Capítulo 24

Tres días después, el undécimo día d. G., el padre de Gus me llamó por la mañana. Estaba todavía enganchada al BiPAP, así que no contesté, pero escuché su mensaje después del pitido de mi teléfono.

«Hola, Hazel, soy el padre de Gus. He encontrado una… una libreta negra en el estante de las revistas de al lado de su cama, en el hospital, creo que lo bastante cerca para que llegara. Desgraciadamente no hay nada escrito. Todas las páginas están en blanco. Pero han arrancado las primeras páginas, creo que tres o cuatro. Hemos buscado por casa, pero no hemos encontrado las páginas, así que no sé qué hacer. Quizá esas páginas son las que decía Isaac. Bueno, espero que estés bien. Rezamos por ti cada día, Hazel. Bueno, adiós».

Tres o cuatro páginas arrancadas de una libreta que no estaban en casa de Augustus Waters. ¿Dónde podría habérmelas dejado? ¿Pegadas con cinta adhesiva en los Funky Bones? No, no estaba lo bastante fuerte para haber llegado hasta allí.

El corazón de Jesús literal. Quizá las dejó allí en su Último Buen Día.

Al día siguiente salí hacia el grupo de apoyo veinte minutos antes. Pasé por la casa de Isaac, lo recogí, y desde allí nos dirigimos al corazón de Jesús literal con las ventanas del coche bajadas y escuchando el nuevo álbum de The Hectic Glow, que acababa de salir y que Gus nunca escucharía.

Cogimos el ascensor. Dejé a Isaac sentado en el «círculo de la confianza» y empecé a recorrer lentamente el corazón literal. Busqué en todas partes: debajo de las sillas, alrededor del atril en el que leí mi discurso fúnebre, debajo de la mesa, en el tablón de anuncios, lleno de dibujos sobre el amor de Dios de los niños de la escuela religiosa dominical… Nada. Era el único sitio en el que habíamos estado juntos en los últimos días, aparte de su casa, así que o no estaba allí o algo se me había pasado por alto. Quizá me las había dejado en el hospital, pero, de ser así, casi seguro que las habían tirado después de su muerte.

Cuando me senté al lado de Isaac, estaba sin aliento, de modo que dediqué todo el testimonio de cómo Patrick se quedó sin huevos a decir a mis pulmones que estaban bien, que podían respirar, que había suficiente oxígeno. Me los habían drenado una semana antes de que Gus muriera —observé el líquido amarillo saliendo por el tubo— y ya volvía a sentirlos llenos. Estaba tan concentrada diciéndome a mí misma que tenía que respirar que al principio no me di cuenta de que Patrick había dicho mi nombre.

Presté atención de golpe.

—¿Sí? —pregunté.

—¿Cómo estás?

—Estoy bien, Patrick. Me cuesta un poco respirar.

—¿Te gustaría compartir un recuerdo de Augustus con el grupo?

—Me gustaría morirme, Patrick. ¿Alguna vez te gustaría morirte?

—Sí —me contestó sin hacer su pausa habitual—. Sí, por supuesto. ¿Y por qué no te mueres?

Lo pensé. La típica respuesta era que quería seguir viva por mis padres, porque ellos se quedarían destrozados y sin hijos por mi culpa, y de alguna manera era cierto, pero no era exactamente eso.

—No lo sé.

—¿Porque esperas ponerte mejor?

—No —le contesté—. No, no es eso. De verdad no lo sé. ¿Isaac? —pregunté.

Estaba cansada de hablar.

Isaac empezó a hablar del amor verdadero. No podía decirles lo que pensaba porque me parecía una mierda, pero pensaba en el universo, que quería que lo observaran, y en que tenía que observarlo lo mejor que pudiera. Sentía que estaba en deuda con el universo y que solo podría pagarla con mi atención, y que también estaba en deuda con todos aquellos que habían dejado de ser personas y con todos aquéllos que todavía no lo habían sido. Básicamente, lo que mi padre me había dicho.

Me quedé callada durante el resto de la reunión. Patrick rezó una oración especial para mí, añadió el nombre de Gus al final de la larga lista de muertos —catorce muertos por cada uno de nosotros—, prometimos que aquél sería el mejor día de nuestra vida y llevé a Isaac al coche.

Cuando llegué a casa, mis padres estaban sentados a la mesa del comedor, cada uno con su portátil, y en el momento en que crucé la puerta, mi madre cerró el suyo de golpe.

—¿Qué estabas mirando? —le pregunté.

—Nada, unas recetas antioxidantes. ¿Preparada para el BiPAP y el reality de las modelos? —me preguntó.

—Voy a tumbarme un minuto.

—¿Estás bien?

—Sí, solo cansada.

—Bueno, tienes que comer antes de…

—Mamá, no tengo nada de hambre.

Di un paso hacia la puerta, pero se metió en medio.

—Hazel, tienes que comer. Solo un poco de…

—No. Me voy a la cama.

—No —dijo mi madre—. No te vas a la cama.

Miré a mi padre, que se encogió de hombros.

—Es mi vida —dije.

—No vas a morirte de hambre solo porque Augustus ha muerto. Vas a cenar.

Por alguna razón estaba realmente cabreada.

—No puedo comer, mamá. No puedo. ¿Vale?

Intenté pasar por su lado, pero me agarró por los hombros.

—Hazel, vas a cenar. Tienes que mantenerte sana.

—¡NO! —grité—. No voy a cenar, y no puedo mantenerme sana porque no estoy sana. Estoy muriéndome, mamá. Voy a morirme, y te dejaré aquí sola, y no podrás estar encima de mí todo el rato, y ya no serás madre, y lo siento, pero no puedo hacer nada, ¿vale?

Lo lamenté nada más haberlo dicho.

—Me oíste.

—¿El qué?

—¿Me oíste decírselo a tu padre?

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Me oíste? —volvió a preguntarme.

Asentí.

—Oh, Dios mío, Hazel. Perdóname. Estaba equivocada, cariño. No era verdad. Lo dije en un momento de desesperación. No lo creo realmente.

Se sentó y yo me senté con ella. Pensé que, en lugar de cabrearme, debería haber comido un poco de pasta por ella.

—¿Qué crees entonces? —le pregunté.

—Mientras una de las dos esté viva, seré tu madre —me contestó—. Incluso si te mueres…

—Cuando me muera —le corregí.

Asintió.

—Incluso cuando te mueras, seguiré siendo tu madre, Hazel. No voy a dejar de ser tu madre. ¿Has dejado tú de querer a Gus?

Negué con la cabeza.

—Entonces, ¿cómo podría yo dejar de quererte a ti?

—De acuerdo —contesté.

Mi padre ya estaba llorando.

—Quiero que tengáis vida propia —les dije—. Me preocupa que no vayáis a tenerla, que andéis todo el día por aquí sin tener que ocuparos de mí, mirando las paredes y sin ganas de vivir.

Tras una pausa, mi madre dijo:

—Estoy estudiando. Online, en la Universidad de Indianápolis. Para sacarme un máster en trabajo social. La verdad es que no estaba mirando recetas antioxidantes. Estaba haciendo un trabajo.

—¿En serio?

—No quiero que pienses que estoy imaginándome un mundo sin ti. Pero si me saco el máster en trabajo social, puedo aconsejar a familias en crisis o llevar grupos que se enfrenten a la enfermedad de un familiar o…

—Espera, ¿vas a convertirte en un Patrick? —le pregunté.

—Bueno, no exactamente. Hay todo tipo de trabajos sociales.

—Nos preocupaba que te sintieras abandonada —dijo mi padre—. Es importante que sepas que siempre estaremos aquí para ti, Hazel. Tu madre no va a ir a ninguna parte.

—No, es genial. ¡Es fantástico! —exclamé sonriendo—. Mamá va a convertirse en un Patrick. ¡Será un Patrick genial! Lo hará mucho mejor que él.

—Gracias, Hazel. Es muy importante para mí.

Asentí. Se me saltaban las lágrimas. No podía ser más feliz y lloraba de auténtica felicidad por primera vez en mi vida imaginando a mi madre como un Patrick. Pensé en la madre de Anna. También ella habría sido una buena trabajadora social.

Al rato encendimos la tele para ver el reality de las modelos, pero lo paré cinco segundos después porque tenía muchas preguntas que hacerle a mi madre.

—¿Y cuánto te falta para acabar?

—Si este verano voy una semana a Bloomington, debería poder acabar hacia diciembre.

—¿Cuánto tiempo exactamente me lo has ocultado?

—Un año.

—Mamá.

—No quería hacerte daño, Hazel.

Increíble.

—Así que cuando estás esperándome fuera de la universidad, del grupo de apoyo o de donde sea, siempre estás…

—Sí, trabajando o leyendo.

—Es genial. Quiero que sepas que, cuando esté muerta, suspiraré desde el cielo cada vez que pidas a alguien que comparta sus sentimientos.

Mi padre se rió.

—Estaré allí contigo, mi niña —me aseguró.

Al final vimos el reality. Mi padre hacía un gran esfuerzo por no morirse de aburrimiento y confundía todo el rato a las chicas.

—¿Ésta nos gusta? —nos preguntó.

—No, no. Anastasia nos cae fatal. La que nos gusta es Antonia, la otra rubia —le explicó mi madre.

—Son todas altas y horrorosas —dijo mi padre—. Perdonadme por no haberlas diferenciado.

Mi padre pasó la mano por delante de mí para coger la de mi madre.

—¿Creéis que seguiréis juntos si me muero? —les pregunté.

—Hazel, cariño, ¿qué dices?

Buscó a tientas el mando a distancia y paró la tele.

—¿Qué te pasa?

—Nada. Solo pregunto si seguiréis juntos.

—Sí, claro, por supuesto —me contestó mi padre—. Tu madre y yo nos queremos, y si te perdemos, lo sufriremos juntos.

—Júralo por Dios —le pedí.

—Lo juro por Dios —me dijo.

Miré a mi madre.

—Lo juro por Dios —dijo ella también—. ¿Por qué te preocupas por eso?

—No quiero destrozaros la vida.

Mi madre se inclinó hacia delante, apretó la cara contra mi alborotada mata de pelo y me besó en la cabeza.

—No quiero que te conviertas en un triste parado alcohólico o algo así —le dije a mi padre.

Mi madre sonrió.

—Tu padre no es Peter van Houten, Hazel. Si alguien en el mundo sabe que se puede vivir con dolor, ésa eres tú.

—Sí, vale —contesté.

Mi madre me abrazó, y la dejé, aunque en realidad no quería que me abrazaran.

—Bueno, puedes quitarle la pausa —le dije.

Expulsaron a Anastasia. Le dio un ataque. Era increíble.

Cené algo —farfalle con pesto— y conseguí que se quedara en el estómago.