I

Un gruñido indistinto, al teléfono, fue la causa de todo, en todo caso de la participación de Maigret en esta aventura desconcertante.

Ya casi no pertenecía a la Policía Judicial. Dos días más y cogía oficialmente el retiro. Estos dos días, como las jornadas precedentes, contaba pasarlos poniendo sus dossiers en orden y retirando sus papeles personales y sus notas. Ya hacía treinta años que vivía en aquella casa del Quai des Orfèvres de la cual los menores rincones le eran más familiares que los de su apartamento. Nunca había pensado con impaciencia en el retiro. Ahora bien, he aquí que, a cuarenta y ocho horas de la libertad, no cesaba de evocar la casa a orillas del Loire que le esperaba y en donde la señora Maigret se ocupaba ya de prepararlo todo para su llegada.

A fin de trabajar en paz, acababa de pasar la noche en su despacho, ahora completamente azul a causa de un espeso humo de pipa. El amanecer le mostraba la lluvia sobre los muelles en donde las farolas todavía estaban encendidas y aquella atmósfera le recordaba muchos interrogatorios que, iniciados al principio de la tarde, en aquel mismo despacho, sólo habían terminado bien, con la confesión de un culpable extenuado, en aquella sucia aurora, mientras que el que preguntaba estaba tan extenuado como el que se mantenía en la banqueta.

El timbre de un teléfono resonó en un despacho vecino. A lo primero, Maigret no se preocupó, luego levantó la cabeza, se acordó de que el inspector de guardia había pasado algunos momentos antes para decirle que se iba a tomar un café caliente.

La gran casa estaba desierta, con las lámparas a media luz, con sus pasillos vacíos. Maigret penetró en un despacho, descolgó y dijo:

—¡Hola!

Y una voz de hombre pronunciaba en el otro extremo del hilo:

—¿Eres tú?

¿Por qué, en lugar de contestar que no o pedir detalles, se contentó con gruñir de una manera indistinta?

—Aquí Pierre… Han avisado a la Policía de Socorrí de un crimen misterioso cometido hace un instante en el hotel «La Estrella del Norte»… ¿Vas a ir?

Maigret volvió a gruñir, colgó, miró a su alrededor con embarazo. Sabía cómo ocurrían esas cosas. El inspector de guardia tenía un amigo, el llamado Pierre, en la central de la Policía de Socorro. Y este amigo se quedaba completamente feliz al pasarle un buen asunto.

Todavía dos días…

Maigret llenó una pipa, volvió a su despacho, no tuvo el valor de volver a lanzarse sobre su montón de papeles y un instante después se ponía su sombrero hongo, se endosaba su grueso abrigo de cuello de terciopelo y bajaba la escalera encogiéndose de hombros.

* * *

Apenas eran las seis de la mañana. El teléfono había actuado con rapidez porque cuando Maigret bajó del taxi en la calle Maubeuge, a dos pasos de la estación del Norte, no había allí ninguna concentración a la puerta del hotel, que vigilaba un agente uniformado.

—¿Ha llegado el comisario del barrio?

—Todavía no. Han ido a buscarle a su casa.

—¿Y el médico?

—Acaba de subir.

Era un hotel de cuarto orden, el mismo tipo de hotel vulgar que se encuentra en los alrededores de todas las estaciones. En un pequeño despacho, a la derecha de la puerta, Maigret se fijó en una cama deshecha que debía ser la del guarda de noche.

Todo aquello era gris, de dudosa limpieza que aún subrayaba más el amanecer lluvioso.

—Es en el segundo piso, en el 32…

Tapiz usado sostenido por barras de cobre. En el pasillo del primer piso, algunas personas con ropa de noche, unos con el abrigo echado por encima a guisa de batín sobre el pijama, rostros todavía llenos de sueño, con aquella especie de alelamiento que producen las catástrofes repentinas.

Maigret pasó, casi chocó con una muchacha que bajaba, vestida con un traje de chaqueta oscuro.

—¿A dónde va usted? —preguntó maquinalmente.

—A coger mi tren.

—Entre en su habitación.

—Pero…

—Nadie debe salir del hotel antes de que yo dé autorización para ello. Hay un agente en la puerta.

Y la forzaba, al andar, a subir las escaleras de espaldas.

—¿Habrá para largo?

—No sé nada. Le repito que entre en su habitación.

Al principio de una investigación, era cazurro voluntariamente y esta vez, para colmo, no había dormido. Una puerta se abrió, la del 32. Un hombre vestido a toda prisa, sin cuello ni corbata, con los pies desnudos metidos en unas zapatillas, preguntó:

—¿El comisario de policía?

—¡No! Policía Judicial. Comisario Maigret.

—Entre, se lo ruego… Soy el dueño del hotel… Es la primera vez en cinco años que llevo en el negocio que me ocurre…

¡Ya estaba clasificado! Un tipo fastidioso y charlatán, llorón, un débil que había invertido los cuatro cuartos de sus ahorros en aquel negocio con la esperanza de retirarse al cabo de algunos años. Maigret entró en la habitación. El médico se ponía su abrigo mientras que, sobre la cama, estaba tumbado un hombre, completamente desnudo, en una posición que no permitía ver su rostro, pero que mostraba una amplia herida en mitad de la espalda, poco más o menos a la altura del corazón.

—¿Muerto?

—Casi instantáneamente…

—¿Y la sangre?

El médico señaló un amplio charco, en el suelo, cerca de la puerta.

—Se arrastró hasta aquí para pedir socorro.

El dueño explicaba:

—Mi despertador acababa de tocar, porque siempre me levanto a las cinco y media. Nuestra clientela es sobre todo una clientela que toma el tren y que por consiguiente es madrugadora. Oí ruidos de puertas…

—Un instante… Usted dice ruidos de puertas. ¿Se trata de un plural, ruidos de puertas?

—Creo… No lo sé exactamente… Oí un zafarrancho…

—¿Y pasos?

—¡Pasos, naturalmente!

—¿En el pasillo o en la escalera?

—Me lo pregunto…

—Reflexione… Los pasos en la escalera no hacen el mismo ruido que sobre el suelo de madera…

—¿Tal vez los había de dos clases…? Lo que me chocó fue un grito, un grito que parecía salir a duras penas de la garganta de un hombre… Me estaba poniendo los pantalones… Abrí la puerta y…

—¡Perdón! ¿Dónde duerme?

—En el fondo del pasillo del primer piso. Hay un cuartillo que no se puede alquilar porque sólo está iluminado por un tragaluz.

—¡Continúe!

—Eso es todo. Acudí. Los huéspedes entreabrían las puertas. Ésta estaba abierta y, en el umbral, había un hombre de rodillas más que tumbado, perdiendo sangre a chorros…

—¿Estaba desnudo?

—He sido yo quien le ha quitado el pijama —intervino el médico.

—¿Cuchillada?

—¡Cuchillada, sí! Un arma sólida, de filo ancho.

Por fin llegaba el comisario de policía del barrio y fruncía el ceño al encontrar a Maigret en el lugar.

* * *

Maigret tenía un horror particular a los dramas en los hoteles y ya lamentaba haber cogido maquinalmente una comunicación telefónica que no le iba destinada. Como siempre, los viajeros se impacientaban. Se les veía surgir uno tras otro.

—Perdón, señor comisario… Aquí están mis papeles… Yo soy un hombre honorable conocido en Béziers… Es preciso que llegue a Bruselas al mediodía y mi tren…

El comisario sólo podía contestar:

—¡Desolado!

Algunos se enfadaban. Las mujeres lloraban, después de haber intentado el encanto.

—Si mi marido supiese que he dormido en este hotel…

—¡Tenga paciencia, señora!

Por fin, como todo aquel gentío inundaba los pasillos, se encolerizó, obligó a cada uno a entrar en su habitación y a dejar la puerta cerrada.

Sólo disponía de un cuarto de hora para realizar un buen trabajo. En seguida, se vería llegar a los especialistas de la Identidad Judicial con sus aparatos fotográficos y sus instrumentos de todas clases.

Luego sería el turno del juez de instrucción, del sustituto, del forense.

—¿Son ésas sus maletas? ¿No hay otras?

El pálido propietario del hotel hizo signo de que no. Sólo había, en un rincón, una maletita de pequeñas dimensiones, y Maigret, que la abrió, sólo encontró objetos de aseo personal y la muda.

En el perchero estaban colgados un traje gris hierro de excelente corte, un abrigo de presilla y un sombrero de delicado fieltro marcado con las iniciales G.B.

En la cartera de mano, una tarjeta de visita llevaba la mención: «Georges Bompard, 17 calle Miromesnil, París». Por contra, la cartera no contenía dinero y no se encontraba en ninguna otra parte, a excepción de calderilla en los bolsillos.

Maigret, que había hecho dar la vuelta al cuerpo, se había encontrado frente a un hombre de alrededor de cuarenta y cinco años, muy cuidado de su persona, de rasgos particularmente finos. Cosa curiosa eran sus cabellos gris plateado que, por contraste, daban al desconocido un gran aire de juventud al mismo tiempo que una cierta distinción.

—¡Tráigame su ficha!

El dueño la trajo. Estaba a nombre de Bompard y llevaba la misma dirección que la tarjeta.

—¿Llegó solo?

—Acabo de preguntarle al guarda de noche, porque llegó a las tres y media de la mañana. Estaba solo.

—¿Dónde está el guarda de noche?

—Espera abajo.

—Dígale que le prohíbo abandonar el hotel antes del final de mi investigación.

En el mismo momento, Maigret se inclinaba, recogía una media de seda que le había escondido en parte una pata de la cama.

—Tráigame la lista de viajeros y sobre todo la lista de viajeras.

La media de seda había sido retirada muy mal y la habían dejado caer al suelo, como cuando uno se desnuda precipitadamente. Era de color carne, de punto más bien pequeño, de mediana calidad.

Dejando al comisario de policía recoger los elementos de su informe y recibir a aquellos señores de la Fiscalía, Maigret salió de la habitación, siempre con el abrigo, el sombrero en la cabeza, la pipa entre los dientes. Pero su pipa estaba apagada y se hacía seguir por el dueño del hotel un poco a la manera de un coronel que pasa revista a los dormitorios de un cuartel.

—¿Aquí? —preguntaba señalando una puerta.

—Señorita Geneviève Blanchet, cuarenta y dos años, viuda, que vive en Compiègne.

—¡Entremos!

Del primer vistazo, constataba que la señorita Blanchet llevaba medias de hilo, pero no por ello no la obligaba a abrir su equipaje, tras lo cual, a despecho de sus protestas, registraba la habitación.

—¿No ha oído nada?

Enrojecía. Tuvo que insistir.

—Tuve la impresión… ¡Ya sabe! ¡Los tabiques son tan delgados!… Tuve, digo, la impresión de que ese señor no estaba solo y que… en fin que ellos…

—¿Que se hacía el amor en la habitación vecina? —precisó crudamente Maigret, que tenía santo horror a las mujeres pudibundas.

Dos viejas inglesas, más lejos, le crearon dificultades, porque poseían varios pares de medias de seda, pero nuevos, que pretendían pasar fraudulentamente por la frontera para su sobrina.

Una suiza de papeles dudosos fue enviada al Quai des Orfèvres para verificación de identidad.

Pasaba el tiempo sin que Maigret descubriese la segunda media. Fue en el piso de arriba donde se encontró en presencia de la joven del traje sastre a la que ya había encontrado en la escalera y su mirada, en seguida, se poso en las medias.

—¡Anda! ¿No lleva medias? —se extrañó—. ¿En esta estación?

Porque estaban en marzo y el tiempo era particularmente frío.

—Nunca llevo medias.

—¿Tiene equipaje?

—¡No!

—¿Ha rellenado una ficha?

—Sí.

La buscó en el fajo. Estaba al nombre de Céline Germain, sin profesión, calle Saules, en Orléans.

—¿Usted se llama Céline Germain?

—Sí.

La observó más atentamente porque había en sus respuestas una nitidez agresiva.

—¿Edad?

—¡Diecinueve años!

—¿Está segura de que nunca lleva medias?

Registraba la habitación, daba la vuelta a la cama de arriba a abajo, abría todos los cajones del armario y ordenaba de repente:

—¿Quiere levantarse la falda?

—¿Eh? ¡Usted está loco!

—Le ruego que se levante la falda.

—¡Dígame! ¿No tiene miedo a que haga una denuncia contra un marrano de su especie?

—¡Un hombre ha sido asesinado en este hotel! —se contentó en replicar—. ¡Vamos! Rápido…

Estaba pálida, con grandes ojos cubiertos de oro, ojos de pelirroja. Aquellos ojos, en aquel momento, expresaban desprecio y rabia.

—Levántela usted mismo, si se atreve —declaró ella—. Pero le prevengo que haré una denuncia…

Él se aproximó, le tocó las caderas.

—Lleva una faja —constató.

—¿Y qué más?

—Ya sabe usted que no es una faja estética, sino una faja estrecha para sujetar las medias…

—¿Ya usted qué le importa? Me visto como quiero, ¿no?

—¿Dónde está la segunda media?

—No sé nada…

El dueño del hotel escuchaba con estupor aquel extraño diálogo.

—¡Encuéntreme una gruesa llave inglesa! —le lanzó Maigret.

Se sirvió de ella para desmontar el tubo del desagüe del lavabo. Como parecía esperar, no tardó en retirar una pequeña masa esponjosa que no era otra que una media de seda.

—¡En marcha, mi pequeña! —ordenó sin manifestar sorpresa—. Nos explicaremos mejor en mi despacho.

—¿Y si me niego a seguirle?

—¡En marcha!

La empujaba hacia el pasillo. Ella se resistía. Luego se detenía un instante ante el 32 y entreabría la puerta.

—¡La llevo al Quai! —anunció al juez de instrucción que acababa de llegar—. Creo que tengo algo interesante.

En este momento, su prisionera intentaba alejarse con un movimiento imprevisto. Pero el comisario, también presto, la cogía por un brazo y entonces, con su mano libre, ella empezaba a arañarle el rostro.

—¡Vamos! Tranquila…

—¡Déjeme!… Le digo que me deje… ¡Usted es un tipo sucio…! Ha querido hacer que me desnudase… Me ha levantado la falda… ¡Y todo porque me he negado a dejarme hacer lo que usted quería…!

Las puertas se abrían. Se veían rostros asombrados mientras que únicamente Maigret seguía tranquilo y sujetaba el brazo de la muchacha.

—¿Quiere callarse, sí?

—¡No tiene derecho a llevarme! ¡Yo no he hecho nada! Quiero coger mi tren…

La arrastraba a la escalera y, sin descorazonarse, ella chillaba:

—¡Socorro…! ¡Yo no he hecho nada…! ¡Me tratan brutalmente…!

Tal vez esperaba un movimiento de la gente mal informada, como ocurre más a menudo de lo que se cree. Maigret, en sus principios, había sido molido a golpes porque un carterista al que detenía a la salida de unos grandes almacenes se había puesto a gritar:

—¡Al ladrón!

Había mucha gente delante del hotel «La Estrella del Norte». El comisario había tenido la precaución de hacer venir a un taxi. Sin embargo, fue preciso que le ayudase un agente a sostener a la muchacha que seguía forcejeando y que intentaba arrojarse al suelo. Por fin, se cerró la portezuela. Maigret se volvió a poner el sombrero correctamente y lanzó una mirada de reojo a su compañera que jadeaba.

—¡Como camellito, no los he visto mejores! —constató.

—¡Y yo, como bruto, no he encontrado a ninguno parecido!

¡Graciosa muchacha! La primera vez que la había visto, en la escalera, jovencita y frágil en su traje sastre azul marino, la había tomado por una muchacha de buena familia.

En su habitación, al contrario, se había mostrado huraña y cínica como una mujer.

Ahora, cambiaba otra vez de actitud y dejaba caer:

—Si es usted el famoso Maigret, no le felicito, porque le creía más astuto que todo esto.

Encendió su pipa largo tiempo apagada. Ella suspiró:

—¡Detesto el humo!

—¡Lo que no le impide tener cigarrillos en su bolso! —contestó.

—¡A cada uno su humo! ¡El suyo no me gusta!

No por ello dejó de fumar, observándola con el rabillo del ojo, porque era capaz de abrir la portezuela y saltar a la calle.

—¿Desde hace cuánto tiempo? —preguntó de repente.

—¿Qué?

—¿Que trabaja en esto?

Tuvo la impresión de que una furtiva sonrisa pasaba por sus delgados labios.

—¿Le importa?

—¡Como usted quiera! Sin duda será más razonable en mi despacho.

—¿Intentará otra vez ver mi faja?

—¿Quién sabe?

Seguía lloviendo. Las calles de París estaban animadas. Iban despacio para atravesar Les Halles y por fin alcanzaban los muelles.

Maigret no sabía todavía si estaba contento o no de haber cogido, por la mañana, la comunicación telefónica. En todo caso, estaba interesado en el pequeño fenómeno sentado, muy tieso, cerca de él.

Entre los dos se había iniciado la lucha, una lucha extraña en la que se hubiera dicho que había curiosidad por ambas partes.

—¿Supongo que va a interrogarme durante horas y horas sin darme de comer ni de beber? Es así como actúa, ¿verdad?

—¿Quién sabe? —repetía.

—Prefiero advertirle en seguida que eso no me da miedo. No tengo nada que reprocharme. Todo lo que me haga, un día se volverá contra usted…

—¡Entendido…!

—¿Qué es lo que tiene contra mí?

—No lo sé todavía.

—Entonces, déjeme marchar. Será mucho más inteligente por su parte.

El taxi se detenía en el patio de la P.J. y Maigret bajaba, estaba a punto de sacar su cartera del bolsillo para pagar. Su mirada se cruzó con la de la joven. Comprendió que ella esperaba aquel gesto para intentar por última vez huir y le dijo al chófer:

—Haré que le bajen el dinero.

La «Gran Casa» estaba llena y se oían voces en la mayoría de los despachos. Maigret abrió la puerta del suyo, hizo pasar a Céline Germain, cerró la puerta con llave, la del exterior, y se hizo anunciar al jefe.

Discutieron el caso una decena de minutos, se pusieron de acuerdo, tras lo cual Maigret se detuvo cerca del oficinista.

—Me harás subir café y croissants para dos.

Por fin abrió su puerta y se quedó un momento inmóvil, contemplando todos sus papeles, rotos o arrugados, que cubrían el suelo, los cristales de la ventana rotos y el busto de la República, que adornaba antes la chimenea, yaciendo en el suelo en dos pedazos.

En cuanto a la joven, sentada en el propio sillón del comisario, le miraba con desafío.

—¡Ya le había prevenido! —pronunció—. ¡Y le advierto que no se ha acabado!