Jérôme Lacroix no podía impedir, a cada instante, volverse hacia Maigret, con el aire vacilante, y murmurar:
—¿Qué piensas, tío?
Y el antiguo comisario responderle con una sombría sonrisa que hacía sus palabras más enigmáticas:
—Ya sabes, hijo, que no pienso nunca…
Ocupaba tan poco sitio como era posible. Durante largo rato permaneció sentado en un rincón de la habitación, cerca del maniquí de la modista, fumando su pipa con aire ausente.
No por ello su presencia turbaba menos a los demás. El comisario del barrio, temblando por parecer torpe ante la presencia del famoso Maigret, buscaba sin cesar su aprobación.
—Esto es lo que haría en mi lugar, ¿verdad?
Todos los rellanos estaban llenos de gente y un agente uniformado a duras penas podía impedirles la entrada al piso. Otro, abajo, en el umbral de la casa, repetía en vano:
—¡Cuando yo le digo que no hay nada que ver!
Muchos de los habitantes de la calle Caulaincourt, aquella noche, pasaron por alto la cena para permanecer de guardia en la calle o en su ventana. Es cierto que el tiempo era ideal y que a veces, por detrás de las cortinas del apartamento del sexto, se podían ver pasar sombras.
Abajo había una ambulancia. Permaneció cerca de una hora estacionada y se produjo la general sorpresa cuando se marchó vacía.
—¿Qué piensa usted, señor Maigret?
Se planteaba un problema. La señorita Berthe, que había recobrado el conocimiento, se negaba a dejarse transportar al hospital. Estaba débil, porque había perdido mucha sangre por una herida en el cuero cabelludo. Pero ponía toda su energía en su mirada, en la crispación de sus manos húmedas.
—Esto es de la incumbencia del doctor —había respondido Maigret, que no quería tomar ninguna responsabilidad.
Y el inspector Lacroix le preguntaba al médico:
—¿Cree que se la puede dejar aquí?
—Creo que, cuando le haya dado algunos puntos de sutura, no tendrá más que dormir hasta mañana por la mañana…
Todo aquello, como siempre, ocurría en un gran desorden. Únicamente la mirada de la herida seguía obstinadamente pegada a Maigret y parecía dirigirle una ardiente súplica.
—¿Has oído lo que ha dicho la portera, tío? Por mi parte, reconstruyo el hecho así: la señorita Berthe ha bajado, sin duda para comprar…
—¡No! —dijo dulcemente Maigret.
—¿Tú crees? Entonces, ¿para qué ha bajado?
—Para echar una carta al buzón…
Jérôme dejó para más tarde el cuidado de saber cómo Maigret podía establecer aquel detalle con tanta seguridad.
—Poco importa…
—Importa mucho. Pero continúa…
—Apenas había abandonado la casa, cuando la portera vio entrar a un hombre en el inmueble. El pasillo estaba oscuro. La portera pensó que se trataba de un amigo de uno de los inquilinos. La señorita Berthe volvió casi en seguida…
—Hay un buzón a cien metros, en la plaza Constantin Pecqueur —precisó Maigret, que ponía los puntos sobre las íes para satisfacción personal.
—¡Sea!… Ella, pues, volvió… Se encontró al desconocido en su casa… La atacó y ella se defendió… El hombre, gravemente herido, a juzgar por el rastro de sangre, bajó la escalera y la portera vio cómo huía con las manos en el vientre…
Jérôme miró a su alrededor con cierto disgusto y añadió más tímidamente:
—Lo más extraño es que no se encuentra el arma…
—¡Las armas! —precisó Maigret—. Un arma contundente, con la cual ha sido golpeada la señorita Berthe, y otra arma, un cuchillo probablemente, que ha herido al desconocido…
—¿Ha sido él sin duda quien se las ha llevado?… —se arriesgó Jérôme.
Y Maigret volvió la cabeza para reír más a gusto.
Ya se habían dado órdenes de buscar por el barrio a un hombre herido. El médico acababa de vendar la cabeza de la joven que, a pesar del dolor, se esforzaba en no apartar los ojos de Maigret.
—¿Crees, tío, que esto podría ser cosa de su amante?
—¿Que ha hecho qué?
—Que ha venido hasta aquí y le ha atacado…
¿Por qué respondió Maigret con una seguridad por lo menos inesperada?
—¡Seguramente no!
—¿Qué harías en mi lugar?
—Como no estoy en tu lugar, me es difícil responderte.
El comisario de policía, a su vez, venía a conseguir unas palabras de ánimo o una aprobación:
—Esto es lo que he decidido: el médico enviará inmediatamente una enfermera que se quedará en la cabecera de la herida. Por otra parte, apostaré a un agente abajo. Mañana ya se verá si es posible proceder con provecho a un interrogatorio…
La joven había oído. Seguía mirando a Maigret y tuvo la impresión de que éste le hacía un guiño. Entonces, tranquilizada, se abandonó al sopor que le invadía.
* * *
Los dos hombres, el tío y el sobrino, pasaban por delante de los curiosos todavía emboscados en los portales de las casas vecinas, y Maigret llenaba una nueva pipa.
—¿Y si fuésemos a comer un bocado? —propuso—. O mucho me equivoco, o todavía no hemos cenado. Hay una cervecería en la calle, y confieso que una col blanca aderezada… Podrás aprovechar para telefonear a tu mujer…
Durante toda la cena, Jérôme no cesó de espiar a su tío con el aspecto de un escolar que teme ser cogido en falta. Y, poco a poco, aquello le ponía de mal humor, incluso sentía rencor a la vista de Maigret que estaba demasiado quieto, demasiado seguro de sí mismo.
—¡Se diría que esta historia te divierte! —remarcó sirviéndose salchicha.
—¡Es divertida, en efecto!
—Tal vez sea divertida para el que no está encargado de encontrar la solución.
Maigret comía con apetito: ancho, macizo, tenía una manera de coger su medio con tanta delicadeza que hubiera podido servir de reclamo para una marca de cerveza.
Secándose los labios, se dio el maligno placer de dejar caer:
—Yo la he encontrado…
—¿El qué?
—La solución…
—¿Sabes quién ha atacado a la señorita Berthe?
—¡No!
—¿Entonces?
—Eso carece de importancia… Quiero decir que no la tiene para mí, ni para ella…
La cabeza de Jérôme se alargó todavía más y, a no ser por el respeto que profesaba a Maigret, se hubiera puesto completamente rojo.
—¡Gracias! —gruñó, sin embargo, con la nariz metida en el plato.
—¿Por qué?
—Porque, en lugar de ayudarme, te burlas de mí. Si verdaderamente has descubierto algo…
Pero en vano intentó excitar a su tío. Éste había vuelto a tomar su cargante impasibilidad. Pidió una segunda ración de col blanca, con un par de salchichas de Francfort y un tercer medio.
—En fin, ¿crees que he hecho todo lo que debía hacer?
—Has hecho lo que creías deber hacer, ¿verdad?
—Hay una enfermera en la habitación.
—Sí…
—Y un agente en la puerta…
—¡Pardiez!
—¿Qué quieres decir?
—Nada…
Maigret pagó la cena y rehusó la invitación de su sobrino, que quería llevarle a tomar café a su casa. Y una media hora más tarde, estaba en su ventana del hotel Concarneau.
Al otro lado de la calle, veía la cortina débilmente iluminada de la habitación de la señorita Berthe y adivinaba la silueta de la enfermera que leía, hundida en un sillón.
Abajo, en la acera, un agente paseaba arriba y abajo y miraba su reloj cada cuarto de hora.
—¡Que se las apañe! —gruñó cerrando su ventana.
Y en el momento de quitarse los zapatos, sentado en el borde de la cama, añadió pensando en su sobrino:
—¡Que saque a relucir su plan!
* * *
El sol entraba a raudales en la habitación cuando se aproximó a la cama de la señorita Berthe, a las nueve de la mañana, mientras la enfermera ordenaba la estancia.
—Vengo a despedirme —anunció adoptando un aire falsamente inocente—. Ahora que ese extraordinario Albert ha fallado en su tentativa, supongo que ya no tiene nada que temer…
Entonces, leyó la inquietud y casi la perturbación en los ojos de la herida. Ésta intentó incorporarse para ver dónde estaba la enfermera; luego balbuceó:
—No se vaya aún… ¡Se lo suplico!
—¿Insiste verdaderamente en que me quede aquí?
—Sí…
—¿Y no teme, por ejemplo, que yo le dé algunos consejos a mi pobre sobrino, que no sabe a qué santo confiarse?
Había en él, aquella mañana, algo de obstinado y paternal a la vez. Sin embargo, veía que la señorita Berthe vacilaba entre la sonrisa y las lágrimas. Ella le observaba. La víspera por la noche tenía fiebre y hubiera podido equivocarse.
La presencia de la enfermera complicaba aún más la situación, porque la joven no podía hablar como hubiese querido.
—A propósito —preguntó Maigret—, ¿no ha recibido carta esta mañana?
Dijo que no con la cabeza y él declaró con seguridad:
—Recibirá una mañana… ¡Claro que sí!… Una carta procedente de Calais o Boulogne… E incluso le voy a dar un detalle: habrá, en el sello, pequeños agujeritos hechos con una aguja…
Sonreía. De pie al sol, jugaba como lo había hecho la víspera, con la copa de porcelana que contenía las agujas, los botones y los sellos.
No había necesidad de insistir más y la señorita Berthe, que había comprendido, se había puesto roja.
Una vez más, buscó con los ojos a la enfermera, porque era de ella de quien tenía miedo, pero la mirada de Maigret le hizo comprender que estaba en la cocina, en donde se oía silbar el hornillo de gas.
—¿Conoce a los inquilinos de al lado? —preguntó de repente pasando de un asunto a otro—. Me habló de una pareja de ancianos, ¿verdad? ¿Tienen criada?
—No… La mujer arregla la casa…
—¿Sus recados también?
—Sí… Todas las mañanas, hacia las nueve o las diez… Sé que va al mercado de la calle Lepic, porque me la he encontrado varias veces…
—¿Y el marido?
—Sale al mismo tiempo que ella y se pasa la mañana escudriñando en las tiendas de libros viejos del bulevar Rochechouart…
—¡Por lo que el apartamento está vacío! —concluyó Maigret con una voz inútilmente fuerte.
Y, una vez más, la herida dudó entre la sonrisa y las lágrimas. Seguía preguntándose si Maigret estaba con ella o contra ella. No se atrevía a hablar.
—Figúrese —proseguía él con bondad, pero siempre con voz fuerte—, que han puesto un agente de guardia en la acera. Ahora bien, ¿sabe la consigna que le han dado?
Incluso no parecía que estaba hablándole a la señorita Berthe. Estaba vuelto a una dirección opuesta.
—Impedirle salir a usted, si por casualidad se le ocurría semejante fantasía, y el impedir entrar a sus enemigos. ¡Digo entrar, dese cuenta! La policía teme, en efecto, que vendrán a rematarla en su lecho…
Fue a abrir la ventana de par en par, sacudió la pipa contra su talón y llenó otra.
Hubo un silencio bastante largo. Se hubiera dicho que la joven, igual que el comisario, esperaba algo. Maigret, nervioso, recorría el balcón, se inclinaba para mirar a la calle y se encogía de hombros como alguien al que se le acaba la paciencia.
Llegó a gruñir entre dientes:
—¡Pequeño cretino!
De repente, se inmovilizó, mirando a la calle. La señorita Berthe parecía a punto de levantarse a pesar de su debilidad. La enfermera les observaba al uno y al otro, preguntándose qué quería decir todo aquello, y no estaba lejos de pensar que estaban un poco locos.
—Sin embargo, el metro está en la esquina de la calle… —suspiró Maigret—. ¡Y una parada de autobús a cincuenta metros!… Hay además, un taxi que pasa merodeando… ¿Entonces?…
Esta vez, la señorita Berthe no pudo impedir preguntar:
—¿Se ha marchado?
Y él, gruñón:
—En todo caso, se toma su tiempo… ¡Ni que estuviese pegado a una pelota!… ¡Por fin!…
—¿El autobús?
—El metro…
Y Maigret entró en la habitación, fue a la cocina a buscar una botella de vino blanco, suspiró mientras se servía:
—¡Si por lo menos fuese seco!
La señorita Berthe lloraba sin poder contenerse. Lloraba, como se dice, a lágrima viva, mientras la enfermera intentaba consolarla:
—Cálmese, señorita… Esto le hará mal… Le aseguro que su herida no es grave… No hay que estar triste…
—¡Imbécil! —gruñó Maigret.
Porque aquella tonta enfermera no había comprendido que eran lágrimas de alegría las que vertía así, perdidamente, la señorita Berthe, mientras un rayo de sol jugueteaba entre las sábanas.