II

Éste fue sin duda el interrogatorio más engañoso de la carrera de Maigret. De principio a fin, se desarrolló en unas condiciones excepcionales, en medio de una decoración trastrocada, con papeles destrozados por el suelo y trozos de yeso que el comisario fingía no ver.

Se añadía también el hecho de que Maigret no había dormido y que su oponente, verosímilmente, estaba más o menos en su mismo caso. Y los dos estaban pálidos, con los ojos brillantes por esa fiebre lánguida que sigue a las largas vigilias.

Al entrar en su despacho, Maigret, sin pestañear, se había dirigido hacia su sillón, había cogido el brazo de la joven murmurando:

—¿Me permite?

Y ella se había levantado, sintiendo que él diría la última palabra, se había sentado en el sitio que le señalaba, frente a la ventana que iluminaba una luz cruda, tan inexorable como el magnesio. ¿Esperaba que él hablase? En ese caso, debía estar muy desconcertada, porque el comisario empezaba por llenar una pipa, con un cuidado minucioso, luego atizaba la estufa, sacaba punta a un lápiz, abría por fin la puerta al camarero del café que traía el desayuno para dos.

—¿Le apetece? —se contentó con murmurar en dirección a la prisionera.

—¿No hay leche? —replicó ésta agriamente.

—He pensado que el café negro la mantendría mejor despierta.

—Detesto el café sin leche.

—En ese caso, no lo beba.

Sin embargo, se lo bebió, intentando acostumbrarse a la amenazante placidez de su interlocutor. Éste, tras haber reparado fuerzas, descolgó el teléfono.

—¡Hola!… Deme la brigada móvil de Orléans…

Y, cuando la tuvo:

—Aquí, Maigret… ¿Quiere darme una información oficiosa…? Si fuese necesario, le haría enviar una comisión rogatoria… Se trata de una tal Céline Germain, que vive en la calle Saules, en su ciudad…

Tuvo la impresión de que una breve sonrisa pasaba por los labios de la joven. En el mismo momento, él fruncía el ceño.

—¿Eh…? ¿Está seguro…? ¿En los arrabales de Orléans tampoco…?

Cuando colgó, fue para dejar posar su mirada un buen rato sobre el rostro de Céline Germain. Al fin, suspiró:

—¿Dónde vives?

—¡En ninguna parte!

—¿Dónde conociste a Georges Bompard?

—En la calle.

En adelante, ya se había iniciado la batalla y cada uno se observaba, los nervios en tensión, a pesar de que la lluvia seguía cayendo más allá de los cristales y que a veces se oía la llamada de un remolcador franqueando el arco del puente.

—¿En qué calle?

—En Montmartre.

—¿Hacías el recorrido?

—¿Y qué más?

—¿Qué hora era?

—No lo sé.

—¿Entraste con él al hotel?

Dudó, comprendió que él estaba al corriente de la entrada solitaria de su compañero, y precisó:

—Entré un poco antes y tomé una habitación. Fue él quien lo había querido así.

—¿Dónde has nacido?

—Eso no le importa a nadie.

—¿Nunca has tenido problemas con la policía de buenas costumbres?

En el mismo instante llamaban a la puerta. El inspector Janvier no se atrevía a hablar y Maigret le hizo signo de que no tuviese vergüenza.

—Vengo de la calle Miromesnil, en donde no he encontrado gran cosa. Georges Bompard tiene domicilio. Ocupa desde hace quince años un piso de soltero de dos habitaciones, en el quinto sobre el patio, de un alquiler de dos mil quinientos. La portera pretende que no está ahí casi nunca porque es representante de comercio y viaja sin cesar.

Maigret se percató de que la joven parpadeaba, estaba a punto de decir algo, pero aquello duró poco y en seguida había recobrado su impasibilidad.

—Continúa.

—¡Eso es todo! Bompard salió de su casa ayer por la mañana.

—¿No había recibido ningún telefonazo?

—No hay teléfono en su casa.

—¿Nada más?

—Nada más. Salvo una impresión personal. Se debía tratar de un alegre vividor a juzgar por las fotografías de mujeres que cubren casi todas las paredes…

—¿No has visto el retrato de ésta?

—Intento acordarme. No creo…

—Ve a buscarme todas las fotos y las cartas, si hay…

Una vez ido Janvier, Maigret se ocupó otra vez del fuego, pacientemente, se pasó la mano por la frente, bostezó.

—En suma, pretendes que no sabes nada. Te llamas Céline Germain y recorres la acera. Bompard te abordó en la calle y te llevó al hotel…

—No en seguida. En primer lugar fuimos a bailar a unas boîtes.

—¿Y una vez en el hotel?

—Me reuní con él en su habitación, como estaba convenido. Nos acostamos.

—¡Lo sé! Una vecina oyó…

—¡Habrá que creer que se trata de una viciosa que se levantó para escuchar! ¿Tal vez también miró por la cerradura?

—¿Después? ¿Entró alguien?

—No lo sé… Volví a mi habitación.

—¿En camisa?

—Sólo me había vestido a medias. Debí olvidarme una media debajo de la cama. No oí que gritasen. Solamente me despertaron unos pasos en el pasillo y puertas que se abrían y se cerraban. Cuando comprendí lo que pasaba, me di cuenta de que me acusarían e intenté largarme. Luego usted me impidió irme. Me acordé de la media y metí la otra en el desagüe del lavabo. ¿Ya sabe bastante?

Maigret se levantó, se puso el sombrero, pero no el abrigo, abrió la puerta y pronunció simplemente:

—¡Ven!

Atravesó con ella, vigilándola de cerca, numerosos pasillos, subió por estrechas escaleras, alcanzó por fin la Identidad Judicial en donde pasan a la antropometría todos aquellos y aquellas que han sido detenidos en el transcurso de la noche.

Era la hora de las mujeres. Había una veintena todavía, la mayoría mujeres públicas de baja estofa que tenían la costumbre del ceremonial y que se desnudaban ellas mismas.

Alguien que no conociese a Maigret le hubiese tomado en aquel instante por un hombre grueso que desempeñaba sin convicción un oficio cualquiera.

—Desnúdate… —suspiró encendiendo de nuevo su pipa.

Pero tuvo que volver la cabeza para que su prisionera no viese la extraña sonrisa que campeaba en sus labios.

—¿Completamente desnuda?

—¡Pardiez!…

Adivinaba un combate. Esperaba con cierta ansiedad. Por fin, ella arrancó literalmente la chaqueta de su traje, luego su blusa de seda crema y se sentó para quitarse los zapatos.

Bajando la vista, el comisario constató que las manos de Céline temblaban y él quería poner fin a aquella prueba.

—Sigues pretendiendo que te dedicas al enganche en la vía pública, ¿verdad?

Ella dijo «sí», con la mirada fija y los dientes apretados. Dejó caer su falda mientras se veían dos pequeños senos muy erectos asomar bajo la combinación.

—Ahora, ponte en la fila… Te van a examinar.

Y, con un gesto en apariencia maquinal, cogió la ropa y la llevó a un despacho vecino. Era el laboratorio en donde, entre probetas y aparatos de proyección, los especialistas se dedicaban a búsquedas minuciosas.

—Dime, Eloi, ¿qué opinas de estos trapos?

Un joven alto cogió el traje sastre, lo palpó como un conocedor, puso en primer lugar el dedo sobre la etiqueta.

—Proviene de una casa de Bordeaux. Tela de excelente calidad, hechura cuidada. Un traje de joven de la buena burguesía.

—Te lo agradezco.

Cuando volvió al lado de las mujeres, oyó el ruido de una discusión y un poco más tarde el fotógrafo de la Identidad Judicial vino a decirle:

—¡No hay nada que hacer! Cada vez que quiero sacarle una foto, cierra los ojos, hincha una mejilla, tuerce la boca, en resumen, se las arregla para ser irreconocible.

—¡Que se vista! —concedió Maigret con cierta lasitud—. Naturalmente, ¿no se ha encontrado ficha con sus huellas?

—¡No! Nunca ha tenido relación con la policía. ¡Mire! Ahí está el doctor que le busca…

Era un joven médico al que Maigret conocía bien. Los dos hombres, en un rincón, hablaron largo tiempo en voz baja. Cuando acabaron, reapareció la joven, con el traje sastre, los ojos fijos, la tez tan pálida que el comisario se apiadó.

* * *

—¿Está decidida a hablar?

—No tengo nada que decir.

Estaban de nuevo en el despacho de Maigret y, cosa curiosa, una especie de intimidad se había establecido entre el comisario y la joven. Si no se miraban como amigos, bien al contrario, tampoco lo hacían como dos extraños.

—¿Sabe lo que me ha dicho el doctor?

Enrojeció y tal vez faltó muy poco para que estallase en sollozos.

—¿Supongo que lo adivina? No hace un mes que…

—¡Cállese!

—Confiesa, por lo tanto, que no hace un mes todavía usted era una verdadera doncella. Quisiera que confesase también que no me ha dado su verdadero nombre.

Intentó ironizar:

—¡Desde el momento que usted hace las preguntas y las contesta!

—¡Eso es! Voy a hacer las preguntas y las respuestas. O más bien, voy a intentar reconstruir los hechos. Usted vive en provincias, no sé todavía dónde, pero probablemente en la región de Bordeaux…

No se le escapó que la joven experimentaba una cierta satisfacción: por lo tanto, no se trataba de Bordeaux.

—… usted es una jovencita lista y es probable que viva con sus padres… Georges Bompard entró en su vida… Le hizo la corte… Usted se entregó a él y él la arrastró a través de su singladura…

Ella volvió la cabeza, comprendiendo que el comisario sólo hablaba para sorprender sus reacciones.

—¿Me está contando una novela? —se burló con una voz que no llegaba a convertir del todo en canallesca.

—Casi, puesto que vamos a llegar al abandono…

—Es decir, que Georges me anuncia que debemos separarnos y yo le mato, luego voy a esconder el cuchillo… ¡Hecho! ¿Dónde hubiera podido esconder el cuchillo?

—¡Perdón! ¿Quién le ha dicho que le habían matado de una cuchillada?

—Pero… En los pasillos… Se hablaba de ello…

—En ese caso, puesto que acaba de mostrarse tan locuaz, continúe y dígame, en efecto, dónde ha escondido el arma…

—Usted se cree muy listo, ¿no?

—De lo que estoy seguro, en todo caso, es de que usted es muy lista. Hasta el punto de sufrir la visita, esta mañana, y la promiscuidad de las mujeres públicas, antes que confesar que había mentido al hablar de enganche.

—¡Usted es un ingenuo!

—¿Por qué?

—Porque el hecho de que yo fuese doncella hace un mes no prueba nada. ¿Va a preguntarme todavía durante mucho tiempo?

—El tiempo que sea necesario. Le señalo, a título de indicación, que un hombre, ya hace tres años, permaneció treinta y siete horas en la silla que usted ocupa. Había entrado como testigo. Salió con esposas en las muñecas y ahora está en la Guayana.

Ella esbozó una mueca de desprecio.

—¡A su gusto! —dejó caer—. Espero, pues, pacientemente sus preguntas. Ha empezado por palpar mi faja. Luego ha encontrado el medio de verme completamente desnuda. Acabo por preguntarme si, a fin de cuentas, no será usted un gordo vicioso…

Maigret no respondió, pero, tal vez para castigarla, la dejó un cuarto de hora sin decir nada, mientras examinaba papeles sin interés.

—¿Cuánto le dio Bompard por la noche? —dijo de repente alzando la cabeza—. Porque, puesto que la encontró en la calle, es normal que…

—¡Que me pagase! Me dio mil francos…

—Hay, en efecto, un billete de mil francos en su bolso. ¿Los demás clientes la habían acostumbrado a tanta generosidad?

—Eso depende de cuáles.

En aquellos momentos, Maigret la hubiese abofeteado bien a gusto. Los criminales más celebres de los últimos treinta años habían desfilado por aquel despacho. Uno de ellos, un antiguo abogado que había acabado trágicamente en el crimen, era tan retorcido que el comisario había tenido que salir varias veces para esconder su rabia.

Pero, en el momento presente, no era más que una chiquilla la que estaba ante él. Confesaba diecinueve años y no se hubiese asombrado al saber que sólo tenía diecisiete.

Ya hacía horas que estaban frente a frente y él no había sacado nada en limpio, ni su nombre, ni su región de origen. Mentía descaradamente. Y ni se molestaba en disimularlo. O, más bien, parecía decir:

—No soy yo la que le tengo que decir la verdad, ¿no es cierto? ¡Es usted el que tiene que descubrirla!

Janvier había vuelto de la calle Miromesnil con un montón de fotografías, de las cuales algunas más que sugestivas. Maigret las había examinado una a una, lentamente, no sin constatar la rabia fría de su oponente.

—¿Celosa? —le había preguntado.

—¿De un cliente de una noche?

Total, que ninguna foto se parecía a Céline y que las informaciones sobre Bompard eran más bien vagas.

Habían encontrado la casa para la que trabajaba: una casa de ediciones musicales del bulevar Malesherbes. Preguntado el editor, había respondido:

—Bompard era un hombre curioso, al que yo veía muy poco. Era un excelente representante, pero tenía sus manías, como la de cambiar sin cesar sus itinerarios. Le gustaba rodearse de misterio y, en la casa, le considerábamos como un jactancioso. A veces, dejaba entender que pertenecía a una familia ilustre. Se vestía con un cuidado meticuloso y una originalidad que llegué a considerar exagerada, dada su profesión…

* * *

A las tres de la tarde, el despacho de Maigret presentaba el mismo desorden, con, además, vasos de cerveza sobre la mesa, restos de bocadillos, ceniza de pipa un poco por todas partes y colillas de cigarrillos porque el comisario había acabado por enviar a buscar cigarrillos para Céline.

La situación, se tomase por donde se tomase, frisaba el ridículo y aquello debía saberse en la casa porque, varias veces, los colegas fueron a entreabrir la puerta bajo pretextos evidentes.

En el hotel «La Estrella del Norte», el brigadier Lucas, el mejor colaborador de Maigret, llevaba en vano una investigación a fondo. No solamente el cuchillo seguía sin aparecer (¡e incluso se habían desmontado los W. C.!), sino que ningún testimonio aportaba el menor indicio.

Así que, en suma, sólo se sabía esto: un poco después de las tres de la mañana, una tal Céline, de la que se ignoraba todo, había llamado al hotel y había pedido una habitación para el resto de la noche.

Menos de un cuarto de hora más tarde, Georges Bompard, portador de un maletín de viaje, entraba en el mismo hotel y alquilaba una habitación en la que Céline no tardaba en reunirse con él.

Dos horas después, por fin. Bompard abría la puerta, pedía socorro y se desplomaba, alcanzado por una cuchillada en la mitad de la espalda, mientras que la joven intentaba desaparecer.

Los periódicos de la tarde acababan de salir. Publicaban en primera página la fotografía de una Céline irreconocible, tanto se había empeñado la joven en gesticular delante del objetivo.

—Dígame, pequeña, cuando Bompard la abordó, en esa calle de Montmartre, de la cual ha olvidado el nombre, ¿tenía ya el maletín en la mano?

—¡No!

—Entraron en dos boîtes. ¿Seguía sin el maletín? Y, sin embargo, cuando fue al hotel tenía uno…

—Fuimos a buscarlo juntos a una pequeña taberna abierta toda la noche, cerca de la plaza Pigalle, en donde lo había dejado en consigna.

—¿Abrió ese maletín delante suyo en la habitación?

—No… Sí… No lo sé…

—¿De dónde sacó el billete de mil francos?

—¡De su cartera sin duda!

—Sepa que cuando encontramos esa cartera estaba vacía. Habrá que creer, pues, que Bompard le dio todo lo que llevaba encima, guardando un poco de calderilla para pagar su habitación al día siguiente…

—¡Eso no me importaba!

¡Evidentemente! ¡Tenía respuesta para todo y su tesis era lógica dentro de su misma incoherencia!

¿Qué otra cosa intentar para desmontarla? ¿La cancioncilla? Maigret se resignó a ello, tomó el aspecto de más buena persona:

—¿No le parece que acabaremos, tanto el uno como el otro, por ser ridículos? Por mi parte intento hacerle decir que usted ha matado a Bompard, mientras que tal vez no lo ha matado. Por otro lado, usted se obstina en pretender que no sabe nada, mientras que sí que sabe algo…

—¡Yo me mantendré hasta el final! —remarcó.

—¡A fe que sí! Únicamente que no durará mucho. Lucas acaba de telefonearme que está sobre una pista seria. En una hora u otra, la situación cambiará y usted se encontrará en mala postura…

»Razonemos tranquilamente los dos y deténgame si me equivoco… En primer lugar, un hecho incuestionable: Bompard ha sido asesinado de una cuchillada… Ahora bien, es improbable, a menos de creer en la premeditación, que usted tuviese un cuchillo de ese calibre en su bolso… Tampoco debía estar sobre la mesa… Y la bolsa de aseo, que hubiera podido contener uno, estaba cerrada…

—¡Nunca he afirmado eso!

—¡Sea!… Estaba cerrada o abierta, importa poco… El hecho es que una mujer de su clase se arriesga muy raramente a jugar con un cuchillo… Si hubiese tenido la intención de matar a un amante infiel, o a un seductor cínico, hubiese empleado un revólver…

»Por lo tanto, no ha matado a Bompard…

»Hay que suponer, pues, que alguien ha venido de fuera y le voy a probar que ese alguien sólo pudo llegar mientras usted estaba allí…».

Ella se había levantado y había pegado la frente al cristal, mientras caía el crepúsculo sobre un París mojado.

—En primer lugar, si se hubiese marchado tranquilamente, tras unos abrazos que no me interesan, es muy probable que no se hubiese olvidado de una de sus medias al pie de la cama… Hubiera recogido con cuidado sus pertenencias, como la personita razonable y tranquila que es…

Decía esto por ironía porque, en el mismo momento, veía pasar como temblores por la nuca de la joven.

—¿Me escucha, Céline? En segundo lugar, Bompard fue golpeado en la espalda, lo que indica o que estaba ocupado con una tercera persona —¡usted!— cuando surgió el asesino, o que no desconfiaba de este asesino…

»He aquí adónde nos lleva un razonamiento más o menos riguroso… Ahora, tengo que darle un consejo, por su interés: hablar lo antes posible… Quiere hacerme creer que ejerce la profesión de buscona, para no emplear una palabra más dura…

»Si me dejase persuadir, no dejaría de hacerle notar que en ese caso tendría muy probablemente un amante, uno de esos amigos serios a los que se les llama también con otro nombre… Este amante, al verla entrar en el hotel con un hombre rico en apariencia, ha podido tener la idea de desvalijarle…

»¿Me ha seguido? ¿Y comprende finalmente que su interés está en decirme claramente y sin rodeos lo que ha visto?».

Hubo un largo silencio. La joven seguía mirando por la ventana. Maigret estaba al acecho de sus menores reacciones, pero sin gran esperanza.

Por fin, ella se volvió, tan pálida como por la mañana, cuando salía de la Identidad Judicial. Fue a sentarse a su silla con lasitud, empujó con el pie los papeles tirados por el suelo.

—¿Eso es todo? —suspiró.

—¿Por qué no confesar en seguida lo que se verá obligada a confesar dentro de una hora o dos?

Con una amarga sonrisa en sus labios, dejó caer:

—¿Usted cree?

Se hubiera podido creer que estaba vencida, que iba a decidirse. Seguía allí, mirando al suelo con las manos juntas sobre las rodillas cruzadas. Maigret no se atrevía a moverse, por temor a influenciarla.

Por fin, ella se movió, buscó los cigarrillos sobre el escritorio, cogió uno y lo encendió con un gesto familiar.

—¡Usted desempeña un raro oficio! —constató entonces—. ¿No le avergüenza un poco?

Él no se movió.

—¿Piensa que denota astucia todo lo que me ha contado? ¿Y se figura verdaderamente que sabe algo de mí?

—Me figuro que lo voy a saber —dijo con un tono penetrante.

—¿Sin mentira?

Era descorazonador. De un segundo al otro cambiaba, volvía a tomar su acento de por la mañana, cuando hablaba de su vida de buscona.

—¿Siempre lleva de esta manera sus investigaciones?

En lugar de enfadarse, Maigret estaba alterado, porque por fin se percibía en ella una angustia contenida, una desesperanza que tal vez iba a atravesar la frágil barrera de su voluntad.

—Escuche, Céline…

—¡Yo no me llamo Céline!

—Lo sé.

—¡Usted no sabe nada de nada! ¡No sabrá nada! Y, si la desgracia quiere que sepa algo, llevará ese peso sobre su conciencia. Ahora, mándeme a la cárcel si eso le divierte. Concédame entrevistas con los periodistas que escribirán columnas sobre la joven que no quiere decir su nombre…

—¿Qué es lo que hacía en Bordeaux?

—¿Cuándo? —exclamó titubeando.

—No hace mucho tiempo. Le daré la fecha exacta en seguida. Por su acento, no es del todo del Mediodía, ni del Sudoeste. Y sin embargo…

Ella suspiró, consumida por un cansancio que no era fingido:

—¡No puedo más! Si me enviase a la cárcel, allí, por lo menos, ¿podría dormir?

—Podrá dormir en cuanto me haya dicho…

—¿Es un chantaje?

Él se turbó, balbuceó:

—¡Claro que no, especie de idiota! ¿No comprende que lo que hago es por usted? ¿No sabe que en cuanto hubiese franqueado esta puerta, sería una inculpada y que sólo dependería del Tribunal? ¿Me ha visto tomar una sola nota? ¿Me ha visto redactar un proceso verbal de este interrogatorio?

Ella le observaba curiosamente.

—En tanto esté aquí, comprenda que…

Pero no acabó. Ya había dicho demasiado. La hubiese pegado, como a una muchachita desobediente y, en otros momentos…

—¿Quiere que volvamos a empezar por el principio, que le pruebe que su sistema se cae por la base?

Ella levantó los ojos hacia él y articuló:

—¡Lo sé!

—¿Entonces?

—Entonces, no es posible hacer otra cosa. Verdaderamente no puedo. Si me dejase tumbarme en el suelo, dormiría…

Sonó el timbre del teléfono y Maigret volvió la espalda a la joven, que, electivamente, se tumbó en el suelo y cerró los ojos.