I

Maigret, con las manos en la espalda, la pipa entre los dientes, andaba lentamente, empujando a duras penas su pesada masa entre el tumulto de la calle Saint-Antoine que vivía su vida de todas las mañanas, con el sol que brillaba en un cielo claro sobre las carretillas cargadas de frutos y de legumbres y sobre los cestos que ocupaban casi toda la anchura de la calle.

Era la hora de las amas de casa, de las alcachofas que se sopesan y de las cerezas que se prueban, de los escalopes y de los solomillos que se suceden en las balanzas.

—¡Por aquí, los bonitos espárragos a cinco francos la lata grande!…

—¡Pescadilla fresca!… ¡Aprovéchate de la llegada!…

Los dependientes con delantal blanco, los carniceros con mandil finamente cuadriculado, olores de queso delante de una mantequería y más lejos aromas de café tostado; todo el pequeño y agitado comercio de la alimentación y el desfile de las amas de casa desconfiadas, el timbre de las cajas registradoras y el pesado paso de los autobuses…

Nadie se daba cuenta de que era el comisario Maigret el que deambulaba por allí, ni de que se tratase de uno de los casos más angustiosos que fuese posible imaginar.

Casi frente a la calle Birague había un pequeño café, el «Tonnelet Bourguignon», cuya terracita sólo se componía de tres mesas. Fue allí en donde se sentó Maigret, con todas las apariencias de un paseante fatigado. Ni levantó los ojos hacia el camarero alto y delgado que se aproximaba y que esperaba su petición.

—Un vasito de blanco… —farfulló el comisario.

¿Y quién hubiera adivinado que el camarero del «Tonnelet Bourguignon», a veces torpe en sus gestos, no era otro que el inspector Janvier?

Volvía con el vaso de vino en equilibrio inestable sobre una bandeja. Con una servilleta dudosa, limpiaba la mesa y un papelito caía al suelo, recogiéndolo Maigret un poco después.

«La mujer ha salido para la compra. No he visto al Tuerto. El Barbudo ha salido temprano. Los otros tres deben estar en el hotel.» A las diez de la mañana, la barahúnda no hacía más que crecer. Al lado del «Tonnelet» una tienda de ultramarinos hacía una venta-reclamo y los «pregoneros» detenían a los transeúntes para darles a probar biscuits a dos francos la caja grande.

Justo en la esquina de la calle Birague, se veía el letrero de un hotel apolillado, uno de esos hoteles en los que se da habitación «por mes, por semana o por día», no sin «pago por adelantado», y este hotel, sin duda por ironía, había escogido el nombre de «Beauséjour»[1].

Maigret saboreaba su vasito de vino blanco seco y su mirada no parecía buscar nada de especial entre aquel gentío variopinto que hervía bajo el sol de primavera. Sin embargo, esta mirada no tardó en detenerse sobre una ventana, en el primer piso de una casa de la calle Birague, casi enfrente del hotel. En aquella ventana, estaba sentado un viejecito cerca de la jaula de un canario y no parecía tener otra cosa que hacer que calentarse al sol, en tanto que Dios siguiese prestándole vida.

Era Lucas, el brigadier Lucas, que había envejecido perfectamente una veintena de años y que, a pesar de que hubiese visto a Maigret en la terraza, se guardaba muy bien de dirigirle la menor señal de inteligencia.

Todo aquello constituía lo que en el lenguaje policíaco se llama vulgarmente un plantón. Duraba ya seis días y por lo menos dos veces al día el comisario iba a por noticias, mientras que por la noche sus hombres eran relevados por un agente uniformado que no lo era, puesto que se trataba de un inspector de la Policía Judicial y por una muchacha que recorría la acera por aquellos parajes, evitando ser acosada por los clientes.

Maigret tendría en seguida las noticias de Lucas, cuando llamasen al teléfono del «Tonnelet Bourguignon». Y sin duda no serían más sensacionales que las de Janvier.

La gente pasaba tan cerca de la minúscula terraza que el comisario se veía obligado sin cesar a meter los pies debajo de su silla.

Ahora bien, de repente, sin que se hubiese percatado, un hombre se sentó a su lado, en su propia mesa, un hombre delicado y pelirrojo, de ojos tristes, cuyo lúgubre rostro tenía algo de cómico.

—¿Usted otra vez? —gruñó el comisario.

—Le pido perdón, señor Maigret, pero estoy seguro de que acabará por comprenderme y por aceptar lo que le propongo…

Y a Janvier que se aproximaba con todo el aspecto de un perfecto camarero:

—Lo mismo que mi amigo…

Tenía un acento polaco muy pronunciado. Debía tener la garganta débil porque masticaba sin cesar un cigarro artificial que acentuaba todavía más lo que su aspecto tenía de burlesco.

—¡Empieza a hacerme zumbar los oídos! —dijo Maigret sin amenidad—. ¿Quiere decirme cómo sabía que yo vendría aquí esta mañana?

—No lo sabía.

—Entonces, ¿por qué ha venido? ¿Quiere hacerme creer que me ha visto por casualidad?

—¡No!

Los reflejos del hombre eran lentos como los de esos gimnastas del music-hall que se denominan acróbatas flemáticos. Miraba delante de él, con sus amarillentos ojos, o más bien tenía aspecto de mirar al vacío. Hablaba con una voz monocorde y triste, como si recitase sempiternas condolencias.

—Usted es malo conmigo, señor Maigret…

—Eso no responde a mi pregunta. ¿Cómo es que está usted aquí esta mañana?

—¡Le he seguido!

—¿Desde la Policía Judicial?

—Desde antes… Desde su casa…

—¿Así, confiesa que me espía?

—No le espío, señor Maigret. ¡Le respeto y le admiro demasiado! Ya le he afirmado que un día seré su colaborador…

Y suspiró nostálgicamente contemplando su cigarro acabado por una ceniza artificial de madera pintada.

* * *

Los periódicos no habían hablado de ello, salvo uno, y este periódico, por otra parte, que había conseguido la información Dios sabe cómo, complicaba singularmente la tarea del comisario.

«La policía es de la opinión de que los bandidos polacos, incluido Stan el Asesino, están en este momento en París.»

Era cierto, pero hubiera sido mejor callarlo. En cuatro años, una banda de polacos, de los que no se sabía casi nada, había atacado a cinco granjas, siempre en el Norte y siempre según métodos idénticos.

En primer lugar, siempre se trataba de granjas aisladas, regentadas por ancianos. Además, el atentado siempre tenía lugar invariablemente una noche de feria, y en casa de gentes que, habiendo vendido buen número de animales, tenían una gruesa cantidad de dinero en metálico.

Nada de científico en el método. El atentado brutal, tal como tenía lugar en tiempos de los grandes salteadores de caminos. Un desprecio absoluto por la vida humana.

¡Los polacos mataban! Mataban a todos los que encontraban en la granja, incluso si había niños, sabiendo que era el único medio de evitar ser reconocidos un día.

¿Eran dos, cinco u ocho?

En cada caso, la gente había visto una camioneta. Un muchacho de unos doce años pretendía haber visto a un hombre tuerto.

Algunos afirmaban que los bandidos, para sus asaltos, iban provistos de máscaras negras.

Siempre, en todos los casos, los granjeros habían sido asesinados a cuchilladas o, más exactamente, degollados en la exacta acepción del término.

* * *

El caso no concernía a París. Las diversas brigadas móviles de Francia se habían ocupado.

Durante dos años, el misterio seguía siéndolo, lo que no era como para tranquilizar los campos.

Luego, había llegado una información de los alrededores de Lille, en donde las aldeas son verdaderos enclaves polacos en territorio francés. Aquella información era vaga. Incluso era imposible encontrar la fuente verdadera.

—Los polacos pretenden que es la banda de Stan el Asesino…

Pero, cuando se interrogaba a uno de los hombres de los caseríos, que en su mayoría no hablan el francés, no sabían nada o balbuceaban:

—Me han dicho…

—¿Quiénes, «han»?

—No lo sé… Lo he olvidado…

En el momento de un crimen en la región de Reims, sin embargo, una criada de una granja, de la cual los bandidos debían ignorar su existencia y que dormía en un desván, había sido olvidada. Ella había oído hablar a los asesinos en una lengua que le parecía ser polaco. Había visto rostros cubiertos de telas negras, pero había notado que uno de los hombres era tuerto y que otro, un coloso de más de un metro ochenta de alto, era extraordinariamente velludo. Así, se había llegado a decir en los medios policíacos:

—Stan el Asesino… El Barbudo… El Tuerto…

Durante meses no habían logrado más, hasta el día en que un inspectorcillo de la brigada ciudadana había hecho un descubrimiento. Estaba encargado del barrio Saint-Antoine, en donde pululan los polacos. Se había fijado, en un hotel de la calle Birague, en un grupo equívoco en el que se encontraban a la vez un tuerto y un coloso con el rostro literalmente cubierto de pelo.

En apariencia, se trataba de gente pobre. El coloso velludo ocupaba una habitación para una semana, con su mujer, pero casi cada noche daba asilo a varios compatriotas, ya fuesen dos o cinco; a menudo también otros polacos alquilaban la habitación contigua.

—¿Quiere ocuparse de esto, Maigret? —había propuesto el director de la Policía Judicial.

Ahora bien, al día siguiente, a pesar de que el caso se había mantenido en secreto, un periódico publicaba la información.

A los dos días, en su correo, Maigret encontraba una carta escrita torpemente, con una escritura casi infantil, con numerosas faltas de ortografía, en un papel malo como el que se vende en las tiendas de comestibles:

«Stan no se dejará atrapar. Vaya con cuidado. Antes de que le haya reducido a la impotencia, habrá tenido tiempo de abatir a mucha gente».

* * *

Cierto, todavía no se sabía quién era Stan el Asesino, pero existían buenas razones para creer que el informe de la calle Birague estaba en lo cierto, puesto que el asesino se tomaba la molestia de enviar una carta amenazadora.

Y aquella carta no era una broma, Maigret estaba convencido. «Olía» a verdad, como él decía. Tenía como un sabor vicioso.

—¡Sea prudente, viejo! —le había recomendado el jefe—. Nada de detenciones bruscas. El hombre que ha degollado a dieciséis personas en cuatro años no vacilará en descargar el tambor de su revólver a su alrededor cuando se vea a punto de ser detenido…

He aquí por qué Janvier se había convertido en camarero del café frente al hotel Beauséjour, mientras que Lucas se había transformado en un anciano imposibilitado que pasaba los días calentándose al sol en su ventana.

El barrio seguía su ruidosa vida, sin percatarse de que de un minuto a otro un hombre acorralado podía hacer fuego en todos los sentidos a su alrededor…

—Señor Maigret, he venido para decirle…

Y Michel Ozep había surgido.

* * *

Su primer encuentro con Maigret databa de cuatro días. Se había presentado a la P.J. y había insistido para ser recibido por el comisario en persona. Éste le había hecho esperar más de dos horas, lo que no había hecho cambiar de parecer al hombre.

Una vez en el despacho, había entrechocado los talones, se había inclinado al tender la mano:

—Michel Ozep, antiguo oficial polaco, profesor de gimnasia en París…

—Siéntese, le escucho.

El polaco hablaba con un acento muy marcado y de una manera tan locuaz que no siempre se le podía seguir. Explicaba que pertenecía a una muy buena familia, que había abandonado Polonia como consecuencia de disgustos íntimos —¡daba a entender que estaba enamorado de la mujer de su coronel!— y que estaba más desesperado que nunca porque no podía acostumbrarse a la vida mediocre.

—Usted comprende, señor Maigret…

Pronunciaba «Maigrette».

—… Yo soy un gentilhombre… Aquí, doy lecciones a gentes sin cultura, sin educación… Soy pobre… He decidido suicidarme…

Maigret estaba a punto de decir:

«¡Un loco!».

Porque el Quai des Orfèvres tiene generalmente visitas de esta clase y buen número de desquiciados experimentan la necesidad de ir allí a hacer confidencias.

—Lo intenté hace tres semanas… Me arrojé al Sena desde el puente de Austerlitz, pero los agentes de la brigada fluvial me vieron y me sacaron del agua…

Con un pretexto, Maigret pasó al lado, telefoneó a la brigada fluvial, constató que era verdad.

—Seis días más tarde, quise matarme con el gas del alumbrado, pero llegó el cartero con una carta y abrió la puerta…

Telefonazo a la comisaría del barrio. ¡Seguía siendo verdad!

—Verdaderamente quiero matarme, ¿comprende? Mi existencia carece de valor. Un gentilhombre no puede aceptar vivir así en la miseria o en la mediocridad. Entonces, he pensado que tal vez usted necesitase de un hombre como yo…

—¿Para hacer qué?

—Para ayudarle a detener a Stan el Asesino.

Maigret había fruncido el ceño.

—¿Le conoce?

—No… Solamente he oído hablar de él… Como polaco, estoy indignado de que un hombre de mi país viole así las leyes de la hospitalidad… Deseo que Stan y su banda sean detenidos… Sé que ha resuelto defenderse salvajemente… Por lo tanto, entre los que quieran cogerle, seguramente habrá muertos… ¿No vale más que sea yo, puesto que quiero morir?… Dígame dónde está Stan… Iré y le desarmaré… En caso de necesidad, le haré una herida para que no sea peligroso…

Maigret había tenido que emplear la fórmula tradicional:

—Déjeme su dirección… Le escribiré…

Michel Ozep vivía en un piso amueblado de la calle Tournelles, no lejos precisamente de la calle Birague. Un inspector se había ocupado de él. El informe estaba más bien a su favor. En efecto, había sido alférez en el ejército polaco al ser constituido éste. Luego se perdía su pista. Se le volvía a encontrar en París, en donde intentaba dar lecciones de gimnasia a los hijos e hijas de pequeños comerciantes. Sus tentativas de suicidio no eran inventadas.

Lo que no era óbice para que Maigret, de acuerdo con el jefe de la P.J., le hubiese enviado una carta oficial que terminaba:

«… no puedo, lamentándolo mucho, aprovechar su generosa proposición, por la cual le doy las gracias…».

Dos veces, desde entonces, se había presentado Ozep en el Quai des Orfèvres y había insistido en ver al comisario. La segunda vez, incluso se había negado a marcharse, pretendiendo que esperaría allí el tiempo que fuese necesario y ocupando casi a la fuerza, durante horas, uno de los sillones de terciopelo verde de la sala de espera.

Ahora, Ozep estaba allí, en la mesa de Maigret, en la terraza del «Tonnelet Bourguignon».

—Quiero probarle, señor Maigrette, que sirvo para algo y que puede aceptar mis servicios. Ya hace tres días que le sigo y soy capaz de decirle todo lo que ha hecho durante este tiempo. También sé que el camarero que acaba de servirme es uno de sus inspectores y que hay otro en una ventana frente a nosotros, cerca de una jaula de canario…

Maigret apretó fuertemente el mango de su pipa entre los dientes, evitando mirar a su interlocutor que seguía hablando con voz monocorde:

—Comprendo que, cuando un desconocido va a declararle: «Soy un antiguo oficial del ejército polaco y quiero suicidarme…», comprendo que usted piense: «Eso no es cierto…». Pero ha verificado todo lo que le he dicho… Ha visto que no me rebajo a mentir…

Era un torbellino de palabras, un torbellino rapidísimo, cargante, cansadísimo de escuchar, tanto más cuanto que el acento deformaba las sílabas, hasta tal punto que era preciso prestar una gran atención para comprenderlo todo.

—Usted no es polaco, señor Maigrette… No comprende la mentalidad… No habla la lengua… Yo quiero ayudarle seriamente, porque el buen nombre de mi país no puede ser desprestigiado por…

El comisario empezaba a encolerizarse. Y el otro, que sin embargo debía darse cuenta, seguía impertérrito:

—Si intenta detener a Stan, ¿qué hará? Tal vez tenga dos o tres revólveres en sus bolsillos… Dispara sobre todo el mundo… ¿Quién sabe si no morirán niños, si no caerán heridas las mujeres?… Entonces dirán que la policía…

—¿No puede callarse?

—Yo quiero morir… Nadie llorará al pobre Ozep… Usted me dice: «¡Ahí está Stan!»… Y yo le sigo como le he seguido a usted… Espero el momento en que no haya nadie… Le digo: «¡Tú eres Stan el Asesino!…».

»Entonces, dispara sobre mí y yo le disparo a las piernas… Desde el momento en que dispara sobre mí, usted tiene la prueba de que se trata de Stan y que no hace una tontería… Y como él está herido…».

¡Nada le detenía! Hubiera continuado su charla a despecho del universo entero.

—¿Y si le hago encerrar? —le interrumpió rudamente Maigret.

—¿Por qué?

—¡Para tener paz!

—¿Qué diría? ¿Qué ha hecho el pobre Ozep contra las leyes francesas a las que, por el contrario, quiere defender y por las cuales da su vida?

—¡Bocazas!

—¿Cómo dice? ¿Acepta?

—¡Nada de eso!

En aquel momento, pasó una mujer, una mujer de cabellos rubios, de tez muy clara, a la que todo el mundo en el barrio era capaz de reconocer como extranjera. Llevaba una bolsa de provisiones y se dirigía hacia una carnicería.

Maigret, que la seguía con los ojos, notó que su compañero de repente tenía necesidad de sonarse ruidosamente, cubriéndose casi todo el rostro con el pañuelo.

—Es la amante de Stan, ¿verdad? —decía cuando la mujer había desaparecido.

—¿Me va a dejar en paz, por fin?

—Está convencido de que es la amante de Stan, pero no sabe quién es Stan… Cree que es el barbudo… Ahora bien, el barbudo se llama Boris… Y el tuerto se llama Sacha… No es polaco, sino ruso… Si lleva a cabo usted mismo la investigación, no sabrá nada, porque en el hotel sólo hay polacos que se negarán a responderle o que le mentirán… Mientras que yo…

Ninguna ama de casa, en la agitación de la calle Saint-Antoine, sospechaba los temas debatidos en aquella minúscula terraza del «Tonnelet Bourguignon». La mujer de los cabellos rubios, de tez clara, compraba chuletas en el tenderete de un carnicero próximo y había en su mirada un poco de esa lasitud que se leía en la de Michel Ozep.

—¿Tal vez esté molesto porque teme que, si muero, le pidan explicaciones?… En primer lugar, no tengo familia… A continuación, he escrito una carta en la cual digo que soy yo el que, solo y por mi gusto, ha buscado la muerte…

En el umbral, el pobre Janvier no sabía cómo hacer para explicar a Maigret que había un mensaje telefónico para él. Maigret se había dado cuenta, pero continuaba observando a su polaco, sacando pequeñas bocanadas de su pipa.

—Escuche, Ozep…

—Sí, señor Maigrette…

—Si le veo otra vez por los alrededores de la calle Saint-Antoine, ¡le hago encerrar!

—Pero, yo vivo…

—¡Tendrá que vivir en otra parte!

—¿Rechaza el ofrecimiento que…?

—¡Lárguese!

—Pero…

—¡Lárguese o le arresto!

El hombre se levantó, saludó entrechocando los talones y, doblándose por la mitad, se alejó con un paso digno. Maigret, que ya había visto a uno de sus inspectores, le había hecho seña de seguir al extraño profesor de gimnasia.

Por fin Janvier podía acercarse.

—Lucas acaba de telefonear… Ha visto armas en la habitación y cinco polacos han dormido esta noche en el dormitorio contiguo, algunos en el suelo, dejando la puerta de comunicación abierta… ¿Quién es ese tipo?

—Nadie… ¿Le debo?…

Y Janvier, volviendo a tomar su papel, señalaba el vaso de Ozep:

—¿Paga la consumición del señor?… Un franco y veinte y un franco y veinte, dos cuarenta…

Maigret se hizo conducir en taxi a la P.J.

En la puerta de su despacho, encontró al inspector al que había encargado seguir a Ozep.

—¿Has perdido su pista? —gritó—. ¿No te da vergüenza? Te encargo una tarea infantil y…

—No lo he perdido —murmuró humildemente el inspector, que era nuevo.

—¿Dónde está?

—Aquí.

—¿Le has traído tú?

—Ha venido él.

Porque Ozep, en efecto, se había dirigido sin rodeos a la P.J. y se había instalado tranquilamente en la sala de espera, con un bocadillo, después de haber anunciado que tenía una cita con el comisario «Maigrette».