A la mañana siguiente me desperté muy nerviosa porque había soñado que estaba sola en medio de un enorme lago. Salté de repente en la cama, tiré del BiPAP y sentí la mano de mi madre sobre mí.
—Hola. ¿Estás bien?
El corazón me latía a toda velocidad, pero asentí.
—Kaitlyn está al teléfono —me dijo.
Señalé el BiPAP. Me ayudó a quitármelo, me conectó a Philip y por fin cogí el móvil, que me tendía mi madre.
—Hola, Kaitlyn —la saludé.
—Te llamo solo para saber cómo estás —me dijo—, cómo te va.
—Bien, gracias —le contesté—. Me va bien.
—Has tenido la peor suerte del mundo, cariño. Es excesivo.
—Supongo —le dije.
De todas formas, ya no pensaba demasiado en mi suerte. Sinceramente, no quería hablar de nada con Kaitlyn, pero ella se dedicó a alargar la conversación.
—¿Y cómo ha sido? —me preguntó.
—¿Que se muera tu novio? Pues una mierda.
—No —me dijo—. Estar enamorada.
—Ah… Ha sido… Ha sido bonito pasar tiempo con alguien tan interesante. Éramos muy diferentes y no estábamos de acuerdo en muchas cosas, pero él era siempre muy interesante, ¿sabes?
—Por desgracia, no. Los chicos con los que me relaciono son infinitamente poco interesantes.
—No es que fuera perfecto. No era tu príncipe azul ni nada de eso. Intentaba serlo algunas veces, pero me gustaba más cuando se dejaba de esas historias.
—¿Tienes un álbum de fotos y cartas que te haya escrito?
—Tengo algunas fotos, pero la verdad es que nunca me escribió cartas. Excepto, bueno, se han perdido unas páginas de una libreta suya que quizá eran para mí, pero supongo que las tiró o se han perdido.
—Quizá te las mandó por e-mail —me dijo.
—No, me habrían llegado.
—Entonces quizá no las escribió para ti —me dijo—. Quizá… bueno, no quiero deprimirte, pero quizá las escribió para otra persona y se las mandó por e-mail…
—¡VAN HOUTEN! —grité.
—¿Estás bien? ¿Qué ha sido eso? ¿Tienes tos?
—Kaitlyn, te quiero. Eres un genio. Tengo que dejarte.
Colgué, corrí a coger mi portátil, lo encendí y mandé un e-mail a lidewij.vliegenthart.
Lidewij:
Creo que Augustus Waters mandó unas páginas de libreta a Peter van Houten poco antes de morir (Augustus). Es muy importante para mí que alguien lea esas páginas. Yo quiero leerlas, por supuesto, pero quizá no las escribió para mí. Alguien tiene que leerlas a toda costa. ¿Puedes ayudarme?
Tu amiga,
Hazel Grace Lancaster.
Me contestó a última hora de la tarde.
Querida Hazel:
No sabía que Augustus había muerto. Me entristece mucho la noticia. Era un chico muy carismático. Lo siento mucho y estoy muy triste.
No he hablado con Peter desde que dimití, el día en que nos conocimos. Aquí es ya muy tarde, pero lo primero que haré mañana por la mañana será pasarme por su casa para buscar esa carta y obligarlo a leerla. Las mañanas suelen ser su mejor momento.
Tu amiga,
Lidewij Vliegenthart.
P. D. Iré con mi novio por si tenemos que sujetar físicamente a Peter.
Me preguntaba por qué en aquellos días había escrito a Van Houten, en lugar de a mí, diciéndole que solo quedaría redimido si me ofrecía la segunda parte. Quizá las páginas de la libreta simplemente repetían su petición a Van Houten. Tenía sentido que Gus utilizara su enfermedad terminal para hacer realidad mi sueño. Esa segunda parte no era algo glorioso por lo que morir, pero era lo mejor que le quedaba a su disposición.
Aquella noche actualicé mi correo continuamente, dormí unas horas y empecé a actualizar de nuevo hacia las cinco de la mañana. Pero no llegó nada. Intenté ver la tele para distraerme, pero mis pensamientos volaban a Amsterdam. Imaginaba a Lidewij Vliegenthart y a su novio recorriendo la ciudad en bicicleta con la loca misión de encontrar la última carta de un chico muerto. Sería divertido ir dando botes en la parte de atrás de la bicicleta de Lidewij Vliegenthart por las calles de ladrillo, con su pelo rojo y rizado en mi cara, el olor de los canales y de los cigarrillos, todo el mundo en las terrazas de las cafeterías bebiendo cerveza y diciendo sus erres y sus ges de una manera que no había conseguido aprender.
Eché de menos el futuro. Obviamente, sabía incluso antes de que su cáncer recurriera que nunca me haría vieja con Augustus Waters. Pero, al pensar en Lidewij y en su novio, me sentí estafada. Seguramente no volvería a ver el océano desde treinta mil pies de altura, tan arriba que no puedes distinguir las olas y los barcos, que el océano es un infinito monolito. Podría imaginarlo, podría recordarlo, pero no podría volver a verlo, y se me ocurrió que los sueños que se hacen realidad nunca sacian la voraz ambición humana, porque siempre pensamos que podríamos volver a hacerlo todo mejor.
Y seguramente es así aunque vivas hasta los noventa años… pero siento celos de la gente que logra descubrirlo. Pero ya había vivido el doble que la hija de Van Houten. Qué no habría dado por que su hija muriera a los dieciséis.
De pronto mi madre se colocó entre la tele y yo, con las manos detrás de la espalda.
—Hazel —me dijo en tono tan serio que pensé que pasaba algo.
—Dime.
—¿Sabes qué día es hoy?
—No es mi cumpleaños, ¿verdad?
Se rió.
—Todavía no. Es 14 de julio, Hazel.
—¿Tu cumpleaños?
—No…
—¿El cumpleaños de Harry Houdini?
—No…
—Estoy harta de adivinar, de verdad.
—¡ES EL DÍA DE LA BASTILLA!
Sacó las manos de detrás de la espalda y aparecieron dos banderitas francesas, que agitó con entusiasmo.
—Suena falso, como el Día Mundial contra el Cólera.
—Te aseguro, Hazel, que el día de la Bastilla no tiene nada de falso. ¿Sabías que hoy hace doscientos veintitrés años que los franceses tomaron la cárcel de la Bastilla para coger las armas y luchar por su libertad?
—¡Uau! —exclamé—. Tenemos que celebrar este aniversario trascendental.
—Pues resulta que precisamente he organizado un picnic con tu padre en el Holliday Park.
Mi madre nunca se daba por vencida. Apoyé las manos en el sofá y me levanté. Preparamos juntas unos bocadillos, y en el armario del recibidor encontramos una cesta de picnic polvorienta.
Hacía un día precioso, por fin verano de verdad en Indianápolis, caluroso y húmedo, el tiempo que, tras el largo invierno, te recuerda que el mundo no fue creado para el hombre, sino que el hombre fue creado para el mundo. Mi padre, vestido con un traje color canela, nos esperaba tecleando en su móvil en un parking para discapacitados. Nos saludó con la mano cuando aparcamos y me abrazó.
—Qué día tan bonito —dijo—. Si viviéramos en California, serían todos así.
—Sí, pero entonces no los disfrutarías tanto —replicó mi madre.
Estaba equivocada, pero no la corregí.
Acabamos poniendo la manta cerca del extraño recinto de ruinas romanas plantificadas en medio de un campo de Indianápolis. Pero no son ruinas auténticas. Son como una recreación de hace ochenta años, aunque no han cuidado demasiado las falsas ruinas, así que se han convertido en ruinas reales por accidente. A Van Houten le gustaban, y a Augustus también.
Nos sentamos a la sombra de las ruinas y comimos.
—¿Quieres protector solar? —me preguntó mi madre.
—No, gracias —le contesté.
Se oía el viento entre las hojas, y en aquel viento viajaban los sueños de los niños que jugaban a lo lejos, los niños pequeños que descubrían la vida, que aprendían a correr por un mundo que no había sido creado para ellos corriendo por un parque infantil que sí había sido creado para ellos. Mi padre vio que observaba a los niños.
—¿Echas de menos corretear como ellos?
—A veces, supongo.
Pero no era eso lo que pensaba. Solo intentaba observarlo todo: la luz en las ruinas, un niño que apenas sabía andar descubriendo un palo en un rincón del parque, mi incansable madre extendiendo mostaza en su bocadillo de pavo, mi padre dando palmaditas al móvil, que llevaba en el bolsillo, y resistiendo la tentación de revisar las llamadas, un chico lanzando un disco, y su perro corriendo detrás, cogiéndolo y devolviéndoselo.
¿Quién soy yo para decir que estas cosas podrían no ser eternas? ¿Quién es Peter van Houten para afirmar como un hecho la suposición de que nuestra labor es temporal? Todo lo que sé del cielo y de la muerte está en este parque: un elegante universo en incesante movimiento, lleno de ruinas deterioradas y de niños que gritan.
Mi padre pasó la mano por delante de mi cara.
—Vuelve, Hazel. ¿Estás aquí?
—Perdona, sí. ¿Qué?
—Mamá ha propuesto que vayamos a ver a Gus.
—Sí, claro —le contesté.
Después de comer fuimos al cementerio de Crown Hill, el lugar en el que descansan tres vicepresidentes, un presidente y Augustus Waters. Subimos la colina y aparcamos. Detrás, en la calle Ochenta y seis, rugían los coches. Era fácil encontrar la tumba, porque era la más nueva. Todavía había tierra amontonada alrededor del ataúd y aún no habían colocado la lápida.
No me dio la sensación de que estuviera allí, pero aun así cogí una estúpida banderita francesa y la clavé en el suelo, al pie de su tumba. Quizá los que pasaran pensarían que era un miembro de la Legión Extranjera francesa o algún heroico mercenario.
Lidewij me contestó por fin después de las seis de la tarde, mientras estaba en el sofá viendo la tele y a la vez vídeos en mi portátil. Enseguida observé que había cuatro archivos adjuntos en el e-mail y quise abrirlos inmediatamente, pero vencí la tentación y leí el e-mail.
Querida Hazel:
Peter estaba muy borracho cuando llegamos a su casa esta mañana, pero eso nos facilitó el trabajo. Bas (mi novio) lo entretuvo mientras yo buscaba entre las bolsas de basura con las cartas de los admiradores, pero de pronto caí en la cuenta de que Augustus sabía la dirección de Peter. En la mesa del comedor había una gran pila de correo en la que no tardé en encontrar la carta. La abrí y vi que estaba dirigida a Peter, así que le pedí permiso para leerla.
Se negó.
Entonces me enfadé mucho, Hazel, pero todavía no le grité. Lo que hice fue decirle que debía a su hija muerta leer esa carta de un chico muerto. Se la di, la leyó entera y dijo —cito literalmente—: «Mándasela a la chica y dile que no tengo nada que añadir».
No he leído la carta, aunque no he podido evitar ver algunas frases mientras revisaba las páginas. Las he adjuntado en este correo y te las mandaré a tu casa. ¿Sigues teniendo la misma dirección?
Dios te bendiga y esté contigo, Hazel. Tu amiga,
Lidewij Vliegenthart.
Abrí los cuatro archivos adjuntos. La letra era un desastre, totalmente irregular, las líneas estaban torcidas, y el color del bolígrafo cambiaba. La había escrito en varios días y con diferentes niveles de conciencia.
Van Houten:
Soy una buena persona, pero una mierda de escritor. Usted es una mierda de persona, pero un buen escritor. Formaríamos un buen equipo. No quiero pedirle ningún favor, pero si tiene tiempo —y, por lo que sé, tiene mucho—, me preguntaba si podría escribir un discurso fúnebre para Hazel. He tomado notas, pero quizá usted podría darles forma coherente o algo así. O simplemente decirme qué debería decir de otra manera.
Lo más importante sobre Hazel: a casi todo el mundo le obsesiona dejar huella en el mundo. Dejar un legado. Sobrevivir a la muerte. Todos queremos que nos recuerden. Yo también. Lo que más me preocupa es ser una olvidada víctima más de la antigua y poco gloriosa guerra contra la enfermedad.
Quiero dejar huella.
Pero Van Houten: las huellas que dejamos los hombres suelen ser cicatrices. Construyes un espantoso centro comercial, das un golpe o intentas llegar a ser una estrella del rock, y piensas: «Ahora me recordarán», pero: a) no te recuerdan, y b) lo único que dejas tras de ti son más cicatrices. Tu golpe se convierte en una dictadura. Tu centro comercial se convierte en una herida.
(De acuerdo, quizá no soy tan mierda como escritor. Pero no puedo enlazar mis ideas, Van Houten. Mis pensamientos son estrellas con las que no puedo formar constelaciones).
Somos como una manada de perros meando en bocas de incendio. Envenenamos las aguas subterráneas con nuestras meadas, nos apoderamos de todo en un ridículo intento de sobrevivir a la muerte. Yo no puedo dejar de mear en bocas de incendios. Sé que es idiota e inútil —en mi actual estado, épicamente inútil—, pero soy un animal como cualquier otro.
Hazel es diferente. Camina ligera, Van Houten. Camina ligera sin tocar el suelo. Hazel sabe la verdad: es tan probable que hagamos daño al universo como que lo ayudemos, y seguramente no haremos ninguna de las dos cosas.
La gente dirá que es triste que deje una cicatriz menor, que menos personas la recordarán, que la querían mucho, pero no muchos. Pero no es triste, Van Houten. Es un triunfo. Es heroico. ¿No es eso el verdadero heroísmo? Como dicen los médicos: ante todo, no hagas daño.
En cualquier caso, los verdaderos héroes no son los que hacen cosas. Los verdaderos héroes son los que OBSERVAN las cosas, los que les prestan atención. El tipo que inventó la vacuna de la viruela en realidad no inventó nada. Simplemente observó que las personas que tenían viruela bovina no cogían la viruela.
Después de recoger los resultados de mi escáner, me colé en la UCI cuando ella estaba inconsciente. Entré detrás de una enfermera que llevaba una placa y conseguí estar a su lado unos diez minutos, hasta que me pillaron. De verdad creía que iba a morirse antes de que pudiera decirle que también yo iba a morirme. La incesante arenga mecanizada de los cuidados intensivos era atroz. Le sacaban del pecho, gota a gota, aquel líquido oscuro. Los ojos cerrados. Intubada. Pero su mano seguía siendo su mano, todavía tibia, las uñas pintadas de un azul oscuro casi negro, y yo la cogía de la mano e intentaba imaginar el mundo sin nosotros, y por un segundo fui lo bastante buena persona para esperar que se muriera y así nunca llegara a enterarse de que yo me moría también. Pero después quise más tiempo para que pudiéramos enamorarnos. He conseguido mi deseo, supongo, y he dejado mi cicatriz.
Llegó un enfermero y me dijo que tenía que marcharme, que solo podía entrar la familia. Le pregunté si iba bien, y el tipo me contestó: «Sigue entrándole líquido». Bendito sea el desierto, y maldito sea el mar.
¿Qué más? Es preciosa. No te cansas de mirarla. No tienes que preocuparte de si es más inteligente que tú, porque sabes que lo es. Es divertida sin pretenderlo siquiera. La quiero. Tengo la inmensa suerte de quererla, Van Houten. No puedes elegir si van a hacerte daño en este mundo, pero sí eliges quién te lo hace. Me gustan mis elecciones. Y espero que a ella le gusten las suyas.
Me gustan, Augustus.
Me gustan.