Un par de días después me levanté hacia las doce del mediodía y fui a casa de Isaac. Me abrió la puerta él mismo.
—Mi madre ha llevado a Graham al cine —me dijo.
—Podríamos hacer algo —le dije.
—¿Puede ser ese algo jugar a videojuegos para ciegos sentados en el sofá?
—Sí, es exactamente lo que estaba pensando.
Nos sentamos y durante un par de horas hablamos juntos a la pantalla y nos adentramos juntos por aquella invisible cueva laberíntica sin un solo rayo de luz. Lo más entretenido del juego era sin duda intentar que el ordenador entablara con nosotros conversaciones graciosas.
Yo: Toco la pared de la cueva.
Ordenador: Tocas la pared de la cueva. Está húmeda.
Isaac: Chupo la pared de la cueva.
Ordenador: No lo entiendo. ¿Puedes repetirlo?
Yo: Me tiro a la húmeda pared de la cueva.
Ordenador: Intentas tirar la pared. Te das un golpe en la cabeza.
Isaac: No tiro la pared. ¡Me la tiro!
Ordenador: No lo entiendo.
Isaac: Colega, llevo semanas solo en esta cueva oscura y necesito aliviarme un poco. ME TIRO LA PARED DE LA CUEVA.
Ordenador: Intentas tirar…
Yo: Empujo la pelvis contra la pared de la cueva.
Ordenador: No lo…
Isaac: Hago el amor con suavidad a la cueva.
Ordenador: No lo…
Yo: VALE. Me meto en el camino de la izquierda.
Ordenador: Te metes en el camino de la izquierda. El paso se estrecha.
Yo: Me agacho.
Ordenador: Te agachas cien metros. El paso se estrecha.
Yo: Me arrastro.
Ordenador: Te arrastras cien metros. Un hilo de agua te recorre el cuerpo. Llegas a un montículo de piedras pequeñas que te cortan el paso.
Yo: ¿Puedo tirarme ahora la pared de la cueva?
Ordenador: No puedes tirar la pared sin haberte levantado.
Isaac: No me gusta vivir en un mundo sin Augustus Waters.
Ordenador: No lo entiendo.
Isaac: Yo tampoco. Pausa.
Isaac tiró el mando contra el sofá.
—¿Sabes si le dolió?
—Creo que le costaba mucho respirar —le contesté—. Al final perdió el conocimiento, pero parece que no fue demasiado bien, claro. Morirse es una mierda.
—Sí —respondió Isaac. Y tras una larga pausa—: Pero parece tan imposible…
—Pasa todos los días —le contesté.
—Pareces enfadada —añadió.
—Sí —dije yo.
Nos quedamos en silencio largo rato, y me pareció bien. Yo pensaba en el primer día que vi a Augustus, en el corazón de Jesús literal, cuando nos dijo que le daba miedo el olvido, y yo le contesté que le daba miedo algo universal e inevitable, y que en realidad el problema no es el sufrimiento en sí ni el olvido en sí, sino el perverso sinsentido de ambas cosas, el nihilismo absolutamente inhumano del sufrimiento. Pensaba en mi padre diciéndome que el universo quiere que lo observen. Pero lo que queremos nosotros es que el universo nos observe a nosotros, y la verdad es que al universo le importa una mierda lo que nos pase, no a la idea general de vida sensible, pero sí a cada uno de nosotros como individuos.
—Gus te quería de verdad, ya lo sabes —me dijo.
—Lo sé.
—No dejaba de repetirlo.
—Lo sé —le contesté.
—Era un coñazo.
—A mí no me parecía un coñazo.
—¿Te dio lo que estaba escribiendo?
—¿El qué?
—La segunda parte de un libro que te gustaba o algo así.
Me giré hacia Isaac.
—¿Cómo dices?
—Me dijo que estaba escribiendo algo para ti, pero que no se le daba demasiado bien escribir.
—¿Cuándo te lo contó?
—No sé, en algún momento después de volver de Amsterdam.
—¿En qué momento? —insistí.
¿No había podido acabarlo? ¿Lo había acabado y estaba en su ordenador, por ejemplo?
—Uf —suspiró Isaac—. Uf, no lo sé. Hablamos del tema en mi casa una vez. Estaba aquí… Ah, estábamos jugando con mi aparato de leer e-mails y justo recibí uno de mi abuela. Puedo comprobar la fecha si quieres…
—Sí, sí, ¿dónde está el aparato?
Lo había comentado hacía un mes. Un mes. Debo admitir que no había sido un buen mes, pero aun así era un mes, tiempo suficiente para que hubiera escrito por lo menos algo. Había algo suyo, o como mínimo hecho por él, flotando por ahí. Lo necesitaba.
—Voy a su casa —le dije a Isaac.
Corrí hacia el coche, lancé el carrito del oxígeno en el asiento del copiloto y arranqué. En la radio sonó una canción de hip-hop a todo volumen, y cuando alargaba la mano para cambiar de emisora, alguien empezó a rapear. En sueco.
Me giré y grité cuando vi a Peter van Houten sentado en el asiento de atrás.
—¡Perdona que te haya asustado! —me dijo Van Houten a gritos para que el rap me permitiera oírlo.
Aunque había pasado casi una semana, seguía llevando el traje del funeral. Olía como si sudase alcohol.
—Puedes quedarte con el CD —me dijo—. Es Snook, uno de los mejores raperos suecos…
—¡SALGA DE MI COCHE AHORA MISMO!
Apagué el equipo de música.
—El coche es de tu madre, si no me equivoco —me dijo—. Además, no estaba cerrado.
—¡Joder! Salga del coche o llamo a la policía. ¿Qué coño le pasa?
—Si solo me pasara una cosa… —me contestó pensativo—. He venido simplemente a pedirte disculpas. Tenías razón cuando me dijiste que soy un crío patético adicto al alcohol. Solo tengo a una persona que pasa algún tiempo conmigo porque le pago para eso… Bueno, peor aún, ya ha dimitido y me ha dejado como un alma en pena que no puede conseguir compañía ni siquiera sobornando. Así es, Hazel. Todo eso y más.
—Bien —le dije.
El discurso habría sido mucho más conmovedor si no hubiera arrastrado las palabras.
—Me recuerdas a Anna.
—A mucha gente le recuerdo a mucha gente —le contesté—. Tengo que irme, de verdad.
—Pues arranca —respondió.
—Salga.
—No. Me recuerdas a Anna —repitió.
Di marcha atrás. No podía obligarlo a marcharse, y no tenía por qué hacerlo. Iría a casa de Gus, y sus padres ya conseguirían que se marchara.
—Seguro que conoces a Antonietta Meo —me dijo Van Houten.
—Pues no —le contesté.
Encendí el equipo de música y el hip-hop sueco sonó a todo volumen, pero Van Houten berreó por encima.
—Dentro de poco puede ser la santa más joven beatificada por la Iglesia católica sin haber sido mártir. Tenía el mismo cáncer que Waters, osteosarcoma. Le cortaron la pierna derecha. El dolor era espantoso. Mientras Antonietta Meo yacía moribunda a la madura edad de seis años por ese atroz cáncer, le dijo a su padre: «El dolor es como una tela: cuanto más fuerte es, más valor tiene». ¿Es eso cierto, Hazel?
No lo miraba directamente, sino a través del retrovisor.
—¡No! —grité por encima de la música—. Menuda gilipollez.
—Pero ¿no te gustaría que fuera verdad? —me gritó también él.
Apagué la música.
—Siento haberos fastidiado el viaje. Erais demasiado jóvenes. Erais…
Se derrumbó. Como si tuviera derecho a llorar por Gus. Van Houten solo era uno más de los infinitos plañideros que no lo conocían, otra lamentación en su muro que llegaba demasiado tarde.
—No nos fastidió el viaje. No se dé tanta importancia, capullo. Lo pasamos genial.
—Lo intento —me dijo—. Lo intento, te lo juro.
Más o menos en aquel momento me di cuenta de que alguien de la familia de Peter van Houten había muerto. Pensé en la sinceridad con la que había escrito sobre el cáncer en niños, en el hecho de que no pudiera hablar conmigo en Amsterdam salvo para preguntarme si me había vestido como ella a propósito, en su mierda con Augustus y conmigo, en su dolorosa pregunta sobre la relación entre el dolor extremo y su valor. Ahí estaba, bebiendo, un viejo que llevaba años borracho. Pensé en una estadística que habría preferido no conocer: la mitad de los matrimonios se rompen antes de un año de haber muerto un hijo. Miré a Van Houten. En ese momento pasábamos por delante de la facultad. Paré detrás de una fila de coches aparcados.
—¿Se le murió un hijo?
—Una hija —me dijo—. Tenía ocho años. Sufrió muchísimo. Nunca la beatificarán.
—¿Tenía leucemia? —le pregunté.
Asintió.
—Como Anna —dije.
—Muy parecida a ella, sí.
—¿Estaba casado?
—No. Bueno, no en la época en que se murió. Me casé muchísimo después de que la perdiéramos, y fue insoportable. La pena no te cambia, Hazel. Te deja al descubierto.
—¿Vivía con ella?
—No, al principio no, aunque al final la llevamos a Nueva York, donde yo vivía, para que recibiera toda una serie de torturas experimentales que hicieron sus días más miserables, pero no le dieron más días.
—Entonces usted le dio una especie de segunda vida en la que llega a la adolescencia.
—Supongo que así es —me dijo. Y enseguida añadió—: Supongo que conoces el experimento mental de Philippa Foot, el dilema del tranvía.
—Y entonces yo aparezco por su casa vestida como la chica que usted esperaba que ella llegara a ser y… se queda desconcertado.
—Un tranvía fuera de control avanza por una carretera —me dijo.
—Me importa un bledo su estúpido experimento mental —le dije.
—No es mío. Es de Philippa Foot.
—Lo mismo me da —repliqué.
—Mi hija no entendía por qué le pasaba todo aquello —continuó—. Tuve que decirle que iba a morirse. La trabajadora social insistió en que tenía que decírselo. Como tenía que decirle que iba a morirse, le dije que iría al cielo. Me preguntó si yo estaría allí, y le contesté que no, que todavía no. Pero me preguntó si más adelante sí, y le prometí que sí, claro, muy pronto. Y también le dije que mientras tanto teníamos en el cielo a muchos familiares que la cuidarían. Me preguntó cuándo iría yo, y le contesté que pronto. Hace veintidós años.
—Lo siento.
—Yo también.
—¿Qué pasó con su madre? —le pregunté.
—Sigues buscando la segunda parte, listilla —me dijo sonriendo.
Le devolví la sonrisa.
—Debería volver a su casa —añadí—, dejar de beber y escribir otra novela. Hacer las cosas en las que es bueno. No hay tanta gente que tenga la suerte de ser tan bueno en algo.
Me miró largo rato a través del espejo.
—De acuerdo —me dijo—. Sí, tienes razón. Tienes razón.
Pero mientras lo decía sacó la pequeña botella de whisky, ya casi vacía. Bebió, se la guardó y abrió la puerta.
—Adiós, Hazel.
—Que le sea leve, Van Houten.
Se sentó en bordillo, detrás del coche. Lo observé agacharse por el retrovisor. Sacó la botella, y por un segundo me pareció que iba a dejarla en el bordillo. Pero acto seguido le dio un trago.
La tarde era muy calurosa en Indianápolis, con el aire denso e inmóvil, como si estuviéramos dentro de una nube. Para mí era lo peor, y me dije a mí misma que la distancia entre el camino y la puerta de la casa se me hacía infinita por culpa del aire. Llamé al timbre y me abrió la madre de Gus.
—Ay, Hazel —me dijo.
Y se me tiró encima llorando.
Se empeñó en que comiera una lasaña de berenjenas —supongo que mucha gente les había llevado comida— con ella y el padre de Gus.
—¿Cómo estás?
—Lo echo de menos.
—Claro.
No sabía qué decir, la verdad. Lo único que quería era bajar al sótano y buscar lo que hubiera escrito para mí. Además, el silencio me incomodaba mucho. Quería que hablaran entre ellos, que se consolaran, que se dieran la mano, lo que fuera, pero se limitaban a comer trocitos diminutos de lasaña sin siquiera mirarse.
—El cielo necesitaba un ángel —dijo su padre al rato.
—Lo sé —dije yo.
Entonces aparecieron sus hermanas y los trastos de sus hijos y se metieron en la cocina. Me levanté, abracé a las dos hermanas y observé a los niños corriendo por la cocina con su acuciante y necesario excedente de ruido y movimiento, moléculas nerviosas rebotando entre sí y gritando: «Paras, no, paras, no, paraba antes pero te he pillado, no me has pillado, me he escapado, bueno pues ahora te pillo, no, tonto del culo, ahora no vale, DANIEL, NO LLAMES A TU HERMANO TONTO DEL CULO, mamá, si no puedo decirlo, por qué acabas de decirlo tú, tonto del culo, tonto del culo», y después, a coro, «tonto del culo, tonto del culo, tonto del culo, tonto del culo», y ahora los padres de Gus estaban cogidos de la mano, sentados a la mesa, lo que hizo que me sintiera mejor.
—Isaac me ha dicho que Gus estaba escribiendo algo, algo para mí —dije.
Los niños seguían cantando su canción del tonto del culo.
—Podemos mirar en su ordenador —contestó su madre.
—No lo utilizó mucho las últimas semanas —añadí yo.
—Es cierto. Ni siquiera estoy segura de que lo subiéramos. ¿Está todavía en el sótano, Mark?
—Ni idea.
—Bueno, ¿puedo…? —pregunté haciendo un gesto hacia la puerta del sótano.
—Nosotros todavía no estamos preparados —me dijo su padre—, pero, por supuesto, sí, Hazel. Por supuesto que puedes.
Bajé al sótano y dejé atrás su cama deshecha y las sillas para jugar frente a la tele. El ordenador estaba encendido. Pulsé el ratón para que se pusiera en marcha y busqué los archivos más recientes. Nada en el último mes. Lo más reciente era una crítica del libro Ojos azules, de Toni Morrison.
Quizá había escrito algo a mano. Me acerqué a las estanterías y busqué un diario o una libreta. Nada. Pasé las páginas de su ejemplar de Un dolor imperial, pero ni siquiera había dejado una marca.
Me dirigí a la mesita de noche. Infinito Mayhem, la novena parte de El precio del amanecer, estaba junto a la lamparilla, con la esquina de la página 138 doblada. No había llegado a acabarlo. «Te fastidio el final: Mayhem sobrevive», le dije en voz alta, por si acaso podía oírme.
Y después me metí sigilosamente en su cama deshecha, me tapé con su edredón y me empapé de su olor. Me quité el tubo para olerlo mejor, inspirarlo y espirarlo. El aroma se desvanecía incluso mientras yo estaba allí tumbada, con el pecho ardiendo, hasta que no pude diferenciar los dolores.
Al rato me senté en la cama, me coloqué los tubos y respiré un poco antes de subir la escalera. Sacudí la cabeza en respuesta a las miradas expectantes de los padres de Gus. Los niños pasaron corriendo a mi lado. Una hermana de Gus —no soy capaz de diferenciarlas— dijo:
—Mamá, ¿quieres que me los lleve al parque?
—No, no, no molestan.
—¿Se os ocurre algún sitio en el que pueda haber dejado una libreta? ¿Quizá la camilla?
La camilla ya no estaba. La había reclamado el hospital.
—Hazel —dijo su padre—, estabas cada día con nosotros. No estaba mucho tiempo solo, cariño. No habría tenido tiempo de escribir. Sé que quieres… Yo también lo quiero. Pero los mensajes que nos deja ahora vienen de arriba, Hazel.
Señaló el techo, como si Gus estuviera flotando por encima de la casa. Quizá lo estaba. No lo sé. Pero no sentía su presencia.
—Claro —le respondí.
Prometí volver a visitarlos en unos días.
Nunca volví a percibir su olor.