sentirla por él.

Isaac vivía en un pequeño chalet en Meridian Hills, cerca de su lujosa escuela privada. Nos sentamos en el comedor mientras su madre iba a la cocina a preparar la cena, y me preguntó si quería jugar a algo.

—Sí —le respondí.

Me pidió el mando. Se lo di y encendió la tele y un ordenador conectado a ella. La pantalla se quedó en negro, pero a los pocos segundos se oyó una voz profunda.

«Engaño —dijo la voz—. ¿Un jugador o dos?».

—Dos —contestó Isaac—. Pausa.

Se volvió hacia mí.

—Siempre juego a esto con Gus, pero me pone de los nervios, porque es un suicida total. Es demasiado agresivo salvando a civiles.

—Sí —le dije recordando la noche de los trofeos rotos.

—Continuar —añadió Isaac.

«Jugador uno, identifícate».

—Ésta es la voz supersexy del jugador uno —dijo Isaac.

«Jugador dos, identifícate».

—Supongo que yo soy el jugador dos —dije yo.

El sargento Max Mayhem y el soldado Jasper Jacks se despiertan en una habitación oscura y vacía de unos cuatro metros cuadrados.

Isaac señaló la tele, como si yo tuviera que hablar con ella o algo así.

—Eh… ¿Hay algún interruptor?

No.

—¿Hay alguna puerta?

El soldado Jacks localiza la puerta. Está cerrada.

—Hay una llave encima del marco de la puerta —interrumpió Isaac.

Sí, hay una llave.

—Mayhem abre la puerta.

Sigue estando totalmente oscuro.

—Saco un cuchillo —dijo Isaac.

—Saco un cuchillo —dije yo también.

Un niño —supongo que el hermano de Isaac— entró como una flecha desde la cocina. Tenía unos diez años, era delgado y estaba lleno de energía. Corrió por el comedor dando saltos y gritó imitando a la perfección la voz de Isaac:

ME MATO.

El sargento Mayhem se coloca el cuchillo en el cuello. ¿Estás seguro de que…?

—No —contestó Isaac—. Pausa. Graham, no me obligues a pegarte una patada en el culo.

Graham se rió y salió corriendo por un pasillo.

Isaac y yo, en los papeles de Mayhem y Jacks, nos abrimos camino a oscuras hasta que tropezamos con un tipo al que apuñalamos después de conseguir que nos dijera que estábamos en una cueva de una cárcel ucraniana, a más de un kilómetro de profundidad. Mientras avanzábamos, el sonido —un río subterráneo, voces hablando en ucraniano con acento inglés— nos orientaba por la cueva, pero en el juego no se veía nada. Cuando llevábamos una hora jugando oímos gritos de un prisionero desesperado que suplicaba: «Dios mío, ayúdame. Dios mío, ayúdame».

—Pausa —dijo Isaac—. Aquí es cuando Gus siempre se empeña en encontrar al prisionero, aunque eso impide ganar la partida, y la única manera de liberarlo es ganar el juego.

—Sí. Se toma los videojuegos demasiado en serio —le respondí—. Le entusiasman las metáforas.

—¿Te gusta? —me preguntó Isaac.

—Claro que me gusta. Es genial.

—Pero no quieres salir con él.

Me encogí de hombros.

—Es complicado.

—Sé lo que te pasa. No quieres que luego no pueda soportarlo. No quieres que haga como Monica —me dijo.

—Más o menos —le respondí.

Pero no era eso. Lo cierto era que no quería que le pasara como a Isaac.

—Para ser justos con Monica —añadí—, lo que tú le hiciste a ella tampoco fue muy bonito.

—¿Qué le hice? —me preguntó poniéndose a la defensiva.

—Ya sabes, quedarte ciego y esas cosas.

—Pero no es culpa mía —me contestó Isaac.

—No digo que fuera culpa tuya. Digo que no fue bonito.