A las diez de la noche aún no habían obtenido ningún resultado positivo. Nadie dormía en la casa, excepto Colette, que había terminado por adormilarse. A la cabecera de su cama, su padre continuaba velando en la oscuridad.
A las siete y media, Torrence llegó acompañado del empleado de la consigna, músico en sus ratos libres, y el hombre, sin dudar más que los otros, declaró:
—Es ella, sí. Aún la veo deslizar el recibo no en su bolsillo de mano, sino en su bolsa de compra, de gruesa tela marrón.
Fueron a buscar la bolsa a la cocina.
—Es ésta, sí. Por lo menos, es del mismo modelo y tiene el mismo color.
Hacía mucho calor en el piso. Como si se hubieran puesto de acuerdo, hablaban en voz baja, por la pequeña, que dormía en la habitación de al lado. Nadie comió ni pensó en hacerlo. Antes de subir, Maigret y Lucas se bebieron dos dobles de cerveza en un cafetín del bulevar Voltaire.
En cuanto a Torrence, después de la visita del músico, Maigret lo condujo al corredor para darle instrucciones en voz baja.
No existía en la casa un rincón que no hubiese sido registrado. Hasta los cuadros de los padres de Martin fueron descolgados para asegurarse que el recibo de la consigna no había sido deslizado bajo el cartón. La vajilla, sacada del armario, se amontonaba sobre la mesa de la cocina, y hasta la fresquera había sido vaciada.
Madame Martin continuaba con su bata azul pálido, como los dos hombres la encontraron. Fumaba cigarrillo tras cigarrillo y, con el humo de las pipas, se había formado una espesa nube que se alargaba alrededor de las lámparas.
—Es usted libre de no decir nada, de no responder a ninguna pregunta. Su marido llegará a las once y diecisiete. Tal vez sea usted más locuaz en su presencia.
—Él no sabe nada más que yo.
—¿Sabe tanto como usted, pues?
—No hay nada que saber. Ya lo he dicho todo.
Ahora bien, ella se contentó con negarlo todo. En un solo punto cedió: cuando se le habló de la calle Pernelle, admitió que su antiguo jefe la visitó, por azar, dos o tres veces durante la noche. De la misma forma sostuvo que entre ellos no hubo intimidad de ninguna clase.
—Dicho con otras palabras: eran visitas de negocios a la una de la madrugada.
—Siempre que se apeaba del tren traía consigo grandes sumas de dinero. Ya le he dicho que se dedicaba a traficar en oro. Yo no intervine en nada. No puede usted perseguirme por eso.
—¿Tenía en su poder mucho dinero cuando desapareció?
—Lo ignoro. No siempre me ponía al corriente de sus negocios.
—Sin embargo, iba a hablarle de ellos a su habitación a altas horas de la noche.
Aún negaba, a pesar de todas las pruebas, sus andanzas de por la mañana, y sostenía que jamás había visto a los individuos que le habían enviado: los dos chóferes, el vendedor de maletas y el empleado de la consigna.
—Si efectivamente he ido a depositar una maleta en la estación del Norte, debe usted encontrar el recibo.
Maigret estaba casi seguro de que no lo encontraría en la casa, ni aun en el dormitorio de Colette, que Maigret había registrado antes de que la niña se durmiera. También había pensado en la escayola que aprisionaba la pierna de la nena, pero no tenía síntomas de haber sido rehecha recientemente.
—Mañana presentaré una denuncia —anunció madame Martin, hoscamente—. Se trata de una trampa montada por la maldad de una vecina. Tenía razón al desconfiar de ella, esta mañana, cuando quiso a la fuerza llevarme a su casa.
Con frecuencia dirigía ansiosa la vista al reloj despertador colocado sobre la repisa de la chimenea y pensaba, evidentemente, en el regreso de su marido; pero, a pesar de su impaciencia, ninguna pregunta la cogía en falta.
—Confiese que el hombre que vino anoche no ha encontrado nada bajo las tablas del suelo, porque usted ya lo había quitado de allí y cambiado de escondrijo.
—No sé que nunca haya habido algo bajo el suelo.
—Cuando usted se enteró que iba a venir, que estaba decidido a entrar en posesión de lo que usted esconde, pensó en la consigna, donde su tesoro estaría seguro.
—Yo no he ido a la estación del Norte. Existen en París miles de rubias que responden a mis señas.
—¿Qué ha hecho del recibo? No está aquí. Estoy convencido de que no está escondido en el piso, pero creo que sé dónde lo vamos a encontrar.
—Es usted muy listo.
—Siéntese a la mesa.
Le tendió una hoja de papel y una estilográfica.
—Escriba.
—¿Qué quiere usted que escriba?
—Su nombre y su dirección.
Lo hizo, no sin haber dudado.
—Esta noche, todas las cartas echadas en el buzón del barrio serán examinadas, y me apuesto lo que quiera a que encontraremos una en la que se reconocerá su letra. Es probable que usted la haya dirigido a sus propias señas.
Encargó a Lucas que telefoneara al inspector a fin de que se hicieran pesquisas en este sentido. En realidad, no creía que se obtuviera un resultado positivo, pero el golpe había dado en el blanco.
—¡Es clásico, amiga mía!
Era la primera vez que la llamaba así, como lo hubiera hecho el Quai des Orfèvres, y ella le lanzó una mirada de odio.
—¡Confiese que me detesta!
—Confieso que no tengo por usted una viva simpatía.
Estaban solos ahora en el comedor, a cuyo alrededor daba vueltas Maigret con pasos lentos mientras ella permanecía sentada a la mesa.
—Y si esto la interesa, añadiré que lo que más me choca es su sangre fría, más que lo que pueda haber hecho. Por mis manos han pasado muchos hombres y mujeres. Hace tres horas que estamos frente a frente y puede decirse que, desde esta mañana, usted se halla suspendida de un hilo. Sin embargo, no ha hablado aún. Su marido está a punto de llegar y usted va a tratar de presentarse como víctima. Ahora bien, usted sabe que, fatalmente, pronto o tarde, sabremos la verdad.
—¿Qué sacará usted con esto? Yo no he hecho nada.
—Entonces, ¿por qué oculta algo? ¿Por qué miente?
Ella no respondió, pero reflexionaba. No eran sus nervios los que cedían como en la mayoría de los casos. Era su mente que trabajaba buscando una salida, calculando el pro y el contra.
—No diré nada —declaró al fin, yendo a sentarse en un sillón y tapándose las piernas con la bata.
—Como guste.
Se sentó cómodamente en un sillón frente a ella.
—¿Piensa usted quedarse mucho tiempo en mi casa?
—Por lo menos hasta el regreso de su marido.
—¿Le hablará usted de las visitas de monsieur Lorilleux al hotel?
—Si es indispensable…
—¡Es usted un canalla! Jean no sabe nada, no ha intervenido jamás en esta historia.
—Desgraciadamente es su marido.
Cuando Lucas subió, los encontró frente a frente, silenciosos ambos, lanzándose miradas furtivas.
—Janvier se ocupa de la carta, jefe. Me he encontrado a Torrence abajo y me ha dicho que el individuo se hallaba en la taberna de al lado, dos casas más allá de la casa de usted.
Ella se levantó de un golpe.
—¿Qué hombre?
Y Maigret, sin moverse, dijo:
—El que vino anoche. Me figuro que usted esperaría que, no habiendo encontrado lo que buscaba, vendría a verla. ¿Acaso se encuentra esta vez en mejor disposición de ánimo? Ella miró la hora con temor. Sólo faltaban veinte minutos para que el tren de Bergerac llegase a la estación. Si su marido tomaba un taxi, lo cual era lo indicado, dentro de cuarenta minutos estaría allí.
—¿Sabe usted quién es?
—No lo dudo. Y será suficiente que baje para convencerme. Es evidentemente Lorilleux, que está ansioso de entrar en posesión de lo que le pertenece.
—No le pertenece.
—Digamos de lo que él considera, con razón o sin razón, de su propiedad. Debe de hallarse en las últimas, este hombre. Ha venido dos veces a verla, sin obtener lo que deseaba. Ha vuelto disfrazado de Papá Noel y va a venir de nuevo. Se sorprenderá mucho de verla en nuestra compañía y estoy convencido que se mostrará más locuaz que usted. Los hombres, contrariamente a lo que se piensa, hablan con más facilidad que las mujeres. ¿Cree usted que estará armado?
—No sé nada.
—Yo creo que lo está. Ha esperado bastante. No sé lo que usted le habrá contado, pero ha terminado por encontrarla mala. Además, este individuo no tiene la cabeza sana. Nadie hay más feroz que esos hombres cuando no se les hace caso.
—¡Cállese!
—¿Quiere usted que nos retiremos para que pueda recibirle?
En las notas de Maigret se leía: «Diez treinta y ocho: Ella habla».
Pero no hubo atestado de este primer relato. Fueron frases sueltas, lanzadas con rencor, y con frecuencia Maigret, que tomaba la palabra en su lugar, afirmaba, tal vez al azar: pero ella no desmentía o se contentaba con corregir.
—¿Qué quiere saber?
—¿Es dinero lo que hay en la maleta depositada en consigna?
—Billetes de banco. Algo menos de un millón.
—¿A quién pertenece esa suma? ¿A Lorilleux?
—No tanto a Lorilleux como a mí.
—¿A uno de sus clientes?
—A un tal Julien Boissy, que iba con frecuencia a la tienda.
—¿Qué fue de él?
—Murió.
—¿Cómo?
—Fue asesinado.
—¿Por quién?
—Por Lorilleux.
—¿Por qué?
—Porque yo le había hecho creer que si disponía de una fuerte suma huiría con él.
—¿Estaba ya casada?
—Sí.
—¿No ama usted a su marido?
—Detesto la mediocridad. He sido pobre toda mi vida. Toda mi vida sólo he estado oyendo hablar de dinero, de la necesidad de hacer economías, de sufrir ciertas privaciones. Toda mi vida he visto hacer cálculos a mi alrededor y los he tenido que hacer yo a mi vez.
Se inclinaba hacia Maigret como si éste fuese responsable de sus miserias.
—¿Hubiera usted seguido a Lorilleux?
—No lo sé. Quizá por un cierto tiempo.
—¿El tiempo de apoderarse de su dinero?
—¡Le odio!
—¿Cómo fue cometido el asesinato?
—Monsieur Boissy era un cliente de la tienda.
—¿Aficionado a los libros eróticos?
—Era un vicioso, como los otros, como monsieur Lorilleux, como usted seguramente. Era viudo y vivía solo en una habitación del hotel, pero era muy rico, muy avaro también. Todos los ricos son avaros.
—Sin embargo, usted no es rica.
—Lo hubiese sido.
—Si Lorilleux no hubiera reaparecido. ¿Cómo mató a Boissy?
—Boissy temía la devaluación y quería oro, como todo el mundo en aquella época. Monsieur Lorilleux se dedicaba al tráfico, iba regularmente a Suiza para buscarlo. Se hacía pagar de antemano. Una tarde, monsieur Boissy llevó el dinero a la tienda. Yo no estaba. Había ido a un recado.
—¿A propósito?
—No.
—¿Sabía usted lo que iba a pasar?
—No. No intente que confiese eso. Perdería el tiempo. Solamente cuando regresé vi a monsieur Lorilleux que estaba metiendo el cadáver en una gran caja que había comprado expresamente para eso.
—¿Le hizo usted chantaje?
—No.
—¿Cómo explica usted que desapareciera después de entregarle a usted el dinero?
—Porque le metí miedo.
—¿Amenazándole con denunciarle?
—No. Le dije simplemente que los vecinos me habían mirado de una forma extraña y que sería muy prudente si ponía el dinero en sitio seguro durante algún tiempo. Le hablé de una tabla del suelo de mi piso, que era fácil levantar y volver a poner en su sitio. Creyó que eso sería por unos pocos días. A las cuarenta y ocho horas me propuso que cruzara la frontera belga con él.
—¿Se negó usted?
—Le hice creer que un hombre, que me hacía el efecto de un inspector de Policía, me había detenido en la calle y hecho algunas preguntas. Cogió miedo. Le entregué una pequeña parte del dinero, prometiendo ir a reunirme con él a Bruselas cuando el peligro hubiera pasado.
—¿Qué hizo del cadáver de Boissy?
—Lo transportó a una casita que poseía en el campo, a la orilla del Sena, y allí supongo que lo enterró o lo arrojó al río. Se sirvió de un taxi. Nadie habló de Boissy. Nadie se preocupó por su desaparición.
—¿Y entonces usted se las arregló para mandar a Lorilleux solo a Bruselas?
—Eso fue muy fácil.
—¿Y durante cinco años ha podido tenerlo alejado?
—Yo le escribía a lista de correos, diciéndole que le buscaban, que si no se hablaba nada en los periódicos era porque querían tenderle una trampa. Le decía que continuamente era interrogada por la Policía. Hasta le mandé a América del Sur.
—¿Regresó hace dos meses?
—Aproximadamente. Estaba en las últimas.
—¿No le enviaba usted dinero?
—Muy poco.
—¿Por qué?
No respondió, pero miró el reloj.
—¿Me va usted a detener? ¿De qué me acusará? Yo no he hecho nada. Yo no he matado a Boissy. Yo no estaba allí cuando lo asesinaron. Yo no ayudé a ocultar el cadáver.
—No se preocupe por su suerte. Usted ha guardado el dinero porque, toda su vida, ha ansiado poseerlo no para gastarlo, sino para sentirse rica, al abrigo de la necesidad.
—Exactamente.
—Cuando Lorilleux vino a pedirle ayuda o a hacerla prometer que huiría con él, usted se aprovechó del accidente de Colette para fingir que no podía acceder a sus deseos, ¿no es cierto? Usted intentó de nuevo que pasara la frontera.
—Se quedó en París, escondido.
Sus labios se plegaron en una extraña sonrisa, involuntaria, y no pudo evitar el murmurar:
—¡El imbécil! ¡Hubiera podido decir su nombre a todo el mundo sin preocuparse!
—Y pensó en disfrazarse de Papá Noel.
—Sólo que el dinero no estaba ya bajo la tabla. Estaba aquí, ante sus ojos, en mi costurero. Con que hubiera levantado la tapa…
—Dentro de diez o doce minutos su marido se hallará aquí; Lorilleux está enfrente y lo sabe seguramente, porque se ha informado. No ignora que Martin estaba en Bergerac y ha debido de consultar el horario de trenes. Sin duda se halla ocupado en infundirse valor. Me extrañaría mucho que no estuviera armado. ¿Desea usted esperar a los dos?
—Lléveme. Espere un momento, el necesario para ponerme un traje…
—¿El recibo de la consigna?
—En la lista de correos del bulevar Beaumarchais.
Penetró en su dormitorio, cuya puerta no cerró, y, sin el menor pudor, se quitó la bata, se sentó en la cama para ponerse las medias y buscó un traje de lana en el armario.
En el último momento cogió un maletín de viaje y lo llenó con ropa interior y los útiles de aseo.
—Vamos de prisa.
—¿Su marido…?
—Que se vaya a la m… ese imbécil.
—¿Colette?
No respondió, encogiéndose de hombros. La puerta de mademoiselle Doncoeur se movió cuando pasaron. Abajo, en el momento de cruzar la acera, tuvo miedo y se resguardó entre los dos hombres, escrutando la niebla que la rodeaba.
—No tenga miedo. Lorilleux no está.
—¡Me ha mentido!
Maigret volvió a entrar en la casa.
* * *
La conversación con Jean Martin duró dos horas largas y la mayor parte de ella se desarrolló delante de su hermano.
Cuando Maigret abandonó la casa hacia la una y media de la madrugada, dejó a los dos hombres frente a frente. Había luz bajo la puerta de mademoiselle Doncoeur, pero ella no se atrevió a abrir, sin duda por pudor, contentándose con escuchar los pasos del comisario.
Atravesó el bulevar, entró en su casa y encontró a su mujer dormida en un sillón, ante la mesa del comedor donde su cubierto estaba puesto. Madame Maigret se sobresaltó.
—¿Vienes solo?
Y como él la mirase con divertido asombro:
—¿No has traído a la pequeña?
—Esta noche, no. Duerme. Mañana por la mañana podrías ir a buscarla, teniendo cuidado de ser muy, muy amable con mademoiselle Doncoeur.
—¿De verdad?
—Haré que te envíen dos enfermeros con una camilla.
—Pero, entonces… Vamos a…
—¡Calla…! No para siempre, ¿comprendes? Tal vez Jean Martin se consuele… Puede también que su hermano se haga una persona normal y un día vuelva a casarse…
—Total, la niña no será para nosotros.
—Para nosotros, no. Sólo prestada. Pero he creído que esto era mejor que nada y que te alegraría.
—Claro que estoy alegre… Pero…, pero…
Se le saltaron las lágrimas, buscó un pañuelo y, como no lo encontró, hundió el rostro en su delantal.
Carmel by the Sea (California),
30 de mayo de 1950