Capítulo IV

Más adelante, en el cajón donde madame Maigret metía todos los papeles que encontraba, el comisario encontraría un viejo sobre en cuyo dorso había resumido maquinalmente, en el transcurso de esa jornada, los acontecimientos. No fue hasta entonces cuando le chocó algo de esta investigación llevada a cabo en su totalidad en su piso y que citaría en lo sucesivo como ejemplo.

Contrariamente a lo que pasa con frecuencia, no hubo, propiamente hablando, ningún azar, ningún golpe de teatro. Esta especie de suerte no intervino; pero la casualidad no intervino menos, y hasta de forma constante, en el sentido de que cada informe llegó a su hora, por los medios más sencillos y los más naturales.

Sucedió que docenas de inspectores trabajaron día y noche para recoger una información de segundo orden. Por ejemplo, monsieur Arthur Godefroy, el representante de los relojes Zenith en Francia, hubiera podido muy bien ir a pasar las fiestas de Navidad a su ciudad natal, Zurich. Hubiera podido, simplemente, no estar en su casa. O aún hubiera sido más probable que no tuviera noticia de la llamada telefónica que hicieran a su despacho el día anterior relacionada con Jean Martin.

Cuando Lucas llegó un poco después de las cuatro, con la piel tirante y la nariz enrojecida, la misma cosa había actuado en su favor.

Una niebla espesa, amarillenta, acababa de caer de repente sobre París, lo cual es bastante raro, y en todas las casas estaban las luces encendidas. Las ventanas, a uno y otro lado del bulevar, tenían aspecto de fanales lejanos; los detalles de la vida real se hallaban borrados hasta tal punto que, como a la orilla del mar, se oía mugir la sirena.

Por una u otra razón —probablemente a causa de un recuerdo de infancia— esto le agradaba a Maigret, como le agradaba ver a Lucas entrar en su casa, quitarse el abrigo, sentarse y tender al fuego sus manos heladas.

Lucas era casi su réplica, con la cabeza más pequeña, menos ancho de hombros y un rostro que no le gustaba que fuera severo. Sin fanfarronería, tal vez sin darse cuenta, por mimetismo, por admiración, imitaba a su jefe en sus más leves gestos, en sus actitudes, en sus expresiones, y esto chocaba aquí más que en el despacho. Hasta en la forma de oler el licor de ciruela antes de llevarse la copa a los labios.

La patrona de la pensión de la calle Pernelle hacía dos años que había muerto en un accidente en el metro, lo cual hubiera podido complicar la investigación. El personal de esta clase de establecimientos cambia con frecuencia y había pocas esperanzas de encontrar en la casa alguien que hubiera conocido a Loraine cinco años antes.

La suerte estaba de su parte. Lucas había encontrado como patrón actual al antiguo guarda nocturno, y la casualidad quiso que, en otra época, hubiera tenido complicaciones con la Policía a causa de ciertas historias sobre moralidad.

—Esto hizo que no hubiera gran dificultad en hacerle hablar —dijo Lucas encendiendo una pipa demasiado grande para él—. Me sorprendió que hubiese tenido medios de comprar la fonda con tanta rapidez, pero terminó por explicarme que servía de hombre de paja a un individuo con vista, que colocaba su dinero en esta clase de negocios, pero que no quería que figurase su nombre.

—¿Qué clase de pensión?

—Correcta en apariencia. Bastante limpia. Un despacho en el entresuelo. Habitaciones alquiladas por meses, algunas por semanas. Y también, en el primero, habitaciones alquiladas por horas.

—¿Recuerda a la joven?

—Muy bien, porque vivió más de tres años en la casa. Terminé por darme cuenta de que no le caía simpática, porque la muchacha era terriblemente miserable.

—¿Recibía a Lorilleux?

—Antes de ir a la calle Pernelle me pasé por la comisaría del Palais-Royal a fin de coger una fotografía de él que figuraba en el expediente. Se la enseñé al patrón. En seguida lo reconoció.

—¿Iba Lorilleux a verla con frecuencia?

—Unas dos o tres veces al mes, siempre con maletas. Llegaba hacia la una de la madrugada y se marchaba a las seis. Ante todo, me he preguntado qué podía significar eso. He comprobado las entradas y salidas de los trenes. Eso coincidía con los viajes que hacía a Suiza. Para volver, cogía el tren que llega a medianoche y hacía creer a su mujer que había tomado el de las seis de la mañana.

—¿Nada más?

—Nada, sino que la Loraine era parca en propinas y que, a pesar de estar prohibido, guisaba por las tardes en su habitación con un infiernillo de alcohol.

—¿Ningún otro hombre?

—No. Aparte de Lorilleux, una vida regular. Cuando se casó pidió a la dueña que la sirviese de testigo.

Maigret tuvo que insistir a su mujer para que se quedara en la habitación, en donde permaneció sin hacer ningún ruido, como si tratara de evitar que fuera advertida su presencia.

Torrence estaba en la calle, en medio de la niebla, recorriendo las paradas de taxis. Los dos hombres esperaban sin nerviosismo, cada uno sentado en su sillón, en posturas idénticas, una copa de licor al alcance de su mano. Maigret empezaba a adormilarse.

Ahora bien, ocurrió con los taxis lo que había ocurrido con lo demás. A veces, se da en seguida con el taxi que se busca; otras, se está varios días sin conseguir nada, sobre todo cuando no se trata de un coche perteneciente a una empresa. Algunos chóferes no tienen horario fijo, merodean al azar, y no es extraño que no lean los avisos de la Policía.

Pues bien, antes de las cinco, Torrence telefoneaba desde Saint-Ouen.

—He encontrado uno de los taxis —anunció.

—¿Por qué uno? ¿Fueron varios?

—Me lo supongo. Esta mañana lo alquiló la joven en la esquina del bulevar Richard Lenoir y del bulevar Voltaire, y la condujo a la calle Mauberge, cerca de la estación del Norte. No lo reservó.

—¿Entró en la estación?

—No. Se detuvo ante una casa de artículos de viaje que permanece abierta los domingos y días de fiesta y el chófer no se preocupó más de ella.

—¿Dónde está ahora?

—Aquí. Acaba de llegar.

—¿Quieres mandármelo? Que venga en su coche o que tome otro; pero que venga lo más pronto posible. Respecto a ti, sólo te queda encontrar al chófer que la trajo.

—Comprendido, jefe. El tiempo de tomar un café con coñac, porque hace un frío espantoso.

Maigret miró al otro lado de la calle y vio una sombra en la ventana de mademoiselle Doncoeur.

—Búscame en la guía de teléfonos un comerciante de artículos de viaje frente a la estación del Norte.

Lucas sólo tardó unos instantes. Maigret telefoneó personalmente.

—¡Allô! Aquí, Policía Judicial. Esta mañana, un poco antes de las diez, tuvo usted una cliente que debió de comprar algo, probablemente una maleta; una joven rubia, con traje sastre gris, que llevaba una bolsa de provisiones en la mano. ¿La recuerda?

¿Acaso era todo tan fácil porque sucedía en un día de Navidad? La circulación era menos activa, el comercio apenas existía. Además, la gente tiene tendencia a recordar con más claridad los acontecimientos que se desarrollan en un día diferente a los otros.

—Fui yo mismo quien la atendí. Me explicó que tenía que partir precipitadamente para Cambrai, para ver a una hermana enferma, y que no tenía tiempo de pasar por su casa. Quería una maleta barata, de fibra, como las que están amontonadas a ambos lados de la puerta. Eligió el tamaño mediano, pagó y entró en el bar de al lado. Me encontraba en mi puerta, un poco más tarde, cuando la vi dirigirse a la estación con la maleta en la mano.

—¿Está usted solo en la tienda?

—Hay un dependiente conmigo.

—¿Puede usted ausentarse durante media hora? Coja un taxi y venga a verme a esta dirección.

—Supongo que usted pagará el taxi, ¿no? ¿Debo decirle que me espere?

—Que le espere, sí.

Según las notas del sobre, eran las seis menos cuarto cuando llegó el chófer del primer taxi, un poco sorprendido, puesto que se trataba de la Policía, de ser recibido en una casa particular. Pero reconoció a Maigret y miró con curiosidad a su alrededor, visiblemente interesado por el marco en que vivía el famoso comisario.

—Vaya a la casa que está justamente enfrente y suba al tercer piso. Si la portera le detiene, diga que va a ver a madame Martin.

—Madame Martin, comprendido.

—Llamará a la puerta que se halla al fondo del corredor. Si es una señora rubia la que le abre y que usted reconoce, invente cualquier pretexto. Le dice que se ha equivocado de piso, o lo que sea. Si es otra persona, solicite hablar personalmente con madame Martin.

—¿Y luego?

—Nada. Vuelve aquí para confirmarme que es la persona que usted ha llevado esta mañana a la calle Mauberge.

—Entendido, comisario.

Cuando la puerta se cerró, Maigret tenía, a pesar suyo, una sonrisa en los labios.

—Al primero, ella comenzará a inquietarse. Al segundo, si todo va bien, será presa del pánico. Al tercero, si Torrence logra ponerle la mano encima…

—¡Vaya! No había ni el más leve grano de arena en el engranaje. Torrence telefoneó.

—Creo que lo he encontrado, jefe. He descubierto un chófer que ha encochado en la estación del Norte a una mujer que responde a las señas dadas. Pero no la ha conducido al bulevar Richard Lenoir, sino a la esquina del bulevar Beaumarchais con la calle del Chemin-Vert.

—Mándamelo.

—Tiene en su cuerpo algunas copas de más.

—No importa. ¿Dónde estás?

—En Barbes.

—No te causará gran trastorno pasarte por la estación del Norte. Te presentarás en consigna. Desgraciadamente no estará el mismo empleado de esta mañana. Mira si han dejado en depósito una maleta nueva, de fibra, que no debe de pesar casi y que han debido de dejar entre nueve y diez y media de la mañana. Anota el número. Sin una orden judicial no consentirán que te la lleves. Pero pregunta el nombre y la dirección del empleado que estuvo esta mañana de servicio.

—¿Y qué hago?

—Me telefoneas. Espero a tu segundo chófer. Si ha bebido, escríbele mi dirección en un trozo de papel para que no se pierda en ruta.

Madame Maigret había ganado la cocina, donde se bailaba preparando la cena, sin haberse atrevido a preguntar si Lucas cenaría con ellos.

¿Continuaba Paul Martin enfrente con su hija? ¿Acaso había intentado madame Martin deshacerse de él?

Cuando llamaron a la puerta, no era un hombre, sino dos, los que se hallaban en el descansillo, los cuales no se conocían y se miraban con asombro.

El primer chófer, al regresar de la casa de enfrente, se había encontrado en la escalera de Maigret con el vendedor de maletas.

—¿La ha reconocido?

—No sólo la he reconocido, sino que ella me ha reconocido también. Se ha puesto pálida. Corrió a cerrar la puerta que da a un dormitorio y me preguntó qué quería.

—¿Qué le respondió usted?

—Que me había equivocado de piso. Comprendí que ella dudaba en ofrecerme dinero y preferí no darle tiempo. Desde abajo, la vi en la ventana. Sabe seguramente que he entrado aquí.

El vendedor de maletas no comprendía nada. Era un hombre de cierta edad, completamente calvo, de ademanes suaves. Una vez marchado el chófer, Maigret le explicó lo que tenía que hacer, y puso objeciones, repitiendo con obstinación:

—Es una cliente, ¿comprende? Es muy delicado traicionar a una cliente.

Terminó por decidirse; pero, por precaución, Maigret envió a Lucas detrás, por si se le ocurría cambiar de idea por el camino.

Menos de diez minutos después se hallaban de regreso.

—Tengo que advertirle que sólo he actuado bajo sus órdenes, molesto y obligado.

—¿La ha reconocido?

—¿Me llamarán a declarar bajo juramento?

—Es más que probable.

—Eso causará gran trastorno a mi tienda. Las personas que compran maletas en el último momento son, a veces, gentes que prefieren que no se hable de sus andanzas.

—Tal vez sólo sea necesaria su declaración ante el juez de instrucción.

—Era ella, sí. No va vestida de la misma forma, pero la he reconocido.

—¿Y ella también?

—En seguida me ha preguntado quién me mandaba.

—¿Qué le ha respondido?

—No sé ya. Estaba molesto. Que me había equivocado ce puerta…

—¿No le ha ofrecido nada?

—¿Qué quiere usted insinuar? Ni me ha invitado a sentarme. Hubiera sido aún más desagradable.

Mientras que el chófer no había pedido nada, éste, que seguramente se hallaba en buena situación, insistió en recibir una compensación por el tiempo que había perdido.

—Esperemos al tercero, mi buen Lucas.

Madame Maigret también empezaba a ponerse nerviosa. Desde el umbral dirigió a su marido señas, que ella creía discretas, para pedirle que la siguiera a la cocina, y cuchichearle:

—¿Estás seguro de que el padre continúa allí?

—¿Por qué?

—No sé. No comprendo exactamente lo que te propones. Pienso en la niña y tengo un poco de miedo…

Hacía mucho rato que había oscurecido. Las familias habían vuelto a sus hogares. Pocas ventanas permanecían a oscuras en la casa de enfrente y se distinguía continuamente en la suya la sombra de mademoiselle Doncoeur.

Maigret, que aún se hallaba sin cuello ni corbata, acabó de vestirse, mientras que esperaba al segundo chófer. Gritó a Lucas:

—Sírvete. ¿No tienes hambre?

—Me he atiborrado de sándwiches, jefe. Sólo tengo un deseo: tomarme, cuando salgamos, una caña de cerveza, bien tirada.

El segundo chófer llegó a las seis y veinte. A las seis y treinta y cinco estaba de vuelta de la otra casa con los ojillos muy alegres.

—Está mucho mejor en bata que con traje sastre —dijo con voz pastosa—. Me ha obligado a entrar y me ha preguntado quién me mandaba. Como no sabía qué contestarle, le he dicho que era el director del Folies Bergère. Se ha puesto furiosa. Es una buena hembra, joroba. No sé si usted se habrá fijado en las piernas…

Fue difícil desembarazarse de él y sólo lo consiguieron después de servirle una copa de licor de ciruela, porque miraba la botella con evidente deleite.

—¿Qué piensa hacer, jefe?

Lucas raramente había visto a Maigret tomar tantas precauciones, preparar su golpe con tanto cuidado, como si se tratara una plaza fuerte. Ahora bien, no se trataba más que de una mujer, una burguesita de apariencia insignificante.

—¿Cree usted que aún se defenderá?

—Ferozmente. Y, lo que es peor, fríamente.

—¿Qué espera usted?

—La llamada de Torrence.

Se recibió a su hora. Era como una partitura perfectamente ejecutada.

—La maleta está aquí. Debe de estar casi vacía. Como usted había previsto, no quieren entregármela sin una orden. Respecto al empleado que estaba de guardia esta mañana, habita en las afueras, por la parte de La Verenne-Saint-Hilaire.

Pudiera haberse creído que, esta vez, iba a surgir una dilación, un retraso en todo caso. Ahora bien, Torrence continuó:

—Sólo que no hay que molestarse en ir hasta allí. Después de su jornada, nuestro hombre toca el clarinete en un baile musette de la calle de Lappe.

—Ve a buscármelo.

—¿Se lo llevo?

Tal vez, después de todo, tuviera también Maigret necesidad de una caña de cerveza bien fresca.

—Sí, a la casa de enfrente, piso tercero. La inquilina se llama madame Martin. Estaré allí.

Esta vez descolgó el abrigo, llenó la pipa y dijo a Lucas:

—¿Vienes?

Madame Maigret corrió tras él para preguntarle a qué hora volvería a cenar. Él dudó y terminó por sonreír.

—¡Como de costumbre! —respondió, lo cual no era nada seguro.

—Cuida bien de la niña.