Trabajo menos prestigioso sin duda, pero no menos útil: Maigret, con su gruesa escritura, tenía aspecto de querer aplastar la pluma sobre el papel, resumía en un informe las diversas informaciones obtenidas en quince días de «plantones» alrededor de la banda de polacos.
Al ponerlas en orden, podía constatar hasta qué punto eran vagas aquellas informaciones, puesto que no podía ni fijar el número exacto de individuos que formaban parte de la banda.
Según las informaciones anteriores, es decir, según las gentes que, en el momento de los atentados, habían visto o creían haber visto a los bandidos, éstos eran tanto cuatro como cinco, pero era probable que otros cómplices recorrían antes las granjas y frecuentaban los mercados.
Aquello daba poco más o menos la cifra de seis o siete personas y parecía que aquél era el número de individuos que rondaban alrededor del núcleo de la calle Birague.
Inquilinos fijos sólo había tres, que por otra parte habían rellenado regularmente sus fichas y enseñado pasaportes en regla:
1. Boris Saft, al que los investigadores llamaban el Barbudo y que parecía vivir maritalmente con la mujer rubia y pálida;
2. Olga Tzérewski, veintiocho años, originaria de Vilna;
3. Sacha Vorontzow, apodado el Tuerto.
Éste era el trío que servía de base a la investigación, como servía, según parecía, de base a la banda.
Boris el Barbudo y Olga ocupaban una habitación.
Sacha el Tuerto ocupaba la habitación vecina y la puerta de comunicación entre las dos siempre estaba abierta.
Cada mañana la mujer hacía la compra y preparaba la comida en un hornillo de alcohol.
El Barbudo salía poco, pasaba la mayor parte del día tumbado en la cama de hierro, leyendo periódicos polacos que iba a comprar a un quiosco de la plaza de la Bastille.
El Tuerto había efectuado algunas salidas y cada vez había sido seguido por un inspector. ¿Se daba cuenta de ello el hombre? Siempre se había contentado con pasear por París y detenerse en varios cafés para beber, sin dirigir la palabra a nadie.
El resto era lo que Lucas llamaba la «clientela volante». Gentes entraban y salían, siempre los mismos, cuatro o cinco, a los que Olga daba de comer y que, a veces, se acostaban en una de las dos habitaciones, en el suelo, para marchar a la mañana.
El hecho no tenía nada de extraordinario, porque ocurría así en todos los hoteles ocupados por pobres, por exilados que se reunían entre varios para pagar una habitación o que albergaban a compatriotas encontrados en la calle.
Sobre la «clientela volante», Maigret poseía algunos datos:
1. El Químico, al que se llamaba así porque se había presentado dos veces en la Bolsa de Trabajo para pedir un sitio en una fábrica de productos químicos. Su ropa era muy usada, pero de bastante buen corte. Durante horas recorría las calles de París con el aspecto de alguien que quiere ganar un poco de dinero y, durante todo un día, había estado de hombre-sandwich;
2. Espinaca, llamado así porque llevaba un inverosímil sombrero verde espinaca que resaltaba tanto más cuanto que la camisa era de color rosa pasado. Espinaca salía sobre todo de noche y se le veía abrir las portezuelas de los coches frente a alguna boîte de Montmartre;
3. El Gordinflón, un gordito, asmático, mejor vestido que los demás, aunque sus dos zapatos no fuesen del mismo par.
Iban otros a la calle Birague, menos regularmente, y era difícil precisar si pertenecían a la banda.
Maigret anotó debajo de esta lista:
«Esta gente da la impresión de extranjeros sin dinero, a la búsqueda de cualquier trabajo. Sin embargo, siempre hay vodka en las habitaciones y ciertas noches se han hecho verdaderos banquetes.
»Es imposible saber si la banda, sintiéndose vigilada, no toma esta actitud para despistar a la policía.
»Por otra parte, si es cierto que uno de esos individuos es Stan el Asesino, parece que sea más bien el barbudo o el Tuerto. Pero esto es sólo una suposición».
Y, sin el menor entusiasmo, fue a llevar su informe al jefe.
—¿Nada nuevo?
—Nada concreto. Juraría que los granujas han reparado en cada uno de nuestros hombres y que se divierten multiplicando las idas y venidas más inocentes. Se dicen que no podemos movilizar eternamente una parte de la P.J. para vigilarles. Tienen tiempo…
—¿Tiene un plan?
—Ya sabe, jefe, que las ideas y yo estamos peleados desde hace tiempo. Voy, vengo, huelo. Los hay que creen que espero una inspiración, pero se meten el dedo en el ojo. Lo que espero es el hecho significativo que nunca deja de producirse. La cuestión es estar allí cuando tenga lugar y aprovecharse…
—¿Espera, por lo tanto, un hecho pequeño? —murmuró el jefe sonriendo porque conocía a su hombre.
—Mi convicción es ésta: nos encontramos en presencia de la banda de los polacos. A causa de ese idiota de periodista, que está siempre rondando por los pasillos y que ha debido sorprender una conversación, nuestros muchachos están sobreaviso…
»Ahora lo que me pregunto es por qué ha escrito Stan. ¿Tal vez porque sabe que la policía duda siempre antes de proceder a un arresto por la fuerza? Tal vez, y es lo más probable, por fanfarronada. Los asesinos tienen su orgullo, iba a decir su orgullo profesional…
»¿Quién es Stan?
»¿Por qué ese diminutivo que es más americano que polaco?
»Usted sabe que me tomo mi tiempo para formarme una opinión… Pues bien, empieza a llegar… Desde hace dos o tres días, me parece que percibo la psicología de mis muchachos, bien diferente a la de los asesinos franceses…
»Necesitan dinero, no para retirarse al campo o para darse la gran vida en las boîtes, ni para largarse al extranjero, sino simplemente para vivir a su gusto, es decir, sin hacer nada, comer, beber y dormir, pasar los días tumbados en una cama, una cama mugrienta, fumando cigarrillos y descorchando botellas de vodka…
»También experimentan el deseo de estar juntos, de soñar juntos, de charlar juntos y, algunas noches, cantar juntos…
»En mi opinión, una vez cometido su primer crimen, han vivido a sus anchas hasta que se les acabó el dinero, luego prepararon un nuevo golpe. Cuando los fondos están de capa caída, vuelven a empezar, fríamente, sin remordimientos, sin la menor piedad para los ancianos a los que degüellan y cuyos ahorros se comen en algunas semanas o en algunos meses…
»Ahora que he comprendido esto, espero…
—¡Lo sé! El hecho pequeño… —se chanceó el director de la P.J.
—¡Ironice tanto como quiera! Eso no impide que el hecho ya esté tal vez ahí…
—¿Dónde?
—En la antesala… El buen hombre que me llama Maigrette y que quiere ayudarme con todas sus fuerzas en la detención, si puede ser dejándose la piel… Pretende que es un medio como otro cualquiera de suicidarse…
—¿Un loco?
—¡Tal vez! O un cómplice de Stan que ha descubierto este medio de conocer nuestras intenciones. Se permiten todas las suposiciones y eso es lo que vuelve apasionante a mi tipo. ¿Qué es lo que impide, por ejemplo, que sea Stan en persona?
Y Maigret vació su pipa dando unos golpecitos en el alféizar de la ventana, aunque las cenizas caían en alguna parte sobre el muelle, tal vez sobre el sombrero de un transeúnte.
—¿Se va a servir de ese hombre?
—Creo que sí.
Allá arriba, el comisario alcanzó la puerta, evitando decir más.
—¡Ya verá, jefe! Me extrañaría que el «plantón» fuese necesario después de este fin de semana.
Ahora bien, estaban a jueves por la tarde.
* * *
—¡Siéntate ahí! ¿No te pone nervioso chupar todo el día esa suciedad de cigarro artificial?
—No, señor Maigrette.
—Empiezas a impacientarme con tu «Maigrette»… Pero ¡en fin!… Hablemos seriamente… ¿Sigues decidido a morir?
—Sí, señor Maigrette.
—¿Y sigues queriendo que te confíe una misión peligrosa?
—Quiero ayudarle a detener a Stan el Asesino.
—Así, ¿si te dijese que te aproximases al Tuerto y le disparases un tiro a las piernas, lo harías?
—Sí, señor Maigrette. Pero será necesario que me diese un revólver. Soy muy pobre y…
—Suponte ahora que te pido que vayas a decir al Barbudo, o al Tuerto, que tienes informaciones serias, que la policía va a ir a detenerles…
—También, señor Maigrette. Esperaría a que el Tuerto pasase por la calle y le daría el recado.
La pesada mirada del comisario seguía sobre el pobre polaco y éste no se mostraba avergonzado por ello, ni inquieto. Muy raramente había visto Maigret en su despacho a un hombre con tanta seguridad y al mismo tiempo con tanta calma.
Michel Ozep hablaba de matarse o de dirigirse hacia la banda de los polacos como de una cosa muy simple, completamente natural. Tanto en la terraza de la calle Saint-Antoine como en los locales de la Policía Judicial, se encontraba a sus anchas.
—¿No conoces a ninguno de los dos?
—No, señor Maigrette.
—Pues bien, te voy a encargar una misión. ¡Peor para ti si hay bronca!
Esta vez, Maigret entornó los párpados para esconder lo que había de demasiado forzado en su mirada.
—En seguida iremos juntos a la calle Saint-Antoine. Yo te esperaré fuera. Subirás a la habitación aprovechando un momento en que la mujer esté sola. Le dirás que eres un compatriota y que, por casualidad, has sabido que la policía esta noche dará una batida en el hotel…
Silencio de Ozep.
—¿Has comprendido?
—Sí.
—¿Está convenido?
—Quiero confesarle algo, señor Maigrette.
—¿Te rajas?
—No hago lo que dice… «rajarme»… ¡no!… Únicamente que me gustaría arreglar este asunto de otra manera… Tal vez piense usted que soy muy atrevido… ¿Es así como lo dice?… Ahora bien, con las mujeres, soy un hombre tímido… Y las mujeres son inteligentes, mucho más inteligentes que los hombres… Por lo tanto, ella se dará cuenta de que miento… Y como yo sé que se dará cuenta de que miento, enrojeceré… Y cuando enrojezca…
Maigret no se movía, le dejaba enzarzarse en una explicación tan enmarañada como sin sentido.
—Prefiero hablarle a un hombre… Al Barbudo, si usted quiere, o al que llaman el Tuerto, o a cualquiera…
Tal vez porque un rayo de sol penetraba oblicuamente en el despacho y daba de lleno en el rostro de Maigret, éste parecía dormitar, como un hombre al que un copioso almuerzo le obliga a echar la siesta en su sillón.
—Es exactamente lo mismo, señor Maigrette…
Pero el señor Maigrette no contestaba y el único signo de vitalidad que daba era un tenue hilillo azul que se elevaba en espiral desde la cazoleta de su pipa.
—Estoy desolado… Puede pedirme lo que quiera, pero me pide precisamente la única cosa…
—¡Bocazas!
—¿Cómo dice?
—¡Digo «bocazas»! En francés, quiere decir que puedes callarte… ¿Dónde has conocido a la mujer, a Olga Tzérewski?
—¿Yo?
—¡Contesta!
—No comprendo lo que quiere decir…
—¡Contesta!
—No conozco a esa mujer… Si la conociese, se lo confesaría… Soy un antiguo oficial del ejército polaco y si no hubiese tenido las desgracias…
—¿Dónde la has conocido?
—Le juro, señor Maigrette, por la cabeza de mi pobre madre y de mi pobre padre…
—¿Dónde la has conocido?
—¡Me pregunto por qué se ha vuelto tan malo conmigo! ¡Me habla brutalmente! A mí, que he venido aquí para prestarle un servicio, para evitar que los franceses sean asesinados por un compatriota…
—¡Canta, hijito!
—¿Cómo dice?
—¡Canta, hijito! Eso significa entre nosotros: Sigue con tu cuento, pero eso no…
—¡Pídame lo que quiera…!
—¡Eso es lo que hago!
—Pídame otra cosa, arrojarme a una vía del metro, saltar por la ventana…
—Te pido que vayas a ver a esa mujer y que le digas que esta noche procederemos a la detención de la banda…
—¿Lo quiere absolutamente?
—¡Eres libre de aceptar o de rehusar!
—¿Y si rehúso?
—Irás a ahorcarte a otra parte.
—¿Por qué ahorcarme?
—Es una manera de hablar… En fin, intentarás no cruzarte más en mi camino…
—¿Verdaderamente arrestará a la banda esta noche?
—¡Probablemente!
—¿Me permitirá que le ayude?
—Es posible… Ya hablaremos de ello cuando hayas cumplido tu primera misión…
—¿A qué hora?
—¿Tu misión?
—¡No! ¿A qué hora la arrestará?
—Pongamos que a la una de la madrugada.
—Voy…
—¿A dónde?
—Al encuentro de la mujer.
—¡Un minuto! ¡Iremos juntos!
—Es mejor que vaya solo… Si nos ven, comprenderán que ayudo a la policía…
Naturalmente, apenas había salido el polaco del despacho, y ya el comisario ponía a un inspector tras sus talones.
—¿Debo esconderme? —preguntó este inspector.
—No vale la pena… Es más astuto que tú y sabe muy bien que voy a hacerle seguir…
Y, sin perder un instante, Maigret bajó, saltó a un taxi.
—A toda velocidad a la esquina entre las calles Birague y Saint-Antoine…
* * *
La tarde era radiante y los toldos de llamativos colores ponían una nota de color encima de las tiendas. En la sombra, los perros estaban tumbados y la vida transcurría al ralentí; se tenía la impresión de que los propios autobuses tenían alguna desgana al ponerse en marcha en aquel ambiente cargado, sus gruesas ruedas dejaban surcos sobre el asfalto recalentado.
Maigret saltó del taxi en la casa que formaba ángulo entre las dos calles y, en el segundo piso, abrió una puerta sin molestarse en llamar, encontró al brigadier Lucas sentado delante de la ventana, siempre bajo las apariencias de un viejecito tranquilo y curioso.
La habitación era pobre, no muy limpia. Sobre la mesa, se veían los restos de una cena fría que Lucas se había hecho traer de una charcutería.
—¿Algo nuevo, comisario?
—¿Hay gente enfrente?
La habitación había sido escogida por su estratégica posición, porque permitía poner la mirada en las dos estancias del hotel Beauséjour ocupadas por los polacos.
Ahora bien, a causa de aquella temperatura, todas las ventanas estaban abiertas, incluida una de otra habitación en la que se veía a una joven dormida, bastante ligerita de ropa.
—¡Dime! Me parece que no te aburres…
En una silla, un par de gemelos probaban que Lucas realizaba su trabajo a conciencia y que intentaba ver los detalles.
—En este momento —respondió el brigadier— hay dos, pero pronto sólo habrá una persona en la habitación. El hombre, en efecto, se está vistiendo. Se ha quedado en la cama toda la mañana, según su costumbre…
—¿Es el Barbudo?
—Sí… Han comido tres: el Barbudo, su mujer y el Tuerto… Luego el Tuerto se ha marchado casi en seguida… El Barbudo se ha levantado y ha empezado a arreglarse… ¡Mire! Acaba de ponerse una camisa limpia, lo que no le ocurre a menudo…
Maigret se había acercado a la ventana y miraba a su vez. El coloso hirsuto se anudaba una corbata sobre una camisa cuya blancura producía en la habitación gris una mancha imprevista y tanto más deslumbrante.
Se le veía mover los labios mientras se miraba en el espejo. Y, detrás de él, la mujer de los cabellos claros ponía un poco de orden, recogía papeles grasientos con los que hacía una bola, apagaba finalmente un hornillo de alcohol.
—¡Si únicamente pudiésemos saber lo que se cuentan! —suspiró Lucas—. ¡Hay momentos en los que verdaderamente me sublevo! Les veo hablar, hablar a troche y moche; a veces gesticulan y no logro adivinar de qué se trata… Empiezo a darme cuenta del suplicio que debe representar ser sordo y comprendo que los que sufren sordera pasan por gentes malvadas…
—¡Mientras tanto, no hables mucho! ¿Crees que la mujer se va a quedar ahí?
—No es su hora de salida… Si tuviese que hacerlo, se hubiese puesto su traje chaqueta gris…
Olga llevaba, en efecto, la bata de lana oscura con la que por la mañana había hecho la compra. Dedicándose a su oficio de bohemia, fumaba un cigarrillo sin retirarlo nunca de los labios, a la manera de los verdaderos fumadores que necesitan el tabaco de la mañana a la noche.
—¡Apenas habla! —notó Maigret.
—Tampoco es su hora… Habla sobre todo por la noche, cuando están todos a su alrededor… O. algunas veces, cuando está sola con ese al que llaman Espinaca, lo que acontece muy raramente… O me equivoco completamente, o tiene debilidad por Espinaca, que es el más buen mozo del lote…
Producía una sensación extraña estar así en una habitación desconocida, lanzando miradas a la casa de una gente de la cual se acababa por conocer los menores hechos y gestos.
—¡Te conviertes en una portera, mi pobre Lucas!
—Estoy aquí para eso, ¿verdad? ¡Mire! Incluso puedo decirle que la pequeña de al lado, esa que duerme a pierna suelta, ha hecho el amor esta noche hasta las tres de la mañana con un jovencito que llevaba una chalina y que se ha marchado al alba, sin duda para entrar sin ruido en casa de sus padres… ¡Mire! El Barbudo se va…
—¡Vaya! Está casi elegante…
—Es una manera de hablar… Tiene más bien aspecto de un luchador de feria que de un hombre de mundo.
—¡Pongamos de un luchador de feria que hiciese buenos negocios! —concedió Maigret.
Enfrente, nada de abrazos. El hombre se iba simplemente, es decir, desaparecía de la parte de la estancia que se veía desde el observatorio de los policías.
Un poco más tarde, surgía en la acera y se dirigía hacia la plaza de la Bastille.
—Derain le seguirá… —anunció Lucas que estaba allí como una gran araña en medio de su tela—. Pero el otro sabe que es seguido. Se contentará con pasearse y tal vez beber un vaso en una terraza…
La mujer cogía un mapa de carreteras y lo extendía sobre la mesa.
Maigret calculaba que Ozep no había debido venir en taxi, sino en el metro y que, en esas condiciones, no llegaría hasta pasados algunos minutos.
—¡Si viene! —rectificó.
¡Y vino! Se le vio llegar, vacilante, ir y venir por la acera, mientras que el inspector que le seguía fingía, en la calle Saint-Antoine, interesarse en el escaparate de una pescadería.
Visto así, desde arriba, el pobre polaco parecía todavía más delgado, más insignificante, y Maigret, por un instante, tuvo remordimientos.
Creía oír la voz del pobre muchacho repetir cien veces, entre difíciles explicaciones, su famoso «señor Maigrette»…
Dudaba, era cierto. Incluso se hubiese jurado que tenía miedo y miraba a su alrededor con visible angustia.
—¿Sabes lo que busca? —le dijo el comisario a Lucas.
—¿El hombrecillo pálido? ¡No! ¿Tal vez dinero para entrar en el hotel?
—Me busca a mí… Se dice que estoy sin duda en estos parajes y que, si de milagro hubiese cambiado de opinión…
¡Demasiado tarde! Michel Ozep acababa de lanzarse por el oscuro pasillo del hotel. Se podía seguirle con el pensamiento. Subía la escalera, alcanzaba el segundo piso.
—Duda todavía… —anunció Maigret.
¡Porque la puerta ya hubiera tenido que abrirse!
—Está en el descansillo… Va a llamar… Ha llamado… ¡Mira!…
En efecto, la mujer rubia se sobresaltaba, metía, con un movimiento instintivo, su mapa de carreteras en el armario y se dirigía hacia la puerta.
Por un instante no se vio nada. Los dos personajes estaban en la parte invisible de la habitación.
Luego, de repente, apareció la mujer y algo había cambiado en ella. Su andar era resuelto, rápido. Iba derecha a la ventana, la cerraba, luego corría unas oscuras cortinas.
Lucas se volvió hacia el comisario esbozando una especie de mueca.
—¡Dígame ahora!…
Pero dejó de chancearse al constatar que Maigret estaba mucho más inquieto de lo que preveía.
—¿Qué hora es, Lucas?
—Las tres y diez…
—Según tu parecer, ¿hay probabilidades de que uno de nuestros hombres vuelva dentro de poco?
—No lo creo… A excepción, como ya le he dicho, de Espinaca, si sabe que el Barbudo está ausente… No tiene aspecto de estar muy tranquilo…
—No me gusta la manera como ha sido cerrada esa ventana…
—¿Teme por su polaco?
Maigret no contestó y Lucas continuó:
—¿Ha pensado que nada prueba que esté en la habitación? Le hemos visto entrar en el hotel, es cierto… Pero ha podido muy bien ir a otra habitación… Y tal vez sea algún otro quien…
Maigret se encogió de hombros y suspiró:
—¡Cállate! Me cansas…