Cuando llegamos, me senté al fondo de la sala de visita, una pequeña habitación de paredes de piedra a un lado del santuario de la iglesia del corazón de Jesús literal. Había unas ochenta sillas en la sala, llena en dos terceras partes, pero que parecía una tercera parte vacía.
Observé un rato a la gente que se acercaba al ataúd, que estaba sobre una especie de carro cubierto con un mantel violeta. Todas aquellas personas a las que nunca había visto antes se arrodillaban junto a él o se quedaban de pie a un lado y lo miraban un instante, quizá lloraban, quizá decían algo, y luego todas ellas tocaban el ataúd en lugar de tocarlo a él, porque nadie quiere tocar a un muerto.
Los padres de Gus estaban de pie junto al ataúd, abrazando a todos a medida que pasaban, pero, cuando me vieron, sonrieron y se acercaron a mí. Me levanté y abracé primero a su padre y después a su madre, que me presionó muy fuerte, como solía hacer Gus, y me aplastó los omóplatos. Los dos parecían muy viejos, con los ojos hundidos y la piel de sus agotados rostros flácida. También ellos habían llegado a la meta de una carrera de vallas.
—Te quería mucho —me dijo la madre de Gus—. De verdad. No era… No era un amor adolescente ni nada de eso —añadió, como si yo no lo supiera.
—A vosotros también os quería mucho —contesté en voz baja.
Es difícil de explicar, pero sentía que hablar con ellos era como dar una puñalada y recibirla.
—Lo siento —añadí.
Luego sus padres se pusieron a hablar con los míos, una conversación llena de movimientos de cabeza y labios apretados. Miré hacia el ataúd y vi que no había nadie, así que decidí acercarme. Me saqué el tubo de oxígeno de la nariz, lo alcé por encima de mi cabeza y se lo pasé a mi padre. Quería que estuviéramos él y yo solos. Cogí el bolso y me dirigí al improvisado altar, entre las filas de sillas.
El camino se me hizo largo, pero decía a mis pulmones que se callaran, que eran fuertes y que podían. Al acercarme, lo vi. Le habían colocado el pelo hacia la izquierda, un peinado que a él le habría parecido absolutamente espantoso, y tenía la cara como plastificada. Pero seguía siendo Gus. Mi larguirucho y guapo Gus.
Habría querido ponerme el vestido negro que me había comprado para la fiesta de mi decimoquinto cumpleaños, mi vestido de muerta, pero ya no me cabía, así que me puse un sencillo vestido negro hasta las rodillas. Augustus llevaba el mismo traje de solapas estrechas que se había puesto para ir al Oranjee.
Mientras me arrodillaba me di cuenta de que le habían cerrado los ojos —por supuesto— y que nunca volvería a ver sus ojos azules.
—Te quiero en presente —susurré, y poniéndole la mano en el pecho le dije—: Está bien, Gus. Está bien. De verdad. Está bien, ¿me oyes?
No tenía —ni tengo— la menor confianza en que me oyera. Me incliné y lo besé en la mejilla.
—Bien —añadí—. Bien.
De pronto fui consciente de que había mucha gente mirándonos, de que la última vez que tanta gente nos había visto besándonos había sido en la casa de Ana Frank. Aunque, hablando con propiedad, ya no había un nosotros al que mirar. Solo un yo.
Abrí el bolso, metí la mano y saqué un paquete de Camel Lights. En un movimiento rápido que esperaba que nadie notara, lo camuflé entre su costado y el forro de fieltro plateado del ataúd.
—Estos puedes encenderlos —le susurré—. No me importa.
Mientras hablaba con él, mis padres se desplazaron hasta la segunda fila con la bombona para que no tuviera que andar tanto. Me senté. Mi padre me ofreció un pañuelo, me soné, me pasé los tubos por encima de las orejas y me los metí en la nariz.
Pensaba que entraríamos en la capilla para el funeral, pero nos quedamos en aquella pequeña sala lateral, la mano de Jesús literal, supongo, la parte de la cruz a la que lo habían clavado. Un pastor se acercó al ataúd, se situó detrás, como si el ataúd fuera un púlpito o algo así, y habló un momento sobre la valiente batalla de Augustus y sobre que su heroísmo frente a la enfermedad era una inspiración para todos nosotros. Estaba ya empezando a cabrearme con el pastor cuando dijo: «En el cielo, Augustus estará por fin sano y completo», con lo que venía a decir que, como le faltaba una pierna, había sido menos completo que los demás. No pude reprimir un gesto de asco. Mi padre me agarró de la pierna, por encima de la rodilla, y me lanzó una mirada de reproche, pero desde la fila de atrás alguien murmuró en mi oído en voz casi inaudible:
—Menuda sarta de gilipolleces, ¿verdad?
Me giré.
Peter van Houten llevaba un traje blanco de lino a la medida de su redondez, una camisa azul pastel y una corbata verde. Parecía haberse vestido para participar en la ocupación colonial de Panamá, no para un funeral. El pastor dijo: «Recemos», pero mientras todos los demás inclinaban la cabeza, yo solo pude mirar con la boca abierta a Peter van Houten.
—Vamos a fingir que rezamos —dijo un momento después.
E inclinó la cabeza.
Intenté olvidarme de él y rezar por Augustus. Me dediqué a escuchar al pastor sin girarme.
El pastor llamó a Isaac, que estaba mucho más serio que en el prefuneral.
—Augustus Waters era el alcalde de la secreta ciudad de Cancerlandia, y es insustituible —empezó a decir Isaac—. Otros os contarán historias divertidas sobre Gus, porque era un tipo divertido, así que permitidme que yo os cuente algo serio: un día después de que me quitaran el ojo, Gus apareció por el hospital. Yo estaba ciego y destrozado, de modo que no quería hacer nada. Gus entró corriendo en mi habitación y gritó: «¡Tengo una buena noticia!». Yo le dije: «Ahora mismo no me apetece oír ninguna buena noticia». Y Gus me dijo: «Ésta sí que quieres oírla».
«Muy bien, ¿qué pasa?», le pregunté. Y me contestó: «Vas a vivir una larga y estupenda vida llena de grandes y terribles momentos que ni siquiera puedes imaginar».
Isaac no pudo seguir, o quizá era todo lo que había escrito.
Después de que un compañero del instituto contara varias historias sobre el gran talento de Gus para el baloncesto y sus muchas cualidades como compañero de equipo, el pastor dijo:
—Ahora nos dirá unas palabras Hazel, la amiga especial de Augustus.
¿«Amiga especial»? Se oyeron risitas ahogadas, así que pensé que no había problema en empezar diciéndole al pastor:
—Yo era su novia.
Lo cual provocó carcajadas.
Y a continuación empecé a leer el discurso que había escrito.
—En casa de Gus hay un dibujo con una gran frase, una frase que tanto a él como a mí nos parecía muy reconfortante: «Sin dolor, ¿cómo conoceríamos el placer?».
Seguí soltando estímulos de mierda mientras los padres de Gus, cogidos del brazo, se abrazaban y asentían a cada palabra mía. Había decidido que los funerales son para los vivos.
Después del discurso de su hermana Julie, la ceremonia terminó con una oración sobre la unión de Gus con Dios. Volví a pensar en lo que me había dicho en el Oranjee, que no creía en mansiones ni en arpas, pero sí en Algo con A mayúscula, de modo que mientras rezábamos intenté imaginarlo en Algún Lugar con A y L mayúsculas, pero ni siquiera entonces pude convencerme de que volveríamos a estar juntos. Conocía ya a demasiados muertos. Sabía que en adelante el tiempo pasaría para mí de diferente manera que para él, que yo, como todos en aquella sala, continuaría acumulando amores y pérdidas, pero él no. Y para mí aquélla era la auténtica e insoportable tragedia final: como todo el sinfín de muertos, Gus había descendido de una vez para siempre de visitado a visitante.
Luego un cuñado de Gus trajo un radiocasete y pusieron una canción que había elegido Gus, una balada triste de The Hectic Glow llamada «The New Partner». Sinceramente, solo quería irme a mi casa. Apenas conocía a nadie, y sentía los ojos pequeños de Peter van Houten taladrándome los omóplatos desnudos, pero, en cuanto terminó la canción, todo el mundo se acercó a mí para decirme que mi discurso había sido muy bonito y que la ceremonia había sido encantadora, lo cual era falso. Fue un funeral. Un funeral como cualquier otro.
Los que iban a llevar el féretro —primos, su padre, un tío y un amigo a los que nunca había visto— se acercaron, lo levantaron y se dirigieron al coche fúnebre.
—No quiero ir. Estoy cansada —dije a mis padres cuando nos metimos en nuestro coche.
—Hazel —me dijo mi madre.
—Mamá, no habrá sitio para sentarse, durará una eternidad y estoy agotada.
—Hazel, tenemos que ir por el señor y la señora Waters —me dijo.
—Pero…
Por alguna razón me sentía muy pequeña en el asiento de atrás. Y quería ser pequeña. Quería tener seis años, o algo así.
—De acuerdo —dije.
Pasé un rato con los ojos clavados en la ventanilla. Realmente no quería ir. No quería ver cómo lo metían en la tierra, en la parcela que él mismo había elegido con su padre, y no quería ver a sus padres cayendo de rodillas sobre la hierba húmeda de rocío y gimiendo de dolor, y no quería ver la alcohólica barriga de Peter van Houten aplastada bajo su americana de lino, y no quería llorar delante de un montón de gente, y no quería lanzar un puñado de tierra en su tumba, y no quería que mis padres tuvieran que estar ahí, bajo el claro cielo azul con luz vespertina, pensando en su día, su hija, mi parcela, mi ataúd y mi tierra.
Pero lo hice. Hice todo eso y más, porque mis padres creían que teníamos que hacerlo.
Cuando hubo terminado, Van Houten se acercó a mí y apoyó su mano fofa en mi hombro.
—¿Podéis llevarme? —me preguntó—. He dejado el coche de alquiler al pie de la colina.
Me encogí de hombros. El abrió la puerta del asiento trasero justo cuando mi padre desbloqueaba el coche.
—Peter van Houten, novelista emérito y desilusionador semiprofesional —dijo inclinándose hacia los asientos delanteros.
Mis padres se presentaron y le estrecharon la mano. Me sorprendió mucho que Peter van Houten hubiera sobrevolado medio mundo para asistir al funeral.
—¿Cómo se ha…? —empecé a preguntarle, pero me cortó.
—He utilizado vuestra infernal internet para consultar las esquelas necrológicas de Indianápolis.
Metió la mano en el traje de lino y sacó una botella pequeña de whisky.
—Así que sencillamente ha comprado un billete y…
Volvió a interrumpirme mientras desenroscaba el tapón de la botella.
—Quince mil dólares por un billete de primera clase, pero tengo suficiente dinero para permitirme estos caprichos. Y en primera clase las bebidas son gratis. Si te das prisa, casi te compensa.
Van Houten dio un trago y se inclinó hacia delante para ofrecerle la botella a mi padre.
—No, gracias —le dijo.
Entonces me ofreció la botella a mí. La cogí.
—Hazel —protestó mi madre.
Pero di un sorbo, que hizo que sintiera el estómago como los pulmones. Le devolví la botella a Van Houten, que dio un largo trago.
—En fin. Omnis cellula e cellula.
—¿Cómo?
—Tu Waters y yo nos escribíamos de vez en cuando, y en su última…
—Un momento. ¿Ahora lee las cartas de sus admiradores?
—No. Me escribía a mi casa, no a la editorial. Y difícilmente podría llamarlo admirador. Me despreciaba profundamente. Pero, aun así, insistía mucho en que mi mala conducta quedaría absuelta si asistía a su funeral y te contaba qué fue de la madre de Anna. Así que aquí estoy, y ésta es la respuesta: Omnis cellula e cellula.
—¿Qué? —volví a preguntarle.
—Omnis cellula e cellula —me repitió—. Todas las células surgen de células. Toda célula nace de una célula anterior, que a su vez nació de otra célula anterior. La vida surge de la vida. La vida engendra vida que engendra vida que engendra vida que engendra vida.
Llegamos al pie de la colina.
—Vale, muy bien —le contesté.
No estaba de humor para aguantarlo. Peter van Houten no iba a monopolizar el funeral de Gus. No iba a permitirlo.
—Gracias —le dije—. Bueno, me temo que hemos llegado al pie de la colina.
—¿No quieres que te lo explique? —me preguntó.
—No —le contesté—. Estoy bien así. Creo que es usted un alcohólico patético que dice cosas estrambóticas para llamar la atención, como un crío repipi de once años, y lo siento mucho por usted. Pero no, usted ya no es el tipo que escribió Un dolor imperial, así que no podría continuarlo aunque quisiera. Pero gracias. Que le vaya muy bien en la vida.
—Pero…
—Gracias por el trago —le respondí—. Y ahora salga del coche.
Pareció como si le hubieran regañado. Mi padre había parado el coche y nos quedamos un minuto allí, bajo la tumba de Gus, hasta que Van Houten abrió la puerta y salió por fin sin decir nada.
Al arrancar de nuevo, lo vi por la ventana de atrás dando un trago y alzando la botella hacia mí, como si brindara conmigo. Sus ojos parecían muy tristes. Para ser sincera, me dio un poco de lástima.
Llegamos por fin a casa hacia las seis. Yo estaba agotada, solo quería dormir, pero mi madre me obligó a comerme un plato de pasta con queso, aunque al menos me permitió comérmelo en la cama. Dormí un par de horas con el BiPAP. Y el despertar fue horrible, porque por un momento estuve desorientada y pensé que todo iba bien, así que después volví a derrumbarme. Mi madre me quitó el BiPAP, me encadené a una bombona y fui a trompicones a mi cuarto de baño para lavarme los dientes.
Mirándome en el espejo mientras me cepillaba los dientes pensé que había dos tipos de adultos: los Peter van Houten —criaturas miserables que rastrean la tierra en busca de algo a lo que hacer daño— y las personas como mis padres, que rondaban por ahí como zombis y que hacían lo que tuvieran que hacer para seguir rondando por ahí.
Ninguna de estas dos perspectivas me resultaba especialmente deseable. Me daba la impresión de que ya había visto todo lo puro y bueno del mundo, y empezaba a sospechar que, aun cuando la muerte no se hubiera cruzado en nuestro camino, el amor que compartíamos Augustus y yo no habría podido durar. «Así se sume en el día el amanecer», escribió el poeta. «Nada dorado puede permanecer».
Alguien llamó a la puerta del baño.
—Ocupado —dije.
—Hazel —dijo mi padre—, ¿puedo entrar?
No le contesté, pero al momento quité el pestillo y me senté en el váter. ¿Por qué tenía que costarme tanto respirar? Mi padre se arrodilló a mi lado. Me cogió la cabeza y la apoyó sobre su hombro.
—Siento mucho que Gus haya muerto —me dijo.
Casi me ahogaba con su camiseta, pero me gustaba que me abrazara tan fuerte y sentir el olor familiar de mi padre. Era casi como si estuviera enfadado, y me gustaba, porque yo también estaba enfadada.
—Es una mierda —me dijo—. Todo es una mierda. ¿Ochenta por ciento de probabilidades de vivir y a él le toca el veinte por ciento? Mierda. Era un chico brillante. Es una mierda. Lo odio. Pero seguro que ha sido un privilegio quererlo, ¿verdad?
Asentí sin levantar la cabeza de su camiseta.
—Puedes hacerte una idea de lo que siento por ti.
Mi viejo. Siempre sabía lo que decir.