II

Era una casualidad. El agente había mirado a su alrededor para saber por quién empezaría. Su mirada se había encontrado con la de la señora Maigret, que le pareció lo bastante dócil para dar ejemplo.

—Pase… —le había dicho abriendo y luego cerrando tras ella la puerta del salón, mientras que una ligera sonrisa se posaba en los labios del antiguo comisario.

La puerta, a pesar de estar cerrada, dejaba oír poco más o menos todo lo que se decía al otro lado y la sonrisa de Maigret se acentuó cuando su colega, en la estancia contigua, preguntó:

—¿Con «ai» o con «é»?

—Con «ai»…

—¿Como el famoso comisario?

Gran esposa, que se contentaba con responder:

—¡Sí!

—¿Está emparentada con él?

—Soy su mujer.

—Pero, entonces… es… ¿es su marido el que está con usted?

Y, un instante después, Maigret estaba en el salón, ante un buen hombre a la vez resplandeciente y un poquitín inquieto.

—Confiese que ha querido hacerme dar un patinazo… Cuando pienso que iba a interrogarle como a los demás… Dese cuenta de que, lo que hago aquí, es por cargo de conciencia y un poco para matar el tiempo mientras espero noticias de Newhaven… Pero usted, que estaba en el lugar, que ha visto de alguna manera prepararse el drama, debe tener una idea todavía más clara y le agradecería…

—Le juro que no tengo la más mínima idea.

—En suma, ¿quién sabía que esa joven iba a salir?

—La gente de la casa, naturalmente. Pero he aquí que ahora me doy cuenta de la dificultad del papel de testigo: soy incapaz de determinar con exactitud quién estaba en la casa en aquel momento.

—¿Estaba ocupado?

—Leía…

No se atrevió a añadir que leía un artículo sobre la vida de los topos y de los ratones campesinos.

—He oído confusamente un zafarrancho… A continuación…

«¡La señora Mosselet, por ejemplo! ¿Estaba arriba o no estaba? Y, si estaba, ¿en dónde? ¿Qué hacía?»

El comisario de policía no estaba satisfecho. No estaba lejos de creer que a su ilustre colega le producía placer el dejar que se devanase los sesos él solo y tuvo que prometerse interiormente el mostrarle cómo él, pequeño policía de provincias, sabía llevar una investigación.

Se hizo llamar a la dama triste, que se llamaba Germaine Moulineau y que era institutriz en período de convalecencia.

—Estaba en el comedor —balbuceó—. Me acuerdo que pensé que era injusto hacer llevar las maletas del inglés a aquella pobre joven, mientras que hombres fuertes no sabían cómo matar el tiempo.

Había dicho aquello por Maigret, así lo probaba la ojeada que le había lanzado a sus anchos hombros al hacer alusión a los hombres fuertes.

—¿Desde ese momento, no abandonó el comedor?

—¡Perdón! Subí a mi habitación.

—¿Estuvo mucho tiempo?

—Un cuarto de hora poco más o menos… Me tomé una pastilla y esperé a que hiciese su efecto…

—Perdóneme por la pregunta que voy a hacerle, pero se la haré a todos los huéspedes de la casa y la considero como una simple formalidad. ¿Supongo que hoy no habrá salido y, por consiguiente, que sus ropas estarán secas?

—No… Hacia media tarde salí un momento…

¡Nueva prueba de la relatividad de los testimonios! Maigret no se había percatado ni de que había salido, ni que durante un cuarto de hora había estado ausente del comedor.

—¿Sin duda fue a la farmacia a buscar esas pastillas?

—No… Quería contemplar el puerto bajo la lluvia y la borrasca…

—Se lo agradezco… ¡El siguiente!

El siguiente era una siguiente: era Irma, que seguía refunfuñando y que estrujaba entre sus dedos la punta de su delantal.

—¿Sabe usted si su compañera Jeanne tenía enemigos?

—No, señor…

—¿Notó usted un cambio de humor que indicase que se sentía amenazada?

—Solamente me dijo esta mañana que no seguiría mucho tiempo más en esta boîte… Es la palabra que empleó…

—¿No la tratan bien?

—Yo no he dicho eso —se apresuró a declarar con una mirada hacia la puerta.

—¿Sabe, por lo menos, si Jeanne tenía amantes?

—Seguramente sí.

—¿Por qué dice «seguramente sí»?

—Porque siempre tenía miedo de estar embarazada.

—¿No sabe nombres?

—Había un pescador que venía a veces a silbar en la callejuela, uno llamado Gustave…

—¿De qué callejuela habla?

—De la de detrás… Se puede salir directamente por allí, atravesando el patio que está detrás de la cocina…

—¿Salió usted esta noche?

Dudó, iba a decir que no, siguió dudando y acabó por confesar:

—Sólo un segundo… Fui a la panadería a buscar un croissant…

—¿A qué hora?

—No lo sé… Sin duda hacia las cinco…

—¿Qué necesidad tenía de un croissant?

—No nos dan mucho de comer… —murmuró con una voz apenas perceptible.

—Se lo agradezco.

—¿No se lo dirá?

—Puede estar tranquila… ¡El siguiente!…

Esta vez se vio entrar a Jules Mosselet, que tenía un aire tan natural como era posible.

—A sus órdenes, señor comisario.

—¿Salió usted esta tarde?

—Sí, señor comisario… Fui a buscar cigarrillos…

—¿A qué hora?

—Debían ser las cinco menos cinco o las cinco menos diez… Volví casi en seguida… Hacía muy mal tiempo…

—¿No conocía a la víctima?

—En absoluto, señor comisario…

Se le dieron las gracias como a los demás y su mujer tomó su sitio. Se le hizo la pregunta convertida en ritual:

—¿Salió esta tarde?

—Naturalmente, ¿estoy obligada a responder?

—Será mejor para usted.

—En ese caso, le pido solamente que no le hable a Jules. En seguida comprenderá. Es un muchacho que tiene mucho éxito con las mujeres. Como es débil de carácter, desconfío. Cuando le oí salir, le seguí para saber adónde iba…

—¿Y a dónde fue? —preguntó el comisario con un guiño a Maigret.

La respuesta fue, por lo menos, inesperada.

—No lo sé…

—¿Cómo que no lo sabe? Acaba de confesar que le siguió…

—¡Precisamente! Creí que le seguía. ¡Compréndame! El tiempo de ponerme el abrigo, de abrir el paraguas y él ya estaba en la esquina de la primera calle. Cuando llegué, distinguí a lo lejos una silueta con un impermeable marrón y le seguí los pasos. Hasta cinco minutos después, cuando la silueta pasó por delante de un escaparate iluminado, no me di cuenta de que no era Jules… Entonces, volví y no…

—¿Cuánto tiempo tardó él en volver?

—No lo sé… Estaba arriba… Pudo estar abajo un rato…

En aquel momento, la campanilla fue agitada violentamente y un agente uniformado entregó un pliego al comisario. Éste lo desdobló y en seguida se lo pasó a Maigret:

«Ni John Miller, ni nadie respondiendo a su descripción, ha desembarcado del barco de Dieppe a Newhaven».

* * *

El comisario de policía había ofrecido cortésmente a Maigret acompañarle para proseguir la investigación, si le interesaba, pero aquello no le producía mucho placer, dada la actitud de su colega, que no parecía dispuesto a ayudarle mucho.

Mientras andaban los dos a lo largo de las casas, en donde se arriesgaban a recibir una teja en la cabeza —se veían aquí y allá trozos en la acera—, sin embargo, le explicaba:

—No quiero dejar nada al azar, como usted ve. Me extrañaría mucho que no hubiese gato encerrado con respecto a ese John Miller. La dueña de la pensión me ha dicho que estaba en su casa desde hacía varios días, pero que sólo había respondido evasivamente a sus preguntas. Ha pagado con dinero francés; ahora bien, detalle curioso, entregó una cantidad desacostumbrada de calderilla. Salía muy poco y solamente por la mañana. Por dos días consecutivos, la señorita Otard le encontró en el mercado, en donde parecía interesarse por la mantequilla, los huevos y las legumbres…

—¡O en los monederos de las comadres! —cortó Maigret.

—¿Cree usted que es un ratero?

—Lo que explicaría, en todo caso, que haya entrado en Inglaterra con otro nombre y con otra ropa que la señalada por usted…

—Eso no me impedirá hacer que lo busquen. Ahora vamos a casa de Víctor, el café que está cerca de la pescadería. Me sentiría dichoso al encontrar ahí a ese Gustave del que nos ha hablado la criada pequeña y saber si se trata de un tal Gustave, llamado Diente-Roto, del que me he tenido que ocupar varias veces…

—Su agente pretende que los muchachos de aquí tiran más de cuchillo que de revólver —objetó Maigret, saltando por encima de un profundo charco de agua, salpicándose no obstante.

Algunos minutos más tarde, entraban en casa de Víctor, en donde el suelo de madera estaba viscoso y en donde había una decena de mesas ocupadas por marineros con blusas y zuecos. El café estaba demasiado violentamente iluminado y un pick-up expandía una música chillona mientras que el dueño y dos camareras bastante sucias se afanaban.

Era evidente, tras una ojeada de los hombres, que habían reconocido al comisario de policía, el cual, acompañado por Maigret, había ido a sentarse a un rincón y había pedido una jarra de cerveza. Cuando una de las muchachas le sirvió, la retuvo por el delantal, le habló en voz baja:

—¿A qué hora ha venido Jeanne esta tarde?

—¿Qué Jeanne?

—La amante de Gustave…

La joven vaciló, miró a un grupo de hombres y reflexionó:

—¡Creo que no la he visto! —dijo por fin.

—Viene a menudo, ¿verdad?

—Ocurre… Pero no entra… Entreabre la puerta para ver si él está. Si está, él se reúne con ella fuera.

—¿Gustave ha pasado la velada aquí?

—Habrá que preguntarle a mi compañera Berthe… Yo me he ausentado…

Maigret tenía una sonrisa angelical. Parecía encantado de ver que él no era el único en no poder aportar un testimonio cierto.

Berthe era la otra camarera. Era bizca. Tal vez era eso lo que le daba un aire tan desagradable.

—Si quiere saberlo —le contestó al comisario—, pregúnteselo a él. A mí no me pagan para hacer de policía.

Ahora bien, la primera camarera ya había hablado con un pelirrojo, calzado con botas de caucho, que se levantaba, se subía su pantalón de grueso paño, sujeto con un cordel, escupía al suelo, se acercaba al comisario y, abriendo la boca, mostraba justo en medio un diente roto.

—¿Es de mí de quien se ocupa?

—Quisiera saber si has visto a Jeanne esta noche…

—¿Y a usted qué puede importarle eso?

—Jeanne está muerta.

—Eso no es cierto…

—Te digo que está muerta, en la calle, muerta por una bala de revólver.

El muchacho se quedó verdaderamente sorprendido, miró a los otros y les gritó:

—¡Dígame! ¿Qué historia es ésa? ¿Jeanne está muerta?

—Contesta a mi pregunta. ¿La has visto?

—¡Tanto peor! Prefiero decir la verdad. Vino…

—¿A qué hora?

—No lo sé… Me jugaba el aperitivo con el gordo Polyte…

—¿Eran más de las cinco?

—¡Seguramente!

—¿Entró?

—No le permito entrar en los cafés que yo frecuento. Vi su cabeza en la puerta. Fui a decirle que me dejase en paz…

—¿Por qué?

—¡Porque sí!

El dueño había parado el tocadiscos y el silencio reinaba en la sala en la que los clientes intentaban coger retazos de la conversación.

—¿Discutisteis?

Diente-Roto se encogió de hombros, como hombre que sabe que las pasará moradas para hacerse comprender.

—Es eso y no lo es…

—¡Explícate!

—Pongamos que yo tenía ideas sobre otra y que ella estaba celosa…

—¿Qué otra?

—Otra que fue una vez al baile con Jeanne…

—Su nombre…

—No lo conozco… ¡Tanto peor, puesto que usted quiere saberlo!… Desde el momento que todavía no la he tocado, usted no puede meterme en líos, a pesar de su edad… Es la pequeña que trabaja con Jeanne en la pensión… ¡Eso es todo! Cuando Jeanne vino, fui hasta la acera y le anuncié que, si no me dejaba en paz, recibiría una paliza.

—¿Y después? ¿Volviste a entrar al café?

—No inmediatamente… Fui a ver el barco de Newhaven que salía… Creía que haría mal la maniobra a causa de la corriente… ¿Me detiene?

—Todavía no…

—¡Porque no quiere avergonzarse, eh! Ya se empieza a tener la costumbre de trincarnos a nosotros por los demás… ¡Decir que está muerta!… ¿Por lo menos no habrá sufrido?

Era una extraña impresión, para Maigret, estar allí y no tener nada que hacer. Todavía no estaba acostumbrado a no ser más que un ciudadano como los demás. Oía a una voz distinta de la suya hacer las preguntas y tenía que hacer un esfuerzo para no intervenir, aprobar o desaprobar.

A veces, le quemaba una pregunta en los labios y era un verdadero suplicio callarse.

—¿Me acompaña? —preguntó el comisario de policía levantándose y arrojando una moneda sobre la mesa.

—¿A dónde va?

—A la comisaría. Tengo que redactar mi informe; a continuación, podría acostarme, porque no tengo nada más que hacer por hoy…

Una vez en la acera, murmuró levantándose el cuello de su abrigo:

—Naturalmente, pongo a un hombre detrás de Diente-Roto… Es mi método y creo que también el suyo… En cuanto a querer obtener, cueste lo que cueste, resultados inmediatos, es un fallo, porque sólo se consigue cansarse y perder sangre fría… Mañana, tendré bastante trabajo con esos señores de la Fiscalía…

Maigret prefirió dejarle bajo la lámpara roja de la comisaría; no tenía nada que hacer en el despacho en el que su colega iba a aplicarse sabiamente a redactar un informe minucioso.

El viento había amainado más bien, pero la lluvia seguía cayendo, más fluida, se hubiese dicho, que hacía un rato, porque caía verticalmente. Pocas gentes pasaban por delante de los escaparates todavía iluminados.

Como le ocurría antaño cuando una investigación se ponía en marcha mal, Maigret empezó por perder el tiempo, en el sentido que entró en la Cervecería de los Suizos y que durante un buen cuarto de hora siguió maquinalmente la partida de chaquete de sus dos vecinos.

Tenía los pies mojados en sus zapatos y se daba cuenta de que había pillado un resfriado. Lo que le decidió, tras haber vaciado su medio, a pedir un ponche al ron que le hizo subir la sangre a la cabeza.

—¡En fin! —suspiró levantándose.

¡Aquello no le importaba! Ciertamente aquello le producía desazón, pero ya había suspirado bastante por el retiro para no gruñir, ahora que lo tenía.

Fuera, al fondo del puerto, más allá de la estación marítima, que estaba desierta y en donde sólo brillaba una sola luz en arco, distinguió un halo malva sobre la acera mojada y se acordó de un cierto baile en cuestión.

Sin haber decidido que iría, siempre prohibiéndose ocuparse de aquel asunto, se encontró frente a una extraña fachada pintada con mal gusto e iluminada por farolillos de colores. Cuando abrió la puerta, recibió en el rostro bocanadas fétidas, pero quedó decepcionado al hallar el establecimiento casi vacío.

Dos mujeres bailaban, obreras sin duda, que querían sacar jugo a su dinero, y los tres músicos tocaban para ellas solas.

—De hecho, ¿a qué día estamos? —le preguntó al dueño instalándose en el bar.

—A lunes… Ya sabe, hoy no vendrá mucha gente… Aquí, sobre todo el sábado y el domingo, un poco el jueves… Algunas parejas en seguida, después del cine, aunque con este tiempo… ¿Qué toma?

—Un ponche…

Lo lamentó al ver confeccionar su ponche con ron corriente y con agua hervida en una cacerola dudosa.

—¿No había venido nunca? ¿Está de paso en Dieppe?

—Estoy de paso, sí…

Y el hombre, equivocándose, explicaba:

—En mi casa no encontrará profesionales. Puede bailar, ofrecer una copa a esas jóvenes, pero, lo demás, es muy difícil… ¡Sobre todo hoy!

—¿Porque no hay nadie?

—No solamente por eso… ¡Mire! Esas muchachas que bailan… ¿Sabe por qué bailan?

—No…

—Para apartar la tristeza… Hace un momento, había una que lloraba y otra que miraba fijamente ante ella… Les he ofrecido el modo de sobreponerse… No es gracioso saber así que una compañera ha muerto…

—¡Ah! ¿Ha habido un accidente?

—¡Sí, un crimen! En una callejuela, a menos de cien metros de aquí… Una criada a la que han encontrado con un balazo en la cabeza…

Y Maigret pensó:

«¡Pensar que no se me había ocurrido la idea de preguntar si la habían alcanzado en la cabeza o en el pecho!».

—El disparo, pues, lo han hecho desde cerca…

—Y tan de cerca; con esta oscuridad y semejante tormenta hubiera sido difícil apuntar a tres pasos… Lo que no impide que yo juraría que no ha sido uno de aquí… El puñetazo todavía pasa… Todos los sábados tengo que salir fuera para evitar la pelea… ¡Mire! Yo mismo, desde que me han dicho esto, no estoy en mis cabales…

Era tan cierto que se sirvió un vasito y chasqueó la lengua.

—¿Quiere que se las presente?

Maigret no protestó a tiempo y el dueño llamaba ya a las dos muchachas con un gesto familiar.

—He aquí un señor que se aburre y que querría ofreceros una copa… Venga para aquí. Estará mejor en este rincón…

Su ojeada explicaba a Maigret que incluso podría tomarse ciertas libertades sin ser visto.

—¿Qué os sirvo? ¿Ponches?

—Vengan los ponches…

Era vergonzoso. No tenía experiencia. Las dos jóvenes le examinaban a hurtadillas e intentaban iniciar la conversación.

—¿No baila?

—No sé bailar…

—¿No quiere aprender?

¡No! ¡Por lo menos allí! ¡No se veía evolucionando por la pista bajo las miradas divertidas de los tres músicos!

—¿Es viajante de comercio?

—Sí… Estoy de paso… El dueño acaba de decirme que su amiga… en fin, que le ha ocurrido una desgracia…

—¡No era nuestra amiga! —contestó una de las jóvenes.

—¡Ah! Creía…

—Si hubiese sido una amiga, no estaríamos aquí. Pero se le conocía, como se conoce a todas las habituales. Ahora que está muerta, no se puede quererle mal. Ya es bastante triste…

—Naturalmente…

Era preciso aprobar. Sobre todo era preciso saber esperar sin alarmar a sus compañeras.

—¿No era seria? —se arriesgó, sin embargo.

—Eso no es decir nada…

—¡Cállate, Marie! Puesto que ha muerto…

Llegaron algunos clientes. Una de las jóvenes bailó varias veces con desconocidos. En un cierto momento, Maigret vio a Gustave Diente-Roto, borracho perdido, acodado en el bar.

El borracho le miró como si fuese a reconocerle y Maigret temió una escena desagradable. Pero no hizo nada. El hombre estaba demasiado ebrio como para ver algo preciso y el dueño sólo esperaba la ocasión para echarlo fuera.

A cambio del servicio que le había prestado a Maigret presentándole dos bellezas de la tierra, le imponía cada cuarto de hora una ronda de ponches.

Aunque era la una de la mañana cuando salió, el antiguo comisario de la Policía Judicial rozó la chambrana de la puerta, tuvo alguna dificultad para abotonarse su abrigo y chapoteó en todos los charcos.

Se olvidó de que los clientes de la pensión que volvían después de las once debían llamar a un timbre especial que sonaba en la habitación de la señorita Otard. Agitó violentamente la campanilla, despertó a todo el mundo y se vio tan mal acogido como era posible por la propietaria, que se había puesto un abrigo sobre su camisón.

—¡Un día como hoy!… —la oyó gruñir.

La señora Maigret estaba acostada, pero encendió al oír pasos en la escalera y miró con estupor a su marido, cuyo andar le parecía exageradamente pesado y que se arrancó el cuello falso con un gesto inhabitual.

—Me pregunto dónde estabas… —murmuró volviéndose hacia la pared.

Y él repitió:

—¿Dónde estaba?…

Luego, otra vez, con una extraña sonrisa:

—¿Dónde estaba?… Suponte que sea en Villecomtois…

Ella parpadeó, buscó en sus recuerdos, se convenció de no haber oído nunca ese nombre.

—¿Está cerca de aquí?

—Está en la Cher… Villecomtois…

Era mejor dejar para el día siguiente el cuidado de preguntarle.