I

Era como para creer que una maliciosa casualidad se aprovechaba del reciente retiro de Maigret para presentarle irónicamente la prueba más flagrante de la fragilidad de los testimonios humanos. Y, esta vez, el famoso comisario, o más bien aquel que llevaba todavía este título tres meses antes, estaba del otro lado del mostrador, al lado del cliente, si se puede decir, puesto que era a él a quien preguntaban con insistente mirada:

—¿Está seguro de que eran las seis y media, poco más o menos, y que estaba cerca de la chimenea?

Ahora bien, Maigret se daba cuenta, con una evidencia horripilante, que un pequeño puñado de humanos, una media docena de la concurrencia, podían quedar repentinamente paralizados por aquella simple pregunta:

—¿Qué hizo usted exactamente entre las seis y las siete?

¡Si por lo menos se hubiese tratado de hechos tumultuosos o dramáticos o emocionantes! ¡Claro que no! Se trataba simplemente de una media docena de personas que, por el mal tiempo, habían coincidido, esperando la cena, en las dos o tres estancias comunes de una pensión familiar.

Y Maigret-cliente, Maigret-interrogado, dudaba como un mal alumno o como un falso testigo.

* * *

Mal tiempo era demasiado poco. En la estación Saint-Lazare, una pancarta anunciaba: «Tempestad sobre la Mancha. La travesía Dieppe-Newhaven no es segura».

Y se veía a numerosos ingleses dar media vuelta para volver a su hotel.

En Dieppe, en la calle principal, se podía creer que el viento iba a arrancar los anuncios. Para abrir algunas puertas, hacía falta apoyarse. El agua caía a cántaros, con un ruido de olas chocando con las rocas costeras y a veces se perfilaba una silueta, alguno que se veía obligado a salir y que pasaba muy cerca de las paredes, corriendo, con el abrigo sobre la cabeza.

Era noviembre. Desde las cuatro estaban encendidas las luces. En la estación marítima, el barco que hubiera tenido que salir a las dos seguía en el muelle, cerca de las barquichuelas cuyos mástiles entrechocaban.

La señora Maigret, resignada, había ido a buscar a su habitación un trabajo de tricot que había empezado en el tren, y se había sentado cerca de la estufa adonde un gato al que no conocía, el gato pelirrojo de la pensión familiar, había ido a acurrucarse en su regazo.

De tanto en tanto, levantaba la cabeza y lanzaba una mirada afligida a Maigret, que no sabía dónde meterse.

—Hubiera sido mejor ir al hotel —suspiraba ella—. Hubieras encontrado a alguno para jugar a las cartas…

¡Naturalmente! Únicamente que la señora Maigret, ahorradora, había obtenido de Dios sabe qué amiga la dirección de aquella pensión familiar perdida al principio del muelle, en la desierta oscuridad del barrio veraniego en donde, en invierno, los postigos estaban cerrados y las puertas atrancadas.

Sin embargo, se trataba de un viaje de placer, el único, en realidad, que la pareja se había permitido desde su viaje de novios, veinticinco años antes.

¡Por fin Maigret era libre! Había abandonado el Quai des Orfèvres y podía acostarse, por la noche, con la certeza de pasar la noche en su cama, sin que de repente un telefonazo le enviase a inclinarse sobre algún cadáver todavía caliente.

Entonces, como la señora Maigret soñaba desde hacía tiempo con conocer Inglaterra, se había decidido:

—Iremos a pasar quince días a Londres. Aprovecharé para ir a saludar a algunos colegas de Scotland Yard con los que trabajé durante la guerra…

¡Y he ahí su suerte! ¡Tempestad sobre la Mancha! ¡El barco que no salía! Aquella lúgubre pensión familiar de la cual la señora Maigret se había acordado bruscamente y en la que las paredes sudaban la mezquindad y el fastidio.

La propietaria, señorita Otard, que ya había doblado la cincuentena y que intentaba camuflarla con sonrisas melosas, tenía un involuntario gesto con las narices cada vez que encontraba el rastro del humo de pipa que seguía a Maigret en sus idas y venidas. Varias veces había estado a punto de abrir la boca, de hacer notar que no se fuma en pipa, sobre todo sin descanso, en las pequeñas estancias recalentadas en las que están las señoras. En aquellos momentos, Maigret, que sentía llegar la tormenta, la miraba a los ojos con tal placidez que ella prefería volver la cabeza.

Tampoco se sentía encantada cuando veía al antiguo comisario, que nunca había podido desembarazarse de aquel tic, dar vueltas alrededor de las estufas, coger el atizador y rascar la costra de carbón tan vigorosamente que todas las chimeneas roncaban como motores.

La casa no era grande. Era una villa de dos pisos que había sido transformada en alojamiento. Se entraba por un pasillo, pero, por razón de ahorro, este pasillo no estaba iluminado, ni la escalera que conducía al primero y al segundo, a pesar de que a veces se oía a alguien que tropezaba en los escalones, o una mano que tanteaba antes de encontrar la manilla de una puerta.

La primera estancia, en la parte delantera, constituía el salón, con unos extraños silloncitos de terciopelo verdoso y sobre la mesa había unas muy viejas revistas medio deshojadas.

Luego venía el comedor, en el que se tenía derecho a permanecer igualmente fuera de las horas de las comidas.

La señora Maigret estaba en el salón. Maigret iba de una estancia a la otra, de una estufa a otra, de un atizador a otro atizador. Detrás estaba el office, en donde Irma, la pequeña sirvienta de quince años, estaba ocupada aquella tarde en limpiar los cuchillos y los cubiertos con blanco de España.

Por fin, la cocina, dominio de la señorita Otard y de Jeanne, la mayor de las criadas, una joven de veinticinco a treinta años, siempre con zapatillas, siempre mal peinada y de una dudosa limpieza, siempre agria también, lanzando miradas desconfiadas u hoscas.

No había más personal en la casa, en donde no cesaba de alborotar, gruñir y dar bofetadas un chiquillo atontado de cuatro años, el hijo de Jeanne, cosa que supo Maigret preguntando a la más joven de las criadas.

En otra parte, a causa del tiempo, las horas tal vez no eran alegres. En casa de la señorita Otard eran lúgubres y los minutos debían tener más segundos que en cualquier otra parte, porque las agujas no avanzaban sobre el cuadrante del péndulo de mármol negro colocado bajo la esfera sobre la chimenea.

—Intenta aprovechar un momento de calma para ir al café… Seguramente encontrarás a alguien para echar la partida…

Tampoco tenían el recurso de charlar, porque nunca estaban solos. La señorita Otard iba de la cocina al salón, abría un cajón o un armario, se sentaba, volvía a marcharse, con el aire de alguien que debe vigilar a cada uno bajo pena de catástrofe. ¡Podía creer que, si permanecía un cuarto de hora ausente, aprovecharían para sustraerle uno de sus viejos números de la Moda del Día o para prender fuego al buffet!

De tanto en tanto, Irma entraba también, precisamente para volver a colocar los cubiertos en el cajón de este buffet y para coger otros.

En cuanto a la dama triste, a la que los Maigret llamaban así porque ignoraban su nombre, estaba sentada cerca de la estufa del comedor en una silla, el busto erguido, y leía un libro del que no se veía el título, porque no tenía tapas.

Por lo que se podía entender, estaba allí desde hacía varias semanas. Debía tener unos treinta años y tenía mal aspecto; ¿tal vez había venido para reposar después de haber sufrido una operación? En todo caso, evolucionaba con precaución, como si temiese romperse algo. Comía poco, suspirando, lamentando sin duda los minutos sacrificados a aquella función vulgar.

En cuanto a la otra, la recién casada, como decía Maigret con una sonrisa feroz, era todo lo contrario y producía verdaderas corrientes de aire sólo con pasar de un sillón a otro.

La recién casada debía tener de cuarenta a cuarenta y cinco años. Era bajita y gruesa, no muy agradable, seguramente; la prueba es que su marido acudía a la menor llamada con, de antemano, un aire obediente y confundido.

Este marido alcanzaba la treintena y no era necesario examinarle durante mucho tiempo para comprender que no se había casado por amor, sino que se había asegurado, sacrificando su libertad, el pan para su vejez.

Su nombre era Mosselet: Jules y Emilie Mosselet.

Si la aguja no avanzaba rápido, avanzaba a pesar de todo. Maigret se acordó fuera de tiempo de haber mirado la hora en el momento en que Jeanne servía a la dama triste una infusión de menta. Eran las cinco y algunos minutos; y Jeanne le pareció más solapada que nunca.

Fue poco tiempo después cuando el joven inglés, el señor John, volvió de fuera, dejando penetrar la tempestad y el frío en la casa, dejando, con su impermeable empapado, regueros de agua en el salón.

Tenía el semblante animado por el aire vivo y por la noticia que traía. Anunció con un fuerte acento:

—El barco va a salir… Pueden traer mi equipaje, señorita la dueña…

Desde la mañana iba precipitadamente de un sitio a otro, porque tenía prisa en volver a Inglaterra, y ahora volvía de la estación marítima en donde le habían anunciado que el navío iba a intentar la travesía.

—¿Tiene mi cuenta?

Maigret dudó un momento. Estuvo a punto de seguir el consejo de su mujer, a riesgo de quedar empapado, y correr a lo largo de las casas hasta la «Cervecería de los Suizos» en donde, por lo menos, había vida y movimiento.

Fue incluso hasta el perchero, en el pasillo. Distinguiendo en el claroscuro las tres grandes maletas del señor John, se encogió de hombros y entró en el salón.

—¿Por qué no vas? Te pones inútilmente de mal humor…

Sólo a causa de aquella observación, se hundió pesadamente en un sillón y atrapó la primera revista que le vino a la mano, de la cual se puso a pasar las páginas.

Lo que es notable, es que rigurosamente no tenía nada que hacer y tampoco podía preocuparle nada. Lógicamente, pues, hubiera tenido que estar en un estado de perfecta receptividad.

La casa no era grande. Desde cualquier punto, se oían los menores ruidos hasta tal punto que por la noche, cuando la pareja Mosselet se encerraba en su habitación, aquello era vergonzoso.

Ahora bien, Maigret no vio nada, no oyó nada, no tuvo ni la sombra de un presentimiento.

Se dio cuenta vagamente de que el señor John pagaba su cuenta y pasaba al office para darle una propina a Irma. Respondió vagamente a un adiós vago del inglés y comprendió que Jeanne, más fuerte que el joven, era la encargada de llevar dos de las maletas al barco.

Pero no la vio salir. Aquello no le interesó. Llegó a leer —porque la revista que había cogido por casualidad era una revista de agricultura— un largo artículo, de caracteres pequeños, sobre las costumbres de los ratones campesinos y acabó por apasionarse tontamente.

Desde entonces, la aguja pudo avanzar en silencio por el cuadrante color verde mar del péndulo sin que nadie se preocupase por ello. La señora Maigret, que contaba los puntos de su tricot, movía los labios sin ruido. A veces, una bola de carbón crepitaba en una de las estufas o una borrasca producía un ronquido en la chimenea.

El entrechocar de la vajilla indicaba que Irma ponía la mesa. También había un solapado olor a fritura que anunciaba las tradicionales pescadillas de la noche.

Y, de repente, he aquí que surgieron voces de la noche, voces animadas que parecían brotar de la tempestad y que se acercaban, rozaban los postigos, se detenían en el umbral, rematando en calderón por el más violento timbrazo que jamás registró la casa.

Incluso en aquel momento, Maigret no se movía. Durante horas había deseado una diversión para combatir la monotonía de la jornada y, en el momento que se presentaba, tan espléndida que uno no se la podía esperar, permanecía inmerso en sus historias de ratones campesinos.

—Es aquí, sí… —decía la voz de la señorita Otard.

A causa del aire que entraba, del agua, de las ropas mojadas, de los rostros enrojecidos y animados, tuvo que alzar la cabeza y distinguir un uniforme de policía y el abrigo negro de un hombrecillo con un puro apagado.

—¿Es usted, verdad, la que tiene como empleada a una tal Jeanne Fénard?

Maigret se percató de que el chiquillo estaba allí precisamente, salido de Dios sabía dónde, sin duda del fondo de la cocina.

—Esta persona acaba de ser muerta de un disparo de revólver mientras pasaba por la calle Digue…

El primer reflejo de la señorita Otard fue la incredulidad, la desconfianza. Se percibía que no era mujer para dejarse contar cualquier cosa por cualquiera y, con labios repulgados, tuvo una palabra magnífica:

—¡Verdaderamente!

Pero la continuación no dejaba margen a la duda, porque el hombre del puro apagado proseguía:

—Soy el comisario de policía… Deseo que venga conmigo para reconocer el cuerpo… Deseo también que nadie más salga de esta casa…

Los ojos de Maigret pestañearon de malicia. Su mujer le miró con aire de decir:

—¿Por qué no te identificas?

Pero hacía demasiado poco tiempo que disfrutaba del retiro y que saboreaba las alegrías del anonimato. Se hundía en su sillón con una voluptuosidad real. Examinaba al comisario con ojo crítico.

—Haga el favor de ponerse algo y seguirme…

—¿A dónde?

—Al depósito…

Entonces se oyó un gran grito, una crisis de nervios verdadera o bastante bien interpretada, un gemido de la dama triste, a la que Maigret había olvidado.

Irma surgía del office, sosteniendo un plato en la mano.

—¿Jeanne está muerta?

—Tú no te preocupes de eso… —ordenó la señorita Otard—. Puedes servir la cena mientras yo vuelvo…

Miró al chiquillo que no había comprendido y que vagaba por entre las piernas de las personas mayores.

—Métele en su habitación… Que se acueste…

¿Dónde estaba en aquel momento la señora Mosselet? La pregunta parecía fácil y, sin embargo, Maigret no la pudo contestar. Por contra, Mosselet, que llevaba por la casa unas ridículas zapatillas de fieltro rojo, se encontraba allí, al lado del pasillo. Desde su habitación, había oído sin duda el ruido y había bajado.

—¿Qué ocurre? —preguntaba.

Pero el comisario tenía prisa. Dijo algunas palabras en voz baja al agente de uniforme, que se quitó el capote, su quepis, encendió un cigarrillo y fue a plantarse delante del fuego, como alguien que se instala para un buen rato.

Se arrastraba afuera a la señorita Otard, que se había puesto un impermeable amarillo y unas botas de caucho y que se volvía una última vez para decir a Irma:

—¡Sirve rápido la cena!… Las pescadillas se van a quemar…

* * *

Irma lloraba, maquinalmente, como por cortesía, porque alguien había muerto. Lloraba y servía, volviendo la cabeza para no dejar caer sus lágrimas en los platos.

Allí, Maigret se percató de que la señora Mosselet estaba en la mesa, apenas alterada, pero curiosa.

Allí, Maigret se percató de que la señora Mosselet estaba en la mesa, apenas alterada, pero curiosa.

—Me pregunto cómo es posible… ¿Ha ocurrido en la calle?… ¿Hay, pues, apaches en Dieppe?…

Mosselet comía con apetito. La señora Maigret seguía sin comprender por qué su marido parecía tan indiferente ante aquel asunto, mientras que se había pasado la vida ocupándose de crímenes.

La dama triste miraba a su pescadilla poco más o menos como la pescadilla la miraba a ella y abría de tanto en tanto la boca, no para comer, sino para dejar escapar un poco de aire a guisa de suspiro.

En cuanto al agente, había cogido una silla, se había instalado en ella a horcajadas y miraba a los demás mientras comían, impaciente por representar un papel.

—¡Soy yo quien la ha encontrado! —dijo orgullosamente a la señora Mosselet que parecía la más interesada.

—¿Cómo?

—Por pura casualidad… Yo vivo en la calle Digue, una callejuela que va del muelle al puerto, allá abajo, después de la Tabacalera. Se puede decir que nunca pasa nadie. Yo andaba de prisa agachando la cabeza y vi algo oscuro…

—¡Es horrible! —dijo la señora Mosselet sin convicción.

—A lo primero creí que se trataba de un borracho, porque se les encuentra todos los días en la acera…

—¿Incluso en invierno?

—Sobre todo en invierno, porque se empieza a beber para calentarse…

—¡Mientras que en el verano se bebe para refrescarse! —dijo burlonamente Jules Mosselet con una mirada maligna a su mujer.

—Si usted quiere… Palpé… Me di cuenta de que era una mujer… Llamé y cuando se la llevó a la farmacia, la que está precisamente en la esquina de la calle París, se constató que estaba muerta… También fue entonces cuando la reconocí, porque conozco todos los rostros del barrio… Le dije al comisario:

»—Esa joven es la criada de la pensión Otard…

Entonces Maigret preguntó tímidamente, como un señor que vacila en mezclarse en lo que no le interesa:

—¿Y no había maletas cerca de ella?

—¿Por qué tendría que haber maletas?

—No lo sé… También me pregunto si estaba vuelta hacia el puerto o de este lado…

El agente se rascó la cabeza.

—Espere… Creo, tal como estaba colocada, que más bien venía hacia aquí cuando le aconteció…

Dudó un rato, se decidió a coger la botella de vino negro y a servirse un vaso murmurando:

—¿Me permiten?

Este movimiento le había acercado a la mesa. Quedaban dos pescadillas tiesas en el plato. Dudó otra vez, cogió una, se la comió sin tenedor ni cuchillo y fue a tirar la espina al saco de carbón.

Luego interrogó a cada uno con la mirada, se aseguró así de que no había ningún aficionado a la segunda pescadilla y se la comió como la primera, bebió otra vez y suspiró:

—Esto debe ser un crimen pasional… Esta joven era una pindonga como no había otra… Era una de las más asiduas al baile que está en la otra parte del puerto…

—Entonces, ya cambia —murmuró la señora Mosselet, que desde que se trataba de un crimen pasional parecía encontrar el asunto completamente natural.

—Lo que me extraña —proseguía el agente al que Maigret no quitaba ojo— es que lo hayan hecho con un revólver… Los marineros, como usted sabe, se sirven mejor de un cuchillo…

En aquel instante entró la señorita Otard, y el viento, que enrojecía los demás rostros, había vuelto pálido el suyo. El acontecimiento, además, le daba conciencia de su importancia y su actitud proclamaba:

—Sé cosas, pero no cuenten conmigo para que se las diga…

Su mirada recorría la mesa, sobre los que cenaban y los platos, reparaba en las espinas de las pescadillas. Y preguntaba severamente a Irma, que refunfuñaba pegada a la chambrana de la puerta:

—¿Qué esperas para servir la ternera?

Luego, por fin, al agente:

—¿Espero que le haya dado de beber?… Su patrón va a venir dentro de algunos instantes… Está telefoneando a Newhaven…

Maigret se estremecía y ella se dio cuenta. Aquel estremecimiento no le pareció muy católico y se vio claramente pasar una sospecha por su mente.

La prueba es que se creyó en el deber de añadir:

—… Por lo menos, supongo…

No lo suponía: lo sabía. Por lo tanto, el comisario de policía había oído hablar del señor John y de su precipitada marcha.

Por el momento, la pista oficial era por consiguiente la pista del joven inglés.

—¡Todo esto me va a poner enferma! —murmuró con voz doliente la dama triste, que sólo abría la boca tres veces al día para suspirar.

—¿Y yo? —se indignó la señorita Otard, que no toleraba que alguien estuviese más afectado que ella por el acontecimiento—. ¿Cree usted que esto va a arreglar mis negocios? Una joven a la que me ha costado meses levantar… ¡Irma! ¿Cuándo te decidirás a traer la salsa?

El resultado más claro de aquellas idas y venidas era haber dejado llenar la casa de aire fresco: en lugar de fundirse con el calor ambiente, formaba pequeñas corrientes que revoloteaban, pasaban por la nuca, provocaban un escalofrío entre los hombros.

Hasta el punto que Maigret se levantó, indiferente al saco vacío, y fue a atizar la estufa. Luego llenó una pipa, la encendió con una antorcha de papel presentada al fuego y se plantó en su postura favorita, la que se conocía en el Quai des Orfèvres, la pipa entre los dientes, la espalda al fuego, las manos juntas sobre los muslos, con aquel aspecto indefinible, obstinado o ausente, que tenía cuando los elementos esparcidos empezaban a agruparse en su mente y a formar como un germen, todavía inconsistente, de verdad.

La llegada del comisario de policía no logró hacerle hacer movimiento alguno. Oyó:

—El barco no ha llegado… Vendrán a avisarme…

No era difícil imaginar el vapor sacudido en la oscuridad de la Mancha en donde sólo se debían ver las crestas blancuzcas de las enormes olas. Y los pasajeros enfermos, el buffet desierto, las sombras inquietas en la sombra del puerto, con, por toda referencia, intermitentemente, el punto relampagueante del faro de Newhaven.

—Me veo obligado a interrogar a estas señoras y a estos señores, uno tras otro…

La señorita Otard comprendió y decidió:

—Se puede cerrar la puerta de comunicación. Se instala en el salón y…

El comisario de policía no había cenado, pero no habían más pescadillas en la mesa y no se atrevió a meter los dedos en la bandeja en la que se enviscaban los trozos de ternera.