Capítulo 18

Me despertó el móvil con una canción de The Hectic Glow, la favorita de Gus. Eso quería decir que estaba llamándome, o que me llamaba alguien desde su teléfono. Miré la hora: las 2.35 de la madrugada. «Se ha muerto», pensé. Todo dentro de mí se desmoronó.

Apenas pude articular un «Hola».

Esperaba oír la voz destrozada de su padre o de su madre.

—Hazel Grace —dijo Augustus con voz débil.

—Uf, menos mal que eres tú… Hola, hola. Te quiero.

—Hazel Grace, estoy en la gasolinera. Tengo problemas. Tienes que ayudarme.

—¿Qué? ¿Dónde estás?

—En la autopista, en la Sesenta y ocho con Ditch. He hecho algo mal con el tubo-G y no puedo…

—Voy a llamar a emergencias —le dije.

—Nooooooooooooooo. Me llevarán al hospital. Hazel, escúchame. No llames a emergencias ni a mis padres, no te lo perdonaré en la vida, no, por favor, ven, solo ven a meterme el puto tubo-G. Solo estoy… Joder, qué gilipollez. No quiero que mis padres sepan que he salido de casa. Por favor. Tengo el medicamento. Es solo que no me lo puedo meter. Por favor.

Estaba llorando. Solo lo había oído llorar así el día que volábamos a Amsterdam, cuando nos acercábamos a la puerta de su casa.

—De acuerdo, voy para allá —le dije.

Apagué el BiPAP y me conecté a una bombona de oxígeno, la metí en el carrito y me puse unas zapatillas de deporte. Salí con el pantalón de pijama rosa y una camiseta de baloncesto de los Butler que había sido de Gus. Cogí las llaves del coche del cajón la cocina en el que las dejaba mi madre y escribí una nota por si mis padres se despertaban mientras estaba fuera.

He ido a ver a Gus. Es importante. Perdón.

Un beso,

H.

Mientras recorría los casi cuatro kilómetros hasta la gasolinera, me espabilé lo suficiente para preguntarme por qué Gus había salido de su casa en plena noche. Quizá había tenido alucinaciones o sus fantasías de mártir se habían apoderado de él.

Avancé por la calle Ditch con las luces parpadeando. Iba a toda velocidad en parte para llegar cuanto antes, y en parte también con la esperanza de que un poli me parara y me proporcionara una excusa para contarle a alguien que mi novio moribundo se había quedado atascado junto a una gasolinera con un tubo-G que no funcionaba. Pero no apareció ningún poli dispuesto a tomar una decisión por mí.

En el solar había solo dos coches. Me acerqué al suyo y abrí la puerta. Las luces interiores se encendieron. Augustus estaba sentado en el asiento del conductor, cubierto de vómitos y apretándose con las manos la zona de la barriga de la que se había salido el tubo-G.

—Hola —murmuró.

—Joder, Augustus, tenemos que ir al hospital.

—Solo echa un vistazo, por favor.

El mal olor me producía arcadas, pero me incliné para examinar la zona en la que le habían colocado el tubo, por encima del ombligo. Tenía la piel del abdomen caliente y muy roja.

—Gus, creo que está infectado. No puedo meterlo. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás en casa?

Vomitó. Ni siquiera tuvo fuerzas para girar la cara y que el vómito no le cayera encima.

—Ay, cariño… —le dije.

—Quería comprar un paquete de tabaco —murmuró—. He perdido el que tenía, o me lo han quitado. No lo sé. Me dijeron que me traerían otro, pero quería… hacerlo yo mismo. Hacer algo tan simple por mí mismo.

Augustus miraba al frente. Saqué el móvil sin decir nada y marqué el número de emergencias.

—Lo siento —le dije.

—Emergencias. ¿Qué le sucede?

—Hola. Estoy en la autopista, en la Ochenta y seis con Ditch. Necesito una ambulancia. El amor de mi vida tiene problemas con un tubo-G.

Levantó los ojos hacia mí. Era horrible. Apenas podía mirarlo. El Augustus Waters de las sonrisas torcidas y los cigarrillos sin encender había desaparecido, y en su lugar estaba aquella criatura desesperada y humillada.

—Se acabó. Ni siquiera puedo no fumar.

—Gus, te quiero.

—¿Qué posibilidades tengo de ser el Peter van Houten de alguien?

Dio un débil golpe al volante, y el sonido del claxon se unió a su llanto. Inclinó la cabeza hacia atrás y miró hacia arriba.

—Me odio, me odio, odio esta mierda, la odio, me doy asco, lo odio, lo odio, lo odio, dejad que me muera de una puta vez.

Según las convenciones del género, Augustus Waters conservó su sentido del humor hasta el final, ni por un segundo renunció a su valor, y su espíritu se elevó como un águila indomable hasta que el mundo no pudo albergar su feliz alma.

Pero la verdad fue que Augustus se convirtió en un chico digno de lástima que quería desesperadamente no dar lástima, que gritaba y lloraba, envenenado por un tubo-G infecto que lo mantenía vivo, pero no lo suficiente.

Le limpié la barbilla, le cogí la cara con las dos manos y me arrodillé a su lado para verle los ojos, que todavía estaban vivos.

—Lo siento. Me gustaría que fuera como en aquella película de persas y espartanos.

—A mí también —me contestó.

—Pero no lo es —le dije.

—Lo sé.

—No hay malos.

—Ya.

—Ni siquiera el cáncer es malo. El cáncer sencillamente quiere vivir.

—Sí.

—Estás bien —le dije.

Oía las sirenas.

—Sí.

Empezaba a perder la conciencia.

—Gus, tienes que prometerme que no volverás a hacerlo. Iré yo a buscarte el tabaco, ¿de acuerdo?

Me miró. Los ojos le bailaban en las órbitas.

—Tienes que prometérmelo.

Asintió débilmente. Cabeceaba y se le cerraban los ojos.

—Gus —le dije—, quédate conmigo.

—Léeme algo —me dijo mientras la puta ambulancia pasaba de largo aullando.

Mientras esperaba a que diera la vuelta y llegara hasta nosotros, le recité el único poema que pude recordar, «La carretilla roja», de William Carlos Williams:

tanto depende

de

una carretilla

de ruedas rojas

bruñida por el agua

de la lluvia

junto a los blancos

polluelos.

Williams era médico. Me pareció un poema de médico. Cuando lo terminé, la ambulancia seguía alejándose de nosotros, de modo que continué escribiéndolo.

—«Y tanto depende —le dije a Augustus— de un cielo azul rasgado por las ramas de los árboles. Tanto depende del transparente tubo-G que sale despedido de la barriga del chico de labios azules. Tanto depende de mí, que observo el universo».

Medio consciente, me miró.

—Luego dices que no escribes poesía… —murmuró.