III

—¡Hola!… ¿Eres tú?… ¿Todavía tienes trabajo en el despacho?… Es el electricista que está aquí y que pregunta que si debe instalar un enchufe en el cuarto de los trastos…

La señora Maigret telefoneaba desde allá, desde Meung-sur-Loire, en donde la casita remozada esperaba al comisario en cuarenta y ocho horas.

—¿Qué tiempo hace? —preguntó.

—Seco… Hay mucho viento…

En París seguía lloviendo y a Maigret le hubiese gustado que el viento del Loire viniese a barrer la atmósfera tensa, crispada, malsana de su despacho en donde, desde hacía horas y horas, continuaba una lucha agotadora.

Con el auricular en la oreja, dejaba posar su mirada sobre aquel ser enigmático que le sostenía la mirada con la inverosímil energía de la cual sólo son capaces algunas mujeres y que mentía como saben mentir las jóvenes.

—Escucho, sí…

—¿Puedo hablarte un momento todavía? El electricista pregunta si debe poner un timbre en la puerta de entrada. Yo creo que con la aldaba basta…

—¡Pardiez!

Pero su «pardiez» no se aplicaba solamente a la puerta de entrada y al timbre de la casa de Meung. Maigret no escuchaba más. Tenía prisa por colgar, por ocuparse de otra cosa. Respondía vagamente:

—Sí… Bien… Hazlo como quieras… Eso es… Buenas tardes, querida.

Y la «querida» bastaba para llevar hacia él la curiosa mirada de la joven, tan cierto es que una mujer sigue siendo mujer a despecho de lo trágico de los acontecimientos.

¡Uf!… Maigret se sentía liberado. Le parecía que después de haber dado vueltas largo tiempo sin encontrar la menor salida, se encontraba por fin ante ella. Había recobrado su facultad de razonamiento. Su equivocación había sido permanecer demasiado tiempo con aquella muchacha en una atmósfera agobiante.

—¡Hola!… ¿Ha vuelto Lucas?… Que suba inmediatamente a mi despacho… Sí, con todos los procesos verbales del asunto de «La Estrella del Norte»…

Allá arriba, una pipa, un sorbo de cerveza, algunos pasos hacia la ventana que entreabría a pesar de la lluvia.

—Sólo un momento, para cambiar el aire… —se excusó.

Cierto, no había encontrado al asesino de Georges Bompard y la idea que acababa de tener no poseía nada de sensacional, pero bastaba para hacerle salir del círculo.

Aquella idea era ésta: cuando se había cometido el crimen, había en la planta baja un guarda de noche sin la ayuda del cual no se podía salir del hotel. Ahora bien, este guarda de noche declaraba no haber abierto la puerta a nadie y no haber abandonado su puesto.

Por otra parte, en el primer piso, el dueño estaba de pie, ocupado, había dicho, en ponerse el pantalón, y se había precipitado hacia el piso desde donde provenían las llamadas de socorro.

Suponiendo, pues, como lo hacía Maigret, que la joven no le había matado…

Suponiendo que ella había asistido al drama y que se callaba por una razón mayor…

Lucas entraba, con un fajo de papeles en la mano.

—¡Entra! ¡Siéntate! ¿Tienes la declaración del guarda de noche? Y la leyó a media voz, desde la comisura de los labios:

«Joseph Dufieu, nacido en Moissac… He oído las llamadas procedentes del segundo piso casi al mismo tiempo que los pasos del patrón en la escalera… He sido yo el que ha telefoneado en seguida a la Policía de Socorro, luego el que ha llamado a un agente que pasaba y que se ha puesto de guardia delante del hotel…».

¿Maigret lo hacía expresamente el proseguir su investigación delante de la joven? Ella tendía la oreja y manifestaba una cierta inquietud.

—¿Has interrogado a todos los huéspedes, Lucas?

—Los procesos verbales están aquí… Tengo la certeza de que ninguno de ellos conocía a la víctima; por consiguiente, no había razón para atacarla…

—¿El dueño? ¿De dónde es?

—De Toulouse.

Era todavía vago, cierto, pero en aquella bruma, las ideas empezaban a dibujarse y Maigret andaba de arriba a abajo, con las manos a la espalda, la pipa entre los dientes. Cerraba la ventana, se plantaba de tanto en tanto delante de su desconocida a la que turbaba aquella transformación.

—¡Bien! ¡Sigue mi razonamiento, Lucas! Suponte que la señorita aquí presente no ha matado a Bompard. Según tu investigación, el asesino tampoco es uno de los viajeros. Ahora bien, dos hombres afirman que nadie ha salido del hotel. Estos dos hombres son Dufieu, el guarda de noche, y el dueño… ¿Qué es lo que impide que uno u otro sea un antiguo conocido de Bompard, teniendo una vieja querella pendiente con él?

De repente se interrumpió, descontento.

—¡No! No es el guarda de noche, puesto que Bompard le vio al llegar, le entregó su ficha, tuvo tiempo de reconocerle. Si una discusión o un arreglo de cuentas había debido tener lugar entre los dos, se habría producido antes de las tres y media de la mañana.

¿Por qué la joven se relajaba como aliviada? ¿Y por qué Maigret proseguía, siempre en voz alta?

—¡En cuanto al dueño!… ¡Veámos!… ¿Hace que le despierte el guarda de noche?… No… Tiene un despertador… Todavía no había bajado en el momento de las llamadas de socorro… Dufieu no había subido… Por lo tanto, el dueño no podía saber que Bompard estaba en su establecimiento…

Se sentó pesadamente. Como ocurre a menudo, había empezado con confianza con una idea y se daba cuenta que no le llevaba a ninguna parte.

—Haz que nos suban de beber, Lucas… ¿Qué toma usted, pequeña?

—¡Un café!

—¿No cree que ya está bastante nerviosa?

¡Decir que, con una palabra, ella hubiera podido aclararlo todo y que se callaba obstinadamente! La miraba con rencor. Quería doblegarla costase lo que costase. No se veía, al final de su carrera, entregando a la joven en manos del juez y declarando:

—Es culpable o no lo es. Ya hace más de doce horas que le aprieto los tornillos y no he obtenido ningún resultado…

Lucas sabía que en aquellas ocasiones era mejor pasar inadvertido y, después de haber encargado los medios y el café, se mantenía inmóvil en un rincón.

—¿Comprendes, viejo? Hay un personaje sobre el cual me veo obligado a volver siempre: es el guarda de noche. Era el único que sabía que Bompard estaba en el hotel. El único que podía ver salir al asesino… ¡Espera!…

Llamaron a la puerta. Gritó:

—¡No! ¡No estoy!… ¡Para nadie!…

De nuevo estaba de pie, animado.

—La lista de los huéspedes, ¡rápido! ¿Dijiste que el guarda era de Moissac? ¿El dueño de Toulouse? Veamos los viajeros… Amiens… Compiègne… Marsella… Mercy-le-Haut… ¡Ni uno de Moissac! ¡Ni uno de Toulouse!

Apenas había pronunciado estas palabras cuando, volviéndose hacia la joven, sorprendía su mirada apurada, sus dientecitos que mordían nerviosamente el labio inferior.

—¿Adivinas a dónde quiero llegar, Lucas? Bompard, con buena suerte, como debía ser su costumbre, si se juzga por las fotografías descubiertas en su casa, va a un hotel cualquiera, frente a la estación del Norte… Alguien le ha reconocido, alguien que tiene razones para quererle mal… Ese alguien, esta muchacha obstinada le conoce también, puesto que se calla, puesto que inventa cualquier cosa antes que decir la verdad… Nos quemamos, lo huelo. Nosotros, caramba…

Repitió pensativo:

—¡Moissac!… ¡Toulouse! Y el traje sastre proviene de una casa de Bordeaux…

Descolgó el teléfono, lo pasó a Lucas.

—Pregunta por el editor de música para el que trabajaba Bompard… Que te diga cuál fue el último recorrido de su viajante…

En aquellos momentos, se hubiera dicho que Maigret crecía, se hacía más pesado y más ancho. Sacaba espesas bocanadas y a veces dejaba caer una mirada verdaderamente aplastante sobre la joven. Parecía decir:

«¡Está entendido! Cuando me vio, se imaginó que yo era mucho menos astuto de lo que muchos pretenden. Un gordito, ¿verdad? Un gordito al que una joven puede encandilar y que va a divertirse haciéndola desnudarse. Un sentimental además, que pone ojos tiernos, que se enfada, que se enerva. Un momento, pequeña…».

Y a Lucas ocupado en telefonear:

—¿Qué ha dicho?

—Bompard ha debido pasar los últimos meses en el Sudoeste.

—¡Suficiente! ¡Cuelga!

Vació su medio de un trago, atizó la estufa durante un buen rato, se volvió, de repente calmoso, y dijo a Lucas con una voz tan inesperada que la joven no pudo por menos que sonreír:

—¿No podías hacerme ver que estaba haciendo el idiota?

—Pero, patrón…

—Los camareros y las camareras… ¿Les has interrogado?

—Sí, patrón… Sólo hay dos camareras que duermen en el hotel, en el sexto… No han oído nada, fatalmente… Han bajado las últimas, cuando el zafarrancho las ha despertado…

—¿Tienes los nombres?

—En primer lugar, Berthe Martineau, diecinueve años…

—¿De dónde?

—Busco… Aquí está… de Compiègne…

—Lucienne Jouffroy… cuarenta y cinco años… de… de Moissac…

Y Lucas, que era de talla pequeña, levantó hacia el comisario una mirada a la vez estupefacta y admirativa.

—¿Has comprendido, ahora? ¡Salta a un taxi! Ve a buscármela… ¡Pero rápido, caramba!…

Y empujó al brigadier fuera, cerró la puerta con un gesto de feliz lasitud.

Miraba las fotografías una tras otra y se percataba solamente de que las amantes de Bompard eran todas jóvenes y a menudo muy jóvenes.

—¿Cuál es? —preguntaba con un tono de niño bueno a su prisionera.

Tenían casi tanto sueño el uno como la otra. Los hombros de Céline se hundían. En lugar de responder, movía negativamente la cabeza.

—¿El retrato de Lucienne Jouffroy no está aquí?

—¡Todavía no puedo decir nada! —suspiró por fin con esfuerzo.

—¿Por qué? ¿Espera la llegada de esta mujer? ¡Confiese que es de Moissac!

—¡Hablaré en seguida!

—¿Por qué no ahora?

—¡Porque no!

—¿Sabe lo que haría si tuviese una hija como usted? Le daría de tanto en tanto un buen par de bofetadas, a fin de enseñarla a vivir. ¡Mire! Apostaría a que empezó por coleccionar fotografías de artistas de cine. ¿No? Entonces ha leído demasiadas novelas…

Dulcemente, ella rectificó.

—Estudiaba música…

Y se sobresaltó cuando Maigret afirmó con seguridad:

—¡Es lo mismo! ¡Se exalta! Encontró a Georges Bompard. Lo que me extraña, por ejemplo, es que se viese encandilada por un viajante de comercio…

Volvió a rectificar:

—Me dijo que era compositor. Tocaba admirablemente el piano…

Había vuelto a aparecer la intimidad entre los dos, esta intimidad curiosa que se establece más a menudo de lo que se piensa entre el policía y el criminal. El despacho estaba recalentado, lleno de humo. Se oían vagamente los ruidos de la P.J., los telefonazos en las estancias vecinas, los pasos en el largo pasillo y, por la parte de atrás, subían los bocinazos de los coches desde el puente cercano.

—¿Le amaba?

No contestó, bajó la cabeza.

—¡Le amaba, es seguro! Y me pregunto si fue él quien la llevó o usted quien le siguió y se pegó a él.

Ella replicó simplemente, alzando los ojos:

—¡Fui yo!

Comprendió. Se encontraba al mismo nivel en la realidad vulgar que está en el fondo de los asuntos más complicados en apariencia.

Un viajante de comercio al que le gustaban las jóvenes y que se poetizaba a sus ojos dándoselas de gran compositor…

Una provinciana exaltada como se es a los dieciocho o diecinueve años y que, después de haber cedido, había querido defender su felicidad…

—¿Fue él quien le trajo a París?

—Fui yo la que vine.

—¿Le había dado su dirección?

—No… Se rodeaba de misterio… Pero me había dicho que frecuentaba cierto café del bulevar Saint-Germain… Fue allá donde le encontré… Yo no tenía equipaje y él fue a buscar su bolsa de aseo… Me rogaba que me quedase algunos días en el hotel, mientras él se libraba de ciertas obligaciones y podría ocuparse después exclusivamente de mí.

Por la mañana, cuando ella intentaba dárselas de aventurera sin envergadura, Maigret había llegado a creerla ya que representaba su papel a la perfección. En el transcurso de la jornada, la había visto muy niña y muy mujer a intervalos, erguida y abatida, malvada y desalentada.

—Su inspector no va muy rápido —remarcó de repente mirando su reloj de pulsera.

—Es un brigadier…

—No conozco la diferencia.

—¿Hace mucho tiempo que ha abandonado Moissac?

—Ahora no diré nada…

—¿Conoce al guarda Dufieu?

—Hablaré cuando vuelva el brigadier.

—Por lo tanto, ¿cree que Lucienne Jouffroy se ha marchado?

—No sé nada de eso… Hágame subir café, ¿quiere? Estoy muerta de cansancio…

Telefoneó al oficinista. Poco después, le pasaron una comunicación.

—¿Eh?… ¿Cómo dices?… ¡Tanto peor, amigo! Será preciso esperar… Claro que sí, se enviará la descripción a todas las fronteras…

Se volvió hacia la joven.

—Es el brigadier Lucas… Me anuncia que Lucienne Jouffroy ha abandonado el hotel al final de la mañana sin avisar a nadie…

Y, al aparato:

—Vuelve en seguida… Eso es…

Colgó y encontró a su interlocutora desconfiada.

—¿Supongo que ahora nada le impide hablar?

—¿Qué me prueba que no está mintiendo? Tal vez incluso no había nadie al otro extremo del hilo.

—¡Bravo por la confianza! Pues bien, mi pequeña, puesto que es así, nos basta con esperar la llegada de Lucas. ¿Le creerá a él?

—Tal vez.

Acababan por estar hartos el uno y el otro. Pasó un cuarto de hora sin que intercambiasen dos frases y por fin llegó Lucas, confundido, inquieto.

—Hubiera debido pensar en ello esta mañana, patrón…

—¿Cómo querías pensar en ello esta mañana, si ni yo mismo había pensado? ¿Y el guarda de noche?

—Está aquí, en el pasillo.

—¿Qué ha dicho?

—¡Nada! Pretende que no sabe nada…

—Hazle entrar.

El hombrecillo, con los hombros caídos, lanzó a Maigret una ojeada solapada.

—¿Cuáles eran exactamente sus relaciones con Lucienne Jouffroy?

—Era mi cuñada.

—Siéntese. No tema nada. Pero responda francamente a mis preguntas. ¿Su cuñada tenía una hija?

—¡Rosine, sí!

—¿Qué le ha ocurrido?

—Está muerta.

—¿De qué?

Silencio obstinado.

Maigret insistió:

—¿De qué?

Y fue Céline la que murmuró volviéndose hacia el guarda:

—¡Puede decirlo, Joseph!

—Murió de una operación que se hizo hacer porque estaba embarazada. Tenía dieciséis años…

—¿Eso ocurrió en Moissac?

—En Moissac, hace tres años.

—¿Y Georges Bompard estaba de gira por allá?

—Fue él el causante de todo… También fue él, cuando ella fue a verle para anunciarle que estaba embarazada, quien la llevó a casa de una curandera…

—¡Un instante, Dufieu! ¿Supongo que como consecuencia de estos acontecimientos su cuñada se vino a París y usted la hizo entrar como camarera en «La Estrella del Norte»?

El otro dijo que sí con la cabeza.

—Esta noche, se quedó muy asombrado, estoy seguro, al ver llegar a ese mismo hotel, a las tres de la mañana, a una joven a la que usted conocía, una joven de buena familia de Moissac…

—La señorita Blanchon —murmuró a pesar suyo.

—¿La hija del juez Blanchon?

Dufieu, asustado, se volvió hacia la joven y ésta articuló claramente:

—Geneviève Blanchon, sí, señor comisario. Mi padre no sabe nada. Ayer por la mañana abandoné Moissac, adonde Bompard me prometió escribir y en donde no recibía noticias…

—Un instante, ¿quiere? Por lo tanto, Dufieu, se quedó sorprendido al ver a esta joven, pero lo estuvo mucho más en el momento de la llegada de Bompard. Guarda de hotel, el hecho de que se presentasen con algunos minutos de intervalo, no le engañaba.

—No, señor comisario.

—Subió, pues, al sexto para avisar a su cuñada.

—Exacto.

—¿No creía que aquello podía acabar en un drama?

—Sabía que mi cuñada tenía ganas de vengarse de ese hombre.

Maigret se volvió hacia el brigadier.

—¡Lucas! Llévatelo a tu despacho, ¿quieres?

Prefería estar solo con la joven, que ahora no pensaba en chulear.

—¿Entró Lucienne Jouffroy cuando usted estaba allí?

—Sí.

—¿Sabía que su hija había sido la amante de Bompard?

—Sí.

—¿Y que la había llevado a casa de una curandera?

—Sí.

—¿Y, a pesar de eso, se reunió con él en París?

Contestó duramente, bajando la cabeza:

—¡Le amaba! Me había hecho creer que Rosine tenía otros amantes…

—Si yo fuese su padre… —gruñó Maigret.

—¿Qué es lo que haría?

—No lo sé, pero… Así que se marchó de su casa sin dinero, sin equipaje… Y fue Bompard quien le dio los mil francos para vivir entretanto en el hotel «La Estrella del Norte»…

—¡Le amaba! —repitió.

—¡Y ahora!

—No lo sé… He querido evitar que detuviesen a Lucienne Jouffroy y también que mi padre supiese…

—¿Cree usted que es fácil?

El teléfono sonaba. Maigret respondía, hosco:

—¡Sí!… ¡Bien!… ¡Tanto peor para ella!… ¡Naturalmente!…

Y, colgando:

—Lucienne Jouffroy no ha intentado franquear la frontera. Ha vagado durante horas por París y acaba de entregarse en una comisaría en donde ha confesado… No ha hablado de usted; ha pretendido únicamente que Bompard estaba acostado con una mujer pública a la que no conocía…

—¿Entonces?

—Como conozco a los jurados del Sena, seguramente será indultada…

—¿Y yo?

—¿Usted?

De pie, de repente dio libre curso a un ansia demasiado tiempo retenida y abofeteó a la joven que siguió sentada sin poder pronunciar una palabra.

—¡Venga!

—¿A dónde?

—Eso no le importa.

La hizo atravesar los pasillos y se encontró con ella en el oscuro patio de la P.J.

—¡Eh!… ¡Taxi!…

Y, obligándola a subir, farfulló como para sí mismo:

—Hay dos portezuelas… Suponiendo que, entre el barullo, alguien salga por una de ellas…

Luego se calló.

El coche atravesaba la calle Rívoli.

La joven no se movía.

—¡Dígame! —gruñó Maigret—. ¿Ha perdido su inteligencia o qué?

—Tengo sueño —suspiró ella.

—Pues bien, ya dormirá después… Le prevengo que si, en un minuto…

Entreabrió la portezuela, vaciló.

Y él, furioso:

—Pero ¡lárguese, caramba!… ¡Especie de boba!…

El chófer se volvió, sólo vio a una persona en el coche, quiso detenerse, pero el comisario bajó el cristal y murmuró:

—Déjeme delante de una buena cervecería… ¡Tengo una sed de ésas!…