Capítulo 8

Un par de días después nos reunimos con el equipo de oncólogos. Cada cierto tiempo un grupo de médicos, trabajadores sociales, fisioterapeutas y demás se reunía en una sala de conferencias alrededor de una gran mesa y comentaba mi situación. (No mi situación con Augustus Waters, ni la situación de Amsterdam, sino la de mi cáncer).

La doctora Maria dirigía la reunión. Me abrazó cuando llegué. Se pasaba el día dando abrazos.

Creo que me encontraba un poco mejor. Dormir con el BiPAP toda la noche hacía que sintiera los pulmones casi normales, aunque la verdad es que no recordaba qué eran unos pulmones normales.

Todo el mundo llegó e hizo el numerito de apagar sus buscas y todo eso para que quedara claro que iban a dedicarme toda su atención.

—La buena noticia es que el Phalanxifor sigue controlando el crecimiento de tus tumores —dijo la doctora Maria—, pero obviamente todavía hay serios problemas con la acumulación de líquido. La pregunta es: ¿cómo debemos actuar?

Me miró a mí, como si esperara que respondiera.

—Bueno —dije—, creo que no soy la persona más cualificada de esta sala para contestar a esa pregunta.

La doctora sonrió.

—Sí, estaba esperando a que respondiera el doctor Simons. ¿Doctor Simons?

Era otro oncólogo, no sé de qué especialidad.

—Veamos. Sabemos por otros pacientes que la mayoría de los tumores acaban encontrando la manera de seguir creciendo a pesar del Phalanxifor, pero, si éste fuera el caso, los veríamos crecer en los escáneres, cosa que no vemos. Así que todavía no lo es.

«Todavía», pensé.

El doctor Simons daba golpecitos a la mesa con los dedos.

—Lo que tenemos que pensar es que es posible que el Phalanxifor esté empeorando el edema, pero, si lo interrumpiéramos, tendríamos que enfrentarnos a problemas más serios.

—La verdad es que no sabemos cuáles son los efectos a largo plazo del Phalanxifor —añadió la doctora Maria—. A muy poca gente se le ha administrado tanto tiempo como a ti.

—Entonces, ¿no vamos a hacer nada?

—Vamos a seguir como hasta ahora —me contestó la doctora Maria—, pero tendremos que hacer algo más para impedir que aumente el edema.

Por alguna razón sentí náuseas, como si fuera a vomitar. Odiaba las reuniones del equipo de oncólogos en general, pero odié ésa en particular.

—Tu cáncer no está retrocediendo, Hazel, pero hay gente que vive mucho tiempo con tu nivel de invasión tumoral.

No pregunté qué significaba «mucho tiempo». No era la primera vez que cometía ese error.

—Sé que no tienes esa sensación, porque acabas de salir de la UCI, pero el líquido es controlable; al menos, de momento.

—¿No me podrían hacer un trasplante o algo así? —le pregunté.

La doctora Maria apretó los labios.

—Desgraciadamente, no se te consideraría una buena candidata al trasplante —me contestó.

Entendí: no merece la pena gastar unos buenos pulmones en un caso perdido.

Asentí intentando que no pareciera que el comentario me había hecho daño. Mi padre empezó a sollozar. No lo miraba, pero durante un largo rato nadie dijo nada, de modo que en la sala solo se oían sus hipidos.

Me fastidiaba hacerle daño. La mayoría de las veces conseguía no tenerlo presente, pero la inexorable verdad era que, por muy contentos que estuvieran mis padres de tenerme con ellos, yo era el alfa y la omega de su sufrimiento.

Justo antes del milagro, cuando estaba en la UCI, parecía que iba a morirme, mi madre me decía que podía dejarme ir y yo lo intentaba, pero mis pulmones seguían buscando aire, mi madre se acercó a mi padre y le susurró algo que habría preferido no escuchar y que espero que nunca descubra que lo escuché. Le dijo: «Ya no seré madre». Me partió el alma.

No pude dejar de pensar en ello durante la reunión del equipo oncológico. No podía quitarme de la cabeza su tono cuando lo dijo, como si nunca pudiera volver a estar bien, y probablemente así sería.

En cualquier caso, al final decidimos dejar las cosas como estaban, solo que me drenarían el líquido más a menudo. Antes de dar por concluida la reunión pregunté si podía viajar a Amsterdam, y la verdad es que el doctor Simons se rió, literalmente, pero la doctora Maria dijo:

—¿Por qué no?

—¿Por qué no? —preguntó el doctor Simons con gesto de duda.

—Sí. No veo por qué no —dijo la doctora Maria—. Al fin y al cabo, en los aviones hay oxígeno.

—¿Van a facturar un BiPAP? —preguntó el doctor Simons.

—Sí, o pueden tener uno dentro esperándola —respondió Maria.

—¿Meter a un paciente, y a uno de los más esperanzadores tratados con Phalanxifor, en un vuelo de ocho horas, nada menos, que lo aleja de los únicos médicos que conocen bien su caso? Es la mejor manera de que se produzca un desastre.

La doctora Maria se encogió de hombros.

—Aumentaría un poco el riesgo —admitió—. Pero es tu vida —concluyó dirigiéndose a mí.

Pero no era así. De vuelta a casa, en el coche, mis padres me comunicaron que no iría a Amsterdam a menos que todos los médicos estuvieran de acuerdo en que no correría peligro.

Aquella noche, después de cenar, me llamó Augustus. Yo estaba ya en la cama —de momento tenía que irme a dormir después de cenar—, apoyada en la almohada, con Bluie y con el ordenador en el regazo.

—Malas noticias —le dije nada más descolgar.

—Mierda. ¿Qué pasa? —me preguntó.

—No puedo ir a Amsterdam. Un médico cree que es mala idea.

Augustus se quedó un instante en silencio.

—Joder —dijo—. Tendría que habérmelo callado y haberte llevado a Amsterdam directamente desde los Funky Bones.

—Pero entonces seguramente habría sufrido en Amsterdam un episodio fatal de desoxigenación y habrían tenido que mandar mi cadáver en la bodega de un avión —le dije.

—Bueno, sí —admitió—, pero antes mi gran gesto romántico me habría permitido echar un polvo.

Me reí a carcajadas, con tanta fuerza que sentí un pinchazo en el pecho, donde había tenido clavado el tubo.

—Te ríes porque es verdad —me dijo.

Volví a reírme.

—Es verdad, ¿no? —me preguntó.

—Seguramente no —le contesté. Y al segundo añadí—: Aunque nunca se sabe.

—Me moriré virgen —protestó desolado.

—¿Eres virgen? —le pregunté sorprendida.

—Hazel Grace, ¿tienes papel y boli?

Le dije que sí.

—Bien. Dibuja un círculo, por favor.

Lo hice.

—Ahora dibuja otro círculo dentro de ese círculo.

Lo hice.

—El círculo grande es el de los vírgenes. El círculo pequeño es el de los chicos de diecisiete años con una sola pierna.

Volví a reírme y le dije que el hecho de que la mayoría de los compromisos sociales tuvieran lugar en un hospital infantil tampoco incentivaba demasiado la promiscuidad. Luego hablamos del brillante comentario de Peter van Houten sobre la vileza del tiempo, y, aunque yo estaba en mi cama y él estaba en su sótano, realmente sentía que habíamos vuelto a aquel lugar previo a la creación, un lugar al que me gustaba mucho ir con él.

Colgué el teléfono. Mis padres entraron en mi habitación, y aunque mi cama no era lo bastante grande para los tres, se tumbó cada uno a un lado y vimos el reality de modelos en mi tele pequeña. Expulsaron a una tal Selena, una chica que no me gustaba nada, así que me alegré mucho. Luego mi madre me conectó al BiPAP y me tapó, y mi padre me pinchó con la barba cuando me besó en la frente. Cerré los ojos.

El BiPAP básicamente controlaba mi respiración al margen de mí, lo cual era muy molesto, pero lo peor era que hacía un ruido espantoso, rugía en cada inhalación y zumbaba cuando exhalaba el aire. Pensé que sonaba como un dragón que respirara a la vez que yo, como si tuviera por mascota a un dragón que se acurrucaba a mi lado y me quería tanto que sincronizaba su respiración con la mía. Eso era lo que pensaba cuando me quedé dormida.

A la mañana siguiente me levanté tarde. Vi la tele desde la cama, consulté mi correo y después de un rato empecé a escribir un e-mail a Peter van Houten para explicarle que no podría ir a Amsterdam, pero le juré por mi madre que jamás compartiría con nadie la menor información sobre los personajes, que ni siquiera quería compartirla, porque era una persona tremendamente egoísta, de modo que le rogaba que al menos me dijera si el Tulipán Holandés era sincero y si la madre de Anna se casaba con él, y también qué pasaba con Sísifo, el hámster.

Pero no lo envié. Era demasiado patético incluso para mí.

Hacia las tres, cuando suponía que Augustus habría vuelto del instituto, salí al patio y lo llamé. Mientras el teléfono sonaba, me senté en el césped, que estaba muy crecido y lleno de dientes de león. Los columpios seguían allí, y la maleza cubría la pequeña zanja que había hecho yo misma de niña impulsándome con los pies. Recordé a mi padre trayendo a casa los columpios del Toys “R” Us y montándolos en el patio con un vecino. Se empeñó en columpiarse él primero para probarlos, y el maldito trasto casi se rompe.

El cielo estaba gris, bajo y con nubes densas, pero todavía no llovía. Colgué al oír el contestador automático de Augustus, dejé el teléfono en el suelo, a mi lado, y seguí observando los columpios y pensando que daría todos los días de enfermedad que me quedaban por un par de días sana. Intenté decirme a mí misma que podría ser peor, que el mundo no era una fábrica de conceder deseos, que estaba viviendo con cáncer, no muriéndome de cáncer, que no debía dejarle que me matara antes de tiempo, y entonces empecé a murmurar «idiota, idiota, idiota, idiota, idiota, idiota» una y otra vez, hasta que el sonido anuló su significado. Todavía estaba diciéndolo cuando Augustus me llamó.

—Hola —lo saludé.

—Hazel Grace —me dijo.

—Hola —repetí.

—¿Estás llorando, Hazel Grace?

—Más o menos.

—¿Por qué? —me preguntó.

—Porque estoy… Quiero ir a Amsterdam y quiero que me diga qué pasa después del final del libro, y no quiero llevar la vida que llevo, y además este cielo me deprime, y estoy viendo los viejos columpios que me compró mi padre cuando era niña.

—Tengo que ver ahora mismo esos viejos columpios que te hacen llorar —me dijo—. En veinte minutos estoy ahí.

Me quedé en el patio, porque, como yo no era muy llorona, a mi madre le afectaba mucho verme llorar y sabía que se empeñaría en charlar y en comentar si debía plantearme ajustar la medicación, y solo pensar en esa conversación me entraban ganas de vomitar.

No es que tuviera un recuerdo claro y conmovedor de un padre sano empujando a una niña sana que le dice «más alto, más alto, más alto», ni de algún otro momento metafóricamente significativo. Los dos pequeños columpios estaban ahí, abandonados, todavía colgando tristemente de una plancha de madera enmohecida y con los asientos en forma de sonrisa dibujada por un niño.

Oí abrirse la puerta corredera de vidrio detrás de mí. Me volví. Era Augustus, que llevaba unos pantalones caqui y una camisa a cuadros de manga corta. Me sequé la cara con la manga y sonreí.

—Hola —le dije.

Tardó un segundo en sentarse en el suelo a mi lado, e hizo una mueca cuando se cayó de culo con más bien poca gracia.

—Hola —me contestó por fin.

Lo miré. Él miraba el patio.

—Ahora lo entiendo —añadió al tiempo que me pasaba un brazo por encima de los hombros—. Son unos columpios tristes de mierda.

Le di un golpecito en el hombro con la cabeza.

—Gracias por venir.

—Ya ves que intentar mantener las distancias conmigo no va a cambiar mis sentimientos.

—Lo imagino —le contesté.

—Todos tus esfuerzos por salvarme de ti fracasarán.

—¿Por qué? ¿Por qué aun así te gustaría? ¿No has tenido ya bastante? —le pregunté.

Pensaba en Caroline Mathers.

Gus no me contestó. Me agarró con fuerza el brazo izquierdo.

—Vamos a hacer algo con los putos columpios —me dijo—. Te aseguro que son el noventa por ciento del problema.

Cuando ya me hube recuperado, entramos y nos sentamos en el sofá uno al lado del otro, con la mitad del portátil apoyado en su rodilla, y la otra mitad en la mía.

—Qué caliente —dije al sentir la base del ordenador.

—Por fin —me contestó sonriendo.

Gus cargó la página Llévatelo Gratis y escribimos juntos un anuncio.

—¿Título? —me preguntó.

—Columpios buscan hogar —le contesté.

—Columpios desesperadamente solos buscan un hogar feliz —dijo él.

—Columpios apedofilados que se sienten solos buscan culos de niños —dije yo.

Se rió.

—Es eso.

—¿El qué?

—Lo que me gusta de ti. ¿Eres consciente de lo difícil que es conocer a una chica que se inventa un participio del adjetivo «pedófilo»? Estás tan ocupada siendo tú que no tienes ni idea de lo absolutamente original que eres.

Respiré hondo por la nariz. Nunca había suficiente aire en el mundo, pero su escasez era especialmente aguda en aquel momento.

Escribimos el anuncio juntos, corrigiéndonos el uno al otro. Al final colgamos éste:

Columpios desesperadamente solos

buscan un hogar feliz

Columpios bastante viejos, aunque en perfectas condiciones, buscan un nuevo hogar. Construye recuerdos con tus hijos para que algún día echen un vistazo al patio y sientan una punzada de nostalgia tan desesperada como la que he sentido yo esta tarde. Todo es frágil y efímero, querido lector, pero con estos columpios tus hijos aprenderán a familiarizarse con las subidas y bajadas de la vida humana poco a poco y sin peligro, y aprenderán también la lección más importante de todas: por mucho impulso que te des, por muy alto que llegues, no puedes dar una vuelta entera.

Los columpios viven actualmente cerca de la calle Ochenta y tres con Spring Mill.

Después encendimos un rato la tele, pero no encontramos nada que nos interesara, así que cogí Un dolor imperial de la mesita de noche, lo llevé al comedor y Augustus Waters leyó en voz alta para mí mientras mi madre, que estaba haciendo la comida, escuchaba.

—«El ojo de cristal de la madre miró dentro de sí» —empezó a leer Augustus.

Mientras leía, sentí que me enamoraba de él como cuando sientes que estás quedándote dormida: primero lentamente, y de repente de golpe.

Una hora después, cuando chequeé mi correo, vi que podíamos elegir entre muchos pretendientes de los columpios. Al final elegimos a un tipo llamado Daniel Alvarez, que había adjuntado una foto de sus tres hijos jugando a videojuegos y que había titulado su respuesta: «Solo quiero que salgan a jugar». Le contesté diciéndole que pasara a recogerlos cuando quisiera.

Augustus me preguntó si quería ir con él al grupo de apoyo, pero, tras un agitado día dedicado al cáncer, estaba realmente cansada, así que pasé. Estábamos sentados juntos en el sofá y se levantó para marcharse, pero se sentó de nuevo y me besó rápidamente en la mejilla.

—¡Augustus! —exclamé.

—Es un beso de amigos —me contestó.

Volvió a levantarse y esta vez se quedó de pie. Luego dio un par de pasos hacia mi madre.

—Es siempre un placer verla —le dijo.

Mi madre abrió los brazos, y Augustus se inclinó y besó a mi madre en la mejilla.

—¿Lo ves? —dijo volviéndose hacia mí.

Me fui a la cama nada más terminar de cenar, con el BiPAP sofocando el sonido del mundo que existía más allá de mi habitación.

Nunca volví a ver los columpios.

Dormí muchas horas, unas diez, quizá porque tardaba en recuperarme, porque dormir va bien para el cáncer, y quizá también porque era una adolescente que no tenía que despertarse a ninguna hora en concreto. Todavía no tenía fuerzas para volver a la facultad. Cuando por fin me apeteció levantarme, me quité la mascarilla del BiPAP de la nariz, me coloqué los tubos del oxígeno, los conecté y cogí el portátil de debajo de la cama, donde lo había dejado la noche anterior.

Tenía un e-mail de Lidewij Vliegenthart.

Querida Hazel:

Los genios me han comunicado que vendrás a visitarnos con Augustus Waters y tu madre el 4 de mayo. ¡Solo falta una semana! Peter y yo estamos encantados e impacientes por conoceros. Vuestro hotel, el Filosoof, está a solo una calle de la casa de Peter. Quizá deberíamos dejaros un día para el jet lag, ¿verdad? Si os parece bien, nos encontraremos en casa de Peter el 5 de mayo por la mañana, sobre las diez, para tomar un café y para que responda a tus preguntas sobre su libro. Y quizá después podríamos ir a un museo o a la casa de Ana Frank.

Mis mejores deseos,

Lidewij Vliegenthart.

Asistente ejecutiva

del señor Peter van Houten,

autor de Un dolor imperial

—Mamá —dije.

Mi madre no me contestó.

—¡MAMÁ! —grité.

Nada.

—¡¡¡MAMÁ!!! —repetí más fuerte.

Llegó corriendo con una toalla rosa raída bajo las axilas, chorreando y un poco asustada.

—¿Qué pasa?

—Nada. Perdona. No sabía que estabas duchándote —le dije.

—Estaba bañándome —me contestó—. Solo… —Cerró los ojos—. Solo intentaba tomar un baño cinco segundos. Perdona. ¿Pasa algo?

—¿Puedes llamar a los genios y decirles que se ha suspendido el viaje? Acabo de recibir un e-mail de la asistente de Peter van Houten. Cree que vamos a ir.

Frunció los labios y apartó la mirada.

—¿Qué? —le pregunté.

—Se supone que no puedo decírtelo hasta que tu padre llegue a casa.

—¿Qué? —repetí.

—Vamos a ir —me dijo por fin—. La doctora Maria nos llamó ayer noche e insistió mucho en que tienes que vivir tu…

—¡MAMÁ, TE QUIERO MUCHO! —grité.

Mi madre se acercó hasta mi cama para que la abrazara.

Como sabía que a esas horas Augustus estaba en el instituto, le mandé un mensaje.

¿Sigues libre el 3 de mayo? :-)

Me contestó inmediatamente:

Estoy ya en las nubes.

Si conseguía seguir viva una semana más, descubriría los secretos no escritos de la madre de Anna y del Tulipán Holandés. Me miré el pecho por debajo de la blusa.

—No disperséis vuestra mierda —susurré a mis pulmones.