Capítulo 11

En el hotel Filosoof todas las habitaciones tenían el nombre de un filósofo. Mi madre y yo nos instalamos en la Kierkegaard, en la planta baja, y Augustus en la Heidegger, en el piso de arriba. Nuestra habitación era pequeña: una cama doble pegada a la pared con mi BiPAP, un concentrador de oxígeno y una decena de bombonas recargables a los pies de la cama. Más allá del equipamiento médico había una vieja y polvorienta butaca con el asiento hundido, una mesa y un estante encima de la cama con libros de Soren Kierkegaard. En la mesa encontramos una cesta de mimbre llena de regalos de los genios: unos zuecos, una camiseta naranja de Holanda, chocolate y algunas otras delicias.

El Filosoof estaba justo al lado del Vondelpark, el parque más famoso de Amsterdam. Mi madre quería ir a dar un paseo, pero yo estaba supercansada, así que encendió el BiPAP y me colocó la mascarilla. Aunque odiaba hablar con aquel cacharro en la boca, le dije:

—Vete al parque y ya te llamaré cuando me despierte.

—De acuerdo —me contestó—. Que duermas bien, cariño.

Pero cuando me desperté, unas horas después, mi madre estaba sentada en la vieja butaca del rincón, leyendo una guía.

—Buenos días —le dije.

—Más bien buenas tardes —me contestó levantándose con un suspiro.

Se acercó a la cama, metió una bombona en el carrito y la conectó mientras yo apagaba el BiPAP y me colocaba los tubos en la nariz. La reguló para que expulsara dos litros y medio por minuto —tendría que cambiarla seis horas después— y me levanté.

—¿Cómo te encuentras? —me preguntó.

—Bien —le dije—. Muy bien. ¿Qué tal el Vondelpark?

—No he ido —me contestó—, pero he leído todo lo que dice de él la guía.

—Mamá, no tenías que quedarte.

—Ya lo sé —me dijo encogiéndose de hombros—, pero he querido quedarme. Me gusta verte dormir.

—Dijo el voyeur.

Aunque se rió, seguí sintiéndome mal.

—Solo quiero que te diviertas, ¿sabes? —le dije.

—Vale. Me divertiré esta noche, ¿de acuerdo? Iré a hacer locuras de madre mientras Augustus y tú vais a cenar.

—¿Sin ti? —le pregunté.

—Sí, sin mí. Tenéis mesa reservada en un restaurante que se llama Oranjee —me explicó—. Lo ha organizado la asistente del señor Van Houten. Está en el barrio de Jordaan. Muy lujoso, por lo que dice la guía. En la esquina hay una estación de tranvía. Augustus sabe cómo ir. Podréis comer al aire libre y ver pasar los barcos. Será muy bonito. Muy romántico.

—Mamá.

—Es un simple comentario —me dijo—. Tendrás que arreglarte. ¿El vestido sin mangas, quizá?

La situación era de locura: una madre deja suelta a su hija de dieciséis años con un chico de diecisiete en una ciudad extranjera famosa por su permisividad. Pero también esto era un efecto colateral de morirse. No podía correr, ni bailar, ni comer alimentos ricos en nitrógeno, pero en la ciudad de la libertad estaba entre las chicas más liberadas.

Me puse el vestido sin mangas —estampado azul y por encima de la rodilla, de Forever 21— con leotardos y manoletinas, porque me gustaba ser mucho más baja que Augustus. Fui al diminuto cuarto de baño y luché contra mi pelo hasta que conseguí parecerme a la Natalie Portman de mediados de 2000. A las seis en punto de la tarde (las doce del mediodía en mi ciudad) llamaron a la puerta.

—¿Sí? —pregunté antes de abrir.

En el hotel Filosoof no había mirillas.

—Soy yo —me contestó Augustus.

Pude oír el cigarrillo en su boca. Me eché un último vistazo. El vestido sin mangas dejaba al descubierto más cuerpo del que Augustus había visto. No es que fuera obsceno, pero era la mayor cantidad de piel que había mostrado nunca. (Mi madre tenía un lema a este respecto con el que yo estaba de acuerdo: «Las Lancaster no enseñamos la barriga»).

Abrí la puerta. Augustus llevaba un traje negro de solapas estrechas, perfectamente a la medida, con una camisa azul claro y una corbata fina de color negro. De un extremo de su boca seria colgaba un cigarrillo.

—Hazel Grace, estás preciosa —me dijo.

—Yo… —balbuceé.

Pensaba que el resto de la frase surgiría del aire que atravesaba mis cuerdas vocales, pero no fue así.

—Me siento casi desnuda —dije por fin.

—No seas antigua —me dijo sonriéndome desde su altura.

—Augustus —dijo mi madre detrás de mí—, estás guapísimo.

—Gracias, señora —le respondió.

Me ofreció su brazo y lo cogí mirando a mi madre.

—Nos vemos hacia las once —me dijo.

Mientras esperábamos el tranvía número 1 en una calle ancha llena de tráfico, dije a Augustus:

—Supongo que es el traje que llevas en los funerales.

—La verdad es que no —me contestó—. El de los funerales no es tan bonito.

Llegó el tranvía azul y blanco, y Augustus le tendió los billetes al conductor, que nos explicó que teníamos que pasarlos por el sensor circular. Mientras avanzábamos por el tranvía lleno de gente, un hombre mayor se levantó para que pudiéramos sentarnos juntos. Intenté decirle que se sentara, pero gesticuló varias veces señalando el asiento. Pasamos tres paradas, yo inclinada sobre Gus, así que podíamos mirar juntos por la ventana.

—¿Has visto eso? —me preguntó Augustus señalando los árboles.

Lo había visto. Los canales estaban flanqueados por olmos, de los que se desprendían semillas. Pero no parecían semillas. Parecían diminutos pétalos de rosa que hubieran perdido el color. El viento agrupaba aquellos pétalos pálidos como si fueran bandadas de pájaros, miles de ellos, como una nevasca primaveral.

El anciano que nos había cedido el asiento se dio cuenta de lo que estábamos observando y dijo en inglés:

—En Amsterdam ya es primavera. Los iepen lanzan confeti para dar la bienvenida a la primavera.

Cambiamos de tranvía, y después de otras cuatro paradas llegamos a una calle dividida por un bonito canal. Los reflejos del viejo puente y las casas pintorescas se mecían en el agua.

El Oranjee estaba a dos pasos de la parada del tranvía. El restaurante estaba a un lado de la calle, y el comedor al aire libre al otro, en un saliente de hormigón al borde del canal. Los ojos de la camarera brillaron mientras Augustus y yo nos acercábamos a ella.

—¿El señor y la señora Waters?

—Supongo —contesté.

—Su mesa —dijo señalando una mesa de un rincón del canal—. El champán es invitación de la casa.

Gus y yo nos miramos sonriendo. Cruzamos la calle, y Augustus retiró mi silla y me ayudó a sentarme. En la mesa, cubierta con un mantel blanco, había dos copas de champán. Hacía un poco de fresco, pero quedaba compensado por el sol. Por un lado de nuestra mesa pasaban ciclistas pedaleando, hombres y mujeres bien vestidos volviendo a casa del trabajo, rubias increíblemente atractivas sentadas de lado detrás de un amigo, niños pequeños con casco dando botes en asientos de plástico detrás de sus padres. Y en el otro lado, el agua del canal estaba cubierta de millones de semillas confeti. En las orillas de ladrillo había pequeños barcos amarrados, medio llenos de agua de lluvia, algunos casi hundidos. Algo más allá veía casas flotantes en pontones, y un barco descubierto de fondo plano con tumbonas y un equipo de música portátil se acercaba lentamente a nosotros desde el centro del canal. Augustus cogió su copa de champán y la alzó. Yo cogí la mía, aunque nunca había bebido más que algún sorbo de la cerveza de mi padre.

—Bien —me dijo.

—Bien —le respondí.

Chocamos las copas y di un sorbo. Las diminutas burbujas se fundieron en mi boca y tomaron rumbo al norte, hacia el cerebro. Era dulce, crujiente y delicioso.

—Está buenísimo —dije—. Nunca había bebido champán.

Apareció un joven camarero robusto de pelo rubio ondulado. Era quizá más alto que Augustus.

—¿Saben lo que dijo Dom Pérignon después de inventar el champán? —nos preguntó con un bonito acento.

—No —le contesté.

—Gritó a sus compañeros monjes: «Venid corriendo. Estoy degustando las estrellas». Bienvenidos a Amsterdam. ¿Quieren que les traiga la carta, o prefieren el menú del chef?

Miré a Augustus, que me devolvió la mirada.

—El menú del chef suena muy bien, pero Hazel es vegetariana.

Se lo había dicho a Augustus solo una vez, el día en que nos conocimos.

—No hay problema —dijo el camarero.

—Fantástico. ¿Y puede traernos más de esto? —le preguntó Augustus señalando el champán.

—Por supuesto —le contestó el camarero—. Esta noche hemos embotellado todas las estrellas, jovencitos. ¡Ay, el confeti! —exclamó apartando delicadamente una semilla de mi hombro desnudo—. Hacía años que no había tanto. Está por todas partes. Es muy molesto.

El camarero desapareció. Observamos el confeti descendiendo del cielo, saltando por el suelo empujado por la brisa y cayendo al canal.

—Cuesta creer que a alguien pueda parecerle molesto —comentó Augustus.

—La gente se acostumbra a la belleza.

—Pues yo todavía no me he acostumbrado a ti —me contestó sonriendo.

Sentí que me ruborizaba.

—Gracias por venir a Amsterdam —me dijo.

—Gracias por dejar que te robara el deseo —le dije yo.

—Gracias por llevar ese vestido. Es… ¡uau!

Sacudí la cabeza e intenté no sonreír. No quería ser una granada. Pero estaba claro que Augustus sabía lo que hacía, y quería hacerlo.

—Oye, ¿cómo acaba aquel poema? —me preguntó.

—¿Cuál?

—El que me recitaste en el avión.

—Ah, ¿Prufrock? Acaba así: «Nos hemos demorado en las cámaras del mar / junto a ondinas enguirnaldadas de algas, en rojo y pardo, / hasta que nos despierten voces humanas y nos ahoguemos».

Augustus sacó un cigarrillo y golpeó el filtro contra la mesa.

—Las estúpidas voces humanas siempre lo estropean todo.

El camarero llegó con otras dos copas de champán y algo que llamó «espárragos blancos belgas con infusión de lavanda».

—Yo tampoco había probado el champán —me dijo Augustus cuando el camarero se hubo marchado—. Por si no lo sabías. Y tampoco los espárragos blancos.

Yo estaba masticando el primer bocado.

—Increíble —le aseguré.

Augustus los probó también.

—Madre mía… Si los espárragos fueran siempre así, yo también sería vegetariano.

Por el canal se acercaba un grupo de gente en un barco de madera lacada. Una mujer rubia y con el pelo rizado, de unos treinta años, dio un trago de cerveza, alzó su vaso hacia nosotros y gritó algo.

—No hablamos holandés —le gritó Gus.

Otro del grupo tradujo las palabras de la mujer: «Las parejas bonitas son bonitas».

La comida estaba tan buena que con cada bocado nuestra conversación quedaba interrumpida por comentarios al respecto: «Quiero que este risotto de zanahoria se convierta en una persona para llevármelo a Las Vegas y casarme con él», «Sorbete de guisantes, eres inesperadamente soberbio». Me habría gustado tener más hambre.

Después de los gnocchi de ajos tiernos con hojas rojas de mostaza, el camarero nos dijo:

—Ahora el postre. ¿Quieren más estrellas?

Negué con la cabeza. Dos copas eran suficientes para mí. El champán no era una excepción a mi gran tolerancia a los depresores y los analgésicos. Estaba entonada, pero no había bebido tanto. No quería emborracharme. Una no tropezaba con noches como aquélla a menudo, así que quería recordarla.

—Hummm —dije después de que se hubiera marchado el camarero.

Augustus sonreía recorriendo el canal con la mirada, y yo miraba a mi alrededor. Como había mucho que observar, el silencio no resultaba incómodo, pero yo quería que todo fuera perfecto. Era perfecto, supongo, pero era como si alguien hubiera escenificado la Amsterdam de mi imaginación, lo que hacía difícil olvidar que aquella cena, como el viaje en sí, era un premio de consolación por tener cáncer. Quería que charláramos y bromeáramos tranquilamente, como si estuviéramos en el sofá de mi casa, pero había cierta tensión subyacente.

—No es mi traje para los funerales —dijo al rato—. Cuando me enteré de que estaba enfermo… bueno, me dijeron que tenía un ochenta y cinco por ciento de posibilidades de curarme. Sé que es un porcentaje muy alto, pero aun así pensé que era jugar a la ruleta rusa. Tendría que pasar por el infierno seis meses o un año, perder una pierna y al final podría no funcionar, ¿sabes?

—Ya sé —le contesté.

Aunque en realidad no sabía. Yo siempre había estado en fase terminal. Mi tratamiento se limitaba a intentar alargarme la vida, no a curarme el cáncer. El Phalanxifor había introducido cierta ambigüedad en la historia de mi cáncer, pero mi caso era diferente del de Augustus. Mi último capítulo estaba diagnosticado. Gus, como la mayoría de los que han superado un cáncer, no sabía lo que iba a pasar.

—Bueno —me dijo—. Me metí en ese rollo de querer estar preparado. Compramos una parcela en Crown Hill, y un día me pasé por allí con mi padre y elegí un sitio. Planeé mi funeral y todo lo demás, y justo antes de la operación les pedí a mis padres que me dejaran comprarme un traje, un traje bonito, por si acaso la palmaba. En fin, nunca había tenido ocasión de ponérmelo. Hasta esta noche.

—Entonces es tu traje para cuando te mueras.

—Exacto. ¿Tú no tienes un vestido para cuando te mueras?

—Sí —le contesté—. Un vestido que me compré para la fiesta de mi decimoquinto cumpleaños. Pero no me lo pongo para salir con un chico.

Le brillaron los ojos.

—¿Estás saliendo conmigo? —me preguntó.

Miré al suelo, avergonzada.

—Sin presionar.

Estábamos los dos llenísimos, pero el postre —un suculento crémeux rodeado de frutas de la pasión— era demasiado bueno para ni siquiera picotearlo, así que dejamos pasar un rato a la espera de volver a tener hambre. El sol era como un niño pequeño que se niega a irse a la cama. Eran las ocho y media pasadas y todavía había luz.

De pronto, sin venir a cuento, Augustus me preguntó:

—¿Crees que hay vida después de la muerte?

—Pienso que la vida eterna es una idea incorrecta —le respondí.

Sonrió.

—Tú sí que eres una idea incorrecta.

—Lo sé. Por eso me sacan de aquí.

—No tiene gracia —me dijo mirando la calle.

Pasaron dos chicas en bicicleta, una sentada de lado sobre la rueda de atrás.

—Venga —le dije—, era una broma.

—No me hace gracia pensar que te sacan de aquí —me dijo—. Pero, en serio, ¿hay vida después?

—No —le contesté. Pero enseguida me corregí—: Bueno, quizá no me atrevería a decir un no rotundo. ¿Y tú?

—Sí —me dijo muy seguro—. Sin la menor duda. No un cielo en el que cabalgas sobre unicornios, tocas el arpa y vives en una mansión de nubes. Pero sí. Creo en Algo, con A mayúscula. Siempre lo he creído.

—¿En serio? —le pregunté.

Me sorprendía. La verdad es que siempre había pensado que creer en el cielo era una especie de despreocupación intelectual. Pero Gus no era un idiota.

—Sí —dijo en voz baja—. Creo en esa frase de Un dolor imperial que dice: «El amanecer brilla en sus ojos, que se pierden». Creo que el sol del amanecer es Dios, la luz brilla y sus ojos se pierden, pero no están perdidos. No creo que volvamos a sufrir o a disfrutar de la vida, ni nada de eso, pero sí que vamos a parar a algún sitio.

—Pero te da miedo el olvido.

—Claro, me da miedo el olvido en la tierra. Mira, no quiero que suene como mis padres, pero creo que las personas tenemos alma, y creo que las almas no se pierden. El miedo al olvido es otra cosa. Es miedo a no poder dar nada a cambio de mi vida. Si no vives tu vida al servicio de un bien superior, al menos muere al servicio de un bien superior, ¿sabes? Y temo que ni mi vida ni mi muerte tengan sentido.

Me limité a mover la cabeza.

—¿Qué? —me preguntó.

—Tu obsesión por morir por algo o dejar detrás de ti alguna huella de tu heroísmo… es extraña.

—Todo el mundo quiere vivir una vida extraordinaria.

—No todo el mundo —le dije, incapaz de disimular mi fastidio.

—¿Estás loca?

—Sencillamente… —dije.

Pero no pude terminar la frase.

—Sencillamente… —repetí.

Una vela parpadeaba entre nosotros.

—Es una auténtica maldad por tu parte decir que las únicas vidas que importan son las que viven o mueren por algo. Es lo peor que podrías decirme.

Por alguna razón me sentía como una niña pequeña, y cogí un trozo de tarta para que pareciera que no me importaba tanto.

—Perdona —me dijo—. No pretendía decir eso. Estaba pensando en mí.

—Claro, en ti —le contesté.

Estaba demasiado llena para acabar. En realidad me preocupaba vomitar, porque solía vomitar después de comer. (No por bulimia, sino por el cáncer). Empujé mi plato hacia Augustus, que negó con la cabeza.

—Perdona —volvió a decirme.

Me cogió de la mano por encima de la mesa. Le dejé que la cogiera.

—Podría ser peor, ya sabes.

—¿Peor? —le pregunté para chincharlo.

—Tengo un cartel en mi cuarto de baño que dice: «Báñate cada día en el consuelo de la palabra de Dios». Podría ser mucho peor, Hazel.

—Parece antihigiénico —le dije.

—Podría ser peor.

—Podrías ser peor, tienes razón.

Sonreí. Le gustaba de verdad. Quizá era una narcisista, pero cuando en aquel momento, en el Oranjee, me di cuenta, todavía me gustó más.

Nuestro camarero apareció para llevarse el postre.

—El señor Peter van Houten ha pagado su cena —nos dijo.

Augustus sonrió.

—Este Peter van Houten no es del todo mal tío.

Paseamos por el canal mientras anochecía. A una manzana del Oranjee nos detuvimos en un banco de un parque rodeado de viejas bicicletas oxidadas atadas a armazones de hierro. Nos sentamos muy juntos frente al canal, y Augustus me rodeó con su brazo.

Del barrio rojo surgía un resplandor. A pesar de su nombre, la luz que desprendía era de un inquietante tono verde. Imaginé a miles de turistas emborrachándose, drogándose y dando tumbos por las calles estrechas.

—No me creo que vaya a contárnoslo mañana —le dije—. Peter van Houten va a contarnos el famoso final no escrito del mejor libro del mundo.

—Y además nos ha pagado la cena —me dijo Augustus.

—Supongo que esperará a que le contemos lo que pensamos, y después se sentará con nosotros en el sofá de su comedor y nos dirá en voz baja si la madre de Anna se casó con el Tulipán Holandés.

—No olvides a Sísifo, el hámster —añadió Augustus.

—Claro, y también qué deparaba el destino para Sísifo, el hámster.

Me incliné hacia delante para ver el canal, que estaba lleno de aquellos pálidos pétalos de olmo. Era ridículo.

—Una segunda parte solo para nosotros —agregué.

—¿Y qué supones que nos dirá? —me preguntó.

—De verdad que no lo sé. Le he dado mil vueltas. Cada vez que lo releía pensaba una cosa diferente, ¿sabes?

Augustus asintió.

—¿Tú tienes alguna teoría? —le pregunté.

—Sí. No creo que el Tulipán Holandés sea un farsante, pero tampoco es rico, como pretende hacer creer. Y creo que, después de que Anna muera, su madre se va a Holanda a vivir con él pensando que vivirán allí para siempre, pero no funciona, porque quiere estar cerca de donde estaba su hija.

No era consciente de que Augustus hubiera pensado tanto en el libro, de que Un dolor imperial le importase al margen del hecho de que me importara a mí.

El agua lamía en silencio las paredes de los canales de piedra. Un grupo de amigos pasó pedaleando y gritándose en su lengua gutural. Había pequeños barcos, no mucho más grandes que yo, medio hundidos en el canal. Me llegaba un olor a agua largo tiempo estancada. El brazo de Augustus me presionaba contra él, y su pierna real estaba pegada a la mía desde la cadera hasta la punta del pie. Me incliné un poco hacia su cuerpo e hizo una mueca de dolor.

—Perdona. ¿Estás bien?

Dejó escapar un sí con evidente dolor.

—Perdona —repetí—. Tengo los hombros huesudos.

—Tranquila —me dijo—. La verdad es que me gustan.

Nos quedamos allí sentados mucho rato. Al final retiró el brazo de mis hombros y se apoyó en el respaldo del banco. Pasamos casi todo el tiempo observando el canal. Yo pensaba en que habían conseguido crear aquel lugar aunque debería haber estado debajo del agua, y en que yo era para la doctora Maria una especie de Amsterdam, una anomalía medio sumergida, y eso me llevó a pensar en la muerte.

—¿Puedo preguntarte por Caroline Mathers?

—Luego dices que no hay vida después de la muerte —me contestó sin mirarme—. Pero sí, claro. ¿Qué quieres saber?

Quería saber que estaría bien si yo me moría. No quería ser una granada, una fuerza maléfica en la vida de las personas a las que quería.

—Nada, solo qué pasó.

Soltó un suspiro tan largo que para mis pulmones de mierda fue como si fanfarroneara. Se colocó un cigarrillo en la boca.

—Todo el mundo sabe que en ningún lugar se juega menos que en el patio de un hospital.

Asentí.

—Bueno, estuve en el Memorial un par de semanas cuando me cortaron la pierna. Estaba en la quinta planta, y desde allí veía el patio, que por supuesto estaba siempre totalmente desierto. No dejaba de pensar en las connotaciones metafóricas del patio vacío del hospital. Y entonces aquella chica empezó a aparecer sola por el patio, cada día, se columpiaba totalmente sola, como si fuera una película o algo así. Pedí detalles sobre la chica a mi enfermera más simpática, que la trajo a hacerme una visita. Era Caroline. Y recurrí a mi gran carisma para ganármela.

Hizo una pausa, así que decidí decir algo:

—No tienes tanto carisma.

Se burló, porque no se lo creía.

—Simplemente estás bueno —le expliqué.

Se rió.

—Lo que pasa con los muertos… —dijo, pero se detuvo—. Lo que pasa es que si no los idealizas, pareces un hijo de puta, pero la verdad es… complicada, supongo. Ya conoces el tópico del enfermo de cáncer estoico y decidido que lucha heroicamente contra su enfermedad con fuerza inhumana y nunca se lamenta ni deja de sonreír, ni siquiera en el último momento, etcétera, etcétera.

—Por supuesto —le contesté—. Son almas bondadosas y generosas que nos sirven de inspiración cada vez que respiran. ¡Son tan fuertes! ¡Los admiramos tanto!

—Exacto. Pero, mira, aparte de nosotros, obviamente, los chavales con cáncer no tienen más posibilidades de ser maravillosos, compasivos, perseverantes o lo que sea. Caroline estaba siempre deprimida y de mal humor, pero me gustaba. Me gustaba pensar que yo era la única persona del mundo a la que había elegido para no odiarla, así que el tiempo que estuvimos juntos lo pasamos fastidiando a todo el mundo. Fastidiando a las enfermeras, a los demás chicos, a nuestras familias y a quien fuera. Pero no sé si era cosa suya o del tumor. Bueno, una enfermera me dijo una vez que al tipo de tumor que tenía Caroline lo llamaban en el ambiente médico el «tumor gilipollas», porque te convierte en un monstruo. Y a la chica a la que le falta una quinta parte del cerebro se le reproduce el tumor gilipollas, así que, ya sabes, no era el mejor modelo de estoico heroísmo de chaval con cáncer. Era… Bueno, para ser sincero, era una bruja. Pero no puedes decirlo, porque tenía ese tumor, y además está… en fin, está muerta. Y tenía muchas razones para ser desagradable, ¿sabes?

Lo sabía.

—¿Recuerdas la parte de Un dolor imperial en la que Anna cruza el campo de fútbol para ir a hacer gimnasia, se cae de morros en la hierba, y es en ese momento cuando sabe que se le ha reproducido el cáncer en el sistema nervioso, y no puede levantarse, y tiene la cara a dos centímetros de la hierba del campo de fútbol, y se queda clavada ahí, mirando de cerca la hierba, observando cómo le da la luz…? No recuerdo la frase, pero es algo así como que Anna tiene la revelación whitmaniana de que lo que define al hombre es su capacidad de maravillarse ante la majestuosidad de la creación. ¿Recuerdas esa parte?

—La recuerdo —le dije.

—Después, mientras la quimio me destrozaba, por alguna razón decidí tener esperanza. No exactamente de que iba a sobrevivir, sino que me sentí como Anna en el libro, ese sentimiento de entusiasmo y gratitud por el mero hecho de poder maravillarme ante las cosas.

»Pero entretanto Caroline estaba cada día peor. Después de un tiempo volvió a su casa, y en algunos momentos pensaba que podríamos mantener una relación normal, pero la verdad es que no podíamos, porque no era capaz de filtrar lo que pensaba antes de decirlo, y lo que pensaba era triste, desagradable y a menudo doloroso. Pero, bueno, no puedes dejar a una chica con un tumor cerebral. Y sus padres me tenían cariño, y su hermano pequeño es un chaval muy majo… En fin, ¿cómo vas a dejarla? Está muriéndose.

»Se hizo eterno. Casi un año. Un año saliendo con una chica que empezaba a reírse por las buenas y que señalaba mi pierna ortopédica y me llamaba Pata de Palo.

—No.

—Sí. Bueno, era el tumor. Se le comía el cerebro, ¿sabes? O no era el tumor. No puedo saberlo, porque ella y el tumor eran inseparables. Pero, a medida que fue poniéndose más enferma, repetía las mismas historias y se reía de sus propios comentarios aunque aquel día hubiera dicho lo mismo cien veces. Hacía la misma broma una y otra vez durante semanas. «Gus tiene unas piernas fantásticas. Bueno, una pierna». Y luego se reía como una loca.

—Oh, Gus —le dije—. Es…

No sabía qué añadir. Augustus no me miraba, así que mirarlo me parecía invasivo. Se movió hacia delante. Se retiró el cigarrillo de la boca, lo observó girándolo con el índice y el pulgar, y volvió a colocárselo en la boca.

—Bueno —dijo—, la verdad es que tengo una pierna fantástica.

—Lo siento —le dije—. Lo siento de veras.

—No pasa nada, Hazel Grace. Pero que te quede claro que cuando creí ver el fantasma de Caroline Mathers en el grupo de apoyo, no me alegré tanto. Te miraba, pero no sentía añoranza, no sé si me entiendes.

Se sacó el paquete del bolsillo y metió el cigarrillo.

—Lo siento —repetí.

—Yo también —respondió él.

—No quiero hacerte algo así nunca —le dije.

—Bueno, no me importaría, Hazel Grace. Sería un privilegio que me rompieras el corazón.