—¿Qué hora es, Lucas?
—Las tres y veinte…
—¿Sabes lo que va a pasar?
—¿Quiere ir a ver lo que pasa enfrente?
—Todavía no. Pero muy probablemente voy a hacer el ridículo. ¿Desde dónde puedo telefonear?
—De la estancia vecina. Es un sastre que trabaja para una gran casa y ésta le obliga a tener teléfono…
—En ese caso, ve adonde tu sastre. Intenta que no oiga la conversación. Telefonea al jefe de mi parte. Dile que me envíe, con toda urgencia, una veintena de hombres armados. Que se distribuyan alrededor del hotel Beauséjour y que esperen mi señal…
La expresión de Lucas decía bien a las claras la gravedad de aquella orden, además bastante rara en las costumbres de Maigret, que se reía muy a gusto de las movilizaciones policíacas.
—¿Cree que habrá algo feo?
—A menos que no se haya producido ya…
No apartaba los ojos de aquella ventana de sucios cristales, de cortina de terciopelo carmesí que databa del tiempo de Luis Felipe.
Cuando Lucas volvió tras haber telefoneado, encontró al comisario en el mismo sitio, con la frente siempre tan fruncida.
—El patrón le recomienda que sea prudente. Ya murió un inspector la semana pasada y, si se produjese otro accidente…
—Ciérrala, ¿quieres?
—¿Cree que Stan el Asesino…?
—¡No creo nada, viejo! Ya he reflexionado lo bastante desde esta mañana sobre el caso para tener dolor de cabeza. Ahora, me contento con tener impresiones, y, si quieres saberlo todo, desgraciadamente tengo la impresión de que pasan o van a pasar cosas desagradables. ¿Qué hora es?
—Y veintitrés…
Como por ironía, en la habitación contigua, la muchacha seguía durmiendo, con la boca entreabierta, las piernas encogidas. Más arriba, hacia el quinto o sexto piso, alguien intentaba tocar el acordeón, repitiendo sin cesar, con notas falsas, la misma cancioncilla de Java.
—¿Quiere que vaya allá? —propuso Lucas.
Maigret le miró duramente, como si su subordinado le hubiese reprochado su falta de valor.
—¿Qué quiere decir eso?
—¡Nada! Veo que está inquieto por lo que ocurre allá abajo y le propongo ir a ver…
—¿Y crees que vacilaría en ir yo mismo? Olvidas algo: una vez enfrente, es demasiado tarde… Si se va y no se descubre nada, nunca más se descubrirá nada sobre la banda… He ahí por qué dudo… ¡Si únicamente esa muchacha no hubiese cerrado la ventana…!
De repente parpadeó.
—¡Dime! Nunca, las demás veces, había llegado a cerrar la ventana, ¿no es cierto?
—¡Nunca!
—Por lo tanto, no sospechaba de tu presencia aquí…
—Me tomaba probablemente por un viejo goloso…
—O sea que no ha sido ella la que ha tenido la idea de cerrar la ventana, sino el tipo que ha entrado…
—¿Ozep?
—Él u otro… El que ha entrado y que, antes de mostrarse, ha dicho a la mujer que cerrase la ventana…
Cogió su sombrero de encima de la silla en donde lo había puesto, vació su pipa, la llenó con un dedo aplastante.
—¿A dónde va, patrón?
—Espero a que lleguen nuestros hombres… ¡Mira! Ya hay dos allá abajo, cerca de la parada del autobús… Y en el taxi parado, reconozco a gente de casa… Si permanezco cinco minutos en el interior sin abrir la ventana, entras con los hombres…
—¿Tiene su traca?
Algunos instantes más tarde, Maigret atravesaba la calle, mientras que el inspector Janvier, que le había visto, dejaba de limpiar los veladores de su terraza.
Lucas, febril, tenía su reloj en la mano, pero, como ocurre cuando se quieren hacer las cosas demasiado bien, había olvidado anotar el momento de la entrada de Maigret en el hotel y era incapaz de decir cuándo habían transcurrido los cinco minutos.
Por otra parte, no tuvo que hacerse mala sangre a este respecto porque, tras un tiempo que le pareció milagrosamente corto, la ventana de enfrente se abrió. Un Maigret más huraño que nunca dirigía a su brigadier una señal para ordenarle que fuese a su encuentro.
La impresión de Lucas había sido que, a excepción del comisario, la habitación estaba vacía, pero, cuando penetró en ella, tras haber tropezado en una escalera oscura que olía a cocina mala y a lavabos, se sobresaltó al descubrir un cuerpo de mujer extendido a sus pies.
Una breve mirada a Maigret que respondió:
—¡Muerta, naturalmente!
Se podía creer que se quería firmar el crimen, porque la víctima había sido degollada como todas las víctimas de Stan. Había sangre por todas partes, en la cama y en el suelo, y el asesino se había limpiado las manos con la toalla que estaba manchada de rojo oscuro.
—¿Era él?
Maigret se encogió de hombros, siempre inmóvil en medio de la estancia.
—Voy a dar su señal a nuestros hombres. ¿Que no dejen salir a nadie del hotel?
—Si tú quieres…
—Tengo ganas de poner a un inspector en el techo, por si…
—Entendido…
—¿Aviso al jefe?
—Inmediatamente…
No era fácil hablar con Maigret cuando ponía aquella cara. Además, Lucas se ponía en el lugar del patrón, que él mismo había anunciado que se iban a reír de él.
Ahora, aquello sería peor que el ridículo. En efecto, había movilizado importantes fuerzas de la policía, pero cuando ya era demasiado tarde, mientras se cometía un crimen ante los mismísimos ojos de Maigret, casi con su asentimiento, puesto que era él quien había enviado a Ozep al hotel Beauséjour.
—¿Y si vuelve alguno de la banda? ¿Les arresto?…
Un signo afirmativo con la cabeza. O más bien un gesto indiferente. Y Lucas salió por fin. Maigret se quedó solo en medio de aquella habitación en la que la ventana abierta dejaba entrar una luz cruda.
Se enjugó la frente, volvió a encender maquinalmente su pipa que había dejado apagarse.
—¿Qué hora es…?
Se acordó de que estaba solo y sacó su reloj del bolsillo. Eran las tres y treinta y cinco y el acordeón, allá arriba, seguía haciendo estragos, sin impedir por ello dormir a la joven vecina como un animal indiferente.
* * *
—¿Dónde está Maigret? —preguntó el jefe de la P.J. al bajar del coche y al encontrarse en presencia de Lucas.
—En la habitación… Es el número 19, en el segundo piso… La gente del hotel todavía no sabe nada…
Algunos instantes más tarde, el director de la Policía Judicial encontraba a Maigret sentado en una silla, en medio de la habitación, a dos pasos del cadáver. El comisario fumaba, con aire obstinado. Apenas notó la llegada del gran jefe.
—¡Dime, viejo! Me parece que estamos en un atolladero…
Obtuvo solamente un gruñido que no quería decir nada.
—¡Así que el famoso asesino no era otro que el hombrecillo que venía a ofrecerle sus servicios!… Confiese, Maigret, que hubiera podido desconfiar y que la actitud de Ozep era, por lo menos, equívoca…
La frente de Maigret se veía surcada por un gran pliegue vertical, y sus mandíbulas sobresalían, dando a toda su fisonomía un chocante aspecto de poderío.
—¿Cree que haya podido abandonar el hotel?
—Estoy seguro… —replicó el comisario con aspecto de no concederle importancia.
—¿No le ha buscado?
—Todavía no…
—¿Cree que se dejará atrapar fácilmente?
Entonces, la mirada de Maigret se separó lentamente de la ventana, giró hacia su director, se posó sobre él pesadamente. Había solemnidad en aquella lentitud, en aquella vacilación, en la ambigüedad de las frases del comisario.
—Si me he equivocado, el hombre intentará cargarse a algunas personas antes de dejarse atrapar. Si no me he equivocado, las cosas deberían ir por su propio pie…
—No comprendo, Maigret. ¿Duda todavía de que Stan y su Ozep sean la misma persona?
—Estoy convencido de que hace un momento había dos personas en esta habitación y, entre ellas, Stan el Asesino…
—Por lo tanto…
—Se lo repito, jefe: puedo equivocarme, como todo el mundo. En ese caso, le pido perdón, porque esto se pondrá feo. La manera como parece desarrollarse esta historia no me gusta. Hay algo que no va bien, lo percibo. Si Ozep fuese Stan, no tenía ninguna razón para…
—¡Escucho!
—Sería demasiado largo… ¿Qué hora tiene, jefe?
—Las cuatro y cuarto… ¿Por qué?
—Por nada…
—¿Se queda aquí, Maigret?
—Hasta nueva orden, si…
—Mientras tanto, voy fuera a ver lo que hacen nuestros hombres…
Habían detenido a Espinaca que, como Lucas había previsto, venía a efectuar su pequeña visita a la mujer. Se le había dicho al polaco que su compatriota había sido asesinada y se había puesto pálido, pero no se había inmutado al hablarle de Ozep.
—¡No es posible que esté muerta! —se había contentado con repetir varias veces mientras se lo llevaban al puesto.
Cuando se anunció esta captura a Maigret, se contentó con farfullar:
—¡Me importa un pito!…
Y continuó su extraña entrevista con la muerta. Una media hora más tarde, le tocaba el turno de volver al Tuerto y de ser arrestado una vez pasado el umbral. También se dejó coger sin pestañear, pero, cuando se le habló de la muerte de la mujer, intentó desembarazarse de sus esposas y saltar al piso.
—¿Quién lo ha hecho? —gritaba—. ¿Quién la ha matado…? Han sido ustedes, ¿verdad?
—Ha sido Ozep, también llamado Stan el Asesino…
Ahora bien, el hombre se calmó como por encanto y repitió, frunciendo el ceño:
—¿Ozep?
—¿Vas a hacernos creer que no conoces a tu jefe?
Era el jefe en persona el que procedía a aquel prematuro interrogatorio, en un pasmo, y tuvo la impresión de que una ligera sonrisa pasaba por los labios del prisionero.
Siguió uno de los comparsas, al que llamaban el Químico, y que se contentó con responder a todas las preguntas con un aire perfectamente atontado, como si nunca hubiese oído hablar de la mujer ni de Ozep, ni de Stan…
Maigret seguía allá arriba, resolviendo el mismo problema, buscando la llave que por fin le haría comprender los acontecimientos.
—¡Esto marcha!… —murmuró cuando se le habló de la detención del Barbudo que, después de haber forcejeado como un diablo, se había echado a llorar como un lobo.
De repente, levantó la cabeza hacia Lucas, que le traía la noticia.
—¿No notas nada? —dijo—. Ya se ha arrestado a cuatro, uno tras otro, y ni uno opone una verdadera resistencia, mientras que un hombre como Stan…
—Pero puesto que Stan es Ozep…
—¿Le has encontrado?
—Todavía no. Era preciso dejar volver a todos los cómplices antes de poner el hotel boca abajo, sino desde lejos hubieran olfateado algo y no hubieran entrado en la ratonera. Ahora que están poco más o menos al completo, el gran patrón ha empezado a poner los lugares en estado de sitio. Los hombres están abajo y van a registrarlo todo minuciosamente, de la bodega al granero, si es que hay…
—Escúchame, Lucas…
Y éste, que iba a salir, se quedó un instante, experimentando ante la vista de Maigret un sentimiento que se parecía a la piedad.
—Le escucho, patrón.
—El Tuerto no es Stan. Espinaca no es Stan. El Barbudo no es Stan. Ahora bien, estoy convencido de que Stan vivía en este hotel y era el centro alrededor del cual venían los demás a agruparse.
Lucas prefirió no decir nada, dejando al comisario con su tema.
—Si Ozep es Stan, no tenía ninguna razón para venir aquí a matar a una cómplice. Si no fuese Stan…
Y, de repente, enderezándose con un movimiento tan brusco que el brigadier se sobresaltó:
—Mira el hombro de esta mujer, por si acaso… El izquierdo, sí…
Él mismo se inclinaba. Lucas apartaba el vestido, dejaba al descubierto una carne muy blanca y, sobre ella, la marca con la que los americanos señalan a las mujeres criminales.
—¿Has visto, Lucas?
—Pero, patrón…
—¿No comprendes, pues? ¡Stan era ella!… Había leído algo con relación a eso, pero no lograba atar cabos ya que estaba completamente convencido de que nuestro Stan era un hombre… Hace cuatro o cinco años, una mujer, en América, a la cabeza de una banda de criminales, asaltaba granjas aisladas, al igual que ha ocurrido aquí… También como aquí, las víctimas eran degolladas, por mano de esta mujer de la cual los periódicos americanos han descrito con complacencia su crueldad…
—¿Es ella?
—Casi seguramente es ella… Pero lo sabré dentro de una hora, si encuentro los documentos en cuestión… Un día arranqué algunas páginas de una revista… ¿Vienes, Lucas?
Maigret arrastraba a su segundo a la escalera. En la planta baja, chocaba con el gran patrón.
—¿A dónde va, Maigret?
—Al Quai des Orfèvres, jefe… Creo que lo he encontrado… En todo caso, me llevo a Lucas, que volverá a decirle…
Y Maigret buscaba un taxi, sin ver que se le miraba de una manera rara, en la que se entremezclaba la cólera y la piedad.
—Pero ¿Ozep? —preguntaba Lucas acomodándose en el coche.
—Precisamente a él voy a buscar… Quiero decir que espero encontrar informaciones sobre él… Si ha matado a esa mujer, es que tenía razones… Escucha, Lucas: cuando quise enviarle ante los otros, aceptó inmediatamente… Por el contrario, cuando le pedí que fuese a darle un recado a la mujer, se negó y me vi obligado a exigir, hasta a amenazar… Dicho de otra manera, los demás no le conocían, pero la mujer sí…
Como era de esperar, fue necesaria más de media hora para poner la mano sobre el dossier, porque el orden no era la cualidad predominante de Maigret, a despecho de su plácido aspecto.
—¡Lee!… Ten en cuenta la exageración de los americanos, que quieren dar al público por su dinero… «La mujer vampiro»… «La polaca fatal»… «Una jefe de banda de veintitrés años»…
Se relataba con complacencia las hazañas de la polaca, de la cual aparecían varias fotografías.
Stéphanie Polintskaia, a los dieciocho años, ya era conocida por la policía de Varsovia. Hacia aquella época, encontró a un hombre que la hizo su mujer y que intentó refrenar sus malos instintos. Ella tuvo un hijo de él, pero un día, al volver de su trabajo, aquel hombre encontró a su bebé degollado. En cuanto a la mujer, había huido con el dinero y los pocos objetos de valor que había en la casa…
—¿Sabes quién es ese hombre? —preguntó Maigret.
—¿Ozep?
—¡Ahí está su retrato y el parecido es perfecto! Lo que prueba que se debería conocer de memoria todos los archivos criminales de todos los países del mundo… ¿Comprendes, ahora? Stéphanie, a la que sus allegados llaman Stan, apareció en América… Cómo escapó de las cárceles de este país, no lo sé… Como sea, se refugia en Francia, en donde prosigue sus hazañas, sin cambiar nada en su manera de ser, estando rodeada, como allá, por algunos brutos…
»El marido conoce por la prensa que está en París, que la policía está tras su pista… ¿Su deseo es salvarla una vez más? No lo creo… Me inclino más bien a pensar que quería estar seguro de que la odiosa asesina de su hijo no escaparía al castigo… Por ello me ofreció sus servicios…
»No tiene el valor de actuar solo… Es un débil, una veleidad…
»Quiere que sea la policía la que actúe con su ayuda y soy yo quien, esta tarde, de alguna manera, me veo obligado a esbozar la proeza…
»En efecto, ¿qué podía hacer frente a su mujer? Matar o morir, porque, viéndose descubierta, esta mujer no hubiese vacilado ciertamente en suprimir al único hombre susceptible de denunciarla.
»Por lo tanto, ¡ha matado! Y, ¿quieres que te lo diga? Apostaría a que se le encontrará en algún rincón del hotel, más o menos herido; después de haber intentado por dos veces suicidarse y haber fallado las dos veces, me extrañaría que no hubiese fallado una tercera. Ahora, puedes volver allá y decirle al jefe…».
—¡Es inútil! —dijo la voz de éste—. Stan el Asesino se ha ahorcado en una habitación del sexto piso de la cual había encontrado la puerta abierta… ¡Buen desahogo…!
—¡Pobre tipo! —suspiró Maigret.
—A fe que si… Tanto más cuanto que soy un poco responsable de su muerte… No sé si me vuelvo viejo, pero he tardado demasiado tiempo en encontrar la solución…
—¿Qué solución? —preguntó el director de la P.J. con una mirada sospechosa.
—¡La solución de todo el problema! —afirmó Lucas completamente dichoso de intervenir—. El comisario acaba de reconstruir la historia con todos sus detalles y, cuando usted ha entrado, anunciaba que se encontraría a Ozep en algún rincón en el que habría intentado suicidarse…
—¿Es cierto, Maigret?
—Es cierto… Ya sabe, a fuerza de pensar en una misma cuestión… Creo que no he estado tan rabioso en mi vida… Sentía que la solución estaba ahí, muy cerca, que me faltaba una nada… Y todos ustedes zumbando a mi alrededor como gruesas moscas y haciéndome de comparsas que no me interesaban… ¡En fin…!
Respiró profundamente, llenó su pipa, pidió cerillas a Lucas, porque había gastado las suyas durante la tarde.
—¡Dígame, jefe! Son las siete. ¿Y si fuésemos los tres a beber un medio bien fresco…? A condición de que Lucas se quite la peluca y vuelva a tomar un aspecto presentable.
—¿Le compadece…?
Estaban sentados en la cervecería Dauphine, cuando de repente el comisario se pegó en la frente. Acababa de mirar maquinalmente al camarero.
—¿Y Janvier? —preguntó.
—¿Qué?
—¿No le han relevado…? ¡El pobre…! Cuando pienso que mientras nosotros bebemos medios, él está condenado a servirlos…