De viaje o no de viaje, acostada temprano o acostada tarde —lo que no le ocurría casi nunca— la señora Maigret tenía la manía de levantarse a horas imposibles. Ya la víspera, el antiguo comisario le había hecho una escena a ese propósito, al encontrarla, desde las siete de la mañana, ya preparada y sin saber en qué ocuparse.
—No puedo acostumbrarme a quedarme en la cama —había respondido—. Me parece que siempre hay algo que hacer…
Y ocurrió lo mismo aquella mañana. Él abrió un ojo, en un momento dado, porque aquel ojo se veía molestado por los rayos amarillos de una lámpara eléctrica. Todavía no era de día y ya su mujer producía unos tímidos ruidos de agua en la habitación.
—¿Qué palabra era? —dijo Maigret, medio dormido, constatando con mal humor que iba a tener dolor de cabeza.
La famosa palabra de la víspera, aquel nombre de aldea o de pueblo que había pregonado a su mujer al volver, le había hipnotizado de tal modo que, como ocurre a menudo, la había olvidado a fuerza de pensar en ella…
Creyó que sólo se dormía a medias, porque tuvo conciencia de algunos pequeños hechos; así, se dio cuenta de que la lámpara estaba apagada y que un día lúgubre reemplazaba a los rayos de aquélla. Luego oyó un despertador en alguna parte de la casa, los pasos de alguien en la escalera, la campanilla, por dos veces, de la puerta de entrada.
Le hubiera gustado saber si llovía todavía y si había cesado la tempestad, pero no tenía el valor de abrir la boca para preguntarlo y de repente se incorporó porque su mujer le sacudía por un hombro; vio que el día se había levantado completamente; su reloj, en la mesilla de noche, marcaba las nueve y media.
—¿Qué pasa?
—El comisario de policía está abajo…
—¿Y a mí qué me importa?
—Pide verte…
Naturalmente, puesto que la víspera tal vez había bebido un ponche de más —¡y sin quererlo!— la señora Maigret se creía obligada a adoptar un aire protector y maternal.
—Bébete el café, que está caliente…
En estas mañanas, es siempre desagradable arreglarse, y Maigret quería dejar para el día siguiente el cuidado de afeitarse.
—¿Qué palabra te dije ayer por la noche? —preguntó.
—¿Cuál palabra?
—Te hablé de una aldea…
—¡Ah! sí… Me acuerdo vagamente… Era en alguna parte del Cantal…
—¡Claro que no! En el Cher…
—¿Tú crees?… Me parece que acaba en «on»…
¡Tanto peor! ¡Tampoco ella se acordaba! Bajó, no bien despierto todavía, con la cabeza pesada, y su pipa no tenía el mismo gusto que las otras mañanas. Se quedó sorprendido al no encontrar a nadie en la cocina, ni en el office, pero, por contra, abriendo la puerta del comedor, vio a todos los inquilinos de la casa al completo, como para una ceremonia o para una fotografía.
La señorita Otard tenía una fea mirada de reproche, sin duda a causa de su ruidosa entrada de la noche. La dama triste, en su sillón, estaba ya tan lejana como una moribunda que no siente más relaciones con este mundo. En cuanto a los Mosselet, debían haber discutido por primera vez aquel día, porque evitaban mirarse y hacían a todo el mundo responsable de su querella.
Hasta la pequeña Irma no era la misma y se hubiese dicho que estaba empapada en vinagre.
—¡Buenos días!… —lanzó Maigret con todo el buen humor que le fue posible.
Nadie contestó, ni esbozó siquiera un saludo a cambio de su deseo. Por contra, la puerta del salón se abrió. El comisario de policía, que no estaba enfadado, tendió la mano a su ilustre colega.
—Entre, se lo ruego… No creía que le encontraría en la cama…
La puerta estaba cerrada… Estaban solos en el salón en donde el fuego acababa de ser encendido y todavía humeaba. Por la ventana, Maigret vio el muelle gris, siempre barrido por el viento, con nubes de espuma tras cada gruesa ola.
—Estoy cansado, sí… —gruñó.
Y, viendo la sonrisa del otro, en seguida intentó mostrar que no era tonto. No había pensado en aquel detalle la víspera, pero aquello le venía en aquel momento.
—¡Es cierto que su Gustave Diente-Roto estaba allí! Por lo tanto, había un agente tras sus talones. Y ese agente le ha contado…
—Le aseguro que no era mi intención hacer la menor alusión…
¡El imbécil! Así que creía que la víspera, si Maigret había pasado la velada en el baile con aquellas dos muchachas, era por…
—Me he permitido molestarle esta mañana, porque la policía de Dieppe ha hecho un descubrimiento que, me atrevo a decir, presenta un carácter bastante sensacional…
Maigret atizó, por costumbre. Le hubiera gustado beber algo refrescante, un limón exprimido, por ejemplo.
—¿No ha notado nada al bajar? —proseguía el otro, que estaba en la gloria como un actor que acaba de hacer el bis y que prepara su mejor papel.
—¿Habla de la gente que esperaba en el comedor?
—En efecto, les he reunido en una estancia y les he impedido ir y venir… Le voy a dar una noticia que tal vez va a sorprenderle: ¡el asesino o la asesina de la joven Jeanne Fénard está entre ellos!
Hubiera sido necesario bastante más para hacer mover a Maigret una mañana como aquélla y se contentó con una mirada pesada, casi distraída, a su colega. Y éste se hubiera quedado asombrado al saber que, en aquel preciso momento, lo que preocupaba al antiguo comisario de la P.J. era encontrar un nombre de aldea que terminase en «ois»…
—Vea esto… No tema nada… Las huellas digitales, si las había, han sido lavadas durante horas y horas por la lluvia.
Se trataba de un cartoncito ya familiar a Maigret, un cartón alargado, grisáceo, con la palabra «Menú» impresa y rodeada de arabescos.
Los caracteres trazados con tinta casi habían sido borrados por la lluvia, pero se distinguía todavía: Sopa de acedera… Caballas con mostaza…
—Es nuestro menú de anteayer por la noche… —hizo notar siempre sin mostrar asombro.
—Me lo acaban de decir. Por lo tanto, existe una certeza: este menú es un menú de la pensión Otard, y un menú que se sirvió anteayer por la noche, es decir, la víspera del crimen. Sepa ahora que ha sido encontrado esta mañana, por la mayor de las casualidades, en la cera de la calle Digue, a menos de tres metros del lugar en donde fue asesinada Jeanne…
—¡Evidentemente!… —gruñó Maigret.
—Está de acuerdo conmigo, ¿verdad? Ya notó ayer por la noche que no me apresuré en detener a Diente-Roto, a pesar de sus antecedentes, como algunos hubieran creído deber hacer. Mi método, como ya le he dicho, es el no ir de prisa cueste lo que cueste. La presencia de este menú en el lugar del crimen prueba, en mi opinión, que el asesino es familiar a esta casa. ¡Y aún voy más lejos! He intentado, en la tempestad que todavía seguía esta mañana, reconstruir el hecho. Imagine que tiene las manos mojadas por la lluvia y que debe disparar con precisión. ¿Qué hace? Coge el pañuelo para secarse los dedos… Al coger su pañuelo, el asesino deja caer…
—He comprendido… —suspiró Maigret encendiendo su segunda pipa del día—. ¿E igualmente ha interpretado el sentido de las cifras escritas en el dorso del cartón?
—Todavía no, lo confieso. Alguien, que se encontraba aquí anteayer por la noche, se ha servido de este menú para anotar algo. Leo, a lápiz: «79 × 140». Y, debajo: «160 × 80». En primer lugar he pensado que podría tratarse de las marcas de un juego cualquiera, luego he renunciado a esta explicación. Tampoco es cuestión de la hora de un tren o de un barco, como se me había ocurrido. Por ese lado el misterio sigue provisionalmente entero, pero no es menos evidente que el asesino es un huésped de la pensión. He ahí por qué he reunido a todo el mundo en el comedor, bajo la vigilancia de uno de mis inspectores. Quisiera, antes que nada, preguntarle lo siguiente:
»Puesto que usted estaba aquí anteayer, ¿se percató, durante la velada, si alguien se servía de un lápiz para tomar notas en el menú?…
¡No! Maigret no había notado nada parecido. Se acordaba de que el señor y la señora Mosselet habían jugado a las damas en el velador del salón, pero no sabía dónde estaban los demás. En cuanto a él, había leído su periódico y se había acostado pronto.
—Creo —continuó el comisario de policía satisfecho de su pequeño efecto— que ahora podemos interrogar a esa gente, a uno tras otro.
Y Maigret seguía buscando la famosa palabra. Cada vez tenía más sed y suspiraba:
—No antes de que me hayan traído de beber, ¿quiere?
Abrió la puerta de comunicación y vio a la señora Maigret que, muy sabiamente, había ido a sentarse con los demás. En la luz gris, la atmósfera era la de la sala de espera de un dentista de ciudad pequeña, con las cortinas medio echadas, los rostros hoscos, las piernas que no se atrevían a extenderse y las miradas prudentes o desconfiadas que se intercambiaban a hurtadillas.
La señora Maigret, evidentemente, hubiera podido escaparse del engorro. Pero su carácter era el de querer hacer como los demás, de coger sitio en la fila, no sin estar provista de su tricot que le hacía mover los labios en silencio para contar los puntos.
* * *
Por cortesía, el comisario de policía la había hecho pasar la primera. Se había excusado por molestarla de nuevo y le había mostrado el menú, sin intentar cogerla en falta.
—¿Esto no le trae ningún recuerdo?
La señora Maigret miró a su marido, meneó la cabeza, luego volvió a leer las cifras y frunció el ceño como alguien que duda en admitir una idea barroca.
—¡Absolutamente ninguno! —dijo por fin.
—¿No vio a nadie, anteayer por la noche, escribir sobre un menú?
—Tengo que decirle que, como no he dejado de tricotar, apenas he mirado lo que pasaba a mi alrededor…
Al mismo tiempo que hablaba de aquella manera, le dirigía a su marido un pequeño signo. Y éste, comprendiendo que ella tenía algo que añadir, pero que hubiera preferido hacerlo confidencialmente, no por ello dejó de decir en voz alta:
—¿Qué es eso?
Le hubiese tragado. Siempre tenía miedo de meter la pata. De golpe, enrojecía, intimidada, buscaba las palabras, se excusaba diez veces por una.
—No lo sé… Le pido perdón… Tal vez me equivoco… Pero he pensado en seguida, al ver esas cifras…
Su marido suspiraba pensando que siempre sería la misma, humilde hasta hacer llorar.
—… Sin duda se va a reír de mí… Un metro cuarenta es la largura de un corte de tela… Ochenta centímetros también… Y la primera cifra, setenta y nueve, corresponde a la altura de la falda…
Se puso muy orgullosa al ver un destello en los ojos de Maigret y entonces prosiguió con desparpajo:
—Las dos primeras cifras: 79 × 140 representan exactamente los metros que harían falta para una falda plisada, por ejemplo… Pero no existen todas las telas en ciento cuarenta… En ochenta, como no hay más anchura, con los pliegues, haría falta el doble de altura… No sé si me explico…
Y, volviéndose hacia su marido, exclamó:
—¿No crees que era en «ard»?
Porque ella seguía buscando la famosa palabra y se arrepentía de haberla olvidado.
* * *
—Es un menú de mi casa, es cierto. Pero yo no he escrito esas cifras —respondió la señorita Otard a las preguntas del comisario de policía—. Añado que, si mi casa continúa estando en estado de sitio, me veré en la obligación de…
—Ya me excusará, señora…
—¡Señorita!
—Ya me excusará, señorita, y haré lo imposible para que este estado de sitio, como usted dice, dure lo menos posible. Permítame, sin embargo, hacerle saber que hemos adquirido la certeza de que el asesino es huésped de esta casa y que, en estas condiciones, no estamos fuera de lugar…
—¡Quisiera saber quién! —contestó.
—También yo lo quisiera y espero que no tardaremos mucho en saberlo… Entretanto, tengo que hacerle algunas preguntas, que no se me ocurrieron con el ajetreo de ayer… ¿Desde hacía cuánto tiempo estaba la joven Fénard a su servicio?
—¡Desde hace seis meses!
La señorita Otard respondía secamente, a disgusto.
—¿Quiere decirme cómo entró en su casa?
Y la otra, tal vez porque sentía posarse sobre ella la mirada maliciosa de Maigret, dejaba caer:
—Como todo el mundo: ¡por la puerta!
—No era una contestación espiritual la que esperaba en este momento. ¿La joven Fénard procedía de una oficina de colocaciones?
—¡No!
—¿Se presentó ella misma?
—¡Sí!
Ahora se empeñaba en responder únicamente con las sílabas estrictamente necesarias.
—¿Dónde la conoció?
—En nuestra casa.
—¿Es decir?
—Había servido durante años en «L’Anneau d’Or», en donde yo era cajera.
—¿Se trata de un restaurante?
—De un hotel-restaurante.
—¿En qué región?
—Ya se lo he dicho: en nuestra casa, en Villecomtois…
Maigret tuvo que hacer un esfuerzo para no sobresaltarse. Era aquélla la famosa palabra por fin encontrada: Villecomtois, en la Cher. De golpe, olvidó la promesa que había hecho de permanecer en la sombra.
—¿Jeanne era de Villecomtois? —preguntó.
—No. Fue allí, como vino aquí, en calidad de criada para todo…
—¿Ya tenía un hijo?
Despectiva, replicó:
—Hace siete años de esto y Ernest tiene cuatro años…
—¿Siete años de qué?
—Que me marché para instalarme aquí…
—Pero ¿ella?
—No lo sé…
—Si he entendido bien, ¿se quedó allí tras su marcha?
—Supongo…
—¡Se lo agradezco! —pronunció Maigret con el tono amenazador de los abogados que acaban de interrogar a un testigo recalcitrante en la sala de lo criminal.
Y, para guardar la forma, el comisario de policía de Dieppe, añadió:
—En suma, se presentó aquí este verano y usted le dio trabajo reconociendo en ella a una joven de su región, o más exactamente a una joven a la que había conocido en su región. Concibo su gesto. Y es tanto más generoso cuanto que, en primer lugar, esta joven tenía un hijo, y a continuación que su aspecto y su conducta no estaban en consonancia con la reputación de su casa…
—¡He hecho lo que he podido! —se contentó con dejar caer la señorita Otard.
Un instante después, le tocaba el turno de entrar a Mosselet, con el cigarrillo en el pico, el aire astuto y condescendiente.
—¿Esto sigue? —preguntó sentándose en la esquina de la mesa—. Confiese que para un viaje de novios…
—¿Es usted el que ha escrito esto?
Dio vueltas y más vueltas al menú entre sus dedos y preguntó:
—¿Por qué tendría que confeccionar menús?
—Hablo de las indicaciones a lápiz que están al dorso…
—No las había visto… Perdón… ¡No! No he sido yo… ¿Qué quiere decir esto?
—Nada… Naturalmente, ¿no ha visto a nadie, anteayer por la noche, escribir sobre el menú de la casa?
—Confieso que no he prestado atención…
—¿No conocía a Jeanne?
Entonces, Jules Mosselet alzó la cabeza y pronunció simplemente:
—¿Cómo, no la conocía?
—Quiero decir si la conocía antes de venir aquí…
—Ya la había visto…
—¿En Dieppe?
—¡No! En nuestra casa…
¡La «palabra» acababa de volver! Maigret, todavía actor mudo en aquella escena, se regocijaba como si fuese el héroe.
—¿Dónde es su casa?
—¡Villecomtois!
—¿Usted es de Villecomtois? ¿Vive todavía allí?
—¡Pardiez!
—¿Y conoció a Jeanne Fénard allí?
—Como todo el mundo, ya que era criada en «L’Anneau d’Or». También conocí a la señorita Otard, que era cajera, y por eso, cuando pasamos por Dieppe, mi mujer y yo, nos dijimos que sería mejor en casa de una paisa…
—¿Su mujer también es de Villecomtois?
—De Herbemont, una aldea que está a dos leguas… ¡Es todo uno!… Cuando se viaja, se visita a la gente que se conoce… También, cuando la señorita Moulineau estuvo enferma…
Maigret tuvo que volverse para no sonreír y aquel gesto, se dio cuenta, picó al comisario de policía que no podía comprenderlo.
Así pues, aquel asunto de Dieppe se jugaba únicamente con personajes de Villecomtois, una región de la cual nadie, antes, había oído hablar.
Maigret pensó:
«¡Seguramente la amiga que le ha dado la dirección a mi mujer, también es de Villecomtois!».
En cuanto al comisario de policía, desconcertado, balbuceaba esforzándose por aparecer digno.
—Se lo agradezco… Sin duda todavía le necesitaré… ¿Quiere hacer el favor de decir a su mujer que pase?
Mientras estaba de espaldas, Maigret cogió de la mesa el menú que servía de cuerpo del delito, la deslizó en su bolsillo poniéndose un dedo en los labios como para decir a su colega:
«No le hable de esto…».
La señora Mosselet ocupó el sitio de su marido con la dignidad de una mujer que no se deja impresionar por la justicia.
—¿Qué pasa todavía? —preguntó.
El comisario de Dieppe, privado de su menú, no sabía qué decir. Empezó:
—¿Vive en Villecomtois?
—Villecomtois, en la Cher, sí. Fue mi padre el que, hace tres años, compró «L’Anneau d’Or». Ha muerto y como yo me quedaba sola y hacía falta un hombre para llevar la casa, me he casado… Hemos cerrado ocho días para el viaje de novios, pero, si esto continúa…
—¡Perdón! —interrumpió Maigret—. ¿Se ha casado en Villecomtois?
—Naturalmente…
—¿A cuántos kilómetros está de una gran ciudad?
—A cuarenta y tres kilómetros de Bourges…
—Por lo tanto, ¿fue en Bourges donde compró su ajuar de novia?
Le miró un instante con estupor. Debía pensar: «¿Qué tendrá que ver eso ahora?».
Luego, se encogió de hombros, imperceptiblemente, y decidió responder.
—¡No! Compré mi ajuar en París…
—¡Ah! ¿Porque va a continuar su viaje de novios por París?
—Debía empezar por ahí. Pero yo tenía ganas de ver el mar. Jules también. Ni el uno ni el otro habíamos visto nunca el mar. Si no hubiese sido por el cambio, tal vez hubiésemos ido hasta Londres…
—Por lo tanto, llevaba consigo las menos maletas posibles… Le comprendo… En París hubiese podido renovar su guardarropa…
Ella no comprendía por qué aquel hombre ancho y macizo como un armario con luna se entretenía hablando de cosas fútiles. Y sin embargo, continuaba, sacando pequeñas bocanadas de su pipa:
—Eso será mucho más ventajoso porque usted tiene poco más o menos talla de maniquí… Apostaría a que da uno cuarenta y dos…
—Uno cuarenta y dos un poco grande… Sólo que, como soy pequeña, me hago acortar los vestidos…
—¿No lo hace usted misma?
—Tengo una modista, que trabaja tan bien como cualquiera y que no toma…
Por fin se percató de que en aquella entrevista había algo de anormal y levantó los ojos hacia los dos hombres, vio a Maigret que sonreía, y al otro que, no muy a gusto, hacía como que se lavaba las manos.
—Pero ¿qué son estas historias? —preguntó de repente.
—¿Cuánta tela le hace falta en un metro cuarenta de ancho para una falda?
No quería responder… No sabía si debía reírse o enfadarse.
—Una altura, ¿verdad? —insinuó Maigret.
—¿Y qué más?
—Dicho de otra manera, ¿setenta y ocho o setenta y nueve centímetros?
—¿Qué más?
—Nada… No se inquiete… Una idea como ésta… Hablábamos de trapos con mi mujer y yo pretendía que usted era más fácil de vestir que ella…
—¿Quiere saber algo más?
Miraba hacia la puerta, parecía temer que su marido aprovecharía su ausencia para ir a hacer cualquier felonía.
—Es absolutamente libre… El señor comisario de policía se lo agradece…
Ella salió, siempre inquieta y no muy a gusto, con este aire sospechoso de algunas mujeres que, a fuerza de creer en la perfidia humana, no pueden creer que se les haya dicho la verdad, aunque sea una sola vez por casualidad.
—¿Puedo ir a la ciudad?
—Si quiere…
Cuando se cerró la puerta, el comisario de policía se levantó, se precipitó hacia el comedor para ordenar a su inspector:
—Síguela…
—¿Qué hace? —preguntó Maigret acercándose a la estufa, a la que no había atizado desde hacía rato.
—Pero… Supongo…
—¿Qué es lo que supone?
—No me lo diga… Fíjese que fue ella la que ayer nos hizo la declaración más falta de base… Según ella, salió para seguir a su marido, pero pretende que se equivocó de silueta y que después de haber seguido a un desconocido volvió con las manos vacías… Estas historias de las telas…
—¡Precisamente!
—¿Precisamente qué?
—Digo que esas notas sobre el menú prueban que ella no es culpable, que ninguna mujer de la casa es culpable y por ello no es necesario interrogar a la dama triste… Es así como llamamos a la institutriz mi mujer y yo… Fíjese que una mujer tiene sus medidas en la cabeza y conoce lo bastante las anchuras de las telas para no tener que apuntarlas… Si, por el contrario, encarga a un hombre una compra de este género, o si el hombre quiere darle una sorpresa…
Señaló, sobre la mesa, los viejos números de la «Moda del Día».
—Apostaría a que encontraríamos ahí dentro el modelo que ha encantado a la señora Mosselet… Hablaron de telas, su marido y ella… El marido tomó notas con la idea de hacerle un regalo… Tiene tanta más necesidad de mostrarse amable cuanto que, según lo que hemos oído, es ella la que tiene el dinero, es decir, el hotel «L’Anneau d’Or»… Se le toma porque hacía falta un hombre en la casa… Sin duda también porque la señora Mosselet, tarde, descubre el vacío de su vida… Pero se le debe tener en un puño… Se le vigila… Él va aquí a casa de una paisana, sin saber que la señorita Otard ha recogido un despojo que también ha vivido en Villecomtois…
Seguía lloviendo… Límpidas gotas regaban los cristales. De tanto en tanto, un impermeable negro pasaba por la acera pegado al muro.
—Eso no me importa, ¿verdad? —proseguía Maigret—. Pero las pequeñas de esta noche sólo me dijeron cosas buenas de la Jeanne en cuestión. Tenía mal genio. Era huraña, agria a causa de sus desgracias. Detestaba a todos los hombres, a los que hacía responsables de su mala suerte y se las arreglaba para hacerles pagar… Porque era una de las pocas habituales del baile que aceptaba acabar la noche fuera… Los ponches llegan a atontar, pero no tanto como parece…
El otro se sentía avergonzado por su actitud de la mañana, de su sonrisa festiva y condescendiente cuando había entrado Maigret.
—Usted mismo verá la continuación… Verá cómo Jeanne, allá, fue la amante de nuestro Mosselet, que no vale gran cosa… Verá como es el padre del chiquillo y que le dio a la joven Fénard más tortazos que billetes de mil e incluso de cien… De repente, ella le ve llegar aquí con una esposa llena de dinero y celosa como una tigresa… ¿Qué hace?
—Le hace cantar —suspiró a disgusto el comisario de policía.
Y Maigret encendió una nueva pipa, la tercera, gruñendo:
—No es muy lista al hacerlo… Le hace cantar y, como él teme, no por su amor, sino por su comida…
Al mismo tiempo, abría la puerta del comedor, encontraba a todo el mundo en su sitio, siempre como en casa del dentista.
—¡Ven aquí! —dijo con voz cambiada a Jules Mosselet, que liaba un cigarrillo.
—Pero…
—¡Vamos! Ven…
Luego, al inspector, que tenía un metro ochenta y cinco de alto…
—Tú también… Entra…
Por fin, miró al comisario. Quería decir:
—Con esta gente, ya sabe…
Mosselet fanfarroneaba menos que por la mañana y, por un poco, no levantó el brazo de antemano para parar los golpes.
Maigret no quería mezclarse. Las mujeres, al otro lado de la puerta, temblaban al oír los gritos, las protestas vehementes, luego extraños choques.
Maigret miraba por la ventana. Pensaba que tal vez el barco de Newhaven saldría a las dos. Luego, por un extraño encadenamiento de pensamientos, se decía que tendría que ir un día a ver lo que parecía Villecomtois.
Cuando le tocaron el hombro, no se volvió.
—¿Ya está? —preguntó.
—Confiesa…
Y se veía forzado a permanecer todavía un momento vuelto hacia la ventana para no dejar ver su sonrisa al comisario.
En ciertos casos, no vale la pena tener aspecto…